El proceso de formación de la novela europea
va ligado estrechamente, hasta la publicación
de Don Quijote, a la literatura de caballerías,
pero resulta prácticamente imposible hoy, al
menos para la Edad Media, desgajar o diferenciar netamente
esa literatura del resto de la prosa de ficción.
No podemos identificar, así, la literatura de
caballerías exclusivamente con la de procedencia
artúrica, la llamada materia de Bretaña,
y dejar de lado las materias clásica, carolingia,
troyana y hagiográfica, como si nada hubiese
tenido que ver su concurso con el largo camino de aclimatación
o "desviación" histórica (por
utilizar el concepto de Northrop Frye) que sufrió
toda la prosa europea a partir de los siglos XII y
XIII.
Sin embargo, como dice Edwin Williamson(1), pese a que
o precisamente porque declara Cervantes, en el Prólogo
de la Parte I del Quijote, que la escritura de su obra
no tiene otro objetivo que el de destruir "la
máquina mal fundada destos caballerescos libros",
se puede demostrar que la novela artúrica es
patrón y fuente de la ficción caballeresca,
luego explicar como evoluciona el género hasta
el punto de convertirse en objeto merecedor de la parodia
de Cervantes, y entre tanto dejar patente que "hay
una línea que vincula la obra de Chrétien
con los libros de caballerías españoles",
cuyos autores, paradójicamente, no conocieron
directamente los poemas narrativos de Chrétien
de Troyes, como tampoco las versiones originales del
Tristán e Iseo.
No deja de ser extraño que a lo largo de esa
línea de la ficción peninsular caballeresca,
que todos de algún modo nos vemos obligados
a trazar de manera canónica o imaginaria -tanto
si aplicamos el concepto de continuidad genérica
como si sostenemos la validez de una historia de la
prosa literaria-, en el justo medio de esa zona tan
oscura que representa la tradición artúrica
hispánica de los siglos XIV y XV, suma de fragmentos
y conjeturas que constituyen todo un género
perdido, como ha señalado Alan Deyermond(2), se
levanten dos mojones difícilmente clasificables,
y en principio tan distantes el uno del otro como "raros
y curiosos" dentro de las tramas genéricas
de sus respectivas tradiciones lingüísticas
(la castellana y la catalana) y de su misma tradición
literaria (la románica). Al primero de ellos,
El libro del caballero Zifar, un texto que hace apenas
veinte años era prácticamente imposible
leer al gran público en edición española,
pero al que se ha rescatado con todas las de la ley
de ese injusto lugar secundario(3), le dedica un artículo
en este volumen M(a) Luzdivina Cuesta. El segundo,
Tirant lo Blanc, merece desde la Universitat de València
una atención prioritaria, que intentamos prestar
desde otros ámbitos(4).
A no ser que los apartemos con rotunda decisión
del grupo de los libros de caballerías (y esa
recobrada autonomía contaría ya con más
defensores en el primero que en el segundo de los dos
casos), hay que aceptar un hecho: ni El libro del caballero
Zifar, pese a su edición temprana, ni Tirant
lo Blanc, pese a su traducción al castellano
en 1511, multiplicaron su influencia ni la proyectaron
hacia los lectores españoles del siglo XVI;
fueron efímeros, o "esporádicos",
como decía del segundo Marcelino Menéndez
Pelayo. Da la impresión de que se perdieron
-dicho de manera menos contundente, perdieron la carrera
frente a otros competidores más jóvenes-
en la marasma de las dos primeras décadas del
siglo XVI. Y no resulta difícil reconocer quién
la ganó, como participante más joven
y de más temple, resistencia y aliento: Amadís
de Gaula. En la etapa fundacional del fenómeno
editorial de los libros de caballerías -reduzcámosla
al período que va desde 1503 hasta 1512- nos
encontramos en una mayoría de casos con reconstrucciones
novelescas o traducciones: dejando de lado la edición
de la Gran conquista de Ultramar, en 1503, hallamos
los cuatro libros de Amadís de Gaula (1508),
basados en una anterior versión en tres libros;
la traducción de Tirante el Blanco (Valladolid,
1511), traducido del original en catalán (1(a)
ed., Valencia, 1490); El libro del caballero Zifar,
remozado de un texto escrito alrededor de dos siglos
antes. Luego vendrán los textos auténticamente
originales: las Sergas de Esplandián (1510),
el Florisando (1510) y el Palmerín de Olivia
(1511). Y ese hibridismo habrá de continuar
a lo largo de todo el siglo: así, las prosificaciones
de poemas épico-novelescos italianos, fundamentalmente
el Orlando Innamorato, pero también el Morgante,
la Trabisonda, el Baldus..., encajarán perfectamente
dentro de un panorama de avidez lectora y ambición
editorial, escaso de argumentos originales y enriquecido
por materiales tan heterogéneos.
