Tengo la sensación de que hoy voy a escribir un artículo
incómodo, un
texto que puede producir más rechazo que aceptación.
Se trata de
reflexionar sobre la decisión de un juez de la Audiencia Nacional
acordando la suspensión cautelar de las actividades de Batasuna
y
prohibiendo cualquier manifestación referida a ese partido.Ambas
resoluciones judiciales han sido aplaudidas con un consenso casi
unánime, su señoría ha sido alabada por su valentía,
y sólo unos pocos
alzan la voz para opinar que las formas empleadas son de dudosa
legalidad.
Hace unos meses escribí que el terrorismo lo que plantea al Estado
es
una prueba de resistencia. El terrorismo -sea el de ETA, el de Bin
Laden, o cualquier otro-, lo que busca es que los tres poderes de un
Estado Democrático -no excluyo al llamado cuarto poder- pierdan
la calma
y salten la verja que separa lo plausible de lo inaceptable. La ley
y
las pasiones casi nunca coinciden y el equilibrar la una y las otras
es
ardua empresa que ante sí tienen los responsables del problema
del
terrorismo, tan penoso y duro en su planteamiento, como altamente
complicado en su solución.
Porque el Estado debe proteger la vida y la libertad de sus ciudadanos,
la aprobación por el Congreso de los Diputados de la Ley Orgánica
6/2002, de Partidos Políticos, y las demandas presentadas por
el
Gobierno y el fiscal General del Estado solicitando al Tribunal Supremo
la declaración de ilegalización de HB, son -al margen
de las
discrepancias de algunos grupos parlamentarios- una respuesta jurídica
en defensa del terrible mal del terrorismo.El proceso de ilegalización,
como excepción a la libertad de partidos, hay que aceptarlo
por el mero
hecho de que tiene su origen en la soberanía popular representada
por el
Parlamento, y no como una festiva victoria de las razones del corazón
-del ¡ya está bien!- sobre las de la ley o un desahogo
de la gente de
buena voluntad, harta ya de sangre y escombros con que los terroristas
siembran nuestras tierras de España.
Sin embargo, dicho con los respetos debidos, creo que el auto judicial
decretando la suspensión de actividades de Batasuna y la prohibición
de
cualquier manifestación sobre el asunto, presentan aspectos
que se
podrían afinar y que no se han valorado con sosiego las tachas
jurídicas
que encierra. Estoy seguro de que el señor fiscal que ha instado
las
medidas y el señor juez que las ha tomado entienden que son
del todo
punto correctas.Ojalá que uno y otro estén en lo cierto,
que sea yo el
equivocado, y que ambas resoluciones judiciales no produzcan los
lamentables efectos típicos de toda emergencia jurídica.
A mi juicio, acordar la suspensión temporal de HB sin que ningún
dirigente de la coalición esté procesado por alguno de
los delitos que
constituyen el objeto del sumario 35/2002, del que trae causa la
resolución, es proceder al margen de la ley, como también
lo es -para
hallar un asidero- remitirse a causas ya juzgadas y sentenciadas o
que
se tramitan en otro juzgado. Atendido el artículo 129.1 c) del
Código
Penal, en relación con los artículos 515 y 520, la conducta
delictiva de
cualquier miembro o militante de un partido, sociedad, asociación
o
empresa no basta para tomar la medida, sino que es necesario que se
haya
dirigido el procedimiento contra alguno de sus promotores o directores.
¿Acaso sería legal suspender las actividades de un partido
porque en
contra de alguno de sus militantes, no de sus dirigentes, concurriesen
indicios racionales de un delito de terrorismo de Estado?, ¿lo
sería
respecto a una sociedad de valores dedicada a defraudar, sin que sobre
su presidente o miembros del consejo de administración pesase
una
imputación?
Según ha advertido este periódico en sucesivos editoriales,
no se
entiende que el juez haya suspendido durante tres años a Batasuna
por su
responsabilidad en graves crímenes contra la Humanidad, como
organización integrada en ETA, y hasta el momento la acción
penal no
esté dirigida contra los dirigentes de la coalición abertzale
«aunque el
juez perdiera de esta forma protagonismo al tener que elevar la causa
al
Tribunal Supremo». Si esto fuera así -parece que lo es-,
la decisión del
juez sólo resultaría explicable por dos razones: o porque
sabe, o debe
saber, que los miembros de HB son aforados, en cuyo supuesto, carecía
de
competencia, pues es al Tribunal Supremo, o, en su caso, al Tribunal
Superior de Justicia del País Vasco, a quienes correspondía
la decisión
-con lo cual la nulidad de actuaciones planea sobre la causa-; o porque
en la iniciativa judicial hay elementos ajenos al Derecho.
Otro tanto cabe decir respecto a la prohibición de «cualquier
manifestación, ya sea convocada corporativamente, personal,
pública o
privadamente y que de hecho se refiera a Batasauna» -las comillas
coincide con el texto de la providencia judicial dictada al efecto-,
por
lo que tiene de suspensión genérica, abstracta e inmotivada
del derecho
fundamental reconocido en el artículo 21.2 de la Constitución.
