I.S.S.N.: 1138-9877

Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 0



LA GESTIÓN DE LA DIVERSIDAD: CONSTRUCCIÓN Y NEUTRALIZACIÓN DE LAS DIFERENCIAS

Ignasi Alvarez Dorronsoro

En los últimos veinte años, mediante los debates políticos sobre el multiculturalismo y a través de la autocomprensión teórica del feminismo, ha ido ganando terreno la idea normativa de que los individuos o los grupos sociales debían encontrar reconocimiento o respeto en su diferencia. Esas demandas de reconocimiento surgen desde muy diversos sectores: las minorías autóctonas o compuestas por inmigrantes ya sólidamente asentados en la sociedad receptora, las minorías nacionales, los movimientos feministas y homosexuales o las poblaciones indígenas. Cada uno de estos movimientos plantea formas específicas de reconocimiento: derechos singulares para el propio grupo, autogobierno cultural y/o político, derecho de autodeterminación, cuestionamiento de determinados valores y normas de esa sociedad que implican la falta de respeto a determinados grupos o no reconocimiento de su identidad diferenciada, rechazo de las políticas de asimilación cultural practicadas por los grupos dominantes...

Ch. Taylor, ha aplicado la noción de reconocimiento, de raíz hegeliana, a los problemas de multiculturalismo. Reconocimiento es una categoría polisémica: se ha usado en el ámbito feminista de la ética del cuidado para caracterizar esa forma de asistencia y cuidado cuyo prototipo es la relación entre madre e hijo; en cambio, en el contexto de la ética del discurso (Habermas), por reconocimiento debe entenderse el tipo de respeto recíproco, al mismo tiempo que la singularidad y la igualdad de todas las demás personas, cuyo ejemplo paradigmático lo constituye el comportamiento de los participantes en la discusión; finalmente, la categoría de reconocimiento se utiliza también para caracterizar formas de valoración de otros modos de vida, como los que de manera típica se forman en el horizonte de la solidaridad comunitaria (Taylor 1992). Esa polisemia implica también un distinto contenido moral del concepto de reconocimiento. El reconocimiento de la autonomía moral de todos los seres humanos tiene un carácter de obligación universal, mientras que, en opinión de Axel Honneth, difícilmente puede justificarse esa universalidad respecto a las otras formas de reconocimiento (valoración o cuidado).

Esas demandas diversas que dibujan el fenómeno que designamos como multiculturalismo desbordan en ocasiones las formas de tratamiento tradicional del pluralismo fundado en: a) la afirmación de la neutralidad del Estado frente a la diversidad de concepciones morales o religiosas de los individuos, y b) la igualdad de trato a todos los individuos, privando a su posible pertenencia religiosa, étnica o de género de cualquier relevancia política.

En algunos casos, las demandas de reconocimiento van de la mano de la denuncia de la discriminación contra determinados colectivos que se esconde detrás de una pretendida neutralidad de los poderes públicos, sea por la situación de vulnerabilidad especial de estros colectivos, sea porque su identidad particular no se ha tenido en cuenta a la hora de considerar el ámbito del pluralismo religioso, étnico, cultural, lingüístico o de otro tipo que los distintos marcos normativos deben acoger. En otros casos, lo que se plantea es el derecho a gestionar como comunidad étnica un determinado patrimonio cultural, o una exigencia general de autogobierno en tanto que grupo nacional minoritario.

El lenguaje en el que se expresan las demandas de ese pluralismo complejo que es el multiculturalismo es muy variado. Por ejemplo, el uso de la categoría de "derechos colectivos" utilizada con frecuencia en las reivindicaciones de grupos étnicos y de minorías nacionales, ha sido objeto de inacabables polémicas que podían resolverse fácilmente recurriendo a un lenguaje que suscite menos equívocos: en ocasiones, es obvio, si no media afán polémico, que "derechos nacionales o étnicos" no significa otra cosa que " el derecho de los miembros de esa comunidad" a decidir por si mismos en determinados ámbitos, sin someterse a la voluntad de quienes no forman parte de la misma". Dicho de otra manera, utilizar el lenguaje de los "derechos colectivos" no implica que quienes lo hagan crean en la existencia de entidades, sea la nación o el grupo étnico, dotadas de una voluntad propia independiente y superior a la de quienes componen esa comunidad. Coincido con la opinión del profesor E. Garzón (1997) de que no hay nada que objetar a la creación jurídica de entes colectivos portadores de derechos. A lo que añade que "el obvio que el ejercicio de derechos del ente colectivo corresponde a las personas individuales que forman los órganos de gobierno de esa persona jurídica".

Lo característico de una sociedad multicultural es que la regulación del pluralismo no queda limitada al ámbito de las relaciones entre individuos, sino que debe extenderse también a la regulación política de las relaciones entre comunidades que comparten un espacio político común. Esas relaciones pueden no estar exentas de conflictos; baste, para muestra los conflictos de identidades nacionales y las tensiones intercomunitarias y también intracomunitarias con las que los ciudadanos de este país nos hemos ido acostumbrado a convivir, aunque no sin cierta crispación. La reflexión sobre las múltiples facetas del multiculturalismo no puede limitarse a un canto a favor del pluralismo, la diversidad y la tolerancia. Debe intentar avanzar también en el diseño de modelos políticos abiertos a las demandas específicas de reconocimiento que no resulten incompatibles con los principios básicos de la democracia, el pluralismo y la autonomía individual. Ello exige igualmente acertar a construir solidaridades e identidades puente que prevengan contra el cierre y el ensimismamiento comunitario.

Ese núcleo mínimo de principios de convivencia política implica, por ejemplo, que la preservación de la diferencia cultural no puede considerarse un valor absoluto al que se deban subordinar todos los demás. Hay un límite que no se puede traspasar. W. Kymlicka (1996), establece una distinción entre protecciones externas y restricciones internas. Las primeras sirven a una comunidad minoritaria para protegerse de determinadas decisiones de la mayoría de la sociedad política en la que está inserta. Los ámbitos de competencias exclusivas que regulan nuestros Estatutos de Autonomía son una forma de protección externa. Para Kymlicka (ibídem, p. 58) ese tipo de derechos no entran necesariamente en conflicto con las libertades individuales, permiten reducir la vulnerabilidad de las minorías y pueden ser fuentes de mayor igualdad. Las restricciones internas, por el contrario, son medidas que suponen limitar las libertades civiles y políticas básicas de los miembros del grupo, incluido el derecho a abandonar el grupo, con el fin de preservar la cohesión comunitaria o asegurar el mantenimiento de determinadas tradiciones. Kymlicka considera que estas últimas son inadmisibles desde la perspectiva de una sociedad liberal.

Las restricciones internas pueden recaer también sobre minorías que no pertenecen al grupo dominante, pero que están insertas en la misma comunidad política. La voluntad de imponer este tipo de restricciones internas en materia lingüística forma parte de la historia muchos de los nacionalismos estatonacionales, pero no es una tentación de la que estén libres los nacionalismos subestatales.

