El microhistoriador como lector *

 

 

Publicado en El siglo XX. Valencia, Asociación de Historia Contemporánea, 2000.

 

                                                                                                                                         Justo Serna / Anaclet Pons

                                                                                                                                            Universitat de València

 

 

 

" - No se asombre de verme siempre vagando con los ojos. En realidad este es mi modo de leer, y sólo así la lectura me resulta fructífera. Si un libro me interesa realmente, no logro seguirlo más que unas cuantas líneas sin que mi mente, captando un pensamiento que el texto le propone, o un sentimiento, o un interrogante, o una imagen, se salga por la tangente y salte de pensamiento en pensamiento, de imagen en imagen, por un itinerario de razonamientos y fantasías que siento la necesidad de recorrer hasta el final, alejándome del libro hasta perderlo de vista"

                                                                                                                      Italo Calvino

 

 

1. En las últimas décadas hemos visto desarrollarse con éxito diversas perspectivas historiográficas, y entre ellas una de las más celebradas ha sido la del microanálisis. No es extraño, pues, que muy a menudo se le dediquen congresos y seminarios o que, con igual asiduidad, aparezcan publicaciones sobre el tema. A finales del año pasado, por ejemplo, la University of Connecticut y la Odense Universitet, por citar dos casos dispares, celebraron sendas reuniones para debatir el significado del concepto microhistoria y sus implicaciones. De igual modo, revistas como la danesa Den jyske Historiker o la argentina Prohistoria han destinado sus últimos números a abordar monográficamente este mismo asunto. En ese sentido podríamos  mencionar también el libro del profesor finlandés Matti Peltonen, el que está preparando el historiador mexicano  Carlos Aguirre Rojas y otro del que nosotros mismos somos autores[1]. 

Pero si la microhistoria  ha alcanzado gran difusión internacional, no menor trascendencia ha tenido quien  mejor parece haberla encarnado: Carlo Ginzburg. Este autor  se ha convertido en pocos años en un referente indiscutible para historiadores de diversos campos y su nombre aparece citado profusamente en libros, ensayos y programas universitarios de todo el mundo de las más diversas disciplinas. Además, ha rebasado incluso las barreras académicas. En Italia, por ejemplo, fue nombrado  a principios de 1998 ciudadano honorario de Montereale y su libro Occhiacci di legno distinguido con dos premios a lo largo del verano: el Mondello-Città di Palermo, concedido también en la sección de narrativa a Javier Marías;  y el Viareggio, un célebre y tradicional galardón, cuya primera convocatoria se remonta a 1929, y que ha sancionado la obra de autores tales como Antonio Gramsci, Carlo Levi, Italo Calvino, Alberto Moravia, Primo Levi o Antonio Tabucchi. Asimismo, como profesor de historia de la University of California Los Angeles, su trabajo ha sido ampliamente difundido en América y su persona requerida aquí y allá para impartir todo tipo de seminarios y conferencias. Por eso no es de extrañar que conceda entrevistas por doquier, que sus textos sean reeditados o recopilados continuamente en diversos países y que su obra empiece también a ser estudiada[2].

Pero si Carlo Ginzburg ha alcanzado tal resonancia y ha influido tanto en las más variadas disciplinas, ese éxito se debe en buena medida a la fortuna que ha tenido una de sus obras, un libro que sobresale y que, a la vez, compendia lo que el conjunto de su contribución significa: El queso y los gusanos.  En primer lugar, nos hallamos ante un auténtico suceso de ventas pocas veces conocido entre historiadores: en el registro de fondos y novedades del editor italiano hasta 1997, el libro iba ya por la decimoquinta reimpresión.  Además, el eco de que ha gozado esa obra no obedece sólo a una coyuntura específicamente local. Así, ha sido traducido a trece idiomas, en ocasiones también con diversas reediciones,  y ha tenido una notable incidencia en diversos ámbitos editoriales y culturales. Como prueba adicional valga además el hecho de que el protagonista de la obra --el molinero Menocchio-- ha alcanzado una celebridad inaudita: da nombre a un activo centro cultural ubicado en Montereale, ha sido motivo de programas emitidos por el Channel 4 inglés, por la televisión  alemana WDR o por la cadena de radio KUHF de Houston, y ha sido objeto de una producción teatral.

