I.S.S.N.: 1138-9877
Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 5-2002
Otra vez sobre el
imperativo de universalidad de los derechos humanos y el pluralismo cultural
Javier de Lucas
(Universitat de
Valencia)
1. INTRODUCCION.
Siempre que se convoca a un debate en términos
como los de nuestra mesa redonda, (Los derechos humanos para el siglo XXI) es
difícil evitar la tentación de ofrecer pronósticos, de descubrir la existencia
de nuevos retos, y con ello advertir acerca de la necesidad de nuevos
instrumentos o incluso de nuevos conceptos y categorías, hasta quizá de nuevas
concepciones acerca de los derechos huamnos.
Es cierto que no faltan nuevos elementos en torno
a los derechos humanos en este recién comenzado siglo XXI. Por ejemplo, nuevos
sujetos de los derechos, nuevos bienes proporcionados por la tecnología, por el
proceso de globalización, por la creciente inestabilidad de las relaciones
internacionales (un “orden” cada vez más unipolar y cada vez menos tendencialmente
cosmopolita) y sobre todo por la
toma de conciencia de riesgos hasta ahora inadvertidos o infravalorados,
derivados a su vez, en la mayor parte, de esos mismos factores. Crece por
ejemplo la necesidad de debatir acerca de la función de los derechos como
principio fundamental de ese orden internacional, como criterio básico de
legitimidad frente a la soberanía estatal, lo que representa un desafío a la
concepción nacida de la Carta de las Naciones Unidas, tal y como han subrayado
con diferentes acentos Held, Ferrajoli
o Carrillo. Y parecen
detectarse transformaciones positivas, al menos en lo que se refiere a esa toma deconciencia del carácter
básico de los derechos humanos, como razón de ser de la democracia y del
Derecho, del estado de derecho, con carácter universal. Con cierto optimismo,
se saluda así el comienzo de una nueva etapa en la que la universalidad de los
derechos humanos contaría con instrumentos imprescindibles aunque mínimos, como
el Tribunal Penal Internacional o la afirmación del imperativo de jurisdicción universal. Igualmente esperanzador aunque no se puede ignorar que
todavía se trata de categorías muy debatidas- resulta el debate acerca de la
formulación como obligaciones erga omnes de nuevos deberes relacionados con el
imperativo de universalidad de los derechos humanos y quizá también, aunque
esto resulta polémico, con la solidaridad entendida como principio jurídico y
político y no sólo como virtud moral, la solidaridad institucionalizada, que da
lugar a la aparición de deberes positivos de alcance universal, como el deber
de asistencia humanitaria o incluso de intervención humanitaria, el deber de cooperación con los países
no desarrollados o incluso deber de codesarrollo, el deber de contribución a la sostenibilidad ecológica:
deberes que no es difícil concretar en mandatos exigibles, como el compromiso
del 0.7% o la tasa Tobin, o los del Protocolo de Kyoto).
Sin embargo, creo que no es difícil aventurar que
el futuro del debate en torno a los derechos humanos va a seguir protagonizado
por las mismas cuestiones que han monopolizado esa discusión en los últimos
años. Y en ese sentido comparto la opinión de quienes subrayan que los “nuevos” rasgos de este siglo (sin
ánimo de exhaustividad ni de
originalidad mencionaré
cinco: el actual proceso de
globalización, la creciente
complejidad multicultural, la
profunda transformación del orden internacional, los avances en
biotecnología y la modificación no menos profunda de los
lazos que producen el vínculo social, es decir, del sentimiento de pertenencia
a una comunidad y del trabajo), aunque sin duda pueden plantear nuevos
problemas, sobre todo ahondan en viejas cuestiones. Así, por ejemplo, en la
tensión (tantas veces demagógica, o al menos parcial, según el modelo
hobbesiano) entre libertades y seguridad.
