I.S.S.N.: 1138-9877

Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 1


La autorregulación de la comunicación: entre el Estado y el mercado


Hugo AZNAR

(Dpto. de CC. Jurídicas y Ética; CEU San Pablo,Valencia)

 



 

1. PRESENTACION

Cada vez es más frecuente que los debates, encuentros o congresos sobre la ética de los medios concluyan con una apelación a la autorregulación como la mejor forma de solucionar los problemas éticos de la comunicación. La mayoría de las veces, sin embargo, todo queda en una invocación final genérica y poco precisa. Incluso en más de una ocasión se tiene la sensación de que quienes hacen esta invocación no tienen muy claro realmente cuál es la función y el alcance de la autorregulación, qué mecanismos pueden ponerla en práctica, cuáles existen ya en nuestro país o en otros lugares, cómo actúan y qué se puede esperar de cada uno de ellos, etc. Por ello me ha parecido oportuno dedicar una atención preferente al tema de la autorregulación, con el ánimo de contribuir en lo posible a facilitar su mejor conocimiento y difusión. Fruto de ello son dos trabajos estrechamente vinculados entre sí, que se editan de forma separada.

El primero, Comunicación responsable. Deontología y autorregulación de los medios (Barcelona, Ariel, 1999), es un estudio detallado de todos los mecanismos de autorregulación que se pueden aplicar a los medios de comunicación: códigos, principios editoriales, estatutos de redacción, ombudsman, consejos de prensa, etc. De cada uno de ellos se hace una presentación histórica, se analiza su función y se discuten sus ventajas y limitaciones(1).

El segundo, Etica y Periodismo. Códigos, estatutos y otros documentos de autorregulación (Barcelona, Paidós, 1999), es una recopilación de los documentos de autorregulación vigentes en los medios de comunicación españoles y algunos otros internacionales. El objetivo de este segundo trabajo ha sido hacer accesibles a todos estos documentos, que por ahora estaban al alcance apenas de quienes los habían suscrito y aprobado, restándoles así efectividad y eco social.

Este segundo trabajo va precedido de un capítulo dedicado a exponer y discutir con algún detalle el papel de la autorregulación de la comunicación en nuestra sociedad. La autorregulación se presenta como la única alternativa frente a la regulación excesiva del Estado o la desregulación total del mercado, destacándose las ventajas de su aplicación. Para ello se discuten conceptos e ideas que van más allá del ámbito de interés de los medios y sus profesionales, ya que se recalca el papel de la autorregulación como una alternativa cada vez más necesaria a la regulación jurídica de nuestras sociedades, como una forma de hacer efectivos compromisos y valores normativos y de juzgar las conductas individuales y colectivas de acuerdo con ellos. Es ésta discusión la que he querido trasladar a este foro más jurídico, haciéndola accesible -en la suposición de que probablemente no fueran muchos los que desde este ámbito se acercasen al lugar original del texto- a un público más cualificado para discutir algunas de sus afirmaciones.

El texto que sigue recoge pues el primer capítulo de Etica y Periodismo (titulado en el libro "La autorregulación de los medios"). He eliminado algunas notas a pie de página, así como la parte final del mismo que recogía algunos datos y tablas sobre los mecanismos de autorregulación de la comunicación puestos en marcha en los últimos años en Europa y España. La bibliografía recogida aquí se limita a los libros explícitamente citados en el texto. Por lo demás, el texto es idéntico al que aparecerá editado en el primer trimestre de 1999. Cualesquiera comentarios sobre su contenido serán bien recibidos por su autor, que lo trae a estas páginas precisamente con el ánimo de recibirlos(2).

 

2. LIBERTAD, PODER Y RESPONSABILIDAD DE LOS MEDIOS

Nuestro planeta se ha convertido ya en la aldea global que se anunciaba décadas atrás. Cantidades crecientes de información están a disposición de un número de personas cada día mayor gracias al soporte y la labor de los medios de comunicación. No es fácil pronosticar el alcance final de este proceso, pero sí lo es, en cambio, darse cuenta de hasta qué punto está cambiando nuestra sociedad.

La política, la economía, la cultura, las relaciones internacionales y un largo etcétera de actividades sociales han de adaptarse permanentemente al entorno creado por los medios. Su presencia no afecta únicamente a la esfera pública sino que también disfrutan de un puesto de privilegio en el interior de los hogares, donde han modificado los hábitos de la convivencia familiar. Nuestras conductas de consumo y ocio se ven igualmente influidas por ellos, especialmente por los mensajes publicitarios, los usos sociales y las modas que difunden. Los antiguos agentes de socialización, como la familia o la escuela, palidecen ante la cautivadora y poderosa influencia que ejercen los medios sobre los más pequeños (y los no tan pequeños). De una forma u otra han adquirido un protagonismo clave en nuestra civilización y el entorno simbólico en el que todos nos movemos depende cada día más de ellos.

Este potencial transformador de los medios no hubiera sido posible sin las nuevas tecnologías. Cada avance de la cultura de la comunicación ha ido unido a una nueva invención, a un nuevo avance técnico que ha multiplicado la capacidad de recoger y difundir mensajes de forma cada vez más completa, rápida, atractiva y accesible para todos: la imprenta, el telégrafo, el teléfono, el cine, la radio, la televisión, el vídeo, el ordenador. Pero para hacer efectivo y general el disfrute de todas estas posibilidades no sólo se han requerido novedades tecnológicas. También ha sido imprescindible disponer de la libertad necesaria para que las informaciones y los conocimientos pudieran difundirse sin barreras, para que las opiniones y las ideas pudieran expresarse sin miedo.

La conquista de la libertad de imprenta -que así se llamó al principio la libertad de expresión, reflejo de este vínculo entre un nuevo invento y una nueva libertad necesaria para usarlo con provecho- tuvo que hacerse en directa oposición a los poderes establecidos, ganándoles poco a poco parcelas de autonomía. Incluso allí donde esta libertad se proclamó pronto -como Holanda, Gran Bretaña, EE.UU. o Francia-, en la práctica siguió habiendo hasta no hace mucho controles más o menos directos de los diferentes contenidos difundidos por los medios. Hoy siguen siendo mayoría todavía los paises en los que la libertad de expresión no es una conquista definitiva y sin riesgos, y bastantes en los que ni siquiera parece cercano su disfrute. En 1997 había dificultades para la libre actividad de los medios en 119 naciones y 138 periodistas permanecían detenidos en 24 paises. Y no hace falta irse lejos: en muchos lugares de Europa -incluida España- la libertad de expresión ha sido un bien escaso durante la mayor parte de este siglo.

