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Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 1

La fundamentación de los derechos humanos. Los derechos humanos como derechos morales.

José J. Jiménez Sánchez

(e-mail:jimenezs@goliat.ugr.es). Departamento de Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada.


Resumen: En estas páginas se trata de poner de manifiesto el papel que pueden jugar los derechos humanos cuando se los entiende más allá de una conceptualización técnico-jurídica, esto es, cuando no se abordan como los derechos fundamentales propios de un determinado orden jurídico. De esta manera, los derechos humanos se comprenden como derechos morales que no sólo constituirán la justificación de aquellos derechos fundamentales, sino que también servirán para subrayar los déficits de legitimación presentes en los sistemas políticos occidentales. Para alcanzar este fin se utiliza el concepto de aceptación de Hart, con lo que se incide en los problemas que plantea y en las soluciones que se piensa como adecuadas.

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Normalmente nos preocupamos de los derechos humanos desde una perspectiva técnico-jurídica. Sin embargo, este modo de aproximarse al mundo de los derechos humanos no debe impedir que reflexionemos sobre un aspecto de los mismos que no ha de quedar olvidado, me refiero a su aspecto moral. El hecho de abordarlos bajo esta nueva perspectiva no implica que salgamos del ámbito normativo, sino sólo que los hemos dejado de contemplar desde un punto de vista estrictamente jurídico, con lo que los hemos situado en un terreno en el que los derechos humanos pueden desempeñar un papel decisivo, que cobra especial relevancia cuando abordamos algunas de las dificultades con las que se enfrentan hoy día nuestros sistemas políticos, las democracias occidentales. Veamos primero el problema de fondo que recorre estas dificultades, para a continuación reflexionar sobre el papel que pueden seguir desempeñando los derechos humanos, más allá de su reconocimiento positivo.


No hemos de pensar que ese problema sea propio de nuestro actual sistema jurídico-político, el estado de derecho de lo que normalmente se denominan democracias occidentales, aunque en éstas se agrave como veremos a continuación, puesto que es un problema clásico, en tanto que sobre el mismo se ha reflexionado desde siempre. Ya Aristóteles lo planteaba al inicio de su política cuando reflexionaba sobre la cuestión de la autoridad y diferenciaba entre la del amo y la del magistrado. En su opinión, la primera no planteaba ninguna dificultad, ya que su fundamento se encontraba en la naturaleza, que nos indicaba que lo propio del amo es mandar y lo del esclavo obedecer. No obstante, la segunda era algo diferente puesto que la autoridad del magistrado se ejercía sobre hombres iguales a él, esto es, hombres libres, con lo que se planteaba el problema de la justificación o legitimación de la autoridad que un hombre libre puede ejercer sobre otro, también libre.

 

El problema puede, naturalmente, plantearse al revés, lo que nos llevaría a tratar de encontrar el fundamento de la obediencia, esto es, como es posible que alguien que es libre, obedezca al mismo tiempo, sin dejar de ser libre, a otro ser tan libre como él.

 

Estas cuestiones son las que plantea Aristóteles en su política y desde entonces constituyen el núcleo de la reflexión jurídico-política occidental: cuál es el material sobre el que se troquelan la autoridad y la obediencia de los hombres libres, que constituyen las dos caras de una misma moneda.

 

Aproximadamente dos mil años después, estos problemas resurgen de manera acentuada, cuando el individuo constituya el eje en torno al que gire la reflexión. Los casos de Hobbes, Locke y Rousseau son significativos, especialmente el de este último, puesto que una de sus obras más importantes, El Contrato Social, es la expresión más palpable de su intento de resolución de la paradoja en la que había incurrido al definir al hombre como libre por naturaleza y abocado, al mismo tiempo, a vivir con los otros bajo un determinado orden social.


Sin embargo mi interés no consiste en describir las distintas fórmulas que se han dado sobre la composición del material o piedra filosofal de que hablaba más arriba, ni tampoco en rastrear estos problemas a lo largo de la historia, aunque sólo fuera para dibujarlos en trazos muy gruesos. Por el contrario, todo mi interés radica sólo y exclusivamente en constatar que están presentes desde hace tiempo, mucho tiempo, a fin de que cuando los abordemos en el presente, seamos conscientes de su dimensión y su complejidad.