El multiculturalismo puede reivindicarse como un tipo de regulación política que permita establecer una mejor protección de las minorías y una mayor igualdad entre los distintos grupos culturales. Esta es la fundamentación que me parece más sólida. Otras argumentaciones en favor del multiculturalismo centran su objetivo en la preservación de la diversidad cultural amenazada por la uniformización universal. J. Habermas ha criticado la idea de transferir a la cultura la perspectiva ecológica sobre la conservación de la mayor variedad posible de especies: "En las sociedades multiculturales democrático-liberales, la coexistencia de formas de vida con derechos iguales significa asegurar a cada ciudadano la oportunidad de crecer dentro del mundo de una herencia cultural y poder ver crecer en ella a sus hijos e hijas, sin haber de padecer por ese motivo ninguna discriminación. Pero, añade Habermas, significa también la posibilidad de confrontar esa tradición con otras, de decidir perpetuarla en su forma convencional o transformarla, e incluso, de romper con ella y abandonarla (J. Habermas 1995).

Una democracia de minorías no implica necesariamente una democracia de comunidades cerradas, en la que la pertenencia a determinado grupo étnico, religioso o nacional acaba configurando la única identidad socialmente relevante de sus miembros. Esa democracia, por el contrario, reclama también, en mi opinión, la construcción de algún tipo de identidad ciudadana, obviamente no étnica, sino política, que puedan hacer suya todos los miembros de esa sociedad (una identidad política compartida, y ese es el núcleo del federalismo plurinacional, que resulte también compatible con la existencia de ciudadanías nacionalmente diferenciadas) (Kymlicka 1996; Requejo, 1996, Fossas, 1996).

LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD.

En la introducción a Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de las diferencias culturales, F. Barth (1976) planteó una severa crítica a la definición tradicional de "grupo étnico": 1) una comunidad que se perpetúa biológicamente, 2) con una cultura compartida, 3) relativamente cerrada a la comunicación e interacción con otros grupos, y 4) cuyos miembros se autoidentifican y son identificados por otros como miembros de un grupo singular, distinguible de otros grupos del mismo orden. Para Barth, esta definición no enfatiza lo suficiente que el rasgo crítico es el cuarto, la construcción por parte de los actores sociales de identidades étnicas para categorizarse tanto a sí mismos como miembros de una organización social, y a los "otros" como ajenos o extraños a la misma. "Aunque las categorías étnicas presuponen diferencias culturales, sostiene Barth, es preciso reconocer que no podemos suponer una simple relación de paridad entre las unidades étnicas y las similitudes y diferencias culturales. Los rasgos que son tomados en cuenta para construir la identidad étnica no son la suma de las diferencias culturales "objetivas, sino solamente aquellas que los actores mismos consideran significativas".

Determinados rasgos culturales son utilizados por los actores sociales como señales y emblemas de diferencia, como diacríticos (la lengua, la religión, algunos modos de vida, ciertos valores y creencias), mientras que otros contenidos culturales, no necesariamente menos importantes, son pasados por alto. Así, la idea de nación como comunidad cultural se funda en el supuesto de que todos los miembros de la misma comparten una misma cultura que les hace diferentes de las gentes de otras naciones. Ello obliga a identificar la cultura nacional con algún elemento diferenciador, que, con frecuencia, es la existencia de una lengua propia. Esa función diferenciadora inclina a considerar irrelevantes los contenidos culturales que se comparten con otros grupos nacionales próximos (aunque ese acerbo cultural compartido sea una característica fundamental de las sociedades modernas). La "cultura nacional" es una categoría que tiende también a ser ciega a las profundas diferencias culturales que existen en el interior de las sociedades nacionales. En las sociedades premodernas resultaba obvio que el príncipe y la pastora pertenecían a culturas distintas. Por el contrario, en las sociedades nacionales modernas, el príncipe y la pastora son definidos como miembros de la misma cultura.

Los rasgos culturales que se utilizan para dibujar el límite étnico pueden cambiar, del mismo modo que se pueden transformar las características culturales de los miembros del grupo, pero la pervivencia del grupo sigue asegurada en tanto perviva la dicotomía entre propios y extraños, cualquiera que sean los materiales con los que se construya. T. San Román (1990, 1994) analiza la disfuncionalidad en las sociedades urbanas modernas de buena parte de los contenidos tradicionales de la cultura gitana. Esta situación ha llevado a respuestas tanto de resistencia como de integración. San Román, a partir de la distinción entre contenido cultural e identidad étnica, sugiere que la identidad emblemática gitana puede mantenerse e incluso fortalecerse con un cambio cultural que elimine esas disfuncionalidades.

Apuntaré algunas implicaciones que se derivan de las reflexiones anteriores:

A) Las identidades étnicas no son cristalizaciones inmodificables, ni tampoco el otro nombre que usamos para designar a las distintas culturas. Son construcciones sociales, etiquetas sociales que sirven para regular, en determinadas esferas, de un modo distinto las relaciones de los miembros del grupo entre sí y con los ajenos al mismo. Poner el énfasis en el carácter construido y no esencial de las identidades, no significa, empero, trivializar su importancia. La construcción de identidades es una necesidad cognitiva de los seres humanos. Son lo que permiten nombrarse a sí mismo y nombrar al prójimo, formarse una idea de lo que somos y de los que son los demás, determinar su propio lugar y el de los otros en el mundo y en la sociedad. La identidad proporciona también los marcos de referencia para interpretar, predecir o manejar nuestros comportamientos o los del prójimo.

B) Compartir una identidad étnica no implica que el grupo sea homogéneo en sus valores, comportamientos y creencias, ni que sean idénticos el status y las expectativas de sus miembros. Ni siquiera es necesario que todos los miembros del grupo adopten los mismos diacríticos para autodefinirse, de tal modo que no puede excluirse que existan conflictos internos respecto a la pertinencia de usar unos u otros diacríticos para definir la identidad del grupo.

C) La identidad étnica puede ser variable en su intensidad, en relación con otras identidades sociales, y más o menos relevante a la hora de actuar en diversas esferas de la vida social. La pertenecer a un grupo étnico supone actuar en algunos contextos como miembro de tal grupo, tal, pero no implica que la identidad étnica de los actores sociales deba ser más relevante que otras identidades en todas las esferas de la vida social. Incluso en un sistema étnicamente tan jerarquizado y segmentado como el del imperio otomano, en el que la identidad de las personas venía a muchos efectos caracterizada en cuanto miembros de una determinada minoría religiosa (el sistema millet), esa pertenencia no se trasladaba necesariamente a la vida económica, ya que en los gremios podían agruparse gentes de distintos millets que compartían una misma actividad económica (Grunebaum, 1975).

D) Los contenidos culturales incluyen pautas de conducta, esquemas de acción, ritos, reservas de sentido, más o menos objetivadas institucionalmente, y también expectativas y descripciones del mundo. No son un sistema cerrado que actúa como una segunda naturaleza. En el caso de los inmigrantes, y también de determinadas minorías, la afirmación de la etnicidad constituye una de las estrategias adaptativas disponibles. La etnicidad compartida puede servir como base de movilización social frente a la discriminación y en la competencia con otros grupos por recursos escasos Pero, como advierte C. Giménez (1994) esos colectivos de inmigrantes no siempre se agrupan, definen y actúan como una minoría étnica. "En general, las comunidades inmigrantes en España no suelen reivindicar o poner especial énfasis en su distintividad étnica". En ocasiones es la sociedad receptora la única que les define como tal.