 

2. Lo que nos proponemos en este trabajo es ciertamente paradójico. ¿Se puede analizar una escuela historiográfica a partir de un único autor, tomando como eje una sola de sus obras? ¿Es lícito hacerlo si, además, ese texto es anterior a la propia constitución de la corriente? ¿Es, en fin, razonable operar así cuando incluso la designación de la escuela es posterior a la aparición de aquel libro? Si, a pesar de todo,  se nos concediera esta licencia, el problema no acabaría de resolverse, puesto que los representantes de dicha corriente no sólo decretan su muerte sino que también rechazan su misma existencia. En efecto, cuando los microhistoriadores son convocados a mediados de los noventa para evaluar la incidencia y la vigencia de su trabajo, coinciden en subrayar las diferencias que los separan y en descartar cualquier filiación de escuela[3]. En ese sentido no les falta razón, al menos si por tal cosa, si por escuela,  se entiende  el conjunto de caracteres comunes que en una determinada disciplina  distinguen unas obras de otras o la institución que da cobijo a quienes comparten tales rasgos.  Sin embargo, más allá de esas declaraciones, la voz microhistoria se ha emancipado de quienes la apadrinaron y sirve para rotular genéricamente determinada forma de investigar y de escribir. De hecho, ha habido intentos más o menos afortunados de hacer coherentes los rasgos que identificarían a cada uno de los microhistoriadores, rasgos que compartirían  por ejemplo  Carlo Ginzburg, Edoardo Grendi y Giovanni Levi. De todos esos esfuerzos, tal vez el más equilibrado sea el que emprendiera Jacques Revel, que trata de hacer congruentes a todos esos investigadores por encima de sus diferencias, mirando cartesianamente una corriente caracterizada por la disparidad de sus voces. A  pesar de todo, es bastante evidente, incluso para Revel, que la única coincidencia clara entre todos aquellos que  profesan la  microhistoria es la de tomar la reducción de la escala de observación como divisa analítica[4].

En nuestro caso, la propuesta que ofrecemos consiste en buscar su significado en sus orígenes, es decir, en el autor y en la obra que la mayoría identifica como su mejor expresión. Si dispusiéramos de textos programáticos, enciclopédicos, sistemáticos y metodológicos, al modo de lo que ha sido habitual entre los historiadores franceses, podríamos rastrear esa coherencia de otro modo. Sin embargo, la ausencia de todo eso y la disparidad de quienes se reconocen como microhistoriadores nos hacen optar por otra vía. Si como ellos admiten, la microhistoria es una práctica, y menos una elaboración teórica acerca de la disciplina, si como ellos admiten, la microhistoria es un conjunto de textos que comparten un cierto aire de familia, tal vez el mejor camino sea enfrentarse al documento material, es decir, al libro. Y, en este caso, hay uno que se ha aupado sobre el resto. 

Lo primero que llama la atención en El queso y los gusanos es que su autor jamás haya retocado o modificado ninguna de las aseveraciones que contiene, es decir, que el libro se reedite y se reimprima una y otra vez tal y como fue publicado inicialmente. A diferencia de este modo de operar, lo común cuando una obra permanece viva editorialmente durante un largo período y el conocimiento histórico ha invalidado algunas de sus afirmaciones  es que su autor introduzca un paratexto al principio o al final que sirva para situar su  trabajo y marcar las distancias que lo pudieran separar del original. En cualquier caso, podría pensarse que su libro Historia Nocturna (1989) es en algún sentido una actualización de ciertos temas que aparecían en el anterior, aunque uno y otro traten objetos distintos, pero eso no ha impedido que El queso siga vigente. Esta y otras razones son las que nos llevan a pensar que estamos ante una obra cerrada, con una arquitectura interna ensamblada hasta tal punto que no consiente la remoción de ninguna de sus partes. Si tal cosa es cierta, eso significa que nos hallamos frente a un texto que ha alcanzado el estatuto de la literariedad, es decir, a este libro le ocurriría lo mismo que a las obras literarias propiamente dichas, que el autor no las modifica ni las acompaña de paratextos explicativos.

Esta conversión de la monografía histórica en obra literaria estaba ya anunciada en las instrucciones editoriales (Einaudi) que acompañaron la edición original de 1976. Si el libro aparecía en una colección de ensayo, "Paperbacks", y si sus vecinos eran autores como Adorno, Foucault o Lévi-Strauss, entre otros, eso mismo le confería unas características especiales que no eran las habituales de una investigación histórica. Como señalara Hayden White a propósito de Foucault, hay ciertos libros de ensayo que no consienten el resumen, que no pueden abreviarse porque tal operación les amputaría su virtud. En efecto, son esos textos en los que el ensayo propiamente es un género literario y en los que la palabra expresa la subjetividad y la implicación personal del autor. Así, Giulio Einaudi reconocía que esa obra de Carlo Ginzburg forma parte del "libro cultural" que no admite correcciones, alteraciones o desmentidos, puesto que sus palabras contienen "pasajes secretos del pensamiento" y engendran otros libros[5]. Esa idea puede rastrearse en la edición española del volumen en donde su condición literaria se ha subrayado más aún si cabe. Entre nosotros, el libro fue publicado por Muchnik editores en 1981 dentro de una colección que acentuaba ciertos rasgos de la obra. Más que su condición ensayística, "Archivos de la herejía", que así se llamaba la colección, subrayaba la estirpe cultural del volumen, la defensa del librepensamiento, y así este ejemplar venía acompañado por otros cuyo mayor valor no era la información o el dato sustantivo, sino su condición de símbolos de la heterodoxia. Es decir, el libro no se publicaba tanto por ser una investigación histórica cuanto por tratarse de un relato memorable de un héroe anónimo. Transcurrido el tiempo, el volumen ha ido cambiando de colección y al final ha encontrado acomodo en un fondo en el que se reúnen obras propiamente literarias, de autores como Flaubert, Voltaire o Wilde.