I. Berlin en un espléndido libro que recoge una entrevista que se le hizo, lo decía muy bien, la filosofía política ha estado dando vueltas siempre a lo mismo, al problema del poder, o si queremos decirlo de otro modo, la filosofía política no ha hecho sino reflexionar sobre las razones que acompañan a quien manda, así como sobre las que posee quien obedece, en definitiva, sobre el problema de la decisión y la obligación políticas, por qué estoy legitimado para decirle a otro cómo debe comportarse y por qué debo obedecer y comportarme de acuerdo con la decisión política que otro ha adoptado.


Una de las formas por las que el poder ha obtenido legitimación en su actuación, ha sido la de su sometimiento a la ley. En cierto modo, Aristóteles ya había hablado de este asunto cuando aconsejaba que el poder del soberano actuara dentro de los límites establecidos por las leyes. Sin embargo, el mismo Aristóteles fue consciente de que tal sometimiento a la ley no podía eliminar toda la arbitrariedad que es inherente al ejercicio del poder, por lo que volvía a aconsejar que el poder se sometiera a las soberanas leyes de la razón.


Es indudable que el pensamiento aristotélico no puede agotar hoy día nuestro campo de reflexión, entre otras razones porque la ley no es sino la expresión de una determinada voluntad política y no al contrario, y además porque la ley no se agota en sí misma y necesita de criterios que acompañen su interpretación. No obstante hemos de reconocer que ese pensamiento sí que marca los límites de nuestra reflexión, que en cierto modo es el espacio en el que se han desplegado las ideas de fondo que presiden, desde

mi punto de vista, la obra de Austin, Kelsen y Hart. Veamos muy sumariamente lo que nos interesa en relación con el problema que perseguimos: cuál es el fundamento de la autoridad de unos hombres libres sobre otros y de la obediencia de éstos a aquéllos, lo que nos llevará finalmente al tema propuesto.


Es imprescindible que hagamos una advertencia, puesto que la preocupación central de los tres autores no es a primera

vista la decisión política, sino los enunciados jurídicos, aunque la perspectiva desde la que los abordan no sea idéntica en los tres, como veremos a lo largo de la exposición. Por eso, su primer tema de reflexión será siempre si determinado enunciado de deber ser puede considerarse jurídico y en qué momento, lo que conllevaría necesariamente la obligación de obedecerlo en un caso, ya que la misma esté implícita en ese enunciado, aunque en el otro se consideraría que porque se obedece, es jurídico. De este modo parece obviarse la cuestión del fundamento del propio fundamento del derecho, es decir, parece afirmarse en un caso que es posible una fundamentación autónoma del derecho al margen de las decisiones políticas y por tanto, en el otro caso, al margen de la fundamentación de estas últimas. Sin embargo, como veremos a continuación, la cuestión aflorara una y otra vez.

 

Austin entendió el problema de la obediencia al derecho de la siguiente manera: si las decisiones adoptadas por el soberano, esto es, originadas en su voluntad, se obedecían habitualmente por la gente, entonces eso era el derecho y existía la obligación de cumplirlo. Sin embargo, este planteamiento conllevaba una serie de problemas que Hart vio muy bien, especialmente el problema del interregno. Este consistía en que si se sostenía que las decisiones tenían que estar originadas en la voluntad del soberano, entonces qué sucedería desde el momento en que éste falleciera hasta el momento en que las decisiones originadas en la voluntad del nuevo soberano fuesen obedecidas habitualmente.


La imposibilidad de contestar a estos problemas desde la teoría de Austin nos lleva necesariamente a cambiar de terreno, ya que parece que es insuficiente un acercamiento meramente fáctico al mundo del derecho y por tanto a los problemas que subyacen, especialmente los de las fundamentaciones de la obligación jurídica y la decisión política. De ahí que fuera necesario abordarlos desde una nueva perspectiva, una perspectiva normativa que altera la pregunta inicial y la complica, ya que no reparará en si la gente obedece o no, elemento central en la teoría de Austin, sino en si debe obedecer, es decir, se aborda la realidad del derecho desde su propia configuración como estructura de deber ser.