O en el ensanchamiento del abismo entre el norte y el sur acerca de las
condiciones de acceso, conocimiento y justiciabilidad de los derechos,
empezando por la miseria y el analfabetismo (hoy analfabetismo funcional
geométricamente espoleado por la diferencia en el acceso a las nuevas
tecnologías, a la integración en el mercado global). Y eso nos lleva a otra
vieja cuestión: el retroceso de la igualdad y de la inclusión, es decir, el avance de la exclusión y
de un doble rasero por lo que se refiere a la satisfacción de las necesidades
básicas de una abrumadora mayoría de los seres humanos. La constatación de ese
retroceso da la razón a quienes
subrayan que la lógica de la universalidad de los derechos no puede no entrar
en colisión con la lógica del beneficio, con lo que Stiglitz ha denominado la
lógica del “fundamentalismo de mercado”. Da la razón a quienes denuncian que de
esa forma resulta inevitable una contaminación mercantilista de los derechos
cuyo exponente más abierto es el deterioro del status de los derechos sociales
(y de los económicos y culturales), cada vez menos derechos, cada vez más
preferencias o expectativas que han de ajustarse a las reglas de circulación y
acceso de las mercancías.
Nada nuevo, pues.
Otra vez, en primer lugar, viejas cuestiones de concepto y fundamentación. Y,
en segundo término, viejas cuestiones de garantía. Aún más, crece la convicción
de que lo importante es sobre todo el esfuerzo por hacerlos justiciables,
efectivos. Y es entonces cuando
aparece otra vez el escollo insuperable: la evidencia del doble lenguaje
y del doble rasero, que no sólo afecta al segundo tipo de cuestiones,
sino que repercute también en las primeras. Doble lenguaje y doble
rasero a la hora de exigir la primacía de los derechos humanos respecto
al escudo de la soberanía estatal-nacional, tal y como han criticado con
acierto por ejemplo Carrillo Salcedo y Ferrajoli. Doble rasero respecto a la
exigibilidad o justiciabilidad de las violaciones de los derechos humanos[1].
Doble rasero a la hora de argumentar acerca de lo que es universal (si lo
prefieren, de lo que pertenecería al coto vedado) y lo que es sólo
ideosincrático o, más abiertamente, una manifestación de particularismo
bárbaro, de tradiciones no civilizadas.
2. ACERCA DEL
IMPERATIVO DE UNIVERSALIDAD Y EL PLURALISMO CULTURAL
Quizá una parte
del estéril debate se evitaría si recordásemos lo evidente: el carácter
histórico de la categoría de derechos humanos de la que hablamos. La conveniencia
la necesidad de conjugar esa historicidad con la noción de
universalidad, reformulada a su vez en términos de imperativo, y no tanto en
los de rasgo conceptual, de esfuerzo de definición que sirve sobre todo para
avivar un debate que más que académico
es ideológico debiera ser nuestro punto de partida. Por eso, a mi juicio, cada
vez estamos más necesitados de una reflexión acerca del peso de los
presupuestos culturales de los derechos humanos. Una reflexión acerca del alcance del pluralismo cultural,
jurídico y político. Una reflexión que obliga a revisar tesis como la del principio de la neutralidad
cultural como requisito indispensable de la universalidad de los derechos,
como condición de la democracia liberal, que sería el “marco natural” de los
mismos. Y con ello, una crítica sobre el “universalismo de sustitución”
, denunciado entre otros por algunas representantes del feminismo crítico, como
Benhabib, Phillips o Young, y que
no se limita a la cuestión de género como test de la universalidad. Una reflexión sobre el riesgo más importante hoy para el imperativo de la universalidad
, que a mi juicio es el fundamentalismo, fundamentalismo cultural, religioso,
nacional, sí. Pero fundamentalismo que no es patrimonio exclusivo de ese chivo
expiatorio, del enemigo cultural
que hemos configurado en este tránsito de siglo y que hemos reforzado
tras el 11 de septiembre de 2001.
Para decirlo más claramente, frente al tópico supuestamente bienpensante
de quienes nos ponen en guardia contra culturas (y fenómenos culturales, y aún
peor, los sujetos históricos de unas y otros, que, para mayor contradicción con
los principios liberales falacia de generalización, holismo- son los
individuos y los pueblos mismos, los Estados) incompatibles o aún peor, letales
para la universalidad de los derechos humanos, es preciso recordar una vez más
que no hay culturas en los que surjan los derechos como brotes naturales, y que ese vínculo entre cultura y
derechos es el mayor obstáculo para el imperativo en cuestión.
No faltará quien sonría piadosamente ante
semejantes obviedades, tan lejanas
de las cumbres teóricas de otros debates. Pero me cuento entre quienes creen
que el cometido de la Filosofía del Derecho, como filosofía práctica, se puede
formular en los viejos términos del acicate crítico de la aprehensión del
propio tiempo por el pensamiento.