************
La idea de publicar el presente volumen, en el que
se recogen catorce artículos que giran en torno
a la literatura de caballerías europea, y especialmente
hispánica, nace de la celebración de
unas Jornadas sobre literatura de caballerías
y orígenes de la novela, organizadas por la
Facultat de Filologia y el Departament de Filologia
Espanyola de la Universitat de València, entre
el 18 y el 20 de diciembre de 1996. Los textos de la
mayor parte de conferencias han sido incorporados,
tras su revisión y obligada anotación
bibliográfica. Un grupo de seis trabajos nuevos
(los de J. Acebrón, M(a) L. Cuesta, C. Domínguez,
J. Guijarro, R. Mérida, S. Requena) ha sido
añadido y otro (el de C. Alvar) ha cambiado
respecto al contenido de la conferencia.
Sería ingenuo -y caeríamos en los tópicos
de prólogos a conjuntos de artículos
muy diversos- pretender imponer a la fuerza una falsa
cohesión a una serie de trabajos pautados por
la heterogeneidad de temas, métodos y conclusiones.
La libertad y la pluralidad de enfoques permitió
la presentación de algunos de los resultados
que ahora ven la luz. Gracias a esa misma libérrima
selección de temas, dentro de un campo que se
podía haber prestado en otras voces y plumas
a deslindes peregrinos, resultan sintomáticas
las líneas de prioridad en el análisis
que ofrecen los trabajos que componen el presente libro.
Esas líneas se trenzan en torno a cinco bloques
temáticos: los orígenes y los mitos de
la literatura de caballerías románica,
el protagonismo del caballero cristiano y el papel
de la mujer, el tratamiento de los sueños, las
relaciones con las materias clásica y sentimental
y, finalmente, la fortuna de la imprenta.
El volumen comienza con una sección dedicada
a Los orígenes y los mitos. El artículo
de Carlos Alvar, "El Tristán en prosa del
ms. 527 de la Bibliothèque Municipale de Dijon",
supone un inmejorable acercamiento a las dos ramas
más frondosas de la materia de Bretaña
(cada una de estas dos ramas será tratada a
continuación en las aportaciones respectivas
de Paloma Gracia y Elena Moltó). Estamos en
los primeros años del despegue -poético
primero, prosístico a continuación- de
la ficción europea romance. Descubrimos que
la rama referida al rey Arturo y los caballeros de
la Mesa Redonda y la centrada en los amores de Tristán
e Iseo, nacidas totalmente independientes, se encuentran
en la primera mitad del siglo XIII, cuando Tristán
se hace amigo de Lanzarote y Galván, se convierte
en un miembro más de los selectos en la Mesa
Redonda, y se une a Galaz, Perceval y Boores en la
Demanda del Santo Graal, mientras Iseo -aunque la historia
de amor pasional quede en segundo plano- rivaliza en
belleza con la reina Ginebra. El ms. de Dijon que estudia
Alvar, uno de los muchos que conservan un relato de
la historia tristaniana, es sin duda, con sus 46 miniaturas,
uno de los más hermosos. Alvar examina con minuciosidad
las correspondencias del texto con La búsqueda
del Santo Grial (traducida por el propio Alvar, en
Madrid, Alianza, 1987), que es incorporada completa;
se analiza asimismo el papel de las miniaturas, la
situación del ms. de Dijon en el conjunto de
la tradición del Tristan en prosa y, teniendo
en cuenta esa posición genealógica, la
fecha de redacción de la obra (entre 1240 y
1300). Como concluye Alvar, la obra (texto e imagen)
"puede servir como ejemplo de lo que un lector
medieval iba buscando al acercarse a las larguísimas
recopilaciones en prosa: acceder a la aventuras más
destadas de sus caballeros preferidos". ?Qué
mejor combinación que la que encarna un Tristán,
modelo de amante, convertido por sus compañeros
en refuerzo para la empresa de Demanda más excelsa
y dificultosa?