Así la pregunta para Kelsen no será si la gente obedece o no el derecho, sino si debe obedecerlo. En torno a esta cuestión se construye la cadena de validez, que es la que nos permite discriminar entre enunciados jurídicos válidos e inválidos, de modo que sólo debo obedecer toda norma jurídica válida, es decir, que haya sido creada de acuerdo con lo dispuesto en otra norma superior. Esta pregunta la puedo hacer sucesivamente mientras que voy subiendo los escalones a través de los que se representa toda jerarquía normativa, hasta que llego a la constitución o mejor dicho, a la última constitución de la que procediera la validez de la actual. Sin embargo, el problema subsiste ya que la pregunta la puedo volver a hacer, por qué debo obedecer lo que dice la constitución, o mejor dicho, por qué debo obedecer lo que dice la primera constitución de la que procede la validez del resto de las normas jurídicas que constituyen la kelseniana. Enfrentado con la misma pregunta, a Kelsen sólo le

quedan dos opciones o volver a Austin, debo obedecerla porque la gente la obedece, porque es habitualmente obedecida, con lo que se traicionaría, ya que había partido de una serie de presupuestos metodológicos que le impedían acudir al mundo del ser para sustentar el deber ser, o presuponer una norma, la llamada norma fundamental que me diría que debo obedecer la constitución. En el fondo parece, aunque el problema es muy discutido, que sólo es posible presuponer la norma fundamental cuando se obedece efectivamente el derecho. De ese modo Kelsen termina por ser incoherente, por conectar dos mundos, el del ser y el del deber ser, que había tratado de mantener separados.


Hart vuelve a insistir sobre el mismo problema al preguntarse cuál es la razón de que alguien deba obedecer lo establecido por las normas jurídicas. Aunque parte de que si no se produce un cumplimiento generalizado de las mismas, no cabe que nos preguntemos nada más, a Hart no le interesa tanto por qué alguien obedece las normas jurídicas, lo que constituiría una preocupación de carácter fáctico, como una cuestión de tipo normativo, ya que su preocupación es la de por qué se debe obedecer, en tanto que la razón o razones para obedecer pueden ser muy diversas.


Para contestar a su pregunta Hart se sitúa en un camino intermedio entre Austin y Kelsen y eso lo hace por medio de la regla de reconocimiento a la que califica como hecho y norma. Así, la regla de reconocimiento es una regla que establece los criterios de validez del sistema jurídico de modo que toda norma jurídica que consideremos como válida y por tanto obligatoria, ha de respetar esos criterios de validez. Aquella norma que no los respetara, no podría considerarse como norma válida y por tanto, no tendríamos la obligación de obedecerla. Pero al mismo tiempo la regla de reconocimiento es un hecho y de algún modo similar a la obediencia habitual de la que hablaba Austin, aunque diferente de la misma. La regla de reconocimiento es un hecho en tanto que muestra la práctica de determinada gente, la de aquellos que aceptan la propia regla de reconocimiento en tanto que recopiladora de los criterios de validez del sistema.


En definitiva, a Hart no le queda más remedio que apoyar la regla de reconocimiento en un hecho, como Austin había hecho con anterioridad y como había intentado no hacer Kelsen, y es de ese hecho del que tenemos que hablar, porque al fin y al cabo de lo que estamos tratando es de que la obligación jurídica, debes obedecer una norma jurídica, se apoya, se sustenta en un hecho, la aceptación de los criterios de validez de las normas jurídicas.


Así pues, al plantear de esta manera la cuestión nos enfrentamos con dos problemas. El primero es el de la definición de la aceptación, qué es la aceptación. Aunque la aceptación pudiera ser únicamente un hecho desnudo, es decir, simplemente una decisión sin ningún tipo de fundamento racional, no parece que así debiera ser por lo que se dirá más abajo. Hart apenas entra en su categorización y no añade mucho más a su afirmación de que la aceptación entraña una actitud crítico-racional, aunque me parece que con esto nos sitúa en la perspectiva adecuada.


El segundo problema se refiere a quiénes son los que aceptan. Sobre esto sí dice algo más Hart, ya que en su opinión lo normal es que sólo sea una minoría quien acepte, siendo la actitud general de la gente la de una mera aquiescencia. Así para que se pueda afirmar que un sistema jurídico existe, es necesario que se haya aceptado una regla de reconocimiento que es la que establece los criterios de validez del sistema jurídico, que son los que nos permiten averiguar cuáles sean las reglas de ese sistema. Al mismo tiempo es imprescindible que esas normas jurídicas válidas se obedezcan de manera general, es decir, que la mayor parte de la gente ha de ser aquiescente respecto de las normas que se dictaron de acuerdo con los criterios de validez aceptados en esa sociedad concreta.


Sin embargo, esta situación plantea una serie de dificultades, entre las que quizá la fundamental sea la siguiente: cómo es posible sostener que una norma es obligatoria para los miembros de una determinada sociedad, es decir, que debe obedecerse por los mismos, al tiempo que sabemos que en la generalidad de los casos, los criterios en los que se fundamenta su obligatoriedad, sólo se han aceptado por unos pocos. O dicho de otro modo, cómo es posible que las reglas jurídicas sean generales, esto es, para todos, por definición y sin embargo es factible que quienes aceptan sean sólo unos pocos. Quizá esta paradoja es la que lleva a Hart en algún momento a suscitar la defensa de una cierta desobediencia, una desobediencia que no puede ser general si es que no queremos acabar en un enfrentamiento absoluto, aunque sostenga cierto grado de la misma para evitar acabar como los borregos, en el matadero.


No obstante podríamos pensar en otra posibilidad, la de que todo el mundo aceptara, con lo que se evitarían los problemas de que antes hablaba. Pero me parece que, aunque todo el mundo aceptara, no desaparecerían los problemas, sino que nos encontraríamos con otros nuevos, ya que para impedir las dificultades tendríamos que asumir que todos nosotros aceptaríamos de modo imparcial y justo o como diría Aristóteles, de modo virtuoso, lo que no parece a primera vista que está a nuestro alcance. De todas formas, este nuevo tipo de problemas desvían, en mi opinión, la atención del que me parece más importante: cómo resuelvo la paradoja de la que hablaba más arriba y de la que parece que Hart no puede salir.


Creo que sólo es posible resolver esta paradoja si nos atenemos a la indicación de Hart acerca de cómo es esa aceptación, esto es, si la definimos como una actitud crítico-racional, lo que nos lleva necesariamente a desplazar la aceptación del terreno yermo de los hechos hacia el campo de la moral. De este modo quienes aceptan y para defender lo que aceptan, han de hacerlo en términos racionales, esto es, para legitimarse ante los aquiescentes, han de dar razones de por qué aceptan o no aceptan, de por qué defienden determinados criterios de validez y no otros. En definitiva han de buscar legitimación para su practica, para su aceptación, y esa legitimación está radicada de modo necesario en el terreno de la moral.


Este sería el terreno apropiado en el que entraría en juego el aspecto moral de los derechos humanos del que hablaba al

principio y que constituye en el fondo el fundamento mismo de los derechos humanos considerados desde una perspectiva positivista. Por lo que no se trata ya de abordarlos en su aspecto técnico-jurídico, tal y como normalmente se hace, sino de acercarnos a los mismos desde un punto de vista moral. Así pues, nuestra atención no se centra tanto en los derechos humanos reconocidos como tales en cualquier constitución o convención occidentales, sino que se trataría más bien de reflexionar acerca de los derechos humanos como derechos morales. Desde esta nueva perspectiva, los derechos humanos constituirían las razones que actúan como legitimación de los criterios de validez adoptados por quienes aceptan. Así se evitaría que se pudieran considerar esos criterios como la expresión de meras decisiones desnudas, alejadas de toda fundamentación racional. Además no debemos olvidar que quienes aceptan, necesitan normalmente legitimarse ante quienes son meros aquiescentes.


Sin embargo, los derechos humanos como derechos morales pueden constituir también razones en las que puede apoyarse todo intento de deslegitimación de los criterios de validez adoptados por quienes los aceptaron, en tanto que la aceptación no tiene por qué ser uniforme. intentaré ser más claro. Si la aceptación es, tal y como la hemos definido, de carácter crítico-racional, quiere decirse que cabe el consenso, pero también la discusión y por tanto, el disenso. Por eso es por lo que es posible que no solamente haya aceptantes y aquiescentes, sino que puede que también haya aceptantes y no aceptantes, así como aquiescentes. Así pues podría suceder que hubiera gente que no aceptara una regla de reconocimiento concreta y sin embargo tuviera razones para defender otra y requerir aquiescencia respecto de la misma. Pero asimismo cabría entender que el debate entre quienes aceptan y los que discuten con ellos no tiene por qué ser el de un enfrentamiento absoluto en torno a reglas de reconocimiento completamente diversas, sino que podría pensarse que se diera sólo un enfrentamiento parcial, sobre alguno o algunos de los criterios de validez de la regla de reconocimiento.