Precisamente con vistas a su reconocimiento y garantía universales, la libertad de expresión y el derecho a recibir y difundir informaciones han sido considerados como uno de los derechos humanos fundamentales, tal y como se recoge en el Artículo 19 de la Declaración Universal de 1948:

Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

La libertad de acción de los periodistas y los medios representa una conquista difícil y costosa de la humanidad, que todavía continúa en muchos lugares(3). La expansión de la influencia de los medios en nuestra cultura no ha consistido por tanto únicamente en un proceso de avance tecnológico; también ha sido necesario un difícil proceso de emancipación de cualquier forma de control de la información, el conocimiento y la libre expresión de personas y pueblos.

Por todo ello, el discurso que ha acompañado siempre a los medios ha sido el de la promoción y defensa de su libertad. Frente a las intromisiones y los controles ajenos, una y otra vez se ha reclamado el pleno disfrute de su libertad de acción como requisito imprescindible para una sociedad libre y una civilización humana avanzada. A estas alturas ya nadie pone esto en duda: que el presupuesto de la libertad de los medios (como parte esencial y garantía de la libertad de todos) constituye el punto de partida para cualquier otra consideración.

Sin embargo, el predominio necesario del discurso de la libertad de los medios no debe hacernos ignorar otro hecho esencial: que los medios acaban convirtiéndose ellos mismos en un poder. Hablemos de poder o de influencia, lo cierto es que son ellos los que disponen ahora de una enorme capacidad para seleccionar los asuntos y las informaciones que centran la atención de la sociedad, y para modificar las concepciones simbólicas y los sistemas de valores de los individuos, influyendo así de un modo u otro en sus conductas. No hace falta insistir en esto: todos convivimos con los medios y experimentamos a diario su influjo. Es notorio que constituyen uno de los grandes referentes de nuestra civilización y su capacidad para influir en todos los ordenes de la vida no se puede pasar ya por alto.

Pero ¿qué ocurre si se combinan, como viene ocurriendo desde hace algún tiempo, estos dos rasgos de los medios? Por una parte disfrutan de un amplio margen de libertad conquistado contra cualquier forma de injerencia y control externos. Una conquista esencial, puesto que constituye una de las garantías fundamentales de una sociedad democrática. Sin embargo, por otro lado, los medios, que disfrutan de una enorme capacidad para influir en nuestras vidas, se han hecho ellos mismos poderosos: muchos son o forman parte de grandes organizaciones con intereses políticos y económicos propios. Se produce así una singular combinación: los medios disponen de un enorme poder y una gran libertad, es decir una llamativa ausencia de los controles y regulaciones que encontramos en otras actividades e instituciones igualmente poderosas o influyentes de nuestras sociedades. Esta combinación (independientemente de cuál sea su uso en la práctica) entraña de por sí un riesgo al que debe prestarse atención.

Últimamente han aumentado los autores que desde diferentes puntos de vista han llamado la atención sobre el peligro de un uso poco responsable de los medios. Estos autores (entre otros, Chomsky y Herman, 1990; Sunstein, 1993; McManus, 1994; Bourdieu, 1997; etc.) se unen a su vez a una larga lista de intelectuales que durante este siglo han llamado la atención sobre el creciente potencial alienante y manipulador de los medios (W. Lippmann, M. Horkheimer, H. Marcuse, H. Schiller, V. Packard, J. Habermas y un largo etcétera más). Lo más llamativo de la situación actual es que la percepción de este riesgo se ha generalizado en los últimos años a una gran parte del público. Ya no constituye únicamente una preocupación de intelectuales más o menos críticos, radicales o 'apocalípticos'. Son muchos los que piensan hoy que los medios utilizan gran parte del poder y el protagonismo de que disponen -y ya hemos dicho que es mucho- únicamente en su propio beneficio, con vistas a obtener mayores ganancias o acumular más poder aún. Los mismos medios que deberían prestar un servicio a la sociedad, son vistos por ella como una amenaza:

Los medios de comunicación constituyen una amenaza para la sociedad actual. Soportan un estado patológico sin precedentes y lo malo es que transmiten esta perversión al entorno de la cultura, de la política, de la judicatura y, en fin, a todo lo que tocan(4).

En realidad la influencia de los medios no es en sí misma mala ni buena, como a menudo se discute. Ciertamente son muchos los que subrayan su lado negativo, destacando su capacidad para pervertir la cultura, las instituciones o los hábitos de conducta tradicionales. También los hay que prefieren su loa fácil, como si se tratara de la última panacea que nos va a traer una sociedad global mejor para todos. Nos parece mucho más adecuado en cambio afirmar que los medios comportan un potencial enorme de comunicación, información y ocio. En tanto que nueva capacidad de la humanidad, representan un fenómeno positivo en términos generales, como cualquier otra forma de progreso; pero en la medida en que constituyen un poder -y de los más grandes-, pueden ser utilizados para fines muy diferentes. Pueden ser bien empleados, con efectos positivos para las personas y los pueblos; o pueden, en cambio, perjudicar a muchos para beneficio de unos pocos. Como con todos los instrumentos que han acompañado el avance de la humanidad, es en la responsabilidad y el cuidado de su uso donde hay que poner el acento.

Por consiguiente, el discurso tradicional acerca de la libertad de los medios (sobre todo allí donde esta libertad ya está asegurada) debe ser complementado por un discurso sobre la necesidad de su uso responsable. Si durante varios siglos se ha insistido en la libertad de los medios, es hora ya de hacerlo también en su responsabilidad, bien entendido que no se trata de cambiar un discurso por otro sino de complementar ambos. No debe haber nunca marcha atrás en la conquista de la libertad de expresión e información; pero sí cabe avanzar en cuanto al uso cuidadoso y responsable de dicha libertad. El disfrute de la libertad de los medios debe estar guiado por los valores de servicio a la sociedad que dieron origen a esa libertad.

El mejor homenaje a la conquista histórica de la libertad de imprenta (y la mejor forma de asegurar su futuro) es emplear esa libertad con responsabilidad.


3. ¿QUIEN REGULA LOS MEDIOS?

Conforme crece el poder y la influencia de los medios crece por tanto la necesidad de dotar su actividad de criterios para su uso responsable y cuidadoso. Pero la cuestión que se plantea de inmediato es la de quién ha de establecer estos criterios. Por lo general estamos bastante acostumbrados en nuestras sociedades a pensar que los criterios rectores de cualquier actividad social los establece o bien el mercado (al fin y al cabo los medios pertenecen a empresas y actúan en la práctica como negocios) o bien el estado (puesto que también se supone que los medios prestan un servicio público de interés para todos). Sin embargo ninguna de estas dos opciones resulta adecuada por sí sola a la hora de regular la actividad de los medios.