Y lo que nos enseña una parte del actual discurso pero también de los
actuales procesos de institucionalización de los derechos humanos es
precisamente que hoy, ahora, detrás de una parte de la retórica de la universalidad
reaparecen consideraciones de geografía e identidad.
Por todo eso, y si aceptamos que la tarea más
urgente en punto a los derechos humanos es reducir la herida mortal del doble
lenguaje y del doble rasero, un esfuerzo teórico pero también político, no
podemos rehuir ese análisis crítico.
Baste pensar en dos botones de muestra que a mi juicio ejemplifican lo
que intento decir, aunque sean de índole diferente.
a)
De un lado, nuestro
selectivo y mediático escándalo en
torno a la aplicación de la pena de muerte. Dicho más claramente, al doble
lenguaje y doble rasero sobre la afrenta a la universalidad de los derechos
humanos que es la existencia y la justificación de la pena de muerte y que en
el fondo, como trataré de mostrar, responde de nuevo (aunque no sólo) al
prejuicio cultural.
b)
De otro, la
naturalidad con la que se regatea en ordenamientos jurídicos como el nuestro el
reconocimiento de derechos humanos (me refiero a derechos humanos, vinculados
con necesidades básicas, no a todo tipo de derechos) por razones de
nacionalidad, es decir, lo que constituye hoy uno de los pilares de nuestras
políticas de inmigración. Hablo de
derechos humanos como el de libre circulación, el de tutela judicial efectiva, el
derecho a la salud, a la educación, a la huelga. Hablo de la ciudadanía (o, peor, de la nacionalidad en
cuanto vía cuasi exclusiva de acceso a la misma) como barrera infranqueable
para la extensión del reconocimiento y garantía de los derechos humanos que
exige el imperativo de universalidad. Y todo ello cada vez más abiertamente desde la coartada del
coste sobreañadido e insoportable de extender nuestro sistema de derechos y
garantías a quienes en el mejor de los casos solo son trabajadores invitados,
cuando no sujetos de riesgo en cuanto inintegrables culturales, semilla de
delincuencia y amenaza para el estado de bienestar, para los derechos y para nuestra identidad cultural[2].
Como en esta mesa redonda no hay tiempo siquiera
para examinar esos dos ejemplos, y habida cuenta de que me he ocupado
extensamente del segundo en otras muchas ocasiones, permítanme que les proponga
algunas reflexiones sobre el primero.
3. EL TEST DE LA
PENA DE MUERTE
La pena de muerte es un ejemplo particularmente interesante
del debate en torno a los derechos humanos. En efecto, nadie puede dudar del
carácter central del derecho a la vida, como test de la universalidad de los
derechos humanos. Sin embargo, el apoyo con el que cuenta la pena de muerte,
que supone la negación del derecho a la vida, es un testimonio insoslayable de las limitaciones de esa
universalidad. De la historicidad
de la noción misma de derechos humanos. Pero debemos matizar esta afirmación.
Es cierto que la tesis del carácter absoluto de
los derechos humanos no es sostenida por ninguno de sus defensores. Todos los
derechos, también el derecho a la vida, tienen limitaciones en su concurrencia
con los demás derechos del resto de los seres humanos. Ahora bien, comoquiera
que el derecho a la vida ocupa el primer lugar en la jerarquía de los derechos,
con el argumento aparentemente indiscutible de que es condición sine qua non del resto (aunque, como veremos en otro lugar, el
derecho a la libertad puede presentarse amparado en idéntico argumento de prioridad)
y comoquiera que la pena de muerte no parece un derecho que limite al primero,
sino simple y llanamente una institución penal que acaba con el derecho a la
vida, esos argumentos no invalidan el carácter central de este derecho.
Sin embargo, y desde el punto de vista de la
universalidad de los derechos humanos, resulta difícil negar que ésta se ve
discutida en punto al derecho a la vida por la extensión e intensidad del
recurso a la pena de muerte. El número y la importancia de los Estados que aún
la practican, los argumentos que la sostienen, constituyen hechos difícilmente
negables. Ni siquiera en nuestra cultura jurídica se ha adoptado claramente la
posición abolicionista: la pena de muerte no es prohibida en términos de
principio en muchos ordenamientos occidentales y por ello se limitan a exigir
garantías para su cumplimiento. Hay que recordar que esa es la posición de los
dos grandes instrumentos jurídicos internacionales de derechos humanos, la
Declaración Universal de 1948 y los Pactos de 1966. A fecha de hoy, sólo poco
más de 40 Estados son parte del 2º Protocolo facultativo de los Pactos del
66 para la abolición de la pena de
muerte, de 15 de diciembre de 1979. En la Unión Europea se acaba de abrir a la
firma (el 30 de mayo de 2002) el Protocolo nº 2 de la Convención de 1950 que
impone la prohibición absoluta.