 

DIVERSIDAD MULTIÉTNICA Y PLURINACIONAL.

Identidades adscriptivas e identidades adquiridas.

Las identidades adscriptivas se definen en principio como identidades rígidas: los individuos carecen de capacidad para adquirirlas o abandonarlas. Las identidades étnicas son clasificadas como identidades adscriptivas. Pero lo cierto es que, en la práctica, las identidades étnicas pueden ser fluidas, flexibles y situacionales. "Hispano" es una identidad que pueden usar tanto portorriqueños como chicanos o cubanos y norteamericanos en determinados contextos, mientras que pueden ser tres grupos étnicos separados en otros.

La identidad nacional. El proceso de constitución de los Estados modernos ha ido confiriendo a la identidad nacional un especial relieve respecto a otros tipos de identidades colectivas, culturales, étnicas o religiosas, a las que ha ido sustituyendo como instrumento de cohesión política. La distinción más relevante entre identidad étnica e identidad nacional, es el carácter moderno y explícitamente político de la segunda, que aspira a definir el criterio de pertenencia a la comunidad política. Las identidades nacionales, al igual que otras identidades sociales son construidas por distintos actores sociales: partidos, intelectuales, movimientos nacionalistas y forman parte importante de la pugna política. El Estado moderno ha sido también un gran constructor de identidad nacional.

Los materiales con los que se construye la identidad nacional son muy diversos: apelación a un pretendido origen común, a la existencia de una lengua propia o una historia y unas tradiciones compartidas (cuya reconstrucción, como sabía Renan, requiere tanta memoria como capacidad de olvido, y, a veces, mucha inventiva), al hecho de compartir una religión o, en versión más laica, estar insertos en una tradición religiosa. Pero también puede construirse esa identidad colocando en lugar muy central la apelación a valores y tradiciones políticas compartidas por la ciudadanía: la definición de los EEUU o la definición de la identidad francesa a partir de los valores republicanos.

Conviene también hacer una distinción entre los conflictos sobre la identidad nacional y los conflictos entre identidades nacionales. Más adelante abordaré estos últimos y ahora me centraré en los primeros. Lo que he llamado conflictos sobre la identidad surgen de la existencia de propuestas políticas diferentes, e incluso incompatibles, sobre los contenidos que deben definir el qué somos. La identidad de la comunidad de origen francés de Canadá fue definida casi hasta los años sesenta en términos de origen biológico común, franceses de pura lana, y de una catolicidad con fuertes rasgos premodernos. Con la revolución tranquila de los años sesenta, se produce un fuerte movimiento de laicización y modernización liberal de la vida política y la identidad nacional se reformula en términos culturales y territoriales: La nación es Quebec, el espacio político territorial en el que la comunidad lingüística francesa es ampliamente mayoritaria. En el caso de Francia, la identidad nacional definida en términos laicos y republicanos, se vio también confrontada, hasta bien entrado el siglo XX, a una idea de Francia antirrepublicana, tradicionalista católica y con fuertes rasgos antisemitas, hoy todavía vigente en una parte del electorado lepenista.

 

Identidad étnica y política

Desde la famosa distinción, popularizada por Renan entre la "nación a la francesa" y la "nación a la alemana, la sociología de la nación ha vuelto permanentemente sobre esa distinción entre la nación como asociación política voluntaria, que subraya el carácter artificial, construido y contractual de la nación, y la nación como comunidad orgánica, que pone el acento en la importancia de los ámbitos culturales y lingüísticos en que se socializa el individuo que se socializa el individuo y en la memoria histórica de una comunidad que se quiere con frecuencia prepolítica y natural.

En mi opinión, no siempre se hace un uso prudente de la dicotomía construida por Renan con fines polémicos (contra la anexión por parte de Prusia de Alsacia y Lorena). Convertir a Renan en un paladín de la nación como voluntad, a partir de su definición de la nación como plebiscito de todos los días, obliga a ignorar que la idea de nación de Renan tiene demasiada densidad histórica, "los antepasados nos han hecho lo que somos", para que pueda identificársela con un contrato de asociación. D. Schnapper (1991) sostiene, con criterio que comparto, que en Francia, sobre todo, se ha tendido a extremar la oposición entre un modelo de nación, el francés, abierto y universalista por excelencia, y un modelo alemán, basado en la comunidad de origen y excluyente de quienes no sean "parientes étnicos". En opinión de Schnapper, toda nación moderna incorpora elementos de ambas concepciones, en una síntesis conflictiva.

M. Keating (1996), rinde también tributo a la distinción entre nacionalismo étnico y nacionalismo cívico, basado el primero en la adscripción atribuida y el segundo en la voluntariedad y la elección. Pero advierte también sobre la carga valorativa, y no meramente descriptiva, de estos términos: connotaciones negativas asociadas a étnico (premoderno, cerrado, excluyente, racial) frente a los valores positivos vinculados al nacionalismo cívico (liberal, incluyente, pluralista...). Para Keating, uno y otro son tipos ideales. En su opinión, los movimientos nacionalistas utilizan según el público al que se dirigen- tanto los atractivos emocionales de la apelación a la comunidad étnica, como las potencialidades incluyentes que comporta poner el acento en la ciudadanía y no en la filiación o en la herencia cultural.

Una pequeña digresión para intentar deshacer un equívoco con el que es fácil topar en las discusiones sobre las identidades comunitarias cerradas y sus posibles efectos discriminatorios. Una definición de la identidad nacional en términos étnicos, sean estos el origen común, la lengua o la religión, puede resultar bastante cerrada a la inclusión de nuevos miembros. Una identidad nacional definida en términos ciudadanistas y no étnicos puede ser más abierta a la hora del acceso a la ciudadanía de los ya residentes o de los nacidos en el país de padres extranjeros. Otras concepciones de la nacionalidad favorecen los procesos de exclusión interna de los no nacionales, la construcción de "fronteras internas". Los códigos de nacionalidad de cada país difieren en las mayores o menores facilidades que conceden para la naturalización de los extranjeros a partir de la residencia estable, en el carácter automático o discrecional que tiene esa naturalización y la de los hijos de los inmigrantes ya nacidos en el territorio del Estado receptor (Costa-Lascoux y Weil 1992) El código de nacionalidad francés, da preeminencia al principio del ius soli y de la voluntariedad, para el acceso a la ciudadanía; por el contrario, otros Estados, como Alemania, han mantenido hasta fecha muy reciente, la prioridad casi absoluta del ius sanguini para gozar de la condición de ciudadano (Schnapper 1992) Pero también la ciudadanía alimenta procesos de exclusión, basados en la diferenciación entre ciudadanos (como sinónimo de nacionales) y extranjeros. Las políticas de inmigración cero y las restricciones del derecho de asilo implican exclusión del extranjero, del no nacional, cualquiera que sea la forma en que se defina el código de nacionalidad. Esa exclusión no necesita apelar a razones de protección étnico-cultural para impedir la entrada de inmigrantes considerados "inasimilables". Le basta con justificarla por motivos de "interés nacional". La frontera externa de los derechos (De Lucas 1994), que excluye los extranjeros y exilados en busca de un país en el que residir, se legitima tanto con argumentos culturales como cívicos.