Todas estas son razones externas, son instrucciones de uso que los editores dan para emplear el libro de un modo u otro,  de forma que aparece como un artefacto cultural que consiente pragmáticas diversas de acuerdo con el envoltorio que lo presente. Todo lo cual no deja de ser irónico, puesto que, como se sabe, uno de los asuntos que en El queso se trata es precisamente el de la lectura: la libertad del lector, las formas de recepción y las descodificaciones aberrantes o instruccionales. Ahora bien, dichos envoltorios editoriales siguen siendo razones externas y las hay también internas que justifican ese modo de presentación y su éxito. Desde nuestro punto de vista, al menos hay tres elementos que convendría señalar: su contenido historiográfico, su valor sintáctico-formal y la semántica que lo acompaña, todos ellos en estrecha relación con los problemas que entonces y después han estado en el centro del debate contemporáneo. 

 

3. El queso es un volumen en el que el objeto explícito de análisis es un individuo, o mejor, nos hallamos ante un libro en el que su autor lleva a cabo  la biografía parcial y posible de un sujeto marginal, basándose para ello en una serie  de informaciones incompletas, fragmentarias o  menores que proceden  de una fuente inquisitorial. Esos datos le permiten narrar una  vida y recuperar  las ideas que defendió, unas ideas que le enfrentaron al sentido común de su época y al poder de la Iglesia. Dichas concepciones eran el producto de una desazón, la que procedía de una posición racional y tolerante, atea y materialista, surgida de su resistencia a la verdad impuesta, oscurantista, contraria a la evidencia de las cosas. Esas lucubraciones eran, en fin, resultado de  una elaboración particular irrepetible, las de quien así se expresó, pero también eran fruto de ciertas creencias populares, tomadas en préstamo y fertilizadas con la lectura y con la alta cultura.

Que un libro actual trate acerca de estas cuestiones no nos sorprende hoy en día, porque todas ellas forman parte del discurso normal de la disciplina, pero veinticinco años atrás las cosas eran muy distintas. A mediados de los setenta defender la legitimidad de una historia individual, y además la de un sujeto marginal, podía tomarse como una provocación o como una impugnación de las verdades historiográficas. A pesar de que el contexto de los años sesenta y setenta pudiera favorecer investigaciones de este tipo, lo cierto es que la corporación de los historiadores tardó mucho más en registrar esos cambios y en aceptar su normalidad. Es decir, las repercusiones de mayo del 68, de los últimos procesos descolonizadores y de la crisis energética no modificaron inmediatamente los paradigmas vigentes en la disciplina. En ese sentido, El queso forma parte de un reducido número de títulos que en aquellos años empezaron a mostrar los cambios que se avecinaban. Ahora bien, esos libros, y este volumen en particular, no eran el mero resultado de su contexto, sino que, sensibles a las nuevas demandas, vaticinaban y postulaban implícitamente los nuevos usos de la historia. En ese camino, la obra de Carlo Ginzburg resulta ejemplar porque reúne mejor que cualquier otra todos esos elementos.  

Ante todo, pues, El queso recupera un tema hasta entonces poco o mal tratado por la historiografía dominante, el del sujeto. Tras décadas de historia colectiva, anónima, sin individuos reconocibles, la obra de Ginzburg les devuelve la visibilidad, acabando con una de las paradojas que la historia ha padecido en nuestro siglo. Decía Jacques Rancière que los historiadores habrían trabajado con una paradoja referencial e inferencial, en la medida en que una disciplina, más rigurosa, más "científica", que aspira a ser más verdadera, habría ido expulsando de su relato los ingredientes de verosimilitud que le habían sido característicos tradicionalmente[6]. Objetos de conocimiento construidos con series estadísticas y que no son inmediatamente perceptibles o evidentes habrían convertido el referente histórico en un dato extraño, desprovisto de carnalidad, de visibilidad. En cambio, obras como El queso devuelven el protagonismo a los sujetos carnales, visibles, a los que les sucede algo, que se enfrentan bravamente a las restricciones y a los límites de su propio tiempo, a sujetos, en fin, que tienen ideas. Ahora bien, la vuelta del individuo no es en este caso la mera recuperación del modelo tradicional del héroe, del gran soldado o del gobernante ejemplar, ni tampoco el retorno del sujeto cartesiano, de aquel que, dotado de omnisciencia, se sabe trasparente y a la vez conocedor de lo externo. Es decir, no tenemos al héroe cartesiano, sino al individuo limitado, a aquel que ha leído a Kant o a Freud, que ha registrado dentro de sí los cambios culturales del siglo. Así, el Menocchio de Ginzburg es efectivamente lector, lector de obras piadosas, pero quien lee lo que él dijo no puede ya devolvérnoslo ocultando las insuficiencias  y la racionalidad limitada de la que estamos dotados. Por tanto, el personaje de El queso, como el de tantos protagonistas de la literatura de nuestro tiempo, duda, se equivoca, se desmiente, afirma y libra una batalla dialéctica consigo mismo y con sus inquisidores.

