Hijo de un pastor luterano y de una dominante madre de origen valón, Ingmar Bergman nació en el seno de una familia muy estricta, en la que la buena conducta y la represión de los instintos se consideraban virtudes. No resulta pues extraño que, tanto él como su hermana Margareta, se refuguaran en un universo imaginario: juntos compraban trozos de película para el proyector familiar y construyeron también un teatro de marionetas. Bergman no contaba aún veinte años cuando dejó a sus padres para instalarse en Estocolmo. Desde entonces, se dedicó al teatro universitario y fue en esta época, entre finales de los 30 y comienzos de los 40, cuando entabló amistad con Erland Josephson y Vilgot Sjöman. En 1942, tras el estreno de una de sus obras, La muerte de Punch, Bergman fue invitado a formar parte del equipo de guionistas de la Svensk Filmindustri, donde pasó dos años revisando guiones, mientras seguía escribiendo obras favorablemente acogidas por la crítica. De hecho, nunca dejó de trabajar para el teatro, aunque lo hiciera de forma intermitente. En la decada de los 50 montó un promedio de dos obras nuevas cada invierno en el teatro municipal de Malmo, poniendo en escenas autores como Ibsen, Strindberg, Moliere, Shakespeare y Tenesse Williams, y reservando los períodos estivales para el rodaje de sus películas. Ingmar Bergman está más marcado por su infancia que ningún otro director. Ya su primer guión, Tortura, llevado a la pantalla por el importante cineasta sueco Alf Sjöberg, se basa en un recuerdo personal: el terror que inspirara a Bergman uno de sus profesores, que le hizo objeto de todo tipo de vejaciones y novatadas en Estocolmo.  Al año siguiente, 1945, la Svensk Filmindustri ofrece a Bergman la oportunidad de dirigir su primera película, Crisis, adaptación de una obra danesa cuyo protagonista, como en casi todos sus primeros trabajos, es un alter ego apenas encubierto del autor, que expresa así sus temores, ansiedades o aversiones o aspiraciones personales. Irremediablemente separado de su entorno, el ser humano se halla constantemente en conflicto con la autoridad en cualquiera de sus manifestaciones, sin tener ni siquiera posibilidad de creer en una fuerza superior. Si Barco hacia la India (1947) y Prisión (1948) son perfectamente representativas de este periodo, las dos últimas obras de esta década, La sed (1949) y Hacia la felicidad (1949), muestran una nueva preocupación en Bergman, que aborda el tema de la pareja enredada en una lucha sin cuartel. Prisioneros el uno del otro, los amantes protagonistas de sus películas se entregan a un combate cuerpo a cuerpo, un torneo oratorio despiadado con evidentes resonancias de Strindberg.

Juegos de verano (1950)

Los años 50 permitieron afianzarse a Bergman. Al principio de la década rodó dos brillantes historias de amor que exaltaban a la vez el esplendor del verano sueco y los fuegos efímeros de la pasión: Juegos de verano (1950) y Un verano con Monika (1952), donde alcanzó su plenitud la sexualidad de Harriet Andersson. A partir de entonces, dos temas se entrecruzan constantemente en su filmografia: el primero, reflexivo y filosófico, analiza la angustia de un mundo que se interroga sobre Dios, la dicotomía Bien/Mal y, de una forma más general, sobre el sentido de la vida; el segundo, cáustico, brillante y satírico, borda sutiles variaciones sobre la incomunicación en el seno de la pareja. La carrera de Bergman en Suecia estuvo a punto de verse frenada a causa de la desfavorable recepción crítica de Noche de circo (1953), un análisis mordaz del deseo, el sentimiento de culpa y la vulnerabilidad humana. Pero la obtención por parte de Sonrisas de una noche de verano del Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1955, volvió a situarle en posición privilegiada y le permitió abordar un proyecto que acariciaba desde tiempo atrás: El séptimo sello (1956), alegoría sobre la vida y la muerte donde refleja a la vez su concepción afectiva e intelectual de Dios y su intuición del posible holocausto nuclear. El clamoroso éxito obtenido por el film ofreció la posibilidad de dirigir, uno tras otro, cuatro importantes títulos: el primero fue Fresas salvajes (1956), con el director de cine Victor Sjöstrom como protagonista. Bergman recurriría nuevamente a sus recuerdos de infancia para efectuar un acercamiento lúcido y benévolo a la vejez, con toda su carga de lamentos y recriminaciones. Rodó después En el umbral de la vida (1957), un ejercicio de aparciencia más documental que disecciona las reacciones de tres mujeres ante la maternidad. En El rostro (1958), un mago que no es otro que el propio Bergman, se gana la vida fascinando al público y exponiéndose a la vez a sus sarcasmos. Finalmente, El manantial de la doncella (1959) es una cruel historia de violación, asesinato y venganza, basada en una balada medieval.