El trabajo de Paloma Gracia, "El mito del Graal",
está en perfecta consonancia con la presentación
por parte de Alvar de ese delicado fruto granado dentro
de la vastedad de un campo textual tan rico como el
de la materia de Bretaña. La autora nos sitúa
con claridad frente a la obligación que tenemos
de entender la literatura de caballerías como
fenómeno que implica una serie de virtualidades
para sugerir múltiples lecturas y, consecuentemente,
discusiones y análisis. Esas potencialidades
se aprecian mejor que en ningún otro tema en
el mito fundador del Graal. La utilización de
elementos referidos a la alimentación y al sexo,
articulados en el relato original del Perceval, cobran
una relevante significación y proyectan miríadas
de iluminaciones sobre lectores y críticos de
todos los tiempos. Paloma Gracia repasa las teorías
naturalista, céltica y cristiana sobre los orígenes
del Graal y lo hace desde una atalaya, el hoy mismo,
que ya ha enfriado en gran parte los rescoldos de la
fogosa polémica que sostuvieron los grandes
romanistas en los años 50, desplazándola
hacia aspectos que enriquecen la interpretación
desde terrenos que van desde el sicoanálisis
a la antropología social.
El mito de Tristán e Iseo es capítulo
aparte. Aunque María de Francia, en el Lai de
la Madreselva, diga que "su amor fue tan puro
(...) que recibieron abundantes dolores y después
murieron en un sólo día", Elena
Moltó, en "Tristán y el amor cortés",
aduce textos poéticos trovadorescos que ejemplifican
suficientemente la amplia variedad de figuras femeninas
presentadas en la producción occitana. Textos,
algunos de ellos escritos por trobairitz, muy explícitos
en su "tensión sensual". Considerar
los relatos de Béroul y Thomas -dice Moltó-
como contrarios o al margen de la influencia de la
poesía de los trovadores, por el hecho de que
Chrétien de Troyes, en boca de personajes como
la Fenice del Cligés, sí que censure
como desleal, deshonesto y culpable el amor de Tristán
e Iseo, significaría negar la evidencia de que
ambas obras "representan, en forma novelada,
una ilustración acorde con los presupuestos
más queridos de los trovadores".
Bajo el epígrafe que enmarca la segunda sección
o bloque temático, El caballero cristiano, los
trabajos de M(a) Luzdivina Cuesta y Javier Guijarro
coinciden en interesarse por la ética bélica
que translucen los libros analizados. El autor del
Zifar, como destaca Cuesta en "Ética de
la guerra en el Libro del caballero Zifar", despliega
no sólo un conocimiento de los aspectos prácticos
de la milicia (estrategias y tácticas bélicas,
composición y jerarquías), sino una preocupación
por aspectos legales, morales y religiosos, que afectan
al tema de la justicia o injusticia de las distintas
etapas del proceso bélico, desde las causas
de la guerra hasta el trato de prisioneros. El realismo
del Zifar tiene unas razones y unos objetivos(5). El
comportamiento militar de Zifar y de su hijo Roboán,
por antiguos que sean los orígenes de sus peripecias,
siguen pautas perfectamente válidas en la historia
castellana de la primera mitad del siglo XIV, en ese
período crucial que va desde la etapa de definición
de las ideas de caballería a los intentos de
sujeción de la anarquía nobiliaria con
ordenamientos -como el de la Orden de la Banda- dirigidos
desde la cámara regia.