Para los movimientos nacionalistas, uno de los rasgos fundamentales de la identidad nacional es la identificación con las aspiraciones políticas de la comunidad nacionalista. Esa identidad puede resultar tan difícil de asumir para el sector de la ciudadanía que no comparte esas aspiraciones políticas, como podría serlo la idea de cambiar de religión para poder ser aceptado como miembro de un grupo que se autodefina por su adscripción a una determinada tradición religiosa. En mi opinión, ese tipo de discusiones no aciertan a identificar bien los mecanismos que generan la discriminación. La discriminación se hace presente, y de forma grave, cuando se cede a la tentación de hacer de una determinada identidad étnico-política una condición para el acceso a la ciudadanía. Dicho de otra manera, la discriminación aparece cuando la comunidad de nacionales definida en términos étnicos, religiosos o políticos dibuja el límite del derecho de acceso a la ciudadanía, y ese límite excluye de los derechos de ciudadanía a un sector más o menos amplio de quienes son miembros de hecho de esa sociedad política.

Creo, por ello, que las discusiones casuísticas sobre si sólo la nación cívica es abierta y acogedora, o si también lo es la nación que define su etnicidad en términos culturales, pero no la que la define en términos de origen común y de filiación, tienen el peligro de desviarse del asunto que me parece central, que es si el derecho a la de ciudadanía u otros derechos sociales relevantes deben venir condicionados por el requisito previo de ser miembro de una determinada comunidad étnica, religiosa, lingüística o nacional. En ese caso, el límite religioso, o el lingüístico, puede ser tan discriminatorio e inaceptable como el límite étnico. Aprender la lengua de la comunidad receptora puede juzgarse como una condición no discriminatoria, como ocurre en los EEUU o en Francia, pero si esa condición se hubiera puesto respecto al catalán y el euskera en Catalunya y Euskadi en los años setenta, hubiera excluido de la ciudadanía a más de la mitad de la población de ambas comunidades.

Los trabajos de W. Kymlycka constituyen en mi opinión el esfuerzo más sólido por colocar la problemática del pluralismo nacional dentro del ámbito del multiculturalismo, haciéndolo, además, desde una defensa democrático liberal de las diversas formas de pluralismo. Me permitiría, sin embargo, señalar dos puntos en los que su reflexión me resulta poco satisfactoria: el primero, el establecimiento de una frontera, que se me antoja demasiado tajante y estática en algunas de sus formulaciones, entre comunidad étnica y minoría nacional, afirmando los posibles derechos históricos de los segundos frente a una especie de contrato de adhesión de los primeros, y la posible dimensión territorial de los primeros frente a la ausencia de un peso demográfico mayoritario en un determinado territorio de los segundos; El segundo es la escasa atención que presta a los posibles conflictos asociados no ya a la diversidad de identidades sino a las diferentes y a veces incompatibles maneras en las que los miembros de una comunidad definen su propia identidad y plantean sus demandas de reconocimiento.

 

MINORÍAS AUTÓCTONAS Y INMIGRADAS.

LA EXIGENCIA DE ASIMILACIÓN

Una afluencia inmigratoria continuada y concentrada territorialmente puede favorecer la construcción y cristalización de identidades étnicas construidas a partir de un origen compartido o de ciertos rasgos comunes a inmigrantes de origen diverso tales como la lengua o la religión.

La inmigración es un proceso que combina en grados diversos disociación y asociación. No es necesariamente la disociación radical del inmigrante transoceánico que abandona su entorno obligándose a una nueva asociación integral. La inmigración, contra algunos tópicos al uso, no es siempre una inmigración de asentamiento, ni tiene un origen rural, ni está compuesta por trabajadores hombre de educación formal ni su nueva posición inicial implica siempre marginación cultural, social y política (R. Olabuénaga y Blanco 1994, 28).

Existe una imaginería teórica de la asimilación: a partir del desequilibrio inicial creado por el conflicto entre dos sistemas de normas y valores que chocan entre sí, se abre un proceso que lleva a la absorción social y cultural de los recién llegados en la matriz de la sociedad receptora, a la que acaban asimilándose tanto desde el punto de vista de sus pautas cultural como de su identidad. A la homogeneidad primigenia sucede la heterogeneidad, y esta es finalmente absorbida dando paso a la restauración de la homogeneidad inicial. Es un modelo A _ A+B _ A, siendo A A. Ese modelo presenta dos problemas: presupone la existencia de una gran homogeneidad sociocultural e identitaria que no siempre es real, ya que en ocasione la sociedad receptora dista de tener una definición compartida de los trazos básicos de su propia identidad. En segundo lugar, ese modelo propone un horizonte irreal de restauración de la homogeneidad primigenia.

La realidad, no es necesario decirlo, es mucho más compleja. Las posibilidades de integración no son una función inversa de la "distancia cultural" (la percepción como inintegrables de los chinos en la política de inmigración de los EEUU, percepción que servía para excluirles de la ciudadanía, hasta entrado el siglo XX). El proceso de integración depende tanto en función de las características de los inmigrantes como del contexto de recepción: leyes de extranjería, cupos, controles de entrada y residencia, oportunidades de trabajo y de ascenso social, peso demográfico en el conjunto de la población, cristalización o no de identidades étnicas fuertes entre la población inmigrada, políticas públicas de inserción de los gobiernos receptores y también de los gobiernos emisores, marco legal de acceso a los derechos sociales y políticos, impacto social de anteriores migraciones, existencia o no de conflictos en la sociedad receptora respecto a la definición de la identidad nacional y de temores respecto a la suerte futura de la misma...

Un modelo asimilacionista como el descrito puede disipar ciertos temores sobre la pervivencia de la identidad de la sociedad receptora, pero puede acabar creando un alto grado de frustración ante el incumplimiento de las expectativas que genera y favorecer a la creación de una categoría negativa de minorías inasimilables y potencialmente desleales. (Sirva de ejemplo el caso de Quebec, donde el líder independentista Parizaeau, acusaba durante la noche del último referéndum a los ciudadanos de origen inmigrante, menos del 10% de la población, de ser culpables de la victoria del NO, que ganó por el escaso margen de 52.000 votos).

Daniel Monnier describe el sentido en que se utiliza ese concepto de asimilación en las políticas de inmigración del gobierno de Quebec. El objetivo prioritario es la "perennidad del hecho francés", lo que en su opinión exige una política que incluye la francesización lingüística (el conocimiento y el uso del francés) y también la asimilación lingüística (la transferencia lingüística de la lengua originaria de los inmigrantes hacia el francés, medida por el cambio en la lengua familiar). Monnier extiende también ese concepto de asimilación a la identidad política, planteando la necesidad de que los inmigrados se identifiquen con un determinado sentimiento de pertenencia nacional quebequesa, el de la mayoría francófona, cuyo contenido concreto prudentemente no especifica (Monnier 1993).