3.1. Ni el mercado

La percepción de los medios como grandes negocios guiados por sus propios intereses económicos se ha acentuado desde mediados de los años ochenta. A ello ha contribuido el proceso de liberalización que ha puesto fin al monopolio estatal de la radio y la televisión existente en la mayoría de paises occidentales desde la Segunda Guerra Mundial; o la introducción de nuevas tecnologías (televisión por cable, por satélite, tecnología digital, etc.). Se han vuelto a abrir importantes posibilidades de negocio que han provocado movimientos de capital e inversiones muy elevados, con la consiguiente cascada de compraventas, fusiones, tensiones y enfrentamientos entre medios, empresas y grupos multimedia.

Estas tensiones económicas han acabado con cualquier concepción de los medios como servicio público. Tanto a nivel macroeconómico (procesos de liberalización, adquisiciones, formación de grandes grupos multimedia nacionales e internacionales, etc.) como microeconómico (unos medios guiados cotidianamente por la necesidad de obtener ingresos a corto plazo, de rentabilizar inversiones y desplazar a los competidores, etc.), el mercado se ha convertido en el criterio dominante de la actividad de los medios, en especial de aquellos con mayor peso económico, lo que a su vez suele significar también un mayor eco e influencia públicos.

Con las peculiaridades propias de cada lugar, ésta situación se ha dado por igual en la mayoría de paises occidentales, con ejemplos significativos de sus efectos como la competencia a la baja de las televisiones en Italia o España (haciendo común el apelativo de telebasura), la guerra entre los tabloides británicos (con la familia real en el centro de ese huracán y el final que todos conocemos) o las grandes fusiones de las industrias mediáticas en EE.UU. y otros paises (como la de Time y Warner, una de las más importantes económicamente hablando de los últimos años y emblemática del fenómeno conocido como infoespectáculo).

A menudo se pretende legitimar este comportamiento de los medios guiado por criterios de mercado afirmando que es el más democrático posible. Si el medio tiene éxito (y consiguientemente incrementa su cifra de negocio) es por que satisface la demanda de la sociedad, es decir por que da al público lo que éste quiere o desea. Satisfacer el interés del público (que se determina mediante los índices de audiencia y las cifras de tirada, y que no tiene nada que ver con el interés público) se convierte en la justificación común del comportamiento de los medios, extendiéndose así un discurso que consagra los criterios de mercado como los únicos válidos para su actividad. Se trata en definitiva de la aplicación del discurso neoliberal de este fin de siglo al entorno de la comunicación social, convirtiendo los medios en un negocio más y sus contenidos en una mercancía como otra cualquiera:

Desde los medios de comunicación existe la tentativa cada vez más frecuente de tratar la información como una mera mercancía, sometida únicamente a las leyes del mercado. El objetivo principal sería llegar al mayor número de público para obtener los máximos ingresos por publicidad. (...) El peligro que de ello se deriva es considerar a los ciudadanos no como tales, sino como masa, sustituyendo el concepto de público por el de cliente. (Núñez Encabo, 1995:260)

Sin embargo la insuficiencia del mercado como mecanismo regulador del funcionamiento de los medios es evidente. Que en la práctica actúen como negocios en busca del beneficio es evidente; pero que el resultado de ello se corresponda con lo que deberían ofrecer como medios de comunicación que son, es más que dudoso. Es más, ni tan siquiera se dan aquí algunos de los beneficios que el mercado tiene en otros campos de la producción(5).

Así, en primer lugar, el efecto positivo de la competencia no se da sin más aquí. Es cierto que suele producirse un abaratamiento por lo que se refiere al soporte de los medios, haciéndolos accesibles a más gente a largo plazo (como ocurrió el siglo pasado con los periódicos y éste con la radio o la televisión). Pero también puede degradarse su contenido en un efecto de competencia a la baja que permita llegar a una mayor cantidad de público y aumentar así la rentabilidad económica (como ocurrió con el periodismo amarillo a finales del XIX o la telebasura en estos últimos años) (Keane, 1991).

Por otra parte, si la competencia mejora la presentación formal del producto, lo hace a costa de costes tecnológicos crecientes (prensas más avanzadas, satélites, cable, emisiones digitales, etc.), con lo que las dificultades de entrada en el mercado aumentan enormemente. Esto genera una tendencia a la concentración empresarial que reduce el número de voces que acceden al mercado de la comunicación, contraviniendo así la lógica pluralista de la libertad de expresión y de información, tanto a nivel nacional como internacional.

Tampoco se cumple en el caso de los medios el supuesto de la decisión autónoma del consumidor (la idea de que se da al público lo que desea) como argumento legitimador de su funcionamiento de acuerdo con criterios de mercado. De hecho posiblemente ésta sea la única industria que no obtiene la mayor parte de sus ingresos del público que consume el producto (ninguno en el caso de la televisión y la radio gratuitas), sino de la industria publicitaria, que consiguientemente acaba imponiendo sus exigencias y criterios de forma directa o indirecta (Chomsky y Herman, 1990).

Finalmente, la configuración y estructura empresarial de los medios a menudo entra en contradicción con los valores y la estructura de su actividad comunicativa. El interés o el criterio de la propiedad o la gestión de los medios acaba imponiéndose con demasiada frecuencia al criterio y los valores de los profesionales que se han formado especificamente para trabajar como periodistas o comunicadores. Las directrices del departamento de marketing generalmente se imponen a las de la redacción (McManus, 1994).

De modo que la exclusiva aplicación de los criterios del mercado al funcionamiento de los medios no produce la esperada realización del derecho humano a la libertad de expresión e información, ni menos aún fomenta los bienes y valores asociados a éste (Sunstein, 1993). Como concluye Keane en relación a este punto: "Existe una contradicción estructural entre la libertad de comunicación y la libertad ilimitada del mercado" (1991: 555).


3.2. Ni el Estado

La alternativa de que sea el Estado el que determine los criterios de funcionamiento de los medios, mediante su regulación legal o control público, tampoco resulta adecuada. De hecho, precisamente el éxito actual del discurso neoliberal se debe a la crisis del papel regulador que habían asumido los estados tras la Segunda Guerra Mundial en algunas esferas de actividad social, entre ellas la de los medios de comunicación (concretamente la radio y la televisión). No tiene demasiado sentido volver a proponer ahora como solución que aumente el papel interventor del Estado.