En ese contexto, llama poderosamente la atención
un argumento cada vez más frecuente entre nosotros en realidad es un argumento
de escasa fuerza, por su carácter contradictorio, aunque de notable eficacia si
atendemos a su capacidad de influencia en la opinión pública-, que, a la par
que vincula pena de muerte y barbarie, discrimina entre la barbarie al
culturalizar los presupuestos de quienes defienden la pena de muerte. Me refiero a cierto discurso que, ante
la creciente toma de conciencia de la dimensión multicultural de nuestras
sociedades, nos advierte por activa y pasiva acerca de la barbarie de otros ordenamientos jurídicos y políticos que recurren
a la pena de muerte como consecuencia de sus presupuestos culturales diferentes
de los nuestros. Un discurso coherente con una forma de entender la
globalización jurídica como proceso de extensión de nuestros valores, de
nuestra concepción del Derecho y que aduce constantemente que el mayor
obstáculo a esa globalización es el peligro del relativismo, la amenaza del
fundamentalismo y de la barbarie que radicaría, exclusivamente, en otros ordenamientos y culturas. Y por ello insiste en
vincular la práctica de la pena de muerte con esa contaminación de relativismo
y fundamentalismo cultural que en realidad apunta a algunas culturas como
“menos civilizadas” y por eso precisamente defensoras de la pena de muerte.
El
penúltimo episodio en el que, a mi juicio, se manifiesta esa argumentación, es
el escándalo “humanitario” ante los casos de dos mujeres nigerianas, Safiya
Husseini y Amina Lawal, acusadas de un delito de adulterio y condenadas por
ello a muerte por lapidación, en dos de los once Estados del norte de la
Federación nigeriana (Sokoto y Katsipa) que admiten la actuación de tribunales
que aplican la ley de la sharia.
Lo que hay que preguntarse ante la dimensión
“universal” alcanzada por ese escándalo, ante el fervor en Internet, ante el
esfuerzo desplegado por las ONGs y los ciudadanos y ciudadanas progresistas de
todo el mundo (en particular en el primero de esos dos casos, pues al segundo
le ha afectado la “fatiga humanitaria” o, si se prefiere, por la volatilidad de
la buena conciencia mediática,
debido a la efímera atención de unos medios de comunicación que no
pueden sostener el interés más allá de unos pocos días) es por qué toda esa
reacción universalista se produce, se identifica sólo con esos dos casos, y no
con otros que afectan también a mujeres en países islámicos y que pueden ser
sometidas igualmente a la lapidación y no digamos con los miles de casos de
pena de muerte en todo el mundo.
Cabe formular, a mi juicio, al menos tres
hipótesis para explicar esa atención selectiva de la conciencia abolicionista:
1)
Se trata de un fervor
genuinamente abolicionista frente a cualquier caso de pena de muerte, sólo que
estos casos llaman poderosamente la atención por su “diferencia”, por su
novedad. Esta es la explicación menos verosímil, pues lo cierto es que
semejante esfuerzo no se aplica por igual, como he recordado, a casos similares
y, menos aún a la multitud de casos de pena de muerte que cada día se realizan.
2)
Es un fervor
abolicionista espoleado por algunos rasgos peculiares, culturales, de estos dos casos, sobre todo del primero: la
crueldad de la práctica cultural de lapidación como método de ejecución, el
hecho de que se trate de una mujer y lo desproporcionado de la relación entre
la pena y el acto ilícito (adulterio) que ni siquiera está tipificado como tal
delito en nuestros ordenamientos jurídicos. En relación con esta segunda
hipótesis, es cierto que el status de indiscutible sujección y desigualdad
jurídica que viven las mujeres en esos Estados y la desproporción entre ilícito
y sanción pueden espolear la indignación abolicionista. Menos claro me parece
la indignación por la crueldad del método (no privativo de esos Estados
nigerianos: existe también en Sudán, Irán, Emiratos Arabes Unidos y
Afganistán), pues revela un
sorprendente baremo de civilización: la lapidación como barbarie, frente a la
civilizada silla eléctrica, la cámara de gas, la inyección letal, el
ahorcamiento o el fusilamiento, como dice la canción (La hoguera). Ello sin añadir, por supuesto, que semejantes
civilizados métodos sólo se aplican entre nosotros a los verdaderos criminales,
claro está.