Más aún, el sujeto aquí exhumado pertenece a las clases populares, esto es, ni siquiera es un individuo conocido por sus ideas, su riqueza o sus obras. Y ése es otro de los atractivos del personaje y de la obra, puesto que quien nos lo devuelve ha leído a Marx y a Thompson. Es decir, no nos restituye la vida de un líder campesino o popular, sino los avatares de un hombre oscuro, de un molinero del Friuli que apenas ha dejado huella, como uno más de esos personajes tolstoianos que hacen la historia sin saberlo y que son héroes anónimos de una gesta colectiva. Sin embargo, el "humilde tejedor" del que nos hablara  E.P. Thompson, que era uno más dentro de la multitud de la que se ocupaba, se convierte ahora en protagonista, adoptando en este caso la efigie de un simple molinero y dando así un último giro a esa pretensión común de hacer una historia desde abajo.

Ahora bien, del complejo universo histórico de las clases subalternas, Ginzburg escoge como objeto la cultura popular. Y lo hace habiendo leído a Gramsci, a Bajtin y a los representantes del marxismo culturalista anglosajón. Esa congruencia de lecturas le permite distanciarse, por otro lado, de lo que había sido uno de los referentes básicos de su formación académica: la escuela annalista. En ese sentido, en El queso se pregunta por la representatividad de las ideas de Menocchio, por la pertenencia o no de su cosmovisión a una mentalidad colectiva propia del mundo campesino o de los friulanos de aquel tiempo. Su respuesta es negativa, lo cual le permite alejarse del modelo que Febvre había ofrecido en su análisis de Rabelais, pero le permite además subrayar la escasa o nula representatividad del caso. La investigación en este campo no puede ser ni la mera búsqueda de lo general en lo particular ni el énfasis dado al aislamiento, a la incomunicación, a lo irrepetible. Esto es, Ginzburg encuentra un nuevo equilibrio, entendiendo el contexto de los individuos de otro modo. Las circunstancias verdaderamente influyentes en Menocchio no son locales ni estrictamente sociales, sino que pertenecen a una dimensión mayor que lo vinculan con las respuestas culturales de otros grupos y otros tiempos. Las ideas  de Menocchio, como también las de cualquiera de nosotros, no serían deudoras exclusiva ni principalmente de la época en que vivimos, aunque nadie escape a ella, sino que son un registro que evoca muertos de épocas pasadas, experiencias pretéritas y respuestas antiguas[7].

Esa noción de contexto, que viola las coordenadas espacio-temporales con las que habitualmente operamos, se adapta mejor a la mirada  de los antropólogos que a la perspectiva tradicional de los historiadores. También, pues, en este punto, El queso responde a un cambio profundo de enfoque que ya se estaba dando en la disciplina histórica en los años setenta y que después se va a acentuar: lo que Clifford Geertz ha llamado la historia etnografiada[8]. Si en el otro, o en nosotros mismos, resuenan las voces de la alteridad, de lo extraño, de lo milenario, nuestro contexto no es simplemente el de los convecinos, sino también el de un pasado que compartimos con otros a los que jamás conoceremos. Todo esto introduce uno de las temas más recurrentes en la obra de Ginzburg, el de la distancia y el del extrañamiento que experimenta el observador[9]. En ese sentido, Ginzburg ha leído a Lévi-Strauss y sabe que, al igual que el antropólogo, el historiador emprende un viaje de desarraigo para enfrentarse a objetos extraños y a individuos diferentes en los que, no obstante, encuentra afinidades, halla preguntas parecidas y obtiene respuestas que son a su vez interpelaciones. Pero Ginzburg ha experimentado también ese proceso de extrañamiento, primero por sus vivencias infantiles, con el confinamiento familiar en los Abruzos, y más tarde al reconocerse en Cristo se paró en Éboli, la célebre obra de Carlo Levi. Al igual que el personaje de esta novela, el historiador se interroga sobre sí mismo, sobre la evidencia de su mundo y sobre lo que comparte con esos seres extraños, los campesinos del Mezzogiorno: él mismo es un extraño. Y ese hallazgo es tarea propia de la antropología, del psicoanálisis y de la perspectiva bajtiniana[10].

 

4. Pero El queso es también un libro sobre la lectura. Menocchio dice y lee, Ginzburg lee lo que Menocchio dice ante los inquisidores y lee los libros que éste leyó y finalmente nosotros leemos a Ginzburg y leemos al molinero a partir de lo que dice a los inquisidores[11]. Entre lo dicho y lo leído está la escritura, está por un lado la "escripción",  un neologismo que alude al acto de  transcribir  una voz eliminando parte de la oralidad, y está por otro la narración[12]. Podríamos así admitir que esa "escripción" se aproxima al ordo naturalis,   al menos por lo que  respeta a la sucesión cronológica, mientras que la escritura de Ginzburg sería el ordo artificialis. Esto es, en los términos de los formalistas rusos por los que él siente tanto aprecio,  los hechos de Menocchio contenidos en el proceso son la fábula y la narración del historiador constituye la trama. Es, pues, ese entramado, la disposición de los incidentes que lo componen, aquello que hay que considerar.