Es importante destacar que el control público de los medios tampoco da ni mucho menos los resultados que prometen sus defensores (Keane, 1991: 555). En unos casos (como ocurre con las cadenas de televisión públicas en algunos paises europeos) porque no representan una verdadera alternativa a los medios privados: ni ofrecen contenidos ni dan acceso a voces y mensajes diferentes. En otros casos (como suele ocurrir con las cadenas de televisión públicas de EE.UU.) porque aunque presentan una oferta de contenidos diferenciada no consiguen pasar de una cuota minoritaria de público, con lo que su influencia apenas se percibe en el entorno. Hay algunas excepciones a estos dos extremos (como la BBC en Gran Bretaña o quizás RNE en nuestro país), pero son tan estimables como poco frecuentes, y más bien confirman la escasa probabilidad de que este modelo pueda modificar significativamente el ámbito de la comunicación social.

Por lo demás, lamentablemente resulta demasiado frecuente la tendencia del poder político a querer controlar los medios públicos y convertirlos en mecanismos más o menos encubiertos de propaganda de sus intereses partidistas o gubernamentales, financiados, eso sí, con fondos públicos. En España hemos vivido (y seguimos viviendo) con las televisiones públicas una experiencia bastante representativa de lo que puede significar el control público de los medios incluso en pleno sistema democrático. Con independencia de que este control pueda ser mayor o no en nuestro país que en otros de nuestro entorno próximo, lo cierto es que no constituye una excepción en Europa (por no hablar ya de otras regiones del mundo):

la breve historia de la emisión pública en Europa occidental nos ofrece numerosos ejemplos de cómo la mayoría de las empresas públicas de difusión en realidad han contribuido más al control de la esfera pública que a su expansión dinámica. (Verstraeten, 1996: 348; cfr. Barbrook, 1995, para el caso específico de Francia)

Tampoco representa una solución la regulación de la actividad de los medios a través del derecho u otros mecanismos de control administrativo del Estado. Los medios ofrecen en este aspecto una peculiaridad que los hace de nuevo prácticamente únicos, a diferencia de otras instituciones y actividades relevantes de nuestra sociedad. Amparados como están bajo el principio fundamental de la libertad de expresión, su ajuste al ideal de servicio público y a los valores morales y deontológicos de la comunicación no puede lograrse aumentando su reglamentación legal o administrativa. Cualquier intento de regular la actividad de los medios por esta vía está (afortunadamente) condenado al fracaso siempre, por supuesto, que se reconozca a la libertad de expresión y de información un valor preferente.

En segundo lugar, además, la ley y la administración pública son en definitiva producto de la actividad gubernamental. No conviene favorecer una sospecha general acerca de la imparcialidad de los poderes e instituciones públicos; pero sería torpe ignorar que todo poder conlleva su tentación y que, por mucho control que exista, el riesgo de instrumentalización partidista de la ley y más aún de la administración pública siempre existe(6). Nacida en gran parte para contrarrestar estos poderes públicos y denunciar sus tentaciones, la libertad de expresión y de información seguramente constituiría el primero de sus objetivos, la primera de sus víctimas. Si en algún aspecto sigue teniendo plena validez la doctrina liberal clásica de la libertad de expresión es en su firme denuncia del peligro de manipulación que entraña cualquier forma de control estatal de los medios. Ciertamente el papel de la ley no desaparece en relación con la actividad de los medios, pero debe limitarse tan sólo a proteger y salvaguardar otros derechos básicos que puedan estar en peligro o hayan sido dañados por un uso indebido de la libertad de expresión, quedando su evaluación únicamente en manos de jueces y tribunales.

Constituye pues un rasgo esencial de una sociedad democrática otorgar a la libertad de expresión y de información un valor preferente, por lo que cualquier intento de limitarla o regularla a través de la intervención estatal está deslegitimado a priori. Probablemente más que en ninguna otra esfera social, el ideal normativo de la comunicación que puede institucionalizarse a través del derecho es mínimo en las sociedades liberales. La intervención del derecho tiende a restringirse al máximo en este campo y generalmente además para garantizar precisamente el pleno disfrute de la libertad de expresión(7).

Acostumbrados (especialmente en paises como el nuestro, por su tradición histórica y cultural) a que el Estado y el derecho establezcan las normas de la sociedad, puede parecer que allí donde no llegan ya no le corresponde a nadie asumir responsabilidad alguna. Donde no alcanza la regulación del Estado todo parece valer y nadie hace ya nada por mejorar las cosas. Pero esto no debe ser así, sobre todo si tenemos en cuenta que esta capacidad reguladora del Estado tiende a disminuir conforme aumentan la pluralidad y la complejidad de nuestras sociedades. Mientras algunos aprovechan los vacíos legales o los límites regulativos del Estado para imponer su deseo egoísta de ganancia a toda costa; otros comienzan a percibir la urgente necesidad de complementar la acción reguladora del Estado y de compensar los déficits de funcionamiento del mercado mediante el compromiso ético. Frente a la tutela del Estado y el libertinaje del mercado, nos queda la libertad de guiarnos y evaluar nuestras acciones de acuerdo con normas y valores autoimpuestos.


4. LA ALTERNATIVA DE LA AUTORREGULACION

Bajo el concepto de autorregulación de la comunicación se agrupan toda una serie de mecanismos e instrumentos relacionados con la actividad de los medios que comparten el objetivo de garantizar que su actuación se ajuste a los valores y normas de dicha actividad. Lo distintivo de la autorregulación es que tanto su puesta en marcha, como su funcionamiento y su efectividad dependen de la libre iniciativa y el compromiso voluntario de los tres sujetos de la comunicación: los propietarios y gestores de las empresas de comunicación (tanto públicas como privadas), los profesionales que realizan los medios y el público que los recibe o protagoniza. La autorregulación supone así un importante desplazamiento del ajuste normativo del funcionamiento de los medios desde el Estado -y su regulación jurídico-administrativa- y/o el mercado -y su regulación económica- a la sociedad civil y su regulación ética.

Precisamente por tratarse de una iniciativa de la sociedad civil y de una regulación deontológica y moral, la autorregulación suele carecer de otra capacidad coactiva que no sea la de su eco en la opinión pública. Aunque esto pueda parecer poco efectivo, es sin embargo enormemente valioso y necesario, ya que constituye una prueba de madurez de una sociedad cuyos miembros son capaces de asumir libremente responsabilidades y compromisos más allá de sus intereses particulares.


4.1. Funciones de la autorregulación

La autorregulación se realiza a través de diferentes mecanismos e instrumentos: códigos deontológicos, códigos internos, libros de estilo, estatutos de redacción, defensores del público, consejos de información, etc., algunos de cuyos ejemplos constituyen el objeto de esta recopilación. Aunque cada uno de estos mecanismos persigue a su vez unos determinados objetivos, todos ellos coinciden en desempeñar cuatro funciones básicas.