LAS INMIGRACIONES INTERNAS

Me parece obligado, en el marco de unas jornadas como estas, dedicar una parte de mi tiempo a hacer una pequeña reflexión sobre la rica y compleja experiencia de nuestra migraciones internas. Un amplio fenómeno migratorio de un siglo de duración, uno de cuyos efectos ha sido añadir complejidad que ha añadido complejidad a unas sociedades ya heterogéneas desde el punto de vista cultural e identitario, como eran Cataluña y Euskadi, donde el inicio de la inmigración coincide con la emergencia de los movimientos nacionalistas. Hoy, en ambas sociedades, el número de los inmigrantes, una tercera parte de la población, sumado al de sus hijos y nietos, supera al de los nativos de abuelos asimismo nativos. No son, empero, sociedades fracturadas en dos comunidades ensimismadas y sin comunicación entre ellas. La heterogeneidad identitaria de las sociedades vasca y catalana puede ser pensada hoy mejor como un continuum entre dos polos que como una dicotomía.

Existen, sin duda, diferencias substanciales entre una la inmigración interna y las inmigraciones externas. El inmigrante interno que llegaba a Euskadi o Catalunya no cruzaba fronteras, no necesitaba visados, la lengua oficial seguía siendo la suya, (aunque en esas comunidades una parte de los habitantes hablara otra lengua no oficial). Tampoco sus derechos sociales y políticos eran distintos de los de los autóctonos de esas comunidades. En Catalunya, el contexto de recepción de los inmigrantes no estuvo exento de problemas. En 1935, Josep A. Vandellós, (La inmigració a Catalunya) expresaba su temor sobre la baja fecundidad de la población catalana, lo que llevaría a una Cataluña decadente que no conseguiría mantener su población sin ayuda de la inmigración. Pero esa inmigración, que consideraba necesaria para el progreso industrial, era en su opinión difícilmente asimilable, de tal forma que se planteaba el dilema de una Cataluña decadente o de una Cataluña sin catalanes. A. M. Cabré (1992), ha calculado, que, contra las previsiones de Vandellós, la población catalana hubiera experimentado un leve aumento en ausencia de inmigración y se aproximaría hoy a los dos millones y medio de personas. De manera que los efectos de la inmigración explican en Catalunya el 60% de la población actual, 3,6 millones de los 6 millones actuales.

La inmigración obrera ya había sido vista desde el inicio del siglo como un vivero de extremistas, en contraste con la moderación de la clase obrera autóctona, anarquistas, culpables de la radicalización de los conflictos sociales. Frente a ese alarmismo de tintes xenófobos, la fuerza más importante de la izquierda Catalana en esos años, la ERC de los años de la II República, afirma un concepto de ciudadanía catalana basado en la residencia y no en la identidad étnico-cultural: "son catalans tots els que viuen del seu treball a Catalunya".

Los temores expresados por Vandellós sobre la desnacionalización del país a causa de la inmigración revivieron en algunos sectores nacionalistas catalanes en los años cincuenta. J. Pujol (Per una doctrina d'integració, 1958) retoma la idea de una ciudadanía no restringida por criterios étnicos, una idea sobre la que volverá en 1964. J. Nadal, por su parte, escribe que la asimilación, "abans que cultural ha de'esser social i econòmica". Pero tanto, quienes ponían el acento en la asimilación cultural como quienes lo hacía en la integración económico-social, eran, en general, partidarios de evitar la cristalización en Catalunya de dos comunidades separadas por la identidad nacional y la lengua. Los que tenían una visión más realista eran conscientes de que la integración no respondería a la expectativa de una asimilación fuerte, y que, en las condiciones políticas más favorables, sería un proceso largo, de varias generaciones, en el que tanto la población autóctona como la inmigrada se verían modificadas.

Cuando en 1970 empieza a debilitarse la última ola inmigratoria que se inició en los años cincuenta, la población nacida fuera de Catalunya asciende al 37,6%. Los inmigrantes y la sociedad receptora, empero, han mostrado una notable capacidad de adaptación y de integración, favorecida por un ciclo de expansión económica que había favorecido la integración económica, aunque el contexto político no había permitido ningún movimiento en el terreno cultural e identitario.

El patrón de lo nacional tiene en Catalunya dos componentes principales: la lengua y la identidad política. La lengua implica el aprendizaje del catalán y la capacidad de usarlo en una sociedad bilingüe y pluricultural. Un objetivo bastante ambicioso si se tiene en cuenta cual era la realidad lingüística a la salida del franquismo. Según los datos de padrón de 1975 para la provincia de Barcelona, sólo el 53,1% de la población sabía hablar el catalán, un exiguo 14,5% era capaz de escribirlo, y menos de la mitad de la población, el 41,7% lo tenían como lengua familiar (Reixach 1979). El objetivo de que toda la población, y no sólo los que tienen como primera lengua el catalán, domine las dos lenguas, ha sido ya alcanzado en lo que respecta a la generación de origen familiar inmigrante escolarizada en los años ochenta. La simetría en el trato a las dos lenguas, que puede incluir un mayor o menor grado de discriminación positiva en favor del catalán en ciertos ámbitos sociales, genera hoy más consenso social que la pretensión de "restaurar" una pretendida homogeneidad lingüística quebrantada por la inmigración. Crece el número de estudiosos (Branchadell 1996; Colomer 1996; Ramoneda 1997; Laín, 1997), que comparten la idea de que la protección especial del catalán debe legitimarse como un instrumento que favorece la consecución de una situación de bilingüismo simétrico, y no en términos de que se trata de la única lengua propia de Catalunya. (À. Colom, fundador y dirigente en 1981 de la Crida a la Solidaritat, reconocía también recientemente que "el castellá ja no es una llengua forastera, sino l'idioma de la meitat o més de la població de Catalunya"). Por el contrario, carece de apoyos significativos, al menos dentro de Catalunya, posiciones como las de Vidal Quadras, para las que la defensa del pluralismo cultural exige rechazar cualquier medida política que vaya en favor del catalán o que establezca un horizonte en el que toda la población del país, y también los funcionarios públicos, conozca también esa lengua, debe ser rechazada por intervencionista, antiliberal y discriminatoria. Curiosamente, tales argumentos en favor de la neutralidad y la no injerencia de los poderes públicos de Catalunya en materia lingüística, se alternan sin recato ninguno con la invocación del art. 3 de la Constitución, para apoyar su punto de vista de que, incluso en Catalunya, sólo puede y debe exigirse el conocimiento del castellano, un argumento en cualquier caso poco igualitario y nada liberal.