Tal vez al lector le sorprenda que identifiquemos el ordo naturalis con la fuente inquisitorial, pero cuando la calificamos así es porque las actas de esos procesos son el registro literal de intervenciones orales que siguen el orden cronológico de los interrogatorios y las deposiciones. Sin embargo, como hemos dicho, quedan fuera numerosos elementos de la realidad externa y por tanto su ontología no es idéntica ni un calco del referente.  Además, la fuente es fruto de un acto de violencia, de una coerción que dura meses y que busca la condena del encausado. En este caso, no obstante, Menocchio parece proceder sin ningún tipo de cautela, tomando a los inquisidores como interlocutores y convirtiendo el documento en una fuente polifónica, de modo que sus respuestas van mucho más allá de lo que la prudencia dicta o de lo que los inquisidores demandan[13]. Nos hallamos, en fin, ante un reo a la vez manso y temerario, dispuesto a hablar profusamente, ensoberbecido por las palabras y por las imágenes con las que expresa su mundo.

¿Cuál es la tarea que Ginzburg se propone? ¿Por qué trabajar con una fuente tan poco fiable? El historiador se plantea rastrear el mundo cultural de las clases populares y es consciente de que este objeto apenas ha dejado huellas en el pasado. Por esa razón, un único testimonio, por extraordinario, sesgado o dudoso que sea, acaba siendo valiosísimo.  Pero el problema es cómo tratarlo, dadas su complejidad y la laboriosa reconstrucción del contexto en el que insertar aquel universo de imágenes. En ese sentido, Carlo Ginzburg ha de pelear con la opacidad de las palabras de Menocchio, con sus silencios y con lo que se deja implícito. Desde este punto de vista, su tarea es la del lector consciente, activo, que debe ajustar su interpretación a la literalidad y que, a la vez, necesita rellenar los espacios vacíos que hay en las declaraciones del molinero.  Y lo hace en un contexto cultural en el que la pragmática de la lectura se ha impuesto como referente analítico de los textos.

Así pues, si de lo que se trata es de interpretar palabras y silencios,  de reconstruir sus contextos y sus fuentes, y para ello no cuenta con suficientes documentos, no parece tener otro remedio que la narración conjetural. De se modo, lo que Ginzburg hace como historiador es algo muy semejante a lo que Lucien Febvre proponía al final de sus Combates por la historia cuando reseñaba el célebre "librito" introductorio a la disciplina de Marc Bloch.  "Ser historiador --decía Febvre-- es no resignarse nunca. Intentarlo todo, intentar llenar los vacíos de información. Ingeniárselas, es la palabra exacta. Equivocarse o, mejor, lanzarse veinte veces por un camino lleno de promesas --y darse cuenta después de que no conduce adonde debía conducir--. No importa, se vuelve a empezar. Vuelve a cogerse con paciencia la madeja de los cabos de hilos rotos, enmarañados, dispersos". Efectivamente, la forma de operar de Ginzburg se asemeja a la de Bloch, al de Los reyes taumaturgos, a aquel que planteándose objetos y preguntas de difícil respuesta debe aventurarse cautelosamente con conjeturas que den cuenta de su sentido, que los aclaren. Es decir, Ginzburg se las ingenia, en el sentido de Febvre, dándose sucesivas respuestas potenciales que él mismo critica y descarta, para al final llevarnos hacia el relato que él considera más razonable y fundado. En este punto, pues, la clave son las conjeturas y El queso es un repertorio ordenado de ellas con las potencialidades que entrañan.

¿Cuál es el resultado? Ginzburg parte de la constatación de que siempre habrá un residuo de indescifrabilidad en las palabras y en los actos humanos, y por tanto en las del molinero, y desde ahí traza los perfiles de distintos Menocchios posibles, ya sea el delirante, el anabaptista, el lector o el representante de una cultura campesina de raíces milenarias. Por otra parte, esa sucesión de conjeturas no se apoya  siempre en una base documental firme, sino que en muchas ocasiones ha de recurrir a indicios, a atisbos mínimos, pero reveladores. Esto es, el observador, en este caso el lector-Ginzburg, ha de estar atento al detalle para que, al modo de un detective, pueda relacionar ese pequeño hallazgo con otros, estableciendo así una cadena de significados. En realidad, este modo de operar constituye un método analítico que, como se sabe, Ginzburg llamaría paradigma indiciario, un procedimiento que compartirían Sherlock Holmes, Freud y Morelli, el método abductivo de Peirce. En estos casos, el establecimiento de hipótesis se hace a partir de los ecos o las resonancias que un atisbo provoca en la mente del observador o, por decirlo con el Wittgenstein que leyera Ginzburg, a partir de los parentescos de familia que remotamente puedan establecerse entre hechos distantes o entre eslabones alejados de esa cadena asociativa[14]. Por eso, la cosmovisión de Menocchio es objeto de conjeturas a partir de los indicios que sus palabras aportan, pero el propio molinero es tomado como atisbo de una realidad más extensa, extralocal, que lo empareja con otros que como él son expresión de una estructura más profunda. En ese sentido, se entiende que la reducción de la escala de observación que los microhistoriadores proponen es un modo de interrogarse acerca de cuestiones universales a partir de objetos concretos. Justamente por eso, la historia individual que Ginzburg postula en El queso no es contradictoria con una profesión de fe que lo acerca al estructuralismo, tal como puede verse en Historia nocturna.