Distinto
es que la Autoridad competente, atendido el artículo 10 de la
Ley
Orgánica 9/1983, de 15 de junio, reguladora del Derecho de Reunión,
prohíba la celebración de una manifestación concreta
por existir razones
fundadas de alteración del orden público, con peligro
para personas y
bienes, o que resulten ilícitas penalmente con arreglo a los
supuestos
típicos del artículo 513 del Código Penal, a saber:
que la manifestación
tenga por objeto cometer algún delito, o que al encuentro concurran
personas con armas, artefactos explosivos u objetos contundentes.
En la conciencia de los hombres de ley late o debe latir cuál
es la
linde de lo que se debe y puede hacer. En pura ley moral, el fin no
justifica los medios y creer lo contrario es subterfugio descarado
que
conduce a aceptar la siempre peligrosa razón de Estado, esa
caduca
teoría de Maquiavelo que tanto éxito tuvo -y tiene aún-
entre ingenuos y
mediocres. Ni siquiera para perseguir los delitos de terrorismo y
castigar a los delincuentes terroristas, la ley autoriza cualquier
cosa.
El Derecho penal -o procesal- para enemigos equivale volver a las
cavernas del Derecho penal de autor, no del hecho, y renunciar a la
juridicidad. La especie de justicia simbólica o efectista es
o puede
ser, a corto plazo, tranquilizadora; pero a largo plazo, está
demostrado
que es destructiva.
En sus enseñanzas, Hobbes nos aconseja creer únicamente
en la fuerza, no
en la virtud. De ahí su máxima de que «los tratados
que no se apoyan en
la espada son pura palabrería». El Estado-Juez está
perfectamente
legitimado para combatir el terrorismo, pero sólo a condición
de que no
haga suyo el lema del viejo Leviatán de que todo está
permitido. No todo
vale; tampoco a la hora de aplicar la justicia. Está bien que
los jueces
encuentren la forma de terminar con quienes hacen del terrorismo su
profesión y todos los comentarios a esas actuaciones judiciales
habrían
de ser favorables; sin embargo, me preocupa que cale la mentalidad
de
que frente a ese mal y sus demonios no hace falta que el juez respete
la
ley, en general, ni sus normas, en particular.
Al mirar el saldo de las cuartillas que llevo escritas, me doy cuenta
de
que, en efecto, me ha salido un artículo incómodo, por
impopular. En
descargo proclamo que ha sido mi conciencia la que me ha recomendado
tomar la pluma y no callar lo que pienso y siento a propósito
del
asunto. Mis respetos para cuantos vean las cosas de diferente manera.
Y
vaya mi consideración hacia el juez de quien discrepo en su
manera de
pensar y actuar. Me permito suponer que sus decisiones están
motivadas
por el sano intento de acabar con la violencia terrorista y sus
dolorosas secuelas y me resisto a imaginar que sea un ejercicio más
de
las oposiciones para alcanzar la gloria, ese sueño de una sombra,
como
la llamaba el romántico Lamartine.
En la obra de Robert Bolt, Un hombre para eternidad puede leerse
el
siguiente diálogo entre Tomás Moro, su mujer Alicia,
su hija Margarita y
su yerno Roper. El malvado Rich acaba de marcharse, tras amenazar a
Moro:
-Roper.- Arrestadlo.
-Margarita.- ¡Sí! Padre, ese hombre es malo.
-Moro.- Eso no es bastante ante la ley.
-Roper.- ¿De modo que, según vos, el propio diablo debe
gozar del amparo
del Derecho.
-Moro.- Sí. ¿Qué harías tú? ¿Abrir
atajos en esta selva de la ley para
prender más pronto al diablo?
-Roper.- Yo podaría a Inglaterra de todas sus leyes con tal de
encerrar
al diablo.
-Moro.- ¿Ah, sí? Este país ha plantado un bosque
espeso de leyes que lo
cubre de costa a costa. Si las talas, ¿resistirías tú
los vendavales que
entonces lo asolarían...?
Mientras usted teoriza y se la coge con papel de fumar -me reprocharán
unos-, los criminales matan y siguen matando. No puede ser -oímos
con
frecuencia- que los terroristas y sus secuaces, esos demonios, se
aprovechen de la ley: ¡Cuando ellos la respeten, nosotros se
la
respetaremos! He aquí, quizá, una formulación
errónea.Ante la ley, ante
el Derecho, no hay ni ángeles ni demonios.Podemos decir que
ETA es el
demonio y cualquiera que colabore con ella, grandes, medianos o pequeños
diablos, pero perseguir o castigar a alguien por «lo diabólico
que es»
no es el objeto del buen Derecho ni misión del buen juez.
El asesinato, el secuestro y la amenaza sistemática, son figuras
de
delito con las que debemos ser inflexibles; castigar a sus autores
es la
tarea de quienes han de redactar la ley y de quienes han de aplicarla.
Sé de sobra que el diagnóstico es peliagudo, pero los
encargados de
hacerlo, no sólo tienen el deber de hacerlo sino, además,
de hacerlo
bien.