El otro elemento de la identidad nacional, la autoidentificación política como catalán, ofrece a los ya nacidos en el país un amplio abanico de opciones que van del nacionalismo al catalanismo (todas ellas legitimadas como expresión del pluralismo político del país). Ese abanico de opciones permite a la gente que vive en Catalunya combinar y jerarquizar de muy diversos modos la identificación catalana y española, sin considerarlas en muchos casos necesariamente incompatibles (y sin excluir tampoco un mayor o menor apego a las raíces identitarias familiares, andaluzas, murcianas, aragonesas...). (Solé, 1982). Eso es al menos lo que indican los resultados de las diversas encuestas (Orizo 1991, 217-223) que incluyen preguntas sobre la autoidentificación nacional dentro de una escala que incluye en los extremos una identidad exclusivamente española o catalana y una zona de identidad mixta en la que se equipara o se jerarquiza en un sentido u otro ambas identidades. El catalanismo político, una categoría de perfiles borrosos, ha sido utilizada recientemente por P. Maragall, ("Un punto de vista común", El País, 28-8-1997) con un contenido político preciso en un artículo de mucho calado: a) afirmar la idea de Catalunya como nación; b) distanciarse de una idea de Catalunya como una comunidad subsumida en una identidad nacional española única; c) proponer una definición de la identidad nacional catalana compatible con alguna forma de identidad política compartida en una España plurinacional. Una propuesta que busca un terreno que resulte acogedor, o al menos tolerable, para las diferentes maneras de definir la identidad catalana existentes en la sociedad catalana.

El caso vasco

"El 53% de los alaveses mayores de 18 años, el 47,4% de los guipuzcoanos y el 61% de los vizcainos es, en la actualidad, inmigrante o hijo de inmigrante" (28). Inmigración no necesariamente rural, no desprovista de derechos sociales y cívicos. Un 25% de los inmigrantes (R. Olabuénaga y Blanco 1994) pertenecía a un estrato socioeconómico medio o alto. Una inmigración a la que difícilmente se puede considerar una minoría en sentido literal, demográfico, o en términos de marginación política y social. El emigrante emerge como un actor social, agente y promotor de cambios sociales profundos, de conflictos sociales, de costes y beneficios...

El inmigrante se encuentra con la inexistencia en la sociedad receptora de una conciencia nacional compartida. Nosotros/ellos es una dicotomía que se construye desde el "nosotros". En Euskadi, los inmigrantes que llegan son definidos como "ellos", pero el "nosotros" "es un complejo social esquizoide en el que existen dos sistemas completos de legitimidad social" (ibídem, 36): Vascos no nacionalistas o españoles, vascos nacionalistas, vascos que hablan euskera y otros que no lo hablan que se disputan la definición de lo vasco. La identidad vasca, para los nacionalistas se define en términos políticos más que culturales, de manera que la consideración de la población inmigrante como vasca tan sólo se obtiene por la asunción del ideario y los objetivos nacionalistas, que establecen una incompatibilidad absoluta entre la identidad vasca y la identidad española. El "marcador étnico" último y más importante es el político. (Aierdi 1992). El nacionalismo vasco tiene desde sus inicios un componente agónico que es más raro encontrar en el nacionalismo catalán. "La identidad vasca prosigue Aierdi- puede ser entendida de una forma cerrada: es vasco el que lo es por sangre, origen, familia, etc.; de una forma más abierta o autoadscriptiva: quien se define como vasco; o totalmente abierta, como un status adquirido, es vasco quien vive en el país vasco. Los nacionalismos vascos se han ido desplazando, al menos en el lenguaje oficial, desde una definición profundamente excluyente y cerrada de lo vasco a una conceptuación más abierta y autoadscriptiva que llega a formularse incluso en términos de residencia y ciudadanía. Sin embargo, en el ámbito de lo cotidiano, lo vasco sigue definiéndose en términos de aceptación del ideario nacionalista. Vasco es el que vota nacionalista.

Volviendo al tema nos ocupa, puntualizaré, aunque sea conocido, que ni en la Euskadi republicana, ni en la Euskadi actual se ha planteado siquiera la posibilidad de limitar la ciudadanía a quienes se identifiquen con una determinada definición de la identidad vasca. Lo que sí es patente en Euskadi es algo que podríamos calificar de exclusión simbólica, que está conectada con la resistencia a aceptar como y legítimo el pluralismo identitario de la sociedad vasca: la existencia de vascos y no vascos, los inmigrantes nacidos fuera de Euskadi que no se identifican como vascos, y también las divergencias en la definición de la identidad vasca, entre vascos nacionalistas y vascos no nacionalistas.

Unos sectores dentro del nacionalismo vasco ponen el acento en buscar la cohesión de la comunidad nacionalista en torno a un proyecto compartido, que debería ser posteriormente negociado con los sectores no nacionalistas de la sociedad. Otras voces, también dentro del nacionalismo, como J. Arregi (1996), apuestan por el reconocimiento del pluralismo de la sociedad vasca, por la aceptación de que la identificación vasca no antiespañola de aproximadamente la mitad de la sociedad vasca es tan legítima como la definición nacionalista de lo vasco como algo extraño a lo español. El reconocimiento del pluralismo, no sólo como hecho innegable sino como algo que debe ser respetado como legítimo, permitiría tal vez hacer del vasquismo, del sentirse vasco de una u otra manera, un elemento prepolítico de identidad compartido por la inmensa mayoría de la ciudadanía vasca. Ello no ayudaría tal vez a "recuperar" la comunidad homogénea perdida, pero podría contribuir a construir una sociedad menos fracturada, más cohesionada, y al mismo tiempo consciente de su singularidad nacional. Ese consenso básico sobre el hecho de formar parte de una comunidad política singular, una comunidad política de ciudadanos con voluntad de construir juntos el futuro, debe ir unido a otro consenso, este procedimental, referido a las reglas de juego, fundado en el respeto al pluralismo interno, la dimensión liberal, y en la aceptación del juego de mayorías y minorías para la toma de decisiones políticas.

En el caso vasco uno puede encontrarse con una situación paradójica al topar con teóricos del antinacionalismo que, en nombre de universalismo cosmopolita y liberal, exigen el reconocimiento del pluralismo de la sociedad vasca pero abominan de cualquier reconocimiento del pluralismo nacional de España. Y puede uno encontrarse también con nacionalistas vascos que quieren legitimar sus reivindicaciones nacionales en nombre del multiculturalismo y del derecho la diversidad nacional pero que se muestran reacios a reconocer el pluralismo interno de su propia sociedad. Las restricciones internas del pluralismo, por usar un termino propuesto por Kymlicka en Ciudadanía multicultural, ha sido y es todavía una tentación de la que no está libre el nacionalismo vasco. Pero el nacionalismo español ha usada y abusado del poder que el Estado le daba para imponer restricciones internas a toda forma de identidad político-cultural que supusiera un desafío a la identidad nacional estatal. No se trata de que los nacionalistas, los vascos y los españoles, dejen de ser nacionalistas ni dejen de reivindicar su identidad política y cultural diferenciada. Se trata simplemente de empezar a interiorizar que la exigencia de reconocimiento de la identidad nacional propia obliga también a aceptar que esa identidad no debe imponerse a quienes no la comparten. Las cuestiones relativas al encaje futuro de la sociedad vasca y la española requiere aceptar que ese es un tema abierto y que las posibles soluciones deben tener en cuenta, sobre todo, la opinión del conjunto de la sociedad vasca. Ese es, después de todo, el sentido más profundo de la idea de autodeterminación.