1. La primera función de la autorregulación es formular públicamente las normas éticas que deben guiar la actividad de los medios. En este sentido, la autorregulación se relaciona fundamentalmente con la ética y la deontología profesional de la comunicación; y no con el derecho y las normas jurídicas(8).

La ética aplicada y la deontología tienen como tarea reflexionar sobre la dimensión moral de una determinada profesión o actividad social, contribuyendo a precisar sus obligaciones, sus bienes y sus valores. Pero como tal reflexión, carecen de efectividad práctica más allá del compromiso personal que puedan suscitar en la conciencia de los profesionales. La autorregulación tiene en cambio como primera función precisamente hacer efectivos esos contenidos normativos y axiológicos que la ética y la deontología han puesto de relieve.

La primera y más básica forma de hacerlo es reconociendo y proclamando públicamente esos contenidos a través de códigos (habitualmente llamados deontológicos) y otros instrumentos similares, como cartas de deberes, códigos internos, libros de estilo, etc. Aprobar y proclamar públicamente estos códigos supone reconocer que la actividad de los medios conlleva ciertas obligaciones y responsabilidades que deben respetar quienes los hacen, dirigen o poseen (empresarios y periodistas). Reconocimiento que supone también un primer compromiso público de su cumplimiento y que va a permitir al resto de la sociedad el exigirlo así cuando ese cumplimiento no se produzca.

2. La segunda función de la autorregulación es la de contribuir a que se den las condiciones laborales, profesionales y sociales que hagan posible el cumplimiento normal de las exigencias éticas y deontológicas de la comunicación.

A menudo se pasa por alto esta función de la autorregulación, pero es tan necesaria como la anterior. En efecto, no es suficiente con proclamar las normas y los valores de una actividad; hay que hacer lo posible además para que puedan aplicarse en la práctica sin que ello suponga problemas o costes adicionales. Que los profesionales ajusten su conducta a las normas y los valores de su profesión no debe depender únicamente de su esfuerzo personal (aunque éste sea imprescindible). La deontología y la ética profesional no pueden ser patrimonio de héroes o de personas sacrificadas; sino algo común entre quienes realizan una determinada labor. No deben quedar señalados quienes se ajusten a las normas éticas de su actividad sino quienes no lo hagan. Y para ello es esencial que se den las condiciones que hagan de ese ajustamiento algo normal. La autorregulación debe contribuir a crear esas condiciones.

Este es, por ejemplo, uno de los objetivos de los estatutos de redacción. Al establecer mecanismos de participación de los profesionales en sus medios y reconocerles su empresa ciertos derechos, favorecen la aplicación de los criterios éticos de la profesión frente a otras exigencias ajenas, como las del mercado o la propia empresa.

3. Si se han proclamado los criterios éticos y deontológicos de la comunicación y se han establecido las condiciones para su cumplimiento, entonces sólo resta examinar, juzgar y poner en conocimiento de la opinión pública aquellos casos en los que no se produzca ese cumplimiento. Esta función debe permitir denunciar las faltas y corregir los errores, evitando así en lo posible que vuelvan a repetirse en el futuro.

Esta función (tal y como la llevan a cabo los defensores del receptor o los consejos de prensa) refuerza y da pleno sentido a las anteriores, ya que la efectividad de la autorregulación pasa por que pueda discriminarse entre las actuaciones respetuosas de la ética y la deontología profesionales y las que no lo son; y porque el público pueda estar informado de ello. Los medios se ven así sujetos al veredicto crítico de la misma opinión pública que contribuyen a formar. 4. La autorregulación cumple una última e importante función, derivada de la anterior. El estudio, la discusión y el juicio de las actuaciones éticas conflictivas que se dan en los medios permite que la profesión, quienes la realizan y el público en general puedan aprender sobre la dimensión moral de esta actividad.

Como acabamos de indicar, ciertos mecanismos de autorregulación tratan de discriminar entre las acciones correctas e incorrectas en el ámbito de la información y la comunicación. Esta discriminación no debe hacerse exclusivamente con el ánimo de reprobar a unos y resarcir a otros. A menudo tendemos a pensar con demasiada ligereza que todas las actuaciones incorrectas se deben a faltas voluntarias o intencionadas. Se nos olvida que en muchos casos estas actuaciones se dan ante situaciones nuevas, imprevistas, creadas por el avance de las tecnologías y los cambios sociales acelerados y que plantean contextos nuevos a los que no se sabe responder adecuadamente. Es necesario aprender, aunque por desgracia a veces sea de los errores; especialmente en un ámbito en constante transformación y cambio como el de la comunicación. Lo que no es aceptable es que una sociedad que dispone de la capacidad y los medios para hacerlo pase sin plantearse la dimensión moral de sus actividades más destacadas. Los mecanismos de autorregulación de la comunicación favorecen el examen y la reflexión acerca de la actuación de los medios, facilitando así la existencia de cauces estables de aprendizaje y maduración moral en esta esfera de actividad tan esencial para la sociedad.

Las conclusiones de este aprendizaje pueden incorporarse a su vez al trasfondo ético de la comunicación y la información que los códigos se encargan de recoger, como señalábamos al principio. La autorregulación se convierte así en un proceso circular de enriquecimiento que permite a la sociedad examinar y valorar los efectos de sus propias actividades y avances, establecer criterios prácticos en beneficio de todos e incorporar este aprendizaje al acervo moral de una determinada profesión o actividad social.


4.2. Autorregulación y mercado

Al llevar a cabo estas funciones no se plantea en absoluto que la autorregulación tenga que suplantar los papeles respectivos que el estado y el mercado desempeñan en el ámbito de la comunicación; ni mucho menos que pueda hacerlo. Se cuestiona, eso sí, que el mercado (como mecanismo de funcionamiento habitual de los medios) y el estado (como regulador mínimo y detentador exclusivo de la capacidad de sanción de la ley) puedan dar cuenta por sí solos del funcionamiento adecuado de los medios de comunicación. La autorregulación no tiene como tarea suplantar los papeles respectivos del estado y del mercado, sino compensar sus insuficiencias y sus limitaciones, favoreciendo así que la actividad de los medios se ajuste a sus propios valores y normas.