Javier Guijarro, en "Notas sobre las comparaciones
animalísticas en la descripción del combate
de los libros de caballerías. La ira del caballero
cristiano", no se limita a la simple taxonomía
descriptiva del uso de una amplificación retórica
frecuente, la comparación del caballero cristiano
con el león, el lobo, el perro, el toro, el
jabalí, en algunos libros de caballerías
de principios del siglo XVI. A Guijarro, en la línea
del trabajo anterior de Cuesta, le interesa descubrir
cómo esa descripción perfila una etopeya
del caballero cristiano airado, que entraría
en la palestra de un debate ético sobre la guerra
justa o el ejercicio de la violencia. Etopeya, de otra
parte, en absoluto monolítica, pues no está
exenta, como se analiza con perspicacia, de desviaciones
ideológicas importantes, gratas a la mentalidad
popular, como las de la asociación de los mismos
atributos animalísticos de fuerza y bravura
con la figura del diablo. Por tanto, es más
que curiosa la aproximación a la figuración
demoníaca del estereotipo del caballero que,
aunque cristiano, se comporta como violento, individualista,
rebelde o anárquico.
Emilio Sales, en "El Florisando: libro "sexto"
de la familia del Amadís", analiza el sustrato
ideológico que subyace a la propuesta del mismo
ideal caballeresco cristiano comentado por Guijarro
en su artículo, pero en esta ocasión
en el seno de "una trama tan simple como monótona
y reiterativa", la que se da en la continuación
a los cuatro libros de Amadís y a las Sergas
de Esplandián, es decir, en el sexto libro,
llamado Florisando y escrito por Páez de Ribera.
La pobre acogida que tuvo el libro, al que no cabe
el discutible honor de aparecer presente -siquiera
para mal, como tantos otros- en la expurga cervantina
del Quijote, estaría prevista y anunciada, desde
el momento en que su autor se propuso reescribir las
Sergas en clave clerical, educativa y dogmática,
forjando así "un texto convertido por momentos
en una caza de brujas contra magos, encantadores, caballeros
y doncellas andantes, un libro que buscando la ejemplaridad
de los doctrinales de príncipes y caballeros
pudo sucumbir a la rigidez de unas normas que encorsetaban
la imaginación".
Abriendo la sección de La mujer en los libros
de caballerías, César Domínguez,
en su trabajo "<<Poner consejo a los tuertos
de las viudas e duennas e donzellas>>: acerca
de reinas falsamente acusadas", pasa revista a
secuencias difamatorias por falsa acusación
que se dan en las narraciones -intercalada la primera,
autónomas las restantes- de El caballero del
Cisne, Otas de Roma, Una santa Enperatrís y
Carlos Maynes. Frente a un mismo elemento de acusación
(siempre el adulterio), motor de la acción argumental,
que supone en todos los casos un exilio de las heroínas,
la trayectoria de éstas será un camino
de recuperación de identidad, de reivindicación
ante sus comunidades respectivas, y de corrección
y regulación contra elementos nocivos que las
falsas acusadas -como reactivos en las catálisis
químicas- han hecho salir a la luz. Tiene especial
interés, en la primera parte del artículo
de Domínguez, la tipología de secuencias
que se propone: la clara distinción entre secuencias
órficas, edípicas, odiseicas, maléficas,
enéidicas, oresteicas y mesiánicas, ha
de resultar sin duda enormemente productiva, en especial
-aunque no en exclusiva- aplicada a la literatura de
caballerías.