EL NUEVO MULTICULTURALISMO Y

LA NEUTRALIDAD CULTURAL DEL ESTADO

La exigencia de neutralidad del Estado frente a distintos valores, tradiciones y concepciones del bien que puedan tener las distintas comunidades culturales o religiosas, fuertemente arraigada en la tradición liberal, nace asociada históricamente a la voluntad de superar los conflictos nacidos del nuevo pluralismo religioso producido por la Reforma (Rawls 1996). El problema, para Rawls, era encontrar un modo de establecer una cooperación entre ciudadanos caracterizados como libres e iguales y sin embargo divididos por un conflicto doctrinal profundo.

Una posible manera de abordar el pluralismo cultural, de gran predicamento en el pensamiento liberal, consiste extender la neutralidad del Estado respecto al pluralismo religioso al campo del pluralismo cultural y lingüístico. El pluralismo todos esos campos debería tratarse en términos de libertad negativa, de neutralidad y no injerencia de los poderes públicos en ámbitos que deben quedar a la libre elección de los ciudadanos. El Estado, para afirmar el principio de igualdad, debería ser ciego a las diferencias de color, de pertenencia étnica y de género.

De manera consecuente con ese punto de vista, podría defenderse que en el ámbito cultural que la mejor ley lingüística sería aquella que no existe, y que en caso de que exista, debe dirigirse únicamente a garantizar la autonomía individual en ese ámbito. Esa es la orientación de posiciones como las del profesor J. Mosterín, para quien la lengua, al igual que la religión, es un derecho privado que ninguna mayoría política tiene derecho a limitar o a regular mediante medidas legales o administrativas (Mosterín 1992). Sin embargo, la lengua, a diferencia de la religión, es, en los Estados modernos, un asunto que tiene una dimensión pública y no sólo privada. Por supuesto que las preferencias individuales de cada cual a la hora de usar una lengua deben ser respetadas. Pero resulta razonable pensar que, por ejemplo, los hablantes de lenguas minoritarias quieran preservarlas en su propio país y no quieran dejar su futuro al simple arbitrio de lo que Mosterín denomina "el libre mercado cultural". En esa concepción ultraliberal, el Estado debe limitarse a garantizar las libertades básicas y la autonomía de los individuos. No hay bienes culturales ni lenguas en situación precaria que los poderes públicos deban preservar, ni tampoco solidaridades comunitarias a sostener, ni proyectos colectivos a compartir. La sociedad es un mero agregado circunstancial de individuos, inquilinos de un Estado-Hotel que se limita a proporcionar a sus clientes ciudadanos los servicios que cada uno de éstos le demanda (Mosterín 1996).

Una crítica a la neutralidad liberal, desde una posición favorable al pluralismo cultural, es que ésta no describe adecuadamente la realidad de las sociedades liberales modernas, ni presta la debida atención al peso que tiene los valores culturales de los grupos que tiene una posición dominante en la esfera política. Kymlicka (1996, 23) apunta que, en el caso de Canadá, la ideología del mosaico étnico significaba en la práctica que los inmigrantes a Canadá sólo podían elegir entre dos culturas, la francófona y la anglófona, para asimilarse.

Conviene advertir que incluso la plasmación concreta de la neutralidad religiosa acostumbra a estar de estar culturalmente permeada por las creencias religiosas compartidas de los grupos más influyentes. T. Jefferson, en el Proyecto de ley para la libertad religiosa, presentado a la Asamblea de Virginia en 1779, invoca el derecho natural en defensa de la libertad religiosa, pero argumenta también que "Dios todopoderoso, sagrado Autor de nuestra religión, ha creado a la mente libre, y manifestado su suprema voluntad de que libre permanezca" (Jefferson 1987, 322). El consenso por superposición no alcanzaba, como se ve, a quienes sostenían creencias ajenas al tronco común de las concepciones religiosas dominantes.

Volviendo al pluralismo lingüístico, desde una perspectiva tanto política como filosófica distinta de la de Kymlicka, Charles Taylor (1992, 118), recordaba a los canadienses anglófonos que la identidad nacional de los quebequeses francófonos estaba vinculado a una lengua nacional amenazada por la presión del inglés, mientras que para quienes tienen como lengua el inglés, que no parece peligrar, las lenguas pueden ser tratadas como un simple medio de comunicación.

El modelo lingüístico establecido en la de la Carta de Derechos de la Lengua Francesa, conocida como Ley 101, aprobada en 1977 por el gobierno de Quebec, establece la protección del francés a partir de un principio territorial. Ese principio configura a Quebec, a efectos legales, como un territorio de lengua francesa y no como una sociedad bilingüe, en el que la lengua territorial, el francés, prevalece, si bien no de forma absoluta, sobre los anteriores derechos personales de anglófonos y alófonos. La ley quebequesa resultaba incompatible con el estatuto de derechos lingüísticos personales reconocidos en la Carta de Derechos y libertades canadiense promulgada en 1982, que establece el bilingüismo oficial de la Administración Federal y la igualdad de status de las dos lenguas en todo el Canadá (Langues et Constitutions, 1993). Esta simetría resultaba satisfactoria para la minoría francófona de las provincias anglófonas, pero la Administración quebequesa la consideró inaceptable para Quebec, abriéndose así un conflicto constitucional.

La pregunta es si una mayoría política, como es el caso de la comunidad francófona de Quebec (un 83% de la población, frente a un 10% de anglófonos y un 7% de alófonos), puede restringir el pluralismo lingüístico para proteger a una lengua amenazada y, en caso afirmativo, si debe haber algunos límites que esa restricción del pluralismo no debe traspasar. De hecho, algunos artículos de la ley 101, como el 73 que establecía la obligación de que los canadienses anglófonos de otras provincias que se trasladaran a Quebec con posterioridad a la promulgación de es ley deberían enviar a sus hijos a la escuela francesa, fueron declarados anticonstitucional por el Tribunal Supremo de Canadá en 1984. Finalmente, la obligación de enviar a los hijos a la escuela francófona se ha aplicado básicamente a los inmigrantes extranjeros no francófonos que se establecen en Quebec (el gobierno de Quebec a utilizado, además, sus competencias en materia de inmigración para favorecer la llegada de inmigrantes francófonos). Para Taylor (1992, 175), cualquiera que fuera finalmente la relación política entre Quebec y Canadá, era necesario que ambas partes aceptaran el "principio de que las minorías no pueden ser trituradas. En su opinión, la lengua histórica que se encuentre en minoría (el inglés en Quebec y el francés fuera de Quebec) debe gozar de un estatuto especial y no ser rebajada al rango de otras lenguas habladas por los inmigrantes o por las primeras naciones. En la perspectiva de Taylor, son los derechos de las lenguas históricas, más que los derechos de los hablantes, los que deben ser protegidos

Sirva lo anterior como ejemplo de que la regulación política del pluralismo lingüístico e identitario no es nada sencillo. Esa regulación, con frecuencia, no nace de la aplicación de unos principios que todas las partes hacen suyos, sino de un compromiso político en el que resulta decisivo el peso político y demográfico de cada una de las comunidades lingüísticas. Por ejemplo, las medidas dirigidas a la protección del francés, que la Administración quebequesa puede imponer al veinte por ciento de población no francófona de Quebec, no podrían llevarse a la práctica en sociedades como la vasca o la catalana sin provocar en ellas una fractura social de incalculables consecuencias.