La autorregulación puede compensar las desviaciones que el mercado produce en el funcionamiento habitual de los medios. Como hemos visto, el mercado impone la búsqueda del beneficio a corto plazo y favorece la homogeneización de la oferta, la competencia a la baja de los contenidos y la concentración de los medios, con el consiguiente empobrecimiento de la comunicación. La autorregulación trata de compensar estos efectos asociados a la configuración empresarial de los medios. La forma de hacerlo es estableciendo con claridad las normas y valores propios de la comunicación; es decir, los criterios éticos y deontológicos que los medios y sus profesionales no deben saltarse en ninguna ocasión por fuerte que sea la presión competitiva del mercado o el afán de ganancia. Frente a las desviaciones del mercado, la autorregulación procura garantizar que la actividad de los medios y quienes trabajan en ellos se oriente en todo momento al logro de una información honesta y útil, de una comunicación elevada y enriquecedora.

En este sentido, como hemos apuntado, la autorregulación representa la posibilidad cada día más necesaria de una sociedad civil capaz de comprometerse en la mejora moral de la esfera pública, sin tener que esperar a que la solución provenga del Estado y las leyes. Frente a la concepción tradicional de una sociedad civil interesada, guiada exclusivamente por intereses económicos y necesitada del poder tutelar del Estado para corregir sus desviaciones e insuficiencias, la autorregulación pone de manifiesto la capacidad de la sociedad civil para organizarse y actuar conforme a objetivos y motivaciones de carácter ético. Frente a la coordinación mecánica, a menudo conflictiva, de los intereses particulares por parte del mercado, la autorregulación supone la vertebración voluntaria y reflexiva de la sociedad civil en torno a la consecución colectiva de ciertos objetivos morales.

La autorregulación pone así de relieve, frente a los reduccionismos economicistas tan comunes hoy, que las personas y las organizaciones son capaces de tomar en consideración y comprometerse con otros objetivos además de la simple búsqueda de su interés particular a toda costa, en especial en una actividad que, como la comunicación y la información, constituye un derecho fundamental de las personas y un bien esencial de la sociedad.


4.3. Estado, derecho y autorregulación

En sociedades cada vez más abiertas, complejas y plurales, la autorregulación está llamada igualmente a cumplir una importante función de complementación del derecho, especialmente en un ámbito tan poco regulado como el de la comunicación(9). En este sentido cuenta incluso con varias ventajas que conviene destacar.

En efecto, uno de los problemas de la regulación de la actividad de los medios a través de la ley es que ésta debe ser universal, debe valer igual para todos los casos. Esto (que constituye un rasgo esencial del derecho moderno) plantea serias dificultades a la hora de discriminar entre usos correctos o no de la libertad de expresión y el derecho a la información(10). Sin embargo, precisamente de lo que se trata en el mundo de la comunicación es de poder discriminar (y de poder hacerlo con relativa prontitud), ya que la misma acción puede ser enormemente perjudicial en un caso y muy positiva en otro, a veces debido a factores relevantes como la persona implicada en una noticia o el alcance de ésta, pero también a veces debido a detalles más difíciles de evaluar, como la redacción de un titular, el tono de una expresión, el contexto de una emisión, etc.). Como pone de relieve Bel Mallen:

El derecho de la información, como conjunto de normas legales en el campo informativo, tiene una gran dificultad práctica: la imposibilidad de regular todas las situaciones posibles en las que los sujetos informativos pueden llegar a encontrarse en el desarrollo diario de su actividad. Si se intentara, entre otras muchas consecuencias, podría llegar a ahogar la propia información con un cúmulo de normas a buen seguro innecesarias. Hay una franja, amplísima, que tiene que quedar necesariamente reducida a la esfera de la ética personal del profesional o del propio empresario o al comportamiento acorde con un código deontológico previamente acordado, en donde la norma jurídica no puede entrar. (1991: 112b)

La autorregulación, basada en mecanismos e instrumentos mucho más adaptables a cada caso y especializada además en la evaluación de los problemas específicos de la comunicación, permite discriminar con mayor precisión y de forma más rápida, sin eliminar además el recurso último a los tribunales en los casos más graves o en los que no se alcanza el acuerdo entre las partes.

La autorregulación cuenta además con la paradójica ventaja de no poseer la capacidad coactiva del derecho. Esta carencia de fuerza coactiva se presenta a menudo como una desventaja suya, puesto que no puede imponer penas y multas reservados a los tribunales. Pero en realidad este rasgo supone precisamente una ventaja en el ámbito de la comunicación, ya que evita los excesos de celo o de rigor en su aplicación y deja por entero el monopolio de la capacidad coactiva al derecho. Esto otorga a los mecanismos de autorregulación su específica legitimidad y autoridad morales, sin convertirlos en ningún caso en una amenaza para la libertad de expresión precisamente por no poder imponer ninguna pena más allá, por ejemplo, de la censura social ante una acción incorrecta y la exigencia ética de su correspondiente rectificación. Esto permite a su vez a la autorregulación, como en seguida veremos, ir mucho más lejos que el derecho en lo que a sus exigencias y planteamientos normativos se refiere. En cierto modo la autorregulación puede exigir mucho más que el derecho porque puede imponerse mucho menos que éste.

Por otra parte, en la medida en que la autorregulación emana del compromiso de sus protagonistas, en particular de los profesionales y los propietarios de los medios, conlleva una cierta adhesión voluntaria a sus normas, principios y valores, así como un compromiso mayor de discriminar y denunciar los casos en que esta adhesión no se dé. Esto fomenta un ejercicio más maduro y responsable de la libertad, disminuyendo la necesidad de la actividad normativa y punitiva permanente del Estado y evitando también, una vez más, los riesgos de ésta.

La autorregulación supone así una vía intermedia entre quienes abogan por una absoluta desregulación del mundo de la comunicación y quienes abogan (generalmente a la vista de los excesos que permite esa desregulación) por un incremento de la regulación estatal. Vía intermedia por la que se ha pronunciado el propio Consejo de Europa a través de su Resolución 1003, recogida más adelante, como destacaba su ponente español:

Los principios éticos en el periodismo excluyen otros planteamientos extremistas. Por una parte, los que defienden la desregularización total: la mejor ley es la que no existe, el único mecanismo de autocontrol es la propia subjetividad personal, el nivel de credibilidad es el que vendrá señalado por los ciudadanos al hacer uso o no de los medios de comunicación en el marco de la ley de la oferta y la demanda, no deben existir asociaciones profesionales de periodistas, el periodista es un asalariado más. Otra posición completamente opuesta señala: la necesidad de la regularización y penalización total del periodismo por medio del Código Penal. En medio está el autocontrol, a través de los códigos éticos [y otros mecanismos], que el Consejo de Europa considera necesarios y desearía que fuesen el único elemento necesario para regular el ejercicio del periodismo desde los medios de comunicación, porque sería preferible la autorregulación a la imposición. Porque es deseable la existencia de un máximo ético y un mínimo jurídico. (Núñez Encabo, 1995: 261; paréntesis ntro.)