Así pues podríamos pensar en cuatro casos, de los que los primeros que expondré, representan situaciones extremas en las que difícilmente nos veremos, mientras que el último expresa en mi opinión el lugar común. Una de las situaciones extremas es aquella que se manifiesta en el caso de la inexistencia de disenso, en la que quienes aceptan no encuentran oposición, por lo que quedaría a la buena voluntad de éstos que admitiesen criterios de validez que respetasen el interés general. Indudablemente, esta situación sería la más peligrosa para los aquiescentes. La posición opuesta parece impensable, que todos aceptaran y aceptaran lo mismo.


Por lo tanto sólo nos quedan otras dos. En una de ellas se daría una oposición radical entre las diferentes partes que debaten sobre los criterios de validez que han de aceptarse en un determinado sistema. Esta situación de enfrentamiento radical entre quienes toman parte en la aceptación, podría dar lugar a enfrentamientos de tipo civil. De ahí que convenga encauzar esta situación de contraposición total hacia la que contempla sólo los enfrentamientos parciales entre quienes aceptan, que es quizá el caso más extendido y en el que nos encontramos habitualmente, por lo que me gustaría detenerme en este último a fin de reflexionar, muy brevemente ya, sobre el papel que pueden desempeñar en ella los derechos humanos como derechos morales.


Los derechos humanos como derechos morales no son sino el fundamento de los derechos humanos reconocidos positivamente, en tanto que en esta última situación aquéllos constituyen el mínimo que afecta por igual a quienes aceptan. Y es desde ese mínimo desde el que cabe reivindicar el cambio o la profundización de los derechos ya reconocidos, pero también la inclusión de otros nuevos. La dificultad radica, indudablemente, en llegar a concluir cuál sea ese mínimo.


Sin embargo, esto no puede hacernos olvidar el juego que puede prestar ese mínimo para cubrir la necesidad que tienen los que aceptan de reclamar legitimación para sus propuestas. Esa necesidad deriva, como hemos visto, de la inevitabilidad de que la mayor parte de la gente obedezca normas que ellos mismos no se han dado de un modo racional, ya que la aceptación sólo puede ser por su propia naturaleza la aceptación de unos pocos. En último término, la aceptación estará siempre limitada a ciertas élites, puesto que no es posible en un estado de libertad, al contrario que en uno de esclavitud, que todo hombre libre pueda dedicarse a lo público. En realidad ni se puede, ni gran parte de la gente tiene mayor interés en esos problemas, ni todo el mundo posee la preparación requerida, etc.


De ahí que quien acepta no puede actuar como un mero sujeto político, interesado, un sujeto que decide arbitrariamente sin ningún tipo de control. Por el contrario, los aceptantes han de actuar como sujetos morales que restringen la arbitrariedad, en la medida en que es posible, mediante la defensa en su actuación de una serie de criterios, en relación con los cuales han de comportarse de manera íntegra. Así se aceptarían las normas que en su opinión, hubiera adoptado cualquier otro sujeto si hubiera estado en su lugar. De esta manera tengo razones para reclamar la aquiescencia de los demás.


Ahora bien, dado que como sujetos morales no todos tenemos las mismas concepciones, no todos poseemos las mismas convicciones, no todos defendemos los mismos principios, es por lo que puede suceder que actuando racionalmente, como tales sujetos morales, sin embargo, no estemos de acuerdo y lleguemos a resultados distintos. Esta es la razón por la que pueden defenderse como derechos morales, derechos distintos. La única manera de solucionar esto, parece que es la de asegurar un mínimo que facilite la posibilidad de una confrontación constante entre quienes aceptan, aunque lo hagan de una manera divergente. De modo tal que los diferentes criterios de justicia e imparcialidad que hubieran podido defenderse, pudieran enjuiciarse no tanto en sí mismos, como en relación con sus prácticas, lo que sería factible mediante la aplicación del criterio de la integridad.

 

Bibliografía

Aristóteles, La Política, edición bilingüe y traducción por J. Marías y M. Araujo, 1970.

I. Berlin and R. Jahanbegloo, Conversations with Isaiah Berlin, 1991.

R. Dworkin, Law's Empire, 1986.

H. L. A. Hart, The Concept of Law, 2nd. edition, 1994

H. Kelsen, Teoría Pura del Derecho, 20 ed., traducción por R. J. Vernengo, 1991 (1960).

J. J. Rousseau, El Contrato Social, traducción por C. Berges,197O.






CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 1

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Fecha de publicación: 1 de julio de 1998