 

5. Si esa escritura histórica es sobre todo un despliegue de interpretaciones acerca de comportamientos y pensamientos de un ser humano, el análisis parece muy falible y, en todo caso, esas interpretaciones, además de estar bien fundamentadas, deben ser convincentes, seductoras. Esto es,  a Ginzburg le sucedería lo que con frecuencia se ha dicho del psicoanálisis: que su verdad se basa en una respuesta estética o que la convicción depende de un buen relato. ¿Acepta Ginzburg un diagnóstico de la verdad planteado en estos términos? ¿Acepta que sus interpretaciones, y la verdad que contienen, sólo dan como resultado un efecto estético? Ni lo acepta cuando escribe El queso ni lo hará después, porque siempre se atiene a un concepto de verdad como correspondencia. Es decir, ahí fuera se dieron unos hechos, de ellos quedaron huellas, yo relaciono esos indicios y lo hago de manera que se ajusten a aquellos hechos. Si se acepta que la investigación funciona así, mi relato será una narración construida  con materiales referenciales y no una producción del signo. Justamente por eso es por lo que ya en el prefacio de El queso oponía resistencia al escepticismo espistemológico que por aquel entonces encarnaban Foucault o Derrida. Justamente por eso es por lo que años después tomará el narrativismo de Hayden White como principal adversario en este punto.

La posición de Ginzburg en este asunto retoma y desarrolla las enseñanzas de uno de sus maestros, las de Arnaldo Momigliano. Para este historiador, nuestra disciplina se asocia a las tareas de la retórica y de la medicina. En el primer sentido, es convencimiento de que algo es verdad, la capacidad de transmitir de tal manera que el auditorio acepte la certeza de un enunciado. Pero, al modo de los galenos, la historia no sana al enfermo mediante la seducción sino administrando soluciones adecuadas después de un diagnóstico acertado. Es decir, el enfermo no se cura sólo por la palabra, sino porque la palabra describe el mal o la dolencia y permite su erradicación. Sin embargo, en su polémica con White, Ginzburg no se va a conformar con estas aseveraciones, sino que va a precisar aún más la naturaleza misma del acto retórico. Convencer, nos dice, al modo ciceroniano es efectivamente seducir, pero convencer al modo aristotélico es hacerlo mediante pruebas que son testimonio de los hechos externos. Además, este asunto es estratégico en alguien que, como Ginzburg o Momigliano, es judío y por tanto no puede resignarse a que la verdad de la Shoah sea simplemente resultado de la eficacia del relato[15].

Podemos aceptar las posiciones de Ginzburg, podemos descartar que el hecho sea sólo un producto lingüístico, podemos obstinarnos en defender las barreras que separan la ficción de la historia, podemos situar la noción de prueba en el centro de la retórica, pero eso no resuelve el problema, porque una cosa es lo que hace y otra bien diferente lo que dice que hace. En realidad, Ginzburg ha de vérselas con objetos para los que contamos con escasas fuentes, con objetos que puede mostrar pero sobre los que no siempre puede demostrar lo que dice, por lo que más que las pruebas en sí es el relato  que las hilvana lo que da  al texto su gran poder de seducción. Esto es, Ginzburg busca la verdad, esa verdad como correspondencia, pero teje su narración con una serie de recursos que provocan un efecto estético y es de ahí de donde procede parte de su éxito. ¿Cuál es el resultado de esta tensión entre el relato y la verdad? ¿Cuál es la semántica con la que inviste al protagonista? La elaboración paso a paso, conjetura a conjetura, de un personaje épico, que pasa paradójicamente del anonimato a ser un héroe de nuestro tiempo, un defensor de la tolerancia, de la inmanencia, de la finitud, del materialismo y del racionalismo, como Montaigne o Bruno, dos contemporáneos con los que Ginzburg lo compara. Pero los héroes de nuestro tiempo contienen un residuo de indescifrabilidad, se saben y los sabemos oscuros, opacos, extraños en parte para sí mismos y para nosotros. Justamente por eso podemos ver a Menocchio como uno de los nuestros, como aquel personaje de Conrad del que no conseguimos averiguar del todo la culpa que lo oprime. De ese modo, Ginzburg logra convertir lo opaco, los silencios o lo indescifrable en parte del yo restituido.

 

6. ¿Cómo enjuiciar las ignorancias que confiesa el historiador? ¿Son o forman parte de un estilo democrático de comunicación? Decía Hayden White, uno de los adversarios intelectuales de Ginzburg, que por tal cosa ha de entenderse aquel estilo en el que el emisor muestra sus propias dudas en torno a la certeza del saber, dejando al receptor fragmentos de realidad y pidiéndole su colaboración para que los reúna. Los ejemplos que White nos propone son literarios: la novela del siglo XX fractura la voz narrativa y le arrebata su perspectiva omnisciente; las narraciones del novecientos, lejos de presentarse como una totalidad ordenada y coherente, se fragmentan y hasta la trama misma se resiente; los objetos y los personajes no llegamos a conocerlos del todo y su ensamblaje es deliberadamente imperfecto[16].

Decía Ginzburg que desde fecha bien temprana, desde El queso, se planteó incorporar las insuficiencias y los obstáculos de la investigación en la propia narración[17]. Efectivamente, eso es lo que hace y se puede constatar en el relato que nos ofrece de Menocchio. Así, tendríamos a un investigador que confiesa sus dificultades, que aventura interpretaciones y que, una tras otra, las descarta; así, tendríamos a un investigador que admite sus ignorancias y que, al final, habiendo aceptado una respuesta, nos advierte sobre otros casos que, como el de Menocchio, se han perdido. Hay sin embargo en estas declaraciones y en la sucesión de conjeturas algo incómodo para el lector. Este modo de operar no debilita la posición dominante del autor, o mejor, de la voz narrativa que así se expresa. ¿Por qué razón? Porque la interpretación final, probablemente la más fundada y razonable, es un último gesto de autoridad. No es que su conjetura no sea falsable, sino que es la suya una solución basada en descartes previos que el propio historiador nos ha presentado para afianzar mejor su posición y su hipótesis. Es decir, las interpretaciones sucesivamente abandonadas no nos muestran a un investigador dubitativo, sino a un guía que con mano firme nos conduce al final al que quería llevarnos. Por tanto, las conjeturas relegadas, que anticipan los peros de aquellos lectores más activos, incrédulos u hostiles, le sirven para simular un diálogo y para evitar el mentís. Si mostrar dudas e ignorancias sólo cumpliese una función retórica y autodefensiva; si la obra se cerrase ensamblando fragmentos y atando cabos sin permitir la cooperación del lector, entonces estaríamos ante un discurso autoritario o, al menos, ante un discurso alejado del estilo democrático de comunicación. Estaríamos, en efecto, ante un acto de tutela y no de interlocución. ¿Cuál es la respuesta adecuada? ¿A qué debemos atenernos?

Pero hay más. Las arriesgadas interpretaciones que Ginzburg propone, acepta o descarta han sido objeto después de comentarios, de alternativas y de desmentidos. Lejos de someter El queso y sus conjeturas al debate, el historiador enmudece[18]. ¿A qué atribuirlo? Desde nuestro punto de vista caben tres posibilidades. La primera, al cierre de la obra y de su efecto estético, que se arruinarían si se desmontara uno solo de los enunciados que la componen y que lo provocan. La segunda, a la fortísima presencia autorial, esto es, la presencia de quien no se siente obligado a revisarse. La tercera, a que el texto, por estar concebido como un jalón más de una obra global, de una obra en progresión, es modificado e incluso desmentido por los libros posteriores del propio historiador. En el primer caso, no lo puedo corregir, porque de hacerlo invalidaría la función poética de un discurso evidentemente literario. En el segundo, no lo quiero corregir, porque de hacerlo atentaría contra el yo que se expresa, contra la función autorreferencial con que lo invisto. En el tercero, no vale la pena corregirlo, porque de hacerlo me obstinaría en preservar un libro por encima de mi propio avance intelectual. ¿Cuál es la respuesta adecuada? ¿A qué debemos atenernos?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



* Este trabajo se inscribe dentro de un proyecto de investigación financiado por la Generalitat Valenciana del que ambos participamos (GV 99-130-1-09).

 

 

 

[1] Véanse el número 85, en el caso de la revista danesa, y el número 3, en el de la publicación argentina. Los volúmenes citados son: M. PELTONEN,  Mikrohistoriasta. Helsinki, Hanki ja Jää/Gaudeamus, 1999 y  J. SERNA y A. PONS, Cómo se escribe la microhistoria. Ensayo sobre Carlo Ginzburg, Madrid, Cátedra-Universitat de València, 2000. En general, las ideas y las referencias que aparecen en esta comunicación proceden de nuestro libro y allí remitimos al lector salvo que se indique lo contrario.