Habrá que interrogarse sobre los movimientos
de un azar que conduce a que los dos únicos
trabajos centrados en los libros de Garci Rodríguez
de Montalvo (aunque alrededor de los libros de Amadís,
siempre en la edición de Juan Manuel Cacho Blecua,
giran, como era lógico esperar, muchas de las
referencias de casi todos los trabajos del volumen)
vuelquen su interés sobre los personajes femeninos
de la obra, despreciando, consecuentemente, o desplazando
su objetivo de la diana de exultante virilidad del
protagonista. Marta Haro, en "Mujer en la aventura
caballeresca: dueñas y doncellas en el Amadís
de Gaula", sistematiza la tipología femenina
en la obra, ordenando y explicando las funciones que
realizan las dueñas adúlteras, las doncellas
o dueñas bravas, las que buscan a su enamorado,
las dueñas casadas (con las distintas variantes
matrimoniales), las doncellas o dueñas celosas,
las que ciñen armas a los caballeros, las muchas
cuitadas o necesitadas, las desconsoladas, las enamoradas,
las espectadoras de batallas, la incestuosa (sólo
una), las remediadoras, las mensajeras y un largo etcétera.
Todo un universo rico de acciones, sobre las que pivotan
los trabajos y los días del caballero de ficción.
Porque, como dice Haro, "es en la figura femenina
donde se dan cita los dos ámbitos propios del
héroe: las armas y el amor; es más, prodría
decirse que la plasmación literaria del entrelazamiento
entre la aventura caballeresca y la amorosa lo personifica
la mujer". Los dos apéndices del artículo
serán de gran utilidad. El primero recoge esos
tipos femeninos más relevantes como actantes,
con la anotación de los momentos de los libros
en que se producen sus acciones. El segundo ordena
alfabéticamente los nombres de las protagonistas
con el modelo o modelos de acción que les corresponden.
Contamos, por tanto, gracias al trabajo de Haro, con
un repertorio clasificado de mujeres y actantes en
el principal de los libros de caballerías del
siglo XVI que, además de su importancia intrínseca
para el texto amadisiano, podrá servir como
utilísimo modelo de aplicación abierto
a otros textos.
El artículo de Rafael Mérida, "Tres
gigantas sin piedad: Gromadaça, Andandona y
Bandaguida", acota y explora las posibilidades
de un determinado atributo dentro de esa tipología
femenina. La suma de dos elementos negativos, la condición
femenina y la monstruosa, llevan a una manipulación
especial, dentro del proceso de asimilación
-racionalización y cristianización- que
efectúa Montalvo. Como recuerda el autor, a
partir de Le Goff, "los gigantes y los enanos
forman una pareja entrañable". Tan entrañable
que el lector llega a agradecer -sugiere Ramos- la
coherencia monstruosa de una Gromadaça, y a
preferirla a los encantos de Madasima, hija de la giganta
y de Famongomadán, mujer bella y cortés,
con varios nobles enamorados, que acaba casando con
don Galvanes sin Tierra, caballero del rey Lisuarte:
"uno se pregunta si, en efecto, aquellos padres
se merecían una hija como ésta, que había
corrompido los más elementales principios de
la ética y de la estética gigantesca".
Para cerrar las aportaciones de esta sección,
Susana Requena, en "La pareja Partinuplés-Melior
y la doble perspectiva en El conde Partinuplés",
estudia las implicaciones a las que conduce la alternancia
de protagonismo femenino-masculino en un relato francés
muy bien transmitido -por sendas casi paralelas- por
las tradiciones catalana y castellana. Melior pertenece
al grupo de hadas morganianas, que atraen al hombre
hacia su mundo mágico, y no al de las melusinianas,
que se integran en la cotidianeidad de los seres mortales.