3)
Finalmente, podría
explicarse el fervor en cuestión por la indignación que nace de comprobar la
contaminación fundamentalista del Derecho por una tradición cultural, o, más
concretamente, moral y religiosa, la del Islam. Aunque deberíamos decir de
determinada versión del islam, pues sorprende el silencio sobre práctica de
pena de muerte en el reino wahabita de Arabia Saudí, en Pakistán, en Irán o en
el régimen interino en Afganistán, en Singapur, Somalia, Sudán o Sri Lanka, como también en Bahamas,
en Bostwana, en Tanzania o Zimbabue. Dicho de otro modo, lo que movilizaría la
buena conciencia occidental es que, en lugar de tratarse de una aplicación de
la pena de muerte que proviene de una técnica y neutral aplicación del Derecho (quizá habría que añadir, en algunos de los
Estados del norte civilizado, del Derecho inspirado en los verdaderos valores,
los de la verdadera religión, no en los de la religión enemiga, el islam), como corresponde a un país
civilizado, se trata de una contaminación religiosa. Creo que esta tercera
explicación tiene particular importancia hoy, por más que encierre también
notables contradicciones, como el apoyo indisimulado que prestan a los Estados
que practican la pena de muerte no pocos líderes religiosos, cristianos y
judíos, por ejemplo (apoyo a su vez
aceptado por los poderes públicos en esos países).
Por mi parte, temo que la movilización de nuestra
opinión pública no haya obedecido al móvil abolicionista universalista,
coherente con una concepción universalista de los derechos humanos y
concretamente del derecho a la vida, sino a alguno de los otros dos supuestos,
al menos en un porcentaje considerable. Y, a mi juicio, tales argumentos son
expresión de un fundamentalismo cultural y jurídico y dan pie a una mentalidad
peligrosa y, como mínimo, estéril respecto al objetivo prioritario de adecuar
la gestión de las sociedades multiculturales a las exigencias del estado de
Derecho y de la democracia que son, en primer lugar, el respeto de los derechos
humanos universales. Por eso creo que el debate acerca de la pena de muerte en
estos casos ilustra las contradicciones con las que se abordan los denominados
conflictos jurídicos multiculturales.
En mi opinión, detrás de los argumentos que hemos visto subyacen errores, falacias y propósitos
non sanctos. Y todo ello resulta más preocupante en un contexto en el que la
prioridad de la agenda política está marcada por un modelo particular de
estrategia de guerra contra el terrorismo que reproduce la lógica de la pena de
muerte, la extensión indiscriminada del derecho a matar, y que por tanto es
parcial e injusta, además de ineficaz. Una estrategia que amenaza con subvertir
los principios básicos del garantismo, como hemos visto en los EEUU tras la aprobación
de la US Patriot Act, con la
polémica sobre los tribunales militares en los EEUU y la oposición a la
extradición a ese país de presuntos terroristas por la falta de garantías de
respeto a la dignidad humana, comenzando por la pena de muerte y en el Reino Unido tras la adopción de
la Emergency Act de noviembre de
2001 y su polémica suspensión del habeas corpus. Hoy, la estrategia de la denominada “guerra contra
el terrorismo” extiende la lógica jurídica
de la pena de muerte desde el orden interno al internacional, a raíz del horror
del 12-S: porque la lógica de la guerra es la de la pena de muerte como
mecanismo de venganza y disuasión a la par, la lógica del sin perdón (unforgiven) de la metáfora de Eastwood. Y esa no es la lógica de
nuestro Derecho.
Recordaré, desde luego, que entre los principios
básicos de la filosofía jurídica garantista nacida de la ilustración se
encuentran la abolición de la pena de muerte y la erradicación de la tortura.
Conviene recordar asimismo que esos principios que queremos universalizar nacen
en ruptura con instituciones jurídicas y tradiciones sociales y culturales
propias o al menos fuertemente arraigadas en la tradición cultural occidental.
Y que la dignidad humana como principio transcultural, universal, o, mejor,
digámoslo ya, universalizable, también contradice prácticas e instituciones
vividas multisecularmente no sólo como necesarias, sino como propias, como
nuestras: la esclavitud, la cultura patriarcaly machista que aherroja a las
mujeres y a los niños en el ámbito de lo privado, es decir, en el infraderecho.
Con ello quiero decir que siguen existiendo
barreras, fronteras para la dignidad como fundamento de los derechos
universales (universalizables) y que esas fronteras no están sólo ni siempre
más allá de nuestras fronteras, las del Norte rico y culto. Quiero decir que,
desgraciadamente, la institución de la pena de muerte trasciende una y otra
clase de fronteras y que si no es a su vez un universal jurídico, constituye al
menos una práctica jurídica transcultural.
La existencia de ejemplos entre nosotros es
apabullante y debe avergonzarnos y estimular nuestro esfuerzo también ad intra
del propio espacio cultural. Me permito recordar lo obvio: en los EEUU, en
1991, había 2541 personas esperando (esperarlo ya es tortura, incompatible con
la dignidad humana) en los corredores de la muerte. En enero de 2000 eran más
de 3.700. Y hoy suman más de 4000, en 38 Estados.
Lo que me preocupa más es que el denominado choque
cultural y el contexto de guerra contra el terrorismo puedan potenciar el
riesgo de que la pena de muerte se convierta en un instrumento de la más
radical exclusión del otro, potenciada por la lógica del miedo que propicia la
persecución y eliminación de ese otro cuya existencia supuestamente nos amenaza
y cuya incompatibilidad con la democracia y los derechos humanos lo sitúa,
según lo demostraría el incremento de la criminalidad que genera, como el mejor
candidato para probar la eficacia y la legitimidad de la pena de muerte.
Tradicionalmente se
ha vinculado el rechazo a la pena de muerte con la incompatibilidad entre ésta
y la noción de dignidad humana que es lo mismo que decir con la idea de
derechos humanos. Por mi parte, quiero apuntar algo que creo que resulta
particularmente importante en nuestro contexto histórico, tal y como he tratado
de subrayar anteriormente: la pena de muerte ilustra las contradicciones enlas
que incurre cierta conciencia bienpensante, la de quienes se suman a la cruzada
contra el fundamentalismo viendo la paja en el ojo ajeno sin advertir la viga
en el propio.
Porque sucede que la
lógica de la pena de muerte, que es la misma que la de la guerra (la guerra justa),
encaja bien con el modelo monista, reductivo, que subyace a buena parte de
nuestra cultura jurídica y política. La pena de muerte es el arquetipo de la
lógica simplista propia de la mayor parte de nuestra cultura jurídica, o, más
exactamente, de una ontología social y política de carácter monista denunciada
ya por Cassirer y que, desgraciadamente, es la que está en la base de nuestra
cultura jurídica y política. Es la presunción de la homogeneidad social, que ve
en las manifestaciones fuertes, visibles,
del pluralismo un cáncer a atajar, como ejemplifica la vieja metáfora
tomista de la “manzana podrida” que utiliza el Aquinate en su justificación de
la pena de muerte. El delincuente (el hereje) pone en cuestión no ya este o
aquel elemento del orden social, sino sus mismos principios, su necesidad, su
carácter verdadero y por ello
contamina a los normales, a los fieles que comulgan con el orden natural,
homogéneo. La presencia de ese otro diferente (una tautología, sin duda) es
vista como riesgo de degradación, de corrupción, de disolución del cuerpo
social, de lo que tenemos de bueno.
Se trata de un
modelo que se apoya en la presunción de que su cimiento lo constituyen valores
universales, insuperables, indiscutibles y que no son históricos ni, menos aún,
culturales en el sentido de ideosincréticos, propios de una cultura y de un
contexto. Un modelo que niega que tales reglas de juego, instituciones y
valores puedan ser el fruto de negociaciones con otras propuestas culturales,
porque cualquier otra por definición es barbarie en la medida en la que no
coincida con la verdadera.
Por eso la pena de
muerte ejemplifica la imposición de la normalidad frente al que la niega y que por ello ha de ser excluido
radicalmente. En ese sentido, la pena de muerte no sólo es un vestigio de una
cultura jurídica premoderna, sino una institución fundamentalista,
porque sólo desde el fundamentalismo se puede justificar que el Derecho se
extralimite en sus funciones hasta el punto de quitar la vida, de actuar sobre
todas las dimensiones del ser humano.