[2] Ejemplos recientes de lo que decimos pueden hallarse en: C. GINZBURG, SPOR. Om historie og  historisk metode, Copenhague, Museum Tusculanum Press, 1999; Das Schwert und die Glühbirne, Francfort, Suhrkamp, 1999; y Holzaugen. Über Nähe und Distanz, Berlín, Wagenbach, 1999; también  A. BARBERI, Hayden White und Carlo Ginzburg. Eine Diskurs-Analyse, Viena, Turia + Kant, 2000. Al margen de todo ello, cabe citar también el proyecto de una versión en hipertexto de El queso y los gusanos presentada en  el Center for History and New Media de la George Mason University:

http://www.chnm.gmu.edu/courses/cliowired/students/Mark/Project/Pages/Home.html.

[3] Véase nuestro artículo "El historiador como autor. Éxito y fracaso de la microhistoria", Prohistoria, núm. 3 (1999) y los trabajos de Ginzburg, Grendi y Revel recogidos en el número 86 (1994) de la revista Quaderni Storici.

[4] J. REVEL, "L'histoire au ras du sol", en G. LEVI, Le pouvoir au village, París, Gallimard, 1989, pp. I-XXXIII;  "Microanalisi e costruzione del sociale", Quaderni Storici, núm. 86 (1994), pp. 549-575;  y (ed.), Jeux d'échelles. La micro-analyse à l'expérience, París, Gallimard-Seuil, 1996.

[5] H. WHITE, El contenido de la forma, Barcelona, Paidós, 1992; G. EINAUDI, En diálogo con Severino Cesari, Madrid, Anaya & Maria Muchnik, 1994.

[6] J. RANCIÈRE, Los nombres de la historia, Buenos Aires, Nueva Visión, 1993.

[7] La expresión máxima de esta propuesta de Ginzburg se halla, no obstante, en una obra posterior: Historia nocturna, Barcelona, Muchnik eds., 1991.

[8] C. GEERTZ, El antropólogo como autor, Barcelona, Paidós, 1989.

[9] Véanse, por ejemplo, de este autor "Anthropology and History in the 1980's. A Comment", Journal of Interdisciplinary History, núm. XII:2 (1981), pp. 277-278 y Occhiacci di legno. Nuove riflessioni sulla distanza, Milán, Feltrinelli, 1998.

[10] El itinerario de este hallazgo y de la relación entre psicoanálisis y antropología puede verse, por ejemplo, en J. KRISTEVA, Extranjeros para nosotros mismos, Barcelona, Plaza y Janés, 1991. Además:   A.PONZIO, La revolución bajtiniana, Madrid, Cátedra-Universitat de València, 1998.

[11] La transcripción de este proceso inquisitorial se puede consultar en A. DEL COL, Domenico Scandella detto Menocchio. I processi dell'Inquisizione (1583-1599), Pordenone, Biblioteca dell'Imagine, 1990.

[12] El término "escripción" corresponde a R. BARTHES, El grano de la voz, México, Siglo XXI, 1983.

[13] La idea del polifonismo y la dialogía, muy presentes en Ginzburg, procede de M. BAJTIN, La poética de Dostoievski, México, FCE, 1986. Véase también: C. GINZBURG, "L'inquisitore come antropologo", en R. POZZI y A. PROSPERI (eds.), Studi in onore di Armando Saitta dei suoi allievi pisani, Giardini, Pisa, 1989, pp. 23-33.

[14] El maridaje entre Ginzburg, Peirce y los personajes citados puede seguirse en los textos reproducidos en U.ECO y T. SEBEOK (eds.), El signo de los tres, Barcelona, Lumen, 1989. Véase también L. WITTGENSTEIN, Observaciones a `La rama dorada de Frazer´, Madrid, Tecnos, 1992.

[15] A. MOMIGLIANO, Tra storia e storicismo, Pisa, Nistri-Lischi, 1985; C. GINZBURG, "Unus testis. Lo sterminio degli ebrei e il principio di realtà", Quaderni Storici, núm. 80 (1992), pp. 529-548 y "Aristotele, la storia, la prova", Quaderni Storici, núm. 85 (1994), pp. 5-17. Asimismo, conviene citar la conferencia  que diera  Carlo Ginzburg en el coloquio internacional  “La négation de la Shoah” --Bruselas, 8-10                         noviembre 1998-- y que llevaba por título  “La preuve, la mémoire, l’oubli”. Este texto puede consultarse en el número cuatro de la  Artium Unitio Journal:  http://www.artium.lt/4/journal.html. Finalmente, véase también su último libro: History, Rhetoric and Proof, Hannover, University Press of New England, 1999.

[16] H. WHITE, "La lógica figurativa en el discurso histórico moderno" (Entrevista realizada por Alfonso Mendiola), Historia y Grafía, núm. 12 (1999), pp. 219-246.

[17] C. GIZBURG, "Microhistoria: dos o tres cosas que sé de ella", Manuscrits, núm. 12 (1994), pp. 13-42.

[18] Véase, por ejemplo, la respuesta evasiva que Ginzburg da en una entrevista publicada por el periódico mexicano La Jornada, 23 de marzo de 1999.