Como se apunta al final de esta misma cita, la autorregulación cuenta además con otra ventaja esencial frente al derecho. Y es que en nuestras sociedades liberales, plurales y complejas el derecho no puede regularlo todo, ni mucho menos debe aspirar a conseguir una sociedad perfecta o ideal. Pretenderlo ha sido siempre la obsesión de los totalitarismos. El derecho debe limitarse a establecer un mínimo común denominador que todos deben respetar, garantizando no el ideal definitivo de una convivencia perfecta sino la posibilidad de que la sociedad pueda aproximarse a ese ideal por sí misma. Por ello, entre el mínimo normativo que garantiza el derecho y la aspiración a una sociedad mejor resta un espacio muy amplio; o en el caso que nos ocupa: entre los usos ilícitos de la libertad de expresión (castigados por el derecho y los tribunales) y unos medios de comunicación guiados por valores e ideales éticos y deontológicos hay una gran distancia. Si este espacio no se cubre, la sociedad se queda muy lejos de sus posibilidades más elevadas, tal y como viene ocurriendo en la actualidad. No es raro entonces encontrar el impresionante potencial tecnológico de la comunicación actual puesto al servicio de la difusión de contenidos manifiestamente mejorables, por no decir algo peor.

Este es el papel que la autorregulación debe realizar en nuestras sociedades: tratar de cubrir la distancia entre el mínimo regulador del derecho y el máximo ético y deontológico exigible en cada esfera de actividad social, promoviendo valores e ideales allí donde el derecho no puede ni debe hacerlo. Y, por supuesto, haciéndolo no mediante la coacción (de la que ya hemos dicho que carece) sino a través del compromiso libre y voluntario de los implicados. Algo apuntado ya en su día por Martínez Albertos:

La regulación de los objetivos éticos que integran el llamado código social de la prensa no pueden ser plasmados en un ordenamiento legal, no son estrictamente materia legislativa. Suponen unos niveles óptimos, unas metas de perfeccionamiento totalmente voluntarias que se recogen en los códigos de ética profesional [y otros mecanismos de autorregulación]por los propios interesados. Estos códigos suponen, a su vez, una jurisdicción eminentemente profesional y totalmente autónoma frente al poder ejecutivo. El aspecto positivo del derecho a la información -la libertad para- es fundamentalmente un problema de autocontrol voluntario de los medios informativos. (1972: 189; paréntesis ntro.)

A estas ventajas fundamentales la autorregulación une otras que dependen más de las circunstancias, pero que también conviene mencionar.

Así, para empezar, la posibilidad que a menudo tienen los mecanismos de autorregulación de actuar de forma más rápida que los tribunales o incluso de evitar el recurso a éstos. En sociedades complejas como las nuestras esta ventaja es especialmente importante, dado que el número de situaciones conflictivas tiende a aumentar exponencialmente sin que hayan crecido en la misma medida las vías para alcanzar soluciones negociadas a los conflictos. La justicia se ve así sobrecargada, dificultándose su capacidad para resolver conflictos de forma rápida; no es raro entonces que haya aumentado el descontento social hacia esta institución. Es necesario promover instancias sociales de diálogo y mediación que traten de garantizar una solución rápida de los posibles conflictos, contribuyendo así a descargar a la justicia. Siempre quedará el recurso a los tribunales para aquellos casos conflictivos en los que la solución por parte de los mecanismos de autorregulación no resulte satisfactoria para alguna de las partes. De este modo, la autorregulación aliviaría la sobrecarga de la justicia, sin disminuir en nada el protagonismo último que el derecho debe tener en nuestras sociedades en la resolución de los casos más graves, difíciles o complejos.

Por lo demás, este papel de la autorregulación es especialmente importante tratándose de los medios de comunicación, ya que muchos de los conflictos y situaciones de tensión que rodean a su actividad tienen una importancia que no parece justificar el recurso a los tribunales pero que tampoco conviene dejar sin solución ni posibilidad de arreglo (especialmente para quienes han sido objeto de un tratamiento poco correcto o inexacto por parte de un medio y consideran necesaria una corrección, una rectificación o una disculpa). Los mecanismos de autorregulación, allí donde existen, promueven estas vías de diálogo y acuerdo, contribuyendo así a aliviar a la sociedad de tensiones innecesarias que es conveniente evitar.

La autorregulación añade un último beneficio derivado de los anteriores: la disminución de los costes económicos y sociales de resolver los conflictos sin necesidad de acudir a los tribunales. Esta disminución de costes es relevante para todos los implicados, tanto los medios como sobre todo los particulares y los profesionales. Es por consiguiente uno de los motivos fundamentales para que las empresas de comunicación comprendan el interés de promover este tipo de mecanismos. Pero aquí nos interesa destacar más el ahorro que supone para toda la sociedad, que ve aliviado el coste de una administración de justicia mucho más costosa que los mecanismos de autorregulación, por lo general costeados además por los propios responsables de la actividad, es decir medios y profesionales.

Aunque conviene tener presentes estos beneficios de la autorregulación, no debe olvidarse que su principal ventaja debe consistir más bien en prevenir esos conflictos al promover una comunicación ética. Dado el papel central de los medios de comunicación en nuestra sociedad, todos debemos apoyar un objetivo como éste, suficientemente valioso por sí mismo.


4.4. Lo que no es la autorregulación

Pese a todo lo dicho, no han faltado quienes se han opuesto reiteradamente a promover estos diferentes mecanismos autorregulación en el ámbito de la comunicación. En más de una ocasión esta oposición se ha debido al desconocimiento del papel de la autorregulación o a una concepción errónea de la misma. Nada mejor para evitar resquemores que comentar alguno de los riesgos y las confusiones que se suscitan cuando se habla de la autorregulación de la comunicación.

1. En primer lugar, la autorregulación debe distinguirse de cualquier intento de regulación o injerencia externas en la actividad de los medios y de sus profesionales. De lo que se trata es de una regulación voluntaria a partir de su libre iniciativa. Como pone de relieve su nombre autorregulación, quiere ser una regulación desde dentro, que tome como único criterio los bienes y valores internos de la comunicación.