Y por esa razón, la
pena de muerte es una institución particularmente inadecuada en un mundo que es
cada vez más consciente de la multiculturalidad, de la imposibilidad de
sociedades homogéneas (salvo que se impongan de modo totalitario), un mundo en
el que la exclusión del otro es el test de la cultura de los derechos humanos.
La pena de muerte simboliza nuestra incapacidad para incluir al otro, para
tratar de integrar la diferencia. Desde el punto de vista criminológico, como
ha expuesto Fletcher, parece más que evidente la tendencia -o al menos el
riesgo de la tendencia- a la etnificación en la aplicación de ese mecanismo
radical: en última instancia la pena de muerte resiste como ultima ratio frente
al que es extraño, al que es verdaderamente otro, al inasimilable cuya
desaparición nos refuerza, más que como catarsis, como prueba de seguridad y
cohesión a la manera del ritual del chivo expiatorio descrito por Girard.
Lo que exige
precisamente la cultura jurídica del garantismo es la abolición de la pena de
muerte frente al monstruo, frente al que es realmente diferente como amenaza,
porque lo contrario es lo que nos convierte a nosotros mismos en
monstruos. Es la lección que podemos
extraer de algunos de los personajes que reciben ese castigo en el cine: así,
el Monsieur Verdoux de
Chaplin, que ha comprendido qué convierte el crimen en un negocio: “los más
grandes negocios son las guerras.
Por un asesinato se es un villano. Por miles, un héroe. Los números santifican,
amigo mío”, le dice al periodista que le entrevista. Que la lucha contra el
monstruo que nos amenaza (el negro para un racista sureño) no justifica la pena
de muerte, es la lección que aprende dolorosamente el personaje que encarna
Billy Bob Thornton en la oscarizada Monster’s Ball. Porque los condenados del cine, en las películas
de la propia industria de Hollywood, nos ofrecen un buen elenco de esa
etnicización/pauperización de la delincuencia sobre la que recae la pena de
muerte: los pobres y marginados, los hispanos y los negros, los retrasados
mentales. Es lo que nos muestran Mathew Poncelet y Sor Helen Prijean, los
protagonistas de Dead Man Walking,
lo que aprende ésta al visitar el barrio de aquél: “la alternativa de futuro de
los chicos es salir del barrio en uno de estos dos coches: en el de la policía
o en el de la funeraria”. El mismo vínculo entre vulnerabilidad social y pena
de muerte ofrecido por Lars von Trier en Dancer in the Dark y por el director español de La espalda del
mundo.
El doble rasero a la
hora de reclamar el respeto universal a la dignidad humana es letal para la
universabilidad de los derechos humanos y en particular en la lucha por la
abolición de la pena de muerte. Un doble rasero que es también cultural y que
no debemos consentir. Un doble rasero que se manifiesta en la aceptación, por
ejemplo, de la técnica de los “asesinatos selectivos” puesta en práctica por el
tsahal, el ejército de Israel (pero no exclusiva suya). Ninguna cultura,
ninguna tradición histórica es propietaria exclusiva de los derechos humanos
universales. Tampoco ninguna está libre de esa violación del derecho a la vida
que es la pena de muerte. En la lucha por la universalización de los derechos
de la que forma parte el movimiento abolicionista contra la pena de muerte, la
trampa maniquea de la culturalización debe ser superada.
[1] No hace falta ir muy
lejos ni rebuscar en la bibliografía: el último ejemplo de esa selección
obscena de las violaciones nos lo ofreció la a mi juicio esperpéntica rueda de
prensa del Fiscal General del Estado al presentar la denuncia contra “los nazis
de Batasuna” que violan los
derechos humanos. Lo dice el mismo fiscal que no considera digno de dicho
calificativo en mérito a violaciones de derechos humanos al general Pinochet.
Basta hacer memoria de las razones de su reiterado respaldo a la oposición del
fiscal Fungairiño frente al intento de procesamiento del general Pinochet por
la Audiencia Nacional.
[2]
Me limito a reproducir
sintéticamente los argumentos del Presidente del Tribunal Supremo en su
discurso de apertura del año judicial 2002-2003.
I.S.S.N.: 1138-9877
Déposito Legal: en trámite
Fecha de publicación: septiembre de 2002