El manantial de la doncella (1959)

En el transcurso de los años siguientes, el estilo de Bergman experimentaría un cambio sensible. El cineasta aborda una etapa aparentemente austera. Una técnica más depurada, una temática más profunda y un marco infinitamente menos brillante se ponían al servicio de un pensamiento inquieto y desgarrado: el cineasta reconciliaba forma y fondo. La trilogía formada por Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1962) y El silencio (1963) le permitió ajustar cuentas definitivamente con su educación religiosa. Dejando a un lado su preocupación por el lugar del hombre en el Universo para considerar el del artísta en el seno de la sociedad, Bergman, se convirtió en portavoz intelectual de su tiempo, persuadido de que el ser humano había llegado a una fase crítica de su evolución y de que la apatía del mundo moderno era tan sólo el reflejo de un cierto desencanto. Persona (1966), una obra profundamente marcada por la influencia de Jung y el psicoanálisis, reunió a Bergman, que entonces vivia en la desolada isla de Faro, con la actriz noruega Liv Ullman. A su alrededor, el cineasta tejió en los años siguientes una serie de dramas que destacan por su crudeza y violencia, como La hora del lobo (1967), La vergüenza (1968) o Pasión (1970). En 1971, Bergman rodó en inglés La carcoma, con Elliot Gould, que supuso un completo fracaso comercial. Por contra Gritos y susurros (1972), alucinante estudio en blanco y negro de los últimos días de vida de una mujer enferma de cáncer y del comportamiento de sus hermanas, es encumbrada como una de sus obras maestras.

El silencio (1963)

El director sueco siempre fue consciente del impacto de la televisión, y desde 1969, año en que realizó El rito para la pequeña pantalla, mantuvo una relación fluida con el medio, también destino original de Secretos de un matrimonio (1973) y la adaptación de La flauta mágica (1974). En 1976, un escándalo fiscal llevó a Begman a exiliarse en Munich, donde dirigió para Dino de Laurentiis El huevo de la serpiente (1977), ambiciosa reconstrucción del Berlín inmediato a la posguerra. La película se hizo eco del desasosiego y las preocupaciones del realizador como ocurrió también en De la vida de las marionetas (1980), donde se reflejan la impotencia y el sentimiento de fracaso de un individuo perseguido por la sociedad. En 1982, presentó Fanny y Alexander y anunció que sería su última producción para la pantalla grande. Fuertes connotaciones autobiográficas aclaran retrospectivamente los temas de su obra: la fascinación por el mundo de los actores, el temor a los tabúes religiosos, la complicidad con el universo femenino, el descubrimiento de la muerte... Todo dentro del marco de una gran familia de Upsala a principios del siglo XX, visto a través de los ojos de un niño de doce años que, una vez más, puede considerarse el alter ego de Bergman. A partir de entonces, trabaja regularmente en el medio televisivo, para el que dirige títulos como Después del ensayo (1983), Los dos bienaventurados (1986) o En presencia de un payaso (1997), mientras que sus guiones son llevados al cine por otros cineastas, generalmente cercanos a su entorno, como su hijo Daniel Bergman, firmante de Niños del domingo (1992), el danés Bille August, que trasladó a la pantalla Las mejores intenciones (1992), y su ex-compañera sentimental, la actriz y directora Liv Ullman, realizadora de Confesiones privadas (1997) e Infiel (2000).

© Peter Cowie (texto)