Sin embargo, el comprensible error o falta del héroe
la convierte de Sujeto, en la primera parte del relato,
en Objeto de la acción principal, que pasa a
estar protagonizada por Partinuplés en toda
su parte segunda y desenlace. Partinuplés toma
el testigo y emprende en solitario una carrera que
le conduce hacia derroteros imprevistos por el esquema
de la narración inicial.
La cuarta sección del volumen lleva por título
Los sueños de la historia fingida: ficción
sentimental y materia clásica. El epígrafe
de esta sección está tomado parcialmente
del título del artículo de Julián
Acebrón, "<<No entendades que es
sueño, mas vissyón çierta>>.
De las visiones medievales a la revitalización
de los sueños en las historias fingidas".
Esta cita está, a su vez, extraída de
La leyenda del Caballero del Cisne: "E esto no
entendades que es sueño, mas vissyón
çierta que vos Dios quiso dar e mostrar".
El autor parte de la separación clásica
de los dos fenómenos oníricos principales,
el ensueño o sueño (en la dormición)
y visión (en la vigilia), y de la ambigüedad
a la que se presta esta distinción, como testimonia
toda la tradición bíblica y hagiográfica
de sueños y visiones verídicos. Para
evitar confusiones, el cristianismo medieval estableció
una discriminación entre el ensueño relevante,
trascendente o de origen divino, que habría
de ser un ensueño revelador, admonitorio o premonitorio,
y el resto de experiencias oníricas, intrascendentes,
cuando no negativas, perversas o demoníacas.
Una amplia serie de ejemplos aportados sirve para demostrar
cómo en la literatura medieval, "el sueño
o ensueño, degradado bajo sospecha de amparar
supersticiones paganas, cede terreno y cohabita con
la visión, un término cuyo uso rebasa
los límites del mundo diurno y de la vigilia
para designar también los sueños verdaderos".
Así, una vez "desactivado" el peligro,
las ficciones medievales y del siglo XVI se moverán
con total libertad dentro de un universo rico en prodigios,
donde los sueños laicizados, convertidos en
mero artificio retórico o estrategia narrativa,
"con ser verosímiles, no tienen por qué
ser verdaderos".
Vicenta Blay estudia "La convergencia de lo caballeresco
y lo sentimental en los siglos XV y XVI". Pese
a la diferencia de partida entre los mundos de lo caballeresco
y lo sentimental, en efecto, "los umbrales que
los separan a menudo se desvanecen y, llegados a los
siglos XV y XVI, el trasvase genérico resulta
tan frecuente como mutuamente enriquecedor". Blay
trabaja tres aspectos: el trasvase literario de la
ficción artúrica a la sentimental de
los siglos XIV y XV, los vínculos genéricos,
incluyendo proximidad ideológica, motivos argumentales,
tópicos y recursos comunes, y el ingrediente
caballeresco de la ficción sentimental. Si los
dos primeros apartados contaban ya con determinadas
aproximaciones especializadas, que Blay sintetiza,
comenta y valora, el tercero supone un repaso novedoso
al recoger, ordenar y calibrar algunos de los principales
ingredientes caballerescos presentes en nada menos
que quince ficciones sentimentales. El elemento caballeresco
se subordinará en ellas siempre, claro está,
al sentimental: "el protagonista sentimental recurre
a las armas no para encumbrarse como caballero, sino
guiado por necesidades amorosas".
M(a) Carmen Pina, en "Metamorfosis caballeresca
de Píramo y Tisbe en el Clarisel de las Flores
de Jerónimo de Urrea", nos enseña
cómo los temas clásicos, al amparo de
cuyas adaptaciones nacen las primeras novelas europeas
(Roman de Thèbes, Roman de Troie, Roman d'Eneas),
pueden ser recuperados, en el Renacimiento, también
por la literatura más popular, y lo demuestra
con el ejemplo de un libro de caballerías castellano
que no gozó en su tiempo de la fortuna de la
imprenta. Una vez más, el texto salta por encima
del género. Materiales en principio poco familiares
a los libros de caballerías del siglo XVI, aunque
sí propios del contexto renacentista, insuflan
nuevos alientos a rancios temas de origen artúrico.