Lo novedoso del nuevo multiculturalismo es que los grupos étnicos, o determinadas corrientes feministas, ponen menos énfasis en la exigencia de que se haga realidad la neutralidad del Estado respecto a las diversas tradiciones culturales y formas de vida; esos grupos se dirigen ahora al Estado reclamando el reconocimiento y la protección de sus identidades particulares. La demanda de que la justicia trate a todas las personas por igual, sea ciega a los colores ignore las diferencias de raza, género u origen étnico de las personas es sustituida por la exigencia de que la justicia parta del reconocimiento de la situación de desigualdad e inferioridad de determinados grupos, definidos en términos raciales, étnicos o de género (Agra 1994), en una sociedad que ha construido sus valores y sus roles sociales a la medida de los grupos dominantes (Kymlicka 1995, 262). Las políticas de acción afirmativa pueden formar parte de estas demandas.

Amy Gutmann (1994,25) sostiene, frente al individualismo liberal más extremo, que la representación de los individuos no tiene por qué ser atomística: "La exigencia de reconocimiento, animada por el ideal de dignidad humana indica al menos dos direcciones: una, hacia la protección de los derechos fundamentales de los individuos en tanto que seres humanos y, otra, hacia el reconocimiento de las necesidades específicas de esos individuos en cuanto miembros de grupos culturales específicos". En su opinión, la neutralidad es particularmente imperativa en determinados campos, como el religioso, pero tal vez no en el educativo. En ámbitos como la educación, "las instituciones democráticamente responsables son libres de reflejar los valores de una o de varias comunidades culturales siempre que respeten igualmente los derechos fundamentales de todos los ciudadanos y las formas democráticas de resolución de los conflictos que puedan producirse en ese ámbito. Dentro de esos límites, las instituciones son libres de reconocer las identidades culturales particulares de aquellos a los que ellas representan" (Kymlicka 1995, 262).

Kymlicka (1995, 255) reconoce que "aunque la teoría liberal pueda reconocer que las elecciones individuales dependen del contexto cultural, en la práctica los liberales han centrado su atención en la libertad de elección individual, descuidando la adhesión de las personas a tal contexto sociocultural". El filósofo canadiense, fuertemente sensibilizado frente a los conflictos lingüísticos, ha llamado la atención sobre el hecho de que tanto los liberales como los comunitaristas actúan, implícita o explícitamente, bajo el supuesto de que todos los países son Estados-nación, es decir, que dentro de cada país, todos comparten la misma nacionalidad, hablan el mismo idioma, y pueden aportar su opinión acerca de su cultura. Sin embargo, la mayoría de los países son Estados multinacionales, con dos o más comunidades lingüísticas. La cuestión de cuál es el idioma que el Estado tiene que emplear en las escuelas, en la justicia, y la administración es una pregunta crucial que ha sido una de las principales fuentes de conflicto en muchos países.

Existe una visión idílica del multiculturalismo que presupone que la buena voluntad y la tolerancia son elementos suficientes para establecer una convivencia armónica entre les diversas comunidades culturales que comparten un mismo espacio social y político. Sin embargo, como ha alertado en más de una ocasión M. Walzer, una sociedad multicultural no está inclinada de manera natural» a la armonía. No hay ninguna mano misteriosa que la lleve por ese camino. Una visión más realista del problema obligaría a considerar que una sociedad multicultural moderna requiere, tal vez de forma inevitable, varias cosas:

a) El desarrollo de la autonomía individual de sus miembros, lo que conlleva inevitablemente un cierto debilitamiento de las lealtades comunitarias. Sólo así la ciudadanía compartida puede convertirse en un espacio relevante de identificación política. De lo contrario, estaríamos ante un modelo en el que la lealtad comunitaria quedaría reducida al propio grupo y la sociedad multicultural, incapaz de generar un cierto grado de integración social y política, dejaría de ser sociedad.

b) Un permanente proceso de ajuste intercultural que exige la neutralización de algunos de los aspectos más conflictivos de las diferentes identidades culturales y la adopción, por parte de todos los grupos, de algunas pautas y referencias comunes que faciliten la convivencia política y hagan posible el diálogo intercultural.

c) Asumir que la defensa de la autonomía individual, o de la lealtad de grupo, no es incompatible con identidades y lealtades colectivas diversas. Es más, sostener simultáneamente diversas identidades produce a menudo respuestas más eficaces y más diversificadas frente a los poderes que se ejercen sobre las personas tanto desde el interior como desde el exterior del grupo. La multiplicidad de identidades puede ayudar a evitar el ensimismamiento de los distintos grupos y facilitar el diálogo y las solidaridades transversales.

d) En el caso de los estados nacionales y pluriétnicos, ello implica también la apertura y reformulación de los códigos de identificación nacional, de manera que el límite que separa a los nacionales de los extraños se haga crecientemente permeable y evite la cristalización de varias comunidades con tendencia a ensimismarse.

Del mismo modo, los Estados multinacionales, en la medida en que sus diversos componentes deseen conservar un espacio político unificado, necesitan igualmente dotarse de una identidad común, una identidad cuya construcción obliga forzosamente a mirar más hacia el futuro que hacia el pasado. Una identidad que debe buscar también anclajes que obviamente no pueden ser étnicos pero que pueden ser políticos, que permitan ir más allá de un mero modus vivendi. De no ser así, el resultado podría ser el cierre de cada una de las comunidades sobre sí misma, el aislamiento o, todavía peor, el recelo y la desconfianza entre comunidades y la fragmentación y el debilitamiento del espacio social compartido.

El autogobierno democrático consiste esencialmente en que la ciudadanía pueda discutir, confrontar e impulsar proyectos colectivos entre ellos, la búsqueda de una menor desigualdad y el combate contra la marginación social.

Ese autogobierno democrático, requiere una sociedad con una cierta identidad comunitaria de la que se sienta partícipe toda la ciudadanía. Bien es verdad que ello no asegura la integración social, amenazada por el paro estructural y los procesos de dualización social. El lado amargo de toda esta historia (Leca 1992b), es que, al tiempo que se desmantela el Estado social y se renuncia a las políticas de pleno empleo, se apela a la comunidad principalmente para excluir a los extraños, en este caso los inmigrantes pobres, a los que, además, se tiende a culpar de la creciente fractura social que se dibuja en nuestras sociedades.

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CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 0

I.S.S.N.: 1138-9877

Fecha de publicación: 7 de mayo de 1998



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