Es más, precisamente el ejercicio de la autorregulación supone la mejor manera de evitar el riesgo de la regulación externa y de las injerencias ajenas -es decir, de la imposición de criterios distintos a los de la comunicación. Vertebrando la práctica de una actividad profesional en torno a sus propios valores y bienes internos es como mejor se la defiende de cualquier intento de controlarla o instrumentalizarla desde fuera. Quien sabe ser dueño de su libertad y usarla en beneficio de todos, no necesita lecciones ajenas: "Sólo desde la fuerza que da la responsabilidad se puede demostrar la ineficacia o la innecesariedad de otras formas de control" (Bel Mallen, 1991: 113b). No debe resultar extraño por consiguiente que siempre que se plantea la posibilidad de incrementar la regulación se escuche el lema de "autorregulación frente a regulación".

En este sentido, y en contra de la opinión de quienes la perciben como una amenaza o una restricción, la autorregulación aporta a los profesionales del periodismo un beneficio esencial. En efecto, en la medida en que se hace efectiva de verdad y entraña un compromiso sincero (y no una simple operación de imagen), la autorregulación contribuye como nada a la dignificación de la comunicación y de quienes la llevan a cabo. La mejora de la estimación pública de la actividad de los periodistas pasa necesariamente por la autorregulación ya que ésta es la manifestación más clara de su compromiso de servicio a la sociedad. Si en realidad cabe afirmar que "una profesión es una organización laboral humana capaz de autorregularse" (Bonete, 1995: 49; v. t. Bel Mallen, 1991: 117a), a la inversa es igualmente cierto que la autorregulación puede contribuir como pocas cosas al definitivo reconocimiento de la dimensión profesional del periodismo.

2. En segundo lugar, la autorregulación también debe distinguirse cuidadosamente de cualquier intento de control de la profesión o la actividad por parte de un grupo o sector dentro de ella deseoso de imponer al resto su modelo de lo correcto o, lo que es más frecuente, su interés.

En este sentido, la autorregulación debe procurar evitar imponer un modelo único de lo moral o deontológicamente mejor; un modelo que responda a concepciones parciales y no sea fruto de la confrontación, el diálogo y el acuerdo entre el mayor número posible de puntos de vista. Aunque se trata -como hemos dicho antes- de ir más allá de las normas mínimas del derecho, no hay que caer en la tentación opuesta de querer imponer un canon de perfección exclusivo que pretenda servir de modelo para todos los casos y circunstancias.

Esta es un riesgo permanente de cualquier ejercicio de autorregulación y la primera forma de evitarlo es teniéndolo presente. La autocrítica, la conciencia de las propias limitaciones y la posibilidad de adaptarse al hilo de las circunstancias y los casos son rasgos que no pueden faltar aquí. Nadie debe atribuirse el monopolio de lo mejor y menos en un ámbito tan complejo, plural y cambiante como el de la comunicación. Quien se lo atribuya comete su primera falta. La autorregulación no debe aspirar a un modelo único de comunicación perfecta, aunque sí puede corregir y mejorar esa comunicación para beneficio de todos.

La segunda forma de evitar este riesgo es consiguiendo que los mecanismos de autorregulación sean el producto del mayor número posible de interlocutores e implicados. Es sumando voluntades como mejor se evita que el resultado final lo controlen sólo unos pocos por poderosos que sean. Esto requiere a su vez que los mecanismos de autorregulación sean lo más participativos y transparentes posible, como mejor garantía de su imparcialidad y fiel reflejo del carácter abierto y plural de nuestras sociedades. Participando e implicándose todos es como mejor se evita el control interesado o la instrumentalización partidista de cualquier forma de autorregulación.

3. Por último, aunque no menos importante, la autorregulación de la comunicación no debe confundirse jamás con la autocensura. La autocensura es una limitación de la libertad del profesional por miedo a los poderosos, a quienes pueden poner la información a su servicio. Se alimenta del temor al poder económico, político o de cualquier otro tipo; del miedo a sufrir las consecuencias de criticar, importunar o no acatar esos poderes. A veces también se alimenta del interés egoísta, del afán de medrar o de acomodarse al estado de cosas más beneficioso, aunque para ello se tenga que engañar uno mismo o faltar a la verdad adulando al poderoso. La autocensura es uno de los peores males de la comunicación social.

La autorregulación, en cambio, nace y vive de la libertad. Y del valor. La autorregulación es un valiente ejercicio de independencia y autonomía. Frente a la instrumentalización de la comunicación en beneficio de fines ajenos, la autorregulación supone el compromiso con los bienes internos de la comunicación y representa por tanto un ejercicio de libertad.

En este sentido, es obvio que para que pueda existir la autorregulación se requiere una sociedad democrática. En una tiranía no puede haber autorregulación, hay censura, autocensura, miedo. Y con miedo no hay libertad ni cabe responsabilidad alguna(11). Pero la libertad no es condición suficiente para que se dé la autorregulación. También se requiere el compromiso y la voluntad -y en ocasiones, incluso el valor- de quienes llevan a cabo una actividad para guiarse por los valores y bienes internos de ésta. Justo al contrario de quienes interpretan la autorregulación como una restricción de la libertad, en realidad existe una correspondencia clara entre una sociedad democrática, responsable y libre y su nivel de autorregulación. Cuanto más se dé una comunicación social regulada por sus protagonistas (incluido, desde luego, el público) y guiada por sus propios fines menos sujeta estará a intereses y fines ajenos. Más libre será por tanto.

 

5. BIBLIOGRAFIA

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6. NOTAS

(1) Este trabajo obtuvo el Primer Premio de los Xºs. Premios a la Investigación sobre Comunicación de Masas (junio, 1998), convocados por el Centre de Investigació de la Comunicació y el Consell de l'Audiovisual de Catalunya, dependientes del Dpto. de Presidencia de la Generalitat de Catalunya.

(2) Para ello, además de las páginas virtuales de esta publicación, el correo electrónico facilita un buen mecanismo de comunicación. Mi dirección es <haznar@ceu.upv.es>.

(3) En 1997 fueron asesinados 26 periodistas y se estima que en los últimos diez años más de 500 periodistas han sido asesinados o han desaparecido en diferentes lugares del mundo por ejercer la libertad de expresión o de información.

(4) Así comenzaba la reseña de José F. Beaumont ("Patologías de la Información", El País, 1/11/1997) del libro del sociólogo francés Pierre Bourdieu sobre la televisión (1997).

(5) He desarrollado con más detalle los puntos que resumo a continuación en Aznar, 1999a: cap. II.

(6) Después de condenar los excesos del periodismo británico de los últimos años y comentando las propuestas de introducir medidas legislativas más restrictivas de la actividad de los medios, A. Smith destaca este riesgo: "Los instrumentos legales golpean indiscriminadamente y no existen garantías de que vayan a impedir las frivolidades protegiendo a la vez las investigaciones más serias. La distinