I.S.S.N.: 1138-9877

Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 1


CULTURA DEL CONFLICTO Y DIVERSIDAD CULTURAL

La teoría de Aubert1 expuesta en este artículo pone de manifiesto la capacidad de la ley para convertir interés en valor, y sirve de punto de partida para realizar un análisis sobre las implicaciones que ley, valores e intereses tienen en los conflictos que tradicionalmente han tenido lugar en las sociedades occidentales. Generada dentro de un determinado ámbito socio-cultural, la ley de los estados democráticos occidentales reproduce la abstracción, el simbolismo y la instrumentalidad características de dicho ámbito. Resaltados tales conceptos clave, en este trabajo se plantea una reflexión sobre la operatividad que la ley, como mecanismo de resolución de conflictos, así como otros mecanismos no legales de resolución, poseen en las actuales sociedades occidentales de las cuales se predica ya su multiculturalidad; una segunda reflexión versa sobre las relaciones entre pluralidad cultural y conflicto.

 

El conflicto, como categoría sociológica, y sus mecanismos de resolución son algunas de las principales constantes en la obra del sociólogo del derecho Vilhelm Aubert. Partiendo de la díada, unidad sociológica básica en la concepción simmeliana, Aubert elabora una clasificación de los conflictos que le lleva a la detección y ubicación de una tríada, producto de los mecanismos de resolución de dichos conflictos. Centrada en la resolución de los conflictos interpersonales, su teoría establece la distinción entre dos tipos de conflictos, a saber, el conflicto de intereses y el conflicto de valores; si bien, como indica el propio autor, tal distinción opera fundamentalmente en niveles teóricos y tiene un valor puramente metodológico, dado que en la realidad "generalmente los elementos de uno de los dos modelos se encuentran mezclados con los elementos del otro"(1969b:282). El primer tipo de conflicto, el de intereses, se produce cuando existe una escasez de recursos, lo que impide la satisfacción de intereses de la díada2

de competidores implicados en el mismo. El conflicto de intereses surge, pues, en el marco de una competición de las partes, insertas en una lucha por la obtención de recursos insuficientes para satisfacer las respectivas pretensiones de ambas partes. No obstante, destaca Aubert, "los intereses en conflicto no son completamente incompatibles. Tan sólo lo son hasta el punto en que las ganancias de una parte pueden convertirse en las pérdidas de la otra" (1969b:285). Y lo que es más, en este tipo de conflictos existe una zona de intersección, de intereses convergentes: ambas partes están de acuerdo en la validez del bien, por lo que, a través de la negociación, buscarán el modo de "minimizar el riesgo de la mayor pérdida" para ambas. La negociación es para Aubert el mecanismo idóneo de resolución de tales conflictos ya que goza de los caracteres de agilidad, flexibilidad y menor coste de los que carecen otros mecanismos que requieren de la intervención de terceros. Por contra, el disenso es la característica del conflicto de valores: las partes se hallan en desavenencia en lo que atañe a la "valoración de algún beneficio o carga"(ibid); tal desavenencia sobre valores o hechos marca la contraposición con el conflicto de intereses: la negociación no parece ser, según estima Aubert, el instrumento adecuado, por lo que será necesaria la intervención de una tercera persona, ya sea un mediador, un árbitro o un juez. En estos casos el conflicto adquiere caracteres más públicos por la trascendencia que su resolución pueda tener para situaciones similares posteriores. Con la intervención de esta tercera persona en la resolución de este tipo de conflictos, la primigenia díada se convierte en tríada. En el conflicto de intereses tiende a resaltarse la proximidad de los contrincantes así como la coincidencia de los mismos en lo que respecta a sus necesidades y aspiraciones comunes; contrariamente, el conflicto de valores tiende a mantener a las partes alejadas, valoran distintas cosas, por lo que se encontrarán menos frecuentemente que en el anterior tipo de conflictos (Aubert, 1963). Más propiamente, es posible que el disenso sea irrelevante en lo que concierne al conflicto, e incluso que tal conflicto no exista, porque el disenso " más a menudo se trata de desacuerdos entre personas que viven en mundos separados y que nunca se encuentran"(ibid, 31). Dada, aún así, esa potencial distancia, no deja de ser menos cierta la posibilidad de que tales conflictos de valores se produzcan, como lo demuestran las continuas controversias ideológicas y religiosas.

De la anterior clasificación Aubert desprende dos interacciones fundamentales: una primera, cómo el disenso puede llevar a un conflicto de intereses, y una segunda, cómo un conflicto de intereses puede ser transformado en disenso. Por lo que respecta a este trabajo nos ocuparemos de esta segunda derivación que queda instituida en una de las tesis principales del autor: "Cuando un conflicto de intereses es sometido a la ley, desde ese momento será formulado como un disenso, un conflicto de valor o creencia" (Aubert, 1963, 33); de ese modo, la primigenia díada de competidores será transformada, en virtud de la aparición de un tercero, el juez, en una tríada. Evidentemente, en este caso, Aubert no está invocando la aplicación de leyes de arbitraje o mediación, sino el sometimiento de dos contrincantes a la jurisdicción ordinaria en la que el tercer integrante será el juez. La transformación operada se debe al hecho de que las necesidades o deseos de los contrincantes dejan de ser relevantes para la resolución: "el conflicto de intereses se transformará en un desacuerdo relativo a los hechos ocurridos en el pasado o a las normas legales a aplicar en el presente estado de cosas, o a ambos [hechos o normas], de manera que a menudo se hace difícil distinguir claramente entre cuestiones de hecho y cuestiones de derecho" (ibid).

La tesis de Aubert analiza microsociológicamente la resolución de conflictos interpersonales al tiempo que otorga a la ley un papel relevante en lo que atañe a la resolución de tales conflictos. El autor, a continuación, trasciende la perspectiva interpersonal al catalogar a la ley como un instrumento de resolución de conflictos capaz de superar las perspectivas que el mercado, como mecanismo de resolución de conflictos, puede ofrecer. En la clásica teoría liberal el mercado ofrecía el marco de resolución idóneo, como mano invisible que propiciaba la negociación de intereses particulares, evitándose así el conflicto social a través de los acuerdos de las partes ejercitados en la interacción de la oferta y la demanda. Aubert (1963) señala, no obstante, la superioridad de la ley sobre el mercado en la común faceta solventatoria de ambas: frente a la concreción de la negociación interpersonal resalta la abstracción de la norma legal, capaz de adaptarse, por dicha abstracción, a multitud de situaciones específicas; frente a la imprevisibilidad de los potenciales acuerdos particulares, opone la predeterminación legal que ofrece posibilidades de previsión considerablemente mayores.

 

SIMBOLISMO LEGAL Y HOMOGENEIDAD CULTURAL

El propio autor, en un trabajo posterior (1969b), trasciende igualmente el enunciado de su tesis anterior (el conflicto de interese dirimidos a través de la intervención jurisdiccional convertirá tal conflicto en conflicto de valores) al señalar el either/or aspect of legal thinking. Este aspecto implica el carácter excluyente de la ley en lo que respecta a los valores que la misma consagra, y nos retrotrae a un momento anterior en el desarrollo legal, a aquél protagonizado por el legislador. El razonamiento, pues, sería el siguiente: cuando el legislador ha de regular la situación originada por un conflicto de intereses, ha de posicionarse privilegiando un interés sobre otro y, desde el momento en que tal posicionamiento se produce, uno de los intereses, el privilegiado, es convertido en valor - valorado legalmente- en detrimento del otro. Lo mismo tiene una lúcida explicación en la función simbólica que Gusfield atribuye a la ley: como tal, la ley "simboliza la afirmación pública de las ideas y normas sociales" con lo que "glorifica los valores de un grupo y desacredita los de otro"3

. Ello nos lleva a incidir en el modus facendi del procedimiento legislativo. El aspecto excluyente del postulado normativo viene a decir no sólo que tales intereses sean necesariamente dignos de elevación valorativa, sino que una vez que, por las razones que sea, han sido legalmente positivados, se convierten en valor, en forma de comportamiento legalmente valioso que es, o debe ser, asumido y compartido por la sociedad. Al tiempo nos pone en alerta sobre la eventual perversión que, en su caso, los depositarios de la voluntad popular podrían hacer de la misma, por cuanto que el interés convertido en valor no necesariamente ha de merecer una protección legal - ni necesariamente ha de ser un "interés general"- sino que puede tratarse de un interés particular de un grupo lo suficientemente fuerte como para presionar al legislador para que realice su actividad4

; y también, eventualmente, aun favoreciendo un interés general o uno socialmente asumido como digno de protección, puede legislar movido por las presiones de un grupo de interés (S. Berger, 1986). En este sentido, la ley en la concepción de Aubert - instrumento de transformación de interés en valor- es a su vez un instrumento del poder capaz de convertir en valioso lo que anteriormente pudo ser inapreciado e incluso inapreciable; aunque en otras ocasiones no hace, como también indica Gusfield, sino consolidar lo socialmente admitido y otorgarle un rango legal. En cualquier caso, la implementación de la ley dará paso a que ésta consolide la segunda función que Gusfield le atribuye, la instrumental. Esta determina que el obligado cumplimiento de la ley condicione o incluso modifique el comportamiento social, sancionando la inobservancia de la misma. En íntima relación con la función anterior, la función instrumental no hace sino reforzar la preponderancia de los valores excluyentes que la función simbólica consagra: lo legalmente consagrado por el poder - las conductas e intereses legalmente calificadas como valiosas- es provisto de las medidas coercitivas que garanticen la glorificación de tales valores.

Es la ley de las sociedades occidentales a la que se refieren las tesis de Aubert, y es en el seno de las mismas donde se plantean los tipos de conflicto y métodos de resolución que él señala. Tales sociedades, autodefinidas como plurales, lo son básicamente por la consagración de los principios de autonomía y libertad individual; de ese modo, el pluralismo de esas sociedades no es sino la concreción de la genérica condición humana de la pluralidad, en palabras de Arendt, matizada por el principio de autonomía de la voluntad. Esta forma específica y occidental de pluralismo se define por la multitud de creencias, actitudes y opciones que al individuo se le ofrecen en aras de la satisfacción de sus diferentes motivaciones e intereses. El marco político de esta privada "pluralidad autónoma" lo ofrece un estado consolidado cuyo papel será el de facilitar el marco legal que posibilite el desarrollo de la persona en un entorno armónico de convivencia pacífica. Por otro lado la forma política con la que hasta el momento se han dotado tales sociedades, el estado-nación, ha sido capaz de ofrecer un entorno especialmente ordenado, debido a la homogeneidad que los estados nacionales han logrado generar. La existencia de la nación a priori, sobre la que se basamenta la unidad política, o de la nación a posteriori - la etnicidad ficticia de la que habla Balibar en el caso francés-, radicada sobre una unidad política previa, ha devenido, en suma, en una equiparación de nacionalidad con ciudadanía. Ambas, ciudadanía y nacionalidad, quedan igualmente identificadas con la cultura o identidad nacional: el agregado de valores que el estado-nación crea y oficializa, a través de las herramientas que su supremacía le permite. Es por ello necesario, para la configuración de la identidad nacional que las culturas no hegemónicas queden, si no necesariamente aniquiladas, sí soterradas y prohibidas.

Contrasta, pues, frente a la homogeneidad en lo público, la homogeneidad en lo privado. Sin embargo el contraste no es precisamente meridiano. Muchas son las razones que nos harían pensar que las conductas individuales no divergen sustancialmente en lo que respecta a los valores que las inspiran: por un lado, los valores sociales preponderantes- como creencias internalizadas, expresión del interés general y compartido hacia determinados actos5

- han sido fomentados e incluso instaurados de forma política a través del proceso unificador del estado nación; por otro lado, en las sociedades occidentales, como indica Gellner (1994:52) "las condiciones de trabajo de la sociedad industrial erosionan las estructuras que sostienen la diferenciación cultural. Las diferencias culturales serán aplastadas por la apisonadora de la sociedad o industrial", con lo que la diversidad étnica, comportadora de diversidad cultural y valorativa "caerá también, junto a las diferencias culturales que la hacen visible y constituyen su esencia". En suma, el conflicto de valores que podría surgir de la heterogeneidad de la esfera privada no es previsible en estas sociedades dadas las condiciones de homogeneización llevadas a cabo a través del espíritu unificador del estado y del estandarizador del mercado.

Lo dicho nos trae a colación el conflicto de valores del que hablaba Aubert que tiene fácil encaje en este análisis: como previamente señalamos, el propio Aubert indicaba la remota posibilidad de que se produjese el conflicto de valores de dos sistemas culturales distintos, dada la distante ubicación de los mismos. Y el eventual conflicto de valores producido por el disenso sobre la valoración de un beneficio o carga, o de un hecho -como pueden ser las controversias ideológicas sobre la práctica del aborto o la apreciación de las circunstancias moduladoras de la responsabilidad criminal, o incluso sobre los requisitos necesarios para acceder a una prestación social- se trata, en suma, de pareceres perfectamente encajables, de valores o contravalores internalizados en el grupo. Estos últimos, los contravalores, podrán ser prohibidos, e incluso sancionados y perseguidos legalmente, pero en absoluto ajenos a la idiosincrasia del grupo cultural. Este pluralismo de actitudes en la vida privada del individuo occidental -ideológico y pragmático - que se halla en la raíz de muchos de los conflictos de valores de los indicados por Aubert, coincide exactamente con aquel politeísmo de valores del que hablaba Weber; politeísmo equiparado a la multiplicidad que el ejercicio privado de la autonomía ocasiona y que, insisto, genera acciones insertadas en la lógica coherente que todo sistema cultural posee. Dicha pluralidad es explicada en la doctrina liberal como causa del conflicto social.

 

LA CULTURA DEL CONFLICTO

Las sociedades occidentales se han dotado de mecanismo de resolución de conflictos, en principio necesarios para garantizar la paz social indispensable a efectos de que la burguesía, estrato social generador, pudiese realizar con tranquilidad las actividades sociales. La obsesión burguesa por el orden se vio satisfecha con una serie de reglas procedimentales que, internalizadas por los ciudadanos, eran acatadas por la población como mínimo sacrificio a pagar por la armonía social; el consenso consistía en el acatamiento de los resultados de los litigios y de los contratos privados a que llegaban las partes, como regla -formal- básica de convivencia, fueran cuales fueran los contenidos que integrasen el acto de resolución. La no hostilidad y la sumisión a reglas procesales es pues la premisa básica de actuación para garantía de la paz burguesa. La dinámica procesal que determina a estas sociedades fue también operativa a la hora de socializar la nación (Gellner, 1994) y de incorporar las categorías menos protegidas socialmente al status de ciudadano antes obtenido de manera censitaria. La negociación era también traducible en términos económicos, si la burguesía previamente había reivindicado el ejercicio de su libre iniciativa (básicamente comercial), el interés de la otra clase se tradujo en prestación: a cambio de la paz social el estado liberal-burgués otorgaba a los desfavorecidos pluses que garantizaban la igualdad de oportunidades. Hasta ese momento, hasta la configuración del estado social, el conflicto, privado o social, era primordialmente un conflicto de intereses. El conflicto de valores al que se refiere Hirschman, surgido del politeísmo de valores weberiano era, digamos, un tanto secundario, soportado por la tolerancia de una sociedad acostumbrada a vivir en un marco de "razonable pluralismo" y, en cualquier caso, perfectamente subsumido al procedimentalismo abstracto y ritual de las democracias occidentales. Hirschman, de modo similar a Aubert, realiza la distinción entre conflict over more or less versus conflict over either-or6

. Si en los primeros la cuestión es básicamente cuantitativa, negociable o reemplazable (análogos a los conflictos de interés de Aubert), en los segundos, por contra, la cuestión de fondo es un factor cualitativo, no estandarizable ni negociable, y sí excluyente; la resolución de éstos parece presentarse imposible por unívoca: o prevalece uno, o prevalece otro. Ofrece Hirschman el ejemplo, de nuevo, del aborto para el segundo tipo de conflicto, y también apunta una vía de posible solución (que sorprendentemente no implica que una de las pretensiones sea eliminada) que consiste en la transformación del either/or conflict en un more or less conflict, lo cual se llevaría a cabo a través de un acuerdo provisional -interim agreement- que ambas partes pudieran consensuar (Hartmann, 1995). Ambas posturas, aun cuando Aubert considere más adecuada la intervención de un tercero que la negociación interpersonal para el segundo tipo de conflictos (el de valores), llegan a conclusiones similares en lo que respecta al logro de un mínimo acuerdo, si no por fuerza de negociabilidad, sí de neutralidad en los conflictos interpersonales que tienen lugar en las sociedades occidentales. Y es que, sea cual sea la fuente del conflicto- interés o valor, en términos de Aubert- el individuo occidental ha aprendido a convivir ordenadamente debido a la internalización de la ética procedimental que inspira estas sociedades, asumiendo como valor fundamental el deber - que sabe generalmente consensuado- de no llegar al conflicto hostil que desestructure la paz social que la sociedad occidental ha alcanzado, sometiéndose para ello a las técnicas procesales establecidas. Este acatamiento del procedimiento, principio fundamental del individuo-ciudadano occidental, establecido a efectos del mantenimiento del orden social, expresa el alto grado de capacidad y, en palabras de Hartmann, " de progreso en la domesticación del conflicto" (1995, 121) que las sociedades occidentales han alcanzado, al tiempo que pone en coordinación las dos concepciones básicas de la sociedad que tan acertadamente refunden Bergalli, Bustos y Miralles (1983): por un lado, la concepción funcionalista del consenso, por otro, la concepción conflictualista de los grupos de interés. Según la primera, el desacuerdo entre los grupos no llevará al conflicto sino a la integración funcional, debido al consenso dominante; según la teoría conflictualista, es el conflicto y no el consenso el elemento básico sobre el que se estructura la sociedad, siendo tal conflicto ocasionado por los diversos intereses entre distintos grupos y la pretensión de imposición de unos sobre otros, de ese modo "el orden social es resultado más de la coerción que del consentimiento" (p. 141). La posición de Hartmann resume acertadamente ambas orientaciones, la del conflicto y la del consenso, asumiéndolas al señalar el creciente reconocimiento en las sociedades actuales de un conflicto institucionalizado que será sometido a las reglas de resolución de conflictos: tanto el more or less conflict, resoluble y no destructivo, como el either/or conflict , en principio irresoluble y destructivo, serán domesticados con procedimientos que no necesariamente impliquen la derrota de una de las partes enfrentadas en el mismo.

La posición de Hartmann, muestra, en definitiva, el internalizado consenso sobre el conflicto institucionalizado que ofrecen las actuales sociedades occidentales, que han desarrollado una "cultura del conflicto" capaz de conjugar disputas y consenso. En términos valorativos, la cultura del conflicto implica la consideración valiosa del mismo, no por lo que éste tiene de antagonismo y hostilidad, sino porque la confianza en los medios de resolución - todo es negociable, todo es resoluble- dará lugar a enriquecedores y liberadores resultados7

.

Finalmente, en este análisis del conflicto en las sociedades democráticas occidentales, deberíamos realizar una precisión sobre la cultura del conflicto, el último estadio, superador, de las dos teorías que le preceden - la funcionalista y la conflictualista. Y es que la misma no consiste propiamente en una cultura por sí misma, sino más bien en un elemento definidor de la cultura de estas sociedades democráticas. Como juego de palabras sintetizador la cultura del conflicto resulta, no obstante, sumamente expresiva de algunos de los valores esenciales que integran y determinan las mismas: procedimiento (en este caso de resolución de conflictos), consenso sobre la necesidad y validez de tales normas, y conflicto como elemento valioso derivado del específico pluralismo que las conforma.

 

DIVERSIDAD CULTURAL Y CONFLICTO

Los presupuestos de elaboración de las anteriores teorías parten del análisis y la ubicación del conflicto dentro de las sociedades occidentales, caracterizadas por la pluralidad en lo privado -auténtico pluralismo de intereses- y por la homogeneidad en lo público - también auténtico monoteísmo de valores: estado-nación y mercado determinan el marco cultural, valorativo por tanto, propio de las culturas nacionales de dichos estados. A pesar de la especificidad de cada cultura nacional, todos estos estados occidentales presentan como denominador común sus consabidas raíces clásico-cristianas y una común evolución en lo que respecta a la impronta que la corriente demoliberal significó para las mismas. Igualmente, aun con variantes, experimentaron los efectos del nacionalismo y se sumaron al proceso de integración social a través del estado del bienestar. La internacionalización económica, informativa y laboral, sin embargo ha puesto en peligro la estabilidad de tales estados al tiempo que la homogeneidad interna se está desmoronando. El déficit de democracia que atañe a la participación y representación de ciertos grupos - desarrollado teóricamente con especial brillantez por las teorías feministas- ha devenido en la reivindicación con connotaciones un tanto problemáticas por parte de ciertos colectivos, diferenciados, en cuanto que son los principales y directos perjudicados - y, en ocasiones, consecuencia- de tal déficit. El mismo queda manifiesto y traducido en crisis de legitimidad en el sistema político y en crisis de racionalidad en el sistema económico, conceptuados ambos en la teoría de Habermas, entre otras. Al mismo tiempo, una serie de grupos étnicos que permanecían en el estado nacional, bien soterrados, bien relegados a ejercer su particularidad cultural en la esfera privada, han incrementado el número de reivindicaciones formuladas a los poderes públicos, con la pretensión de hacer valer su diferencia en las instancias políticas. Finalmente, las grandes masas de inmigrantes procedentes de otros entornos del planeta también han hecho de su diferencia el adalid de su lucha por la igualdad.

Wicker8

(1997) establece una doble estructuración en la formación de estos grupos, una horizontal y otra vertical: la primera determinó la aparición de los primeros movimientos sociales a través de contrastes entre burguesía-proletariado, ricos-pobres, e incluso se repite en las actuales reivindicaciones de las feministas, homosexuales, discapacitados y ecologistas. La segunda, la horizontal, se genera en torno a atributos irracionales (cultura, etnia, nación) que engendran solidaridad entre personas tradicionalmente distribuidas horizontalmente. Tal estructuración indica la importancia que los vínculos culturales tienen en la actualidad a la hora de determinar las nuevas identidades. Mientras que los grupos estructurados horizontalmente son el producto de la movilización social, dentro de un mismo sistema cultural - por el igual acceso a los recursos y una más justa distribución de los mismos- los segundos reflejan también la insuficiencia de las culturas nacionales - por los procesos de internacionalización económica, por su neutral procedimentalismo- para generar identificaciones, no ya sólo en lo que respecta a un reparto justo de los recursos, sino también en cuanto a la configuración simbólica de dichas culturas.

Una explicación suficientemente comprehensiva y gráfica la ofrece Gianni9

al señalar que la ciudadanía en los estados occidentales viene a ser "un tipo de identidad cuyo propósito es unificar (a través de un mínimo común denominador) la heterogeneidad de la sociedad". En los estados nacionales, a cuya ciudadanía se refiere Gianni, la identidad nacional se traduce en términos de nacionalidad= ciudadanía, y los valores culturales e identitarios que las conforman se entremezclan en una cultura nacional fuertemente potenciada por el grupo hegemónico, y de la cual también participan los grupos horizontalmente estructurados, aun cuestionando ciertas fallas en la racionalidad y legitimidad del sistema. Pujadas apunta una apreciación que adelanta un paso más lo anteriormente señalado al describir cómo la identidad cultural delimita un "bagaje socio-cultural-simbólico identificado por el grupo como genuino" (1993: 63), y es precisamente este bagaje ése que no comparten los grupos estructurados verticalmente, su identidad cultural es distinta de aquélla que comporta la nación estatal. 10

La cultura, entendida en términos antropológicos - como conjunto de significaciones, costumbres y formas de vida de un pueblo- ha pasado a ser uno de los grandes indicadores de las sociedades occidentales, tanto que ahora son multiculturales, integradas por diferentes colectivos portadores de varias culturas. La multiculturalidad es, pues, uno de los caracteres relevantes de las sociedades de nuestros días, sin duda porque, como explica Wicker, el hecho multicultural ha pasado también a estar presente, además de en la vida privada de los miembros de la diversas culturas, en los ámbitos sociales y políticos. No es este el momento para abordar las causas de esta implantación en los ámbitos públicos, ni de centrarnos específicamente en la cuestión del multiculturalismo. Sí sin embargo hemos de señalar la relevancia que de nuevo cobra la identidad cultural ( y digo de nuevo porque ésta ya cobró fuerza anteriormente, al ser una de las bases sobre las que se estructuraron los estados nacionales11

), como referente y definidor básico de la propia identidad personal, aunque siempre y, como señalan de Lucas y Ålund, cualesquiera que sean los elementos sobre los que la misma se articule, se trata de una identidad mutable e interactiva con otras identidades, bien culturales, bien de otro tipo12

. La multiplicidad cultural, étnica en definitiva - como grupo étnico de diversas comunidades de inmigrantes, o como grupo étnico constituido en una minoría nacional- pasa a ser entendida como fuente de conflictividad. En este caso, volviendo a los postulados de Aubert o de Hirschman, el conflicto cultural es apreciado como conflicto de valores, entre sistemas culturales: el hegemónico del estado-nación, y el de las minorías étnicas con valores culturales que chocan con los del grupo hegemónico. La directa vinculación entre diversidad cultural y conflicto refleja, a mi entender, una multipartita instrumentalización de la cultura grupal:

a) Por un lado, la del propio estado quien a través de políticas de multiculturalismo reconoce, en el mejor de los casos, el hecho cultural diferencial como causa para otorgar una serie de prestaciones, reduciendo la diversidad cultural a la financiación de una serie de prácticas y utilizando tal reducción como subterfugio para no modificar el actual equilibrio de poderes. Al justificar la activación de tales políticas en aras de la prevención del conflicto, el estado liga peligrosamente los conceptos de cultura y de conflicto, atribuyendo a la identidad cultural una connotación conflictiva que no necesariamente ha de tener. De hecho numerosos estudios empíricos vienen demostrando que la diversidad étnica se presta más a la cooperación que al conflicto (Henderson, 1997). Al vincular diversidad cultural con prestación social por diferencia - similar a la de viudedad, maternidad o minusvalía- genera en el grupo cultural hegemónico que hasta ahora ignoraba tal diferencia, un sentimiento de recelo hacia el diferente, provocado tanto por su alteridad como por la competencia que ahora siente para con el otro.

b) Por otro lado, la de quienes entienden las reivindicaciones de estos grupos étnicos como una esencialización13

de la cultura, tachando de atávicas y antidemocráticas las prácticas de tales grupos y dando por hecha la cuestión de que todo tipo de sociedades y culturas deberían de avanzar por el camino de derechos y libertades desarrollado por los estados democráticos occidentales. Tales posicionamientos, primordialistas (Henderson, 1997), al tiempo que entienden la cultura - también, y en primer lugar, su cultura- como algo fijo e inmutable, adolecen de un etnocentrismo -eurocentrismo- capaz de reducir el resto de sistemas culturales a deplorables prácticas ancestrales por las que aún no ha discurrido el proceso glorioso de la modernización. Las teorizaciones ultimadas de estas tendencias, del tipo de las elaboradas por Hunttington, aprecian en la diversidad cultural - para ellos irreducible- el motivo más claro de luchas entre diferentes culturas y civilizaciones.

c) Una tercera concepción, igualmente reduccionista, es la que desde posturas instrumentalistas - así catalogadas por Henderson y A.D.Smith, entre otros- que entienden la identidad étnica como producto de la manipulación de una serie de líderes o élites grupales para fines relacionados con su poder personal. El reduccionismo de tal interpretación se debe al hecho de que, pese a la instumentalización que de una identidad cultural pueda producirse por parte de ciertos sujetos personalmente interesados por los beneficios que ello pueda reportarles, dicha manipulación no desvirtúa en absoluto la importancia de la identidad cultural. Al igual que el anterior, este reduccionismo minusvalora la relevancia de la identidad cultural que, tanto como vínculo de comunicación y solidaridad intragrupal, como de constitutivo de la esencia personal supone.

d) Finalmente, la de quienes efectivamente instrumentalizan una serie de rasgos culturales con el fin de estructurar el proceso de etnogénesis para fines particulares, y en general, al objeto de aprovecharse de los pluses "pro culturalidad diferenciada " que el estado otorga.

No obstante, pese a dicha instrumentalización no podemos olvidar la relevancia del vínculo cultural para el desarrollo personal de los miembros del grupo, ni tampoco que la activación de la etnicidad como medio colectivo de reivindicación intragrupal responde también a la necesidad de reconocimiento - que no se puede entender únicamente en términos de financiación, sino de representación y ubicación del bagaje simbólico de dicha cultura en el entorno político en el que se desenvuelve y que requiere, no sólo un soporte económico para su preservación y reproducción, sino también una modificación de los procedimientos democráticos- del procedimiento- a efectos de la justa redistribución de los recursos del sistema. Desde este punto de vista, la relevancia que la multiculturalidad cobra hoy en día no puede entenderse por la relación directa entre diversidad cultural y conflicto, sino más bien por una manipulación -inintencionada?- de ambos conceptos. No obstante los conflictos entre grupos o sujetos de identidad cultural diferente se producen aunque, como señala Wicker14

, los mismos no son una consecuencia de la diversidad cultural, sino una forma del conflicto mismo, una vez debilitadas las tradicionales formas de identificación que adscribían a los sujetos en grupos aglutinados por otras categorías distintas a las de la identidad cultural. Valga, en última instancia, como cita para una reflexión sobre la relación entre diversidad cultural y conflicto una más radical y general afirmación de Gellner: "El punto y contenido clave de la presencia perenne del conflicto social no es la perogrullada de que las posiciones sociales son diferentes y algunas son más ventajosas que otras, sino la percepción no trivial de que el sistema de posiciones es inestable y está destinado a cambiar - más la muy disputada idea de que es posible o en última instancia inevitable que la humanidad pueda manejarse sin un sistema de estas características" (1994:22-3).

 

CONFLICTO INTERCULTURAL Y MEDIOS DE RESOLUCION

Reconociendo, pues, con tales matizaciones, la existencia de conflictos entre sujetos o grupos que participan de identidades culturales diversas, podría aplicarse a tales conflictos las anteriores tipologías elaboradas por Aubert y Hirschman. El actual terreno, no obstante, es un tanto farragoso, dada la cantidad de factores que entran en juego: valor, interés, individuo y grupo. Una enunciación general como la que pretendo exponer tan sólo ofrece rasgos sintomáticos que carecen de la precisión que poseería el análisis detallado y casual (cuyo estudio y exposición resulta ciertamente imposible en esta ocasión). Hechas estas precisiones se puede afirmar la previsible - real, más bien- existencia de conflictos de intereses (conflictos sobre más o menos cantidad de un determinado bien) entre personas o grupos pertenecientes a grupos culturales diferentes. Ello, en principio, no supondría mayores problemas que aquéllos relativos al acuerdo sobre la mínima pérdida en la transacción de bienes susceptibles de reposición e intercambio; y las técnicas de negociación pueden ser adecuadas y producir resultados justos, siempre y cuando las partes se hallen en igualdad de condiciones, lo que no es siempre frecuente, especialmente en las negociaciones intragrupales si uno de los grupos implicados es el grupo hegemónico.

Puede existir también entre grupos o individuos de identidad cultural diferenciada, la cuestión es considerablemente más controvertida: un conflicto de valores. En este caso no se trata del disenso acerca de la valoración de un hecho o norma entre individuos pertenecientes a un mismo sistema cultural, sino de aquél del que Aubert preconizaba la improbable existencia, dado que los grupos culturales distintos no se relacionaban debido a la lejanía - distancia espacial- entre ellos. Sin embargo, en las sociedades multiculturales - desde el momento de la visibilización o activación de identidades culturales diferentes a la hegemónica hasta ahora relegadas a una privacidad endógena e irrelacionada-, la "distancia" entre las distintas culturas ha quedado trascendida por el contacto entre ellas y la presencia visible. En estos casos el conflicto de valores puede producirse, se trataría de un conflicto sobre la diferente valoración que acerca de un hecho o norma realizan dos grupos culturales diferentes. En tales circunstancias los valores en cuestión son determinantemente constitutivos de, al menos, una de las identidades culturales, y tal diversidad de valores que ha quedado puesta de manifiesto plenamente en un conflicto es, en este caso, en términos de Berlin, patológica, por lo que resulta conveniente la erradicación de dicha diversidad traducida en valor diferente. Resulta argumento ya tópico en la doctrina el esgrimir situaciones conflictuales como las de las diversas mutilaciones de los órganos sexuales femeninos, o las prácticas poligámicas, con los consabidos discursos valorativos puestos en juego y en conflicto15

. Se trata de casos claros de conflictos interculturales donde prácticas no europeas - y los valores que las mismas pueden portar- reciben el calificativo de aberrantes. Pero podríamos también invertir el estado de culpas y recordar momentos como la prohibición de la práctica del potlacht16

, en la que la lúdica comunión de bienes entre los miembros de diversas comunidades aborígenes se entendió como un ataque claro al principio de la propiedad privada y al disfrute individual de la misma; o aquéllas en las que los estados democráticos occidentales y/o la compañías industriales rivalizan con los indígenas por el disfrute de los recursos materiales que poseen las reservas o los lugares sagrados en los que se hallan arrinconados los aborígenes; o, sin ir más lejos, las controversias que la diversidad lingüística genera en cuanto a la implantación por vías políticas de una u otra lengua17

. En tales casos, la resolución de conflictos a través de la negociación entre las partes no parece posible; en principio, porque, como señala Gianni18

siguiendo a Pizzorno " el tipo de identidades en juego son identidades consideradas simbólica y antropológicamente muy ricas, thick, percibidas por los miembros del grupo como no-negociables", y no basadas, por lo general, en cuestiones pragmáticas concernientes a intereses intercambiables. En segundo lugar, la diferente fuerza de las posiciones en conflicto no augura optimistas resultados en lo relativo a la justeza de las condiciones y resultados de la negociación. Tal vez sería más acertada, como señala Aubert, la intervención de un tercero en dicha resolución. Las perspectivas y posibilidades que ofrece la mediación o el arbitraje son, ciertamente más prometedoras, siempre que se garantice al máximo la independencia de esa tercera parte. En estas circunstancias de mediación o arbitraje habría que descender, no obstante, a la concreción del caso por caso, y atender a las especificidades de cada uno de ellos, cuestión que excede con creces de los planteamientos conceptuales y espaciales de este análisis. No obstante en análisis posteriores valdría la pena analizar la operatividad y consecuencias que comporta el papel del mediador intercultural, figura que comienza a propiciarse con creciente interés desde instituciones públicas sensibilizadas por las relaciones interculturales.

A continuación, y siempre en términos globales, pasamos a incidir en el mecanismo de resolución de conflictos que, por su abstracción, ofrece posibilidades de implementación más generales, cual es el someter a revisión legal la existencia de un conflicto de valores entre dos culturas diferentes. Más concretamente, en aquellos supuestos en los que la ley como mecanismo de resolución de conflictos actúa a través de la revisión jurisdiccional. La tesis de Aubert anteriormente mencionada postulaba que, a través de la intervención judicial, la ley funciona como instrumento de transformación de interés en valor. Sin embargo, y utilizando las categorías de Aubert también como instrumento analítico, podemos señalar que en los conflictos de valores tal conversión no se produce, sino que existe a priori, antes de la intervención del juez. Es relevante, pues, la función simbólica que Gusfield atribuía a la ley ( y deducida también de la tesis de Aubert ) por la cual la ley es un instrumento de definición de lo que es válido socialmente, estando el poder de definición ostentado por el grupo dominante que informa la ley con los valores de su grupo. Dicho simbolismo pone en cuestión la neutralidad de la norma legal como instrumento de resolución de conflictos de valores, dado que la propia ley está imbuida de los valores de un determinado grupo, lógicamente, del mayoritario y/o hegemónico. Desde este punto de vista, y siempre hablando de las sociedades occidentales, el sometimiento al juez de una controversia de valores de distintos sistemas culturales - siendo dicha ley producto de uno de dichos sistemas- se halla de antemano inclinado al favorecimiento del valor legalmente consagrado - digno de estima, protección y valoración social- por el legislador. Una segunda cuestión derivada de esta función simbólica y de la relevancia que los derechos, libertades e intereses individuales han tenido en la configuración del sistema legal en las sociedades occidentales, nos lleva a profundizar en los presupuestos generadores de la función simbólica, los cuales se basan en última instancia en la protección de los intereses individuales - en torno al derecho de propiedad especialmente (Rex, 1985)- como valor último, a través de la conversión del interés en valor, y no ya desde la intervención jurisdiccional, sino desde la función legislativa. Esto incide sin duda en la respuesta a la cuestión de si es o no conveniente la ley como instrumento para resolver conflictos entre valores culturales, algunos de los cuales son elementos integrantes de culturas que carecen del procedimentalismo e instrumentalismo de la legislación implantada en los estados democráticos occidentales. Valores no ponderables, inmensurables, surgidos de procesos de extracción considerados como `irracionales' por la perfecta lógica cartesiana, no parecen poder ser apreciados ni enjuiciados por una ley imparcial, deductiva y abstracta, cual es la de las sociedades occidentales. Lo anteriormente expuesto ayuda a repensar con ciertas cautelas la pretendida neutralidad de la ley: quizás tal neutralidad no sea tan omnímoda. Posiblemente la norma legal, en su génesis y estructura, sea un instrumento útil para solventar imparcialmente la casuística que se produce entre los individuos del grupo en el que encuentra su génesis: sus presupuestos abstractos son válidos siempre y cuando se trate de ponderar los valores del grupo que ostenta el poder de definición, el grupo cultural hegemónico. Tal instrumentalidad no ha de funcionar en idénticos términos de justicia cuando valores culturales diferentes, generalmente minoritarios - y recordemos que la identificación de minoría-diferencia-aberración es en muchos casos una auténtica falacia- no han entrado a determinar la consciencia del legislador, ni de los grupos que puedan presionar y, por tanto, tal diferencia cultural no ha influido en absoluto en la configuración de la ley, puesto que era una diferencia que permanecía - hasta que una serie de presiones y activismos étnicos han aparecido con cierta fuerza- invisible e ignorada.

Una tercera vía de resolución es la propuesta por Hirschman: la transformación de un conflicto de valores en un conflicto de intereses, a través de un acuerdo provisional que pudiera satisfacer los intereses de las partes. Dicha perspectiva que nos hace reflexionar sobre el carácter mixto que, en muchas ocasiones, pueden poseer los conflictos entre grupos o individuos de diferente identidad cultural, supone la posibilidad de negociar y de llegar a acuerdos (que un primer momento resultarían impensables), al transformar el conflicto de valores (no-negociable, negativo y destructivo) en conflicto de intereses (negociable, positivo). Un segundo aspecto de esta conversión está relacionado con el carácter instrumental de la misma: el propio Hirschman señala la tendencia del poder a efectuar este tipo de conversiones, por la mayor rapidez y menor hostilidad que supondrían, y que, en definitiva se traduce en la transformación de un presupuesto cultural identitario, no susceptible de negociación, - definidor básico de la identidad personal, aunque también flexible o modificable- en un presupuesto intercambiable, substituible y/o financiable. El reconocimiento e intento de dicha transformación supone, de nuevo, la consagración de la `cultura del conflicto' ( ya la señalamos anteriormente como denominación de tipo no antropológico) en los términos que anteriormente hemos analizado - las sociedades occidentales han logrado la domesticación del conflicto, aún asumiendo su existencia: frente y junto a la omnipresencia del conflicto se halla la ubicuidad de su domesticación, a través del principio del "todo es negociable". De este modo, las sociedades occidentales han hecho de la `cultura del conflicto' uno de sus principales características y, valga la redundancia - y ahora sí hablando antropológicamente- uno de sus principales elementos culturales: ese que radica en la negociabilidad de todo tipo de posiciones, incluso de las más opuestas y que considera a la negociación, por sí misma, positiva, constructiva y razonable. La propia negociación, el diálogo, ha quedado impregnado del optimismo de la cultura del conflicto: e incluso es apreciada ya no sólo como un saludable procedimiento, sino incluso como resultado. Tal sobrevaloración, de procedimiento a resultado, supera con creces los límites terminológicos y reales: la negociación sólo puede ser entendida como procedimiento. Cualquier exacerbación de su significado real podría pervertir incluso la justeza del acuerdo. Se dice, pues, en términos de Hirschman, que la consecución del interim agreement , a través de la conversión del conflicto de valores en conflicto de intereses, implicaría en gran medida la reducción de las posibilidades de behetría que la contraposición de valores en conflicto implicaría. A este respecto creo que se deberían de hacer varias consideraciones:

1ª. La vía que propone Hirschman muestra la optimista concepción existente en las democracias occidentales acerca de las posibilidades que ofrece ofrece la cultura del conflicto. Frente a la irreductibilidad de los valores identitarios, por definición innegociables, triunfa la esperanza de domesticación de la cultura del conflicto, concretada en un acuerdo transitorio. La conversión postulada ofrece incluso una cierta esencialización de la domesticación: todo es negociable, todo es convertible, minusvalora la entidad de un valor que no necesariamente ha de ser susceptible de negociación, y menos de conversión en interés, en cuestión de más o de menos. Confianza y sempiterna domesticación del conflicto a través del acuerdo, chocan pues, con la grávida entidad de valores innegociables y no convertibles. El optimismo que postula la conversión parece garantizar el acuerdo sin tomar en consideración que, en muchas ocasiones, el mismo va a ser inalcanzable, o sin considerar que, con frecuencia, la propia desnaturalización del valor convertido en interés no puede dar lugar en puridad a un acuerdo, sino a un conflicto sofocado. Elemento clave es, pues, la transitoriedad que se predica del mismo: transitoriedad que puede dar paso a una consolidación del acuerdo, o, bien, por la desnaturalización mencionada, a un temprano y acrecentado conflicto.

2ª. El mencionado optimismo en la domesticación puede también trasladarse al optimismo en los medios de obtención del acuerdo. De ese modo negociación, diálogo, es en muchas ocasiones entendida como fin en sí mismo más que como procedimiento de resolución.

3ª. Por otro lado, y en última instancia, no se puede olvidar el apunte de Hirschman: al poder le interesa este tipo de conversiones puesto que los resultados son menos violentos y el procedimiento es más sencillo y ágil. Al convertirse lo innegociable en negociable implica que a ese valor cuya innegociabilidad se predicaba ha habido que consignársele un precio. En mi opinión muchas de las políticas de multiculturalismo se reducen a este tipo de fijaciones lucrativas llamadas en el mejor de los casos políticas de reconocimiento y con fines, en ultima instancia, claramente asimilatorios: apoyo - bienintencionado?/ expreso?/ subliminal?- económico de una serie de aspectos culturales, reducidos de ese modo a tópicos, en aras de garantizar cierto grado de "satisfacción étnica" que impida un creciente y temido activismo que podría obligar a replanteamientos más serios en la propia estructura de participación y representación del sistema.

 

CONSIDERACIONES FINALES

A lo largo de este análisis me he intentado seleccionar y relacionar una serie de conceptos clave que determinan los conflictos, incidiendo también en sus medios de resolución. En mi opinión, la teoría y praxis elaborada en las democracias occidentales ha devenido en una especie de cuadratura del círculo, la cultura del conflicto, que pondera positivamente el conflicto y el consenso, como elementos determinantes de una optimista visión del progreso enfocada en los procedimientos de resolución de conflictos. Cultura del conflicto que, como ya he señalado, se ha convertido en un elemento cultural -antropológico- de las sociedades occidentales, plurales en intereses y monoculturales en valores. La aparición o visibilización, por diversas causas, de otras culturas han puesto de relieve la actual pluriculturalidad de las mismas, y la pluralidad de valores a veces enfrentados, denominada en términos generales diversidad cultural, ha dado lugar al emparejamiento de diversidad cultural y conflicto, derivándose éste último de la primera. Entiendo, sin embargo, que esta relación no es necesaria, se trata más bien de una extrapolación del pluralismo de intereses sobre el que se estructuró el sistema democrático occidental, en el que el conflicto sobrevenía de dicha pluralidad. Más bien, por el contrario, albergo la impresión de que tal relación obedece, como ya he señalado, a una manipulación del concepto de cultura que propicia una interpretación esencialista de la misma en función de determinados fines.

Aún reconociendo la existencia de posiciones enfrentadas entre valores culturales diferentes, me inclino a pensar que las situaciones conflictuales más candentes, aquéllas centradas en presupuestos aberrantes, patológicos, no son sino muestras sutilmente entresacadas a efectos de presagiar lo funesto de una convivencia entre culturas diversas absolutamente incompatibles. Por otro lado, la aplicación de los tradicionales medios de resolución de conflictos ofrece una serie de debilidades e incoherencias en lo que atañe a su papel ante la diversidad cultural; con la reflexión sobre la operatividad parcialmente deficiente de tales medios en absoluto pretendo cuestionar las connotaciones positivas de cualquier acuerdo, negociación o diálogo, circunstancia obvia, sino el exceso de confianza en este elemento cultural occidental - la cultura del conflicto- que propugna como valor básico, la sempiterna reducción del conflicto a través de satisfactorios procedimientos y constructivos resultados, ignorando la existencia de posturas irreducibles.

No obstante, insisto, considero que tal irreductibilidad, tal imposibilidad de solventar determinados conflictos de valores no es más que un dato circunstancial de la diversidad cultural; la diversidad cultural es a menudo un calificativo artificial del conflicto. Pero el conflicto no es cultural ni provocado por causas exógenas; sino endógeno, en la propia lógica del tipo de democracia implantada en las actuales sociedades democráticas. La cuestión no se centra en cómo resolver el conflicto de valores interculturales, un conflicto que a veces aparece descrito con tintes rituales, coloristas y folklóricos, la cuestión ha de centrarse en apartar lo conflictual por circunstancial y en realmente afrontar un análisis claro y serio del llamado déficit de democracia, el cual también padecen tales grupos culturalmente distintos y minoritarios. Es un conflicto surgido en el seno de las democracias, el que se esconde detrás del llamado conflicto cultural, el que utiliza el colorismo diverso como parapeto: el conflicto se encuentra inmerso en la propia entidad de las democracias en curso, incapaces de ampliar su lógica. Tal es, en mi opinión, el verdadero conflicto que se plantea. Los grupos culturalmente diversos, entre otros, postulan su representación, inclusión, y encaje de referentes en el gobierno y cultura del pueblo. La cuestión básica no es, pues, conflicto de valores, sino depuración democrática. Y en consonancia, la pura lógica de la democracia ha de optar por incluir en su dinámica a quienes se encuentran subrepresentados y a aquéllos cuya participación y capacidad de definición se hallan mutiladas por su posición minoritaria y por las coloristas, folklóricas - sauvages, en definitiva- connotaciones con las que se han visto caracterizadas las minorías culturales desde el procedimentalismo abstracto de las mayorías.

 

Bibliografía

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NOTAS


1 La elaboración de este artículo surgió inspirada en un concurso convocado por el IISL-Oñati sobre la trascendencia e implicaciones que la teoría de Aubert pudiera tener en la Sociología del Derecho actual.


2

Las categorías díada y tríada las toma Aubert de la clasificación elaborada por Simmel - (citado en Treviño, 1996:351)- "la relación entre dos partes forma la más simple unidad sociológica, la díada. Una tercera parte aparece en la tríada y, por eso, la forma de las interacciones sociales es alterada de manera esencial" - al tiempo que insiste parcialmente en la visión simmeliana del conflicto y la competición. Ver también Turner (1998).


3

Citado en Treviño (1996:362).


4 Tal posibilidad la sugiere Aubert (1969a:125) cuando apunta que, en muchas ocasiones, el legislador opera "dentro de una realidad muy estrechamente circunscrita por sus obligaciones políticas [ que tiene contraídas ] para con la ideología del partido y el electorado, no para con la verdad científica".

5

Así los define Bilbeny ; ver `La configuración de los valores individuales y colectivos en la Europa Mediterránea', en M.A. Roque, ed, (1997).


6

Ver H. Hartmann (1995).


7

La internalización del conflicto, como elemento clave y positivo implica un paso adelante en la concepción que las sociedades occidentales tienen de su progreso y que, sin duda, supera, trasciende y reajusta la imputación negativa que al conflicto atribuían las teorías funcionalistas y las teorías del conflicto. Ross (1993, cap 11) utiliza la expresión `cultura del conflicto' en una comparación intercultural, no referida específicamente, por tanto, a las sociedades occidentales. Sin embargo, la definición de lo que él denomina cultura del conflicto en sociedades de bajo conflicto - low-conflict cultures, low-conflict societies- se ajustaría perfectamente a la concepción de Hartmann sobre cultura del conflicto: Ross define esta low-conflict society no como aquélla sin disputas ni diferencias, sino como una sociedad " donde las diferencias que surgen son conducidas de tal manera que el extremo rencor, la polarización y la violencia contundente son evitados" a través de instituciones concretas y prácticas específicas (1993, 187).


8

H.-R. Wicker , ` Sphere Theories of Hannah Arendt and John Rex', en H.-R. Wicker, ed. (1997), pp. 143-61.


9

M. Gianni, `Multiculturalism and Political Integration. The Need for a Differentiated Citizenship?', en H.-R. Wicker, ed. (1997:130).


10 Sobre los procesos de formación y consciencia de la identidad grupal ver J. Kincheloe y S. R. Steinberg (1997), Changing multiculturalism, Buckingham: Open University Press, cap I. y A. Pizzorno (1984), `Los intereses y los partidos en el pluralismo', en S. Berger,comp. (1988).

11

Por ello no debe pasar desapercibido el hecho de que Natividad Gutiérrez afirme que los procesos de etnogénesis no hacen sino reproducir en buena parte las narrativas e instrumentos de los que se sirvieron los estados nacionales para su construcción. N. Gutiérrez ` Ethnic Revivals Within Nation-States? The Theories of E. Gellner and A.D. Smith Revisited', en H.-R. Wicker, ed, (1997), pp. 163-173. A lo que también habría que añadir que tales procesos de activación étnica se han servido de una serie de derechos y libertades (de expresión, manifestación, de sufragio, en su caso) con que los estados democráticos han dotado a ciudadanos y, valga la redundancia, en su caso, a extranjeros.


12 Podría afirmarse incluso el carácter esencial que la identidad cultural posee en la definición personal. No obstante, desde la teoría antropológica se han venido generando críticas a autores que como Geertz concebían a la identidad cultural (étnica) como permanente e invariable, y por tanto irrenunciable, y de carácter primordial. Así las cosas estas interpretaciones de la identidad cultural fueron tachadas de esencialistas por quienes consideraban que la identidad cultural era un presupuesto básico de la persona, pero flexible y variable conforme a las diferentes influencias que reciben los elementos sobre los que se configura la identidad cultural.

13

Entendida ésta como "la creencia de que un conjunto de caracteres inalterables (esencias) determinan la construcción de una determinada categoría" en este caso cultural ( Kincheloe y Steinberg, 1997:19).


14

H.-R. Wicker, `Sphere Theories in Hannah Arendt...'. Ibid.


15

Ejemplo ya clásico sobre el pluralismo de valores y el conflicto con la legislación europea se plantea en el estudio de la escisión que realiza Alessandra Facchi. ( A. Facchi,1994, ` La escisión: un caso judicial', en J. Contreras, comp., Los retos de la inmigración. Racismo y pluriculturalidad, Madrid:Talasa). Si bien dicha práctica recibe un tratamiento que nada tiene que ver con interpretaciones al uso, las cuales, descontextualizando esta práctica la califican como aberración y violación directa de los derechos humanos. La visión de Facchi, mucho más exhaustiva, aporta las significaciones tanto culturales como jurídicas que la escisión y otro tipo de mutilaciones genitales femeninas poseen en sus culturas de origen, al tiempo que - puestas en evidencia ciertas perplejidades que se manifiestan con motivo de la entrada en juego de la ley europea- recomienda prudencia en la aplicación que la legislación -penal- europea realiza de cara a erradicar este tipo de prácticas.


16 En la Canadian Indian Act.

17 Alvarez Dorronsoro (1994) señala, además, la existencia de diferencias, tales como la religiosa, que no necesariamente implican un conflicto de valores: todo lo contrario, las mismas pueden ser aceptadas y encajadas en lo sistemas culturales europeos a través de los principios de igualdad y de libertad. Estas diferencias, así como aquéllas que sí implican un choque abierto de valores en las sociedades culturales no son, en su opinión solucionables a través del derecho a la diferencia»: "Quienes ponen más énfasis en este tipo de f´fórmulas parecen presuponer que todos los valores de todas las culturas son compatibles y armonizables entre sí. No consideran que puedan existir conflictos insolubles nacidos de la existencia de conflictos incompatibles" (p. 53) . Tal no es, en mi opinión, una definición comprehensiva del derecho a la diferencia», sino que reviste cierto grado de parcialidad. El derecho a la diferencia lo poseen quienes, por ser diferentes - culturalmente en este caso- necesitan del reconocimiento público y político de su diferencia, de cara a la protección de la misma. En mi opinión, el encaje de la diferencia no ha de ser enfocado desde el punto de vista de la crítica al relativismo cultural ni en el acomodo o en la erradicación de prácticas incompatibles con el elenco de derechos humanos que occidente ha establecido. Más bien el acento de dicha diferencia, del derecho a la diferencia, se centra en la capacidad de un sistema democrático que se precie para alojar tales diferencias. La reducción de la diferencia a la práctica aberrante o al relativismo cultural consolida, más bien, la subrepresentación y la opresión, en términos de Young, a la que los culturalmente diferentes y minoritarios se han visto abocados por el proyecto unificador, llamado universalista, y salvífico del estado-nación.

18 M. Gianni, `Multiculturalism and Political Integration...'. Ibid.

CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 1

I.S.S.N.: 1138-9877

Fecha de publicación: 1 de julio de 1998