Aquí, el mito de Píramo se reencarna
en la figura de Clarisel, que a su vez se incorpora
al mito. A través y gracias a un gradual y completísimo
despliegue bibliográfico, la autora del trabajo
constata que, en contra del tópico de la total
ignorancia o desprecio del autor de libros de caballerías
hacia la antigüedad, se daba la realidad de la
influencia clásica -a través de los italianos
Ariosto y Boiardo, en gran medida-, no sólo
en éste, sino en otros textos de caballerías
hispánicos, muchas veces, eso sí, no
como recuperación cultista de un legado olvidado,
sino gracias a la rica corriente de difusión
medieval de la materia troyana en la Península.
Urrea, hombre renacentista (traductor de Ariosto) opera
-concluye Pina- como otros autores que intentaron revitalizar
el género de la literatura de caballerías:
"abriéndolo a las restantes modalidades
de la prosa áurea, incluyendo escenas pastoriles,
breves relatos de cautivos, pequeñas adaptaciones
de novelas bizantinas..."; en su caso, y no sin
mérito y acierto, "convirtiendo la fábula
mitológica en una aventura caballeresca".
La quinta y última sección del libro
lleva por título La fortuna de la imprenta.
Bajo ese epígrafe se incluye un solo trabajo,
que sirve como colofón al volumen, el artículo
de José Manuel Lucía, "Libros de
caballerías impresos, libros de caballerías
manuscritos (observaciones sobre la recepción
del género editorial caballeresco)". El
primer retoño del fértil matrimonio entre
imprenta y literatura de caballerías nace en
España un 12 de febrero de 1501, fecha de impresión
en Valladolid de la prínceps del Tristán
de Leonís, y el último nace en 1623,
cuando se imprime en Zaragoza, como tercera reedición,
la Tercera y cuarta parte del Espejo de príncipes
y caballeros de Marcos Martínez. En ese tiempo,
nada menos que cincuenta y seis textos diferentes,
varios ciclos (Amadís de Gaula, Clarián
de Landanís, Palmerín de Olivia, Espejo
de caballerías...), doscientas ediciones...,
todo un género editorial caballeresco, como
asume Lucía. El autor introduce, con todo su
conocimiento del tema y nuevas pruebas fehacientes,
un decisivo argumento en la liza de la discusión
sobre la decadencia de la literatura de caballerías
peninsular durante la segunda mitad del siglo XVI:
el de los dieciséis libros de caballerías
manuscritos, conservados en veintidós códices.
Pero no sólo cuentan éstos. Tanto la
evidencia de escritura manuscrita de estos libros,
como los testimonios de transmisión oral de
algunos textos (el increíble caso del morisco
Román Ramírez), de pervivencia en el
mundo de las fiestas y teatro, de anotaciones marginales
en ejemplares conservados, etc., demuestran una vigencia
plena del libro de caballerías en esa segunda
mitad del siglo XVI, y hasta entrado el siglo XVII,
que no se contradice, por paradójico que parezca,
con el paulatino decrecimiento de ediciones. Los editores
han de presentar a sus lectores, cada vez con mayor
variedad de oferta, otras modalidades de ficción.
Los libros de caballerías habrán de aceptar
esa competencia y acatar las servidumbres del mercado.
Pero sería ciego identificar literatura con
imprenta e ignorar esas muestras de difusión
oral y éxito social para textos con sitio cada
vez más reducido en las prensas. Tras el artículo
de Lucía resulta imposible fijar los límites
de recepción del género caballeresco
con la ayuda exclusiva de cifras de ediciones.
Rafael Beltrán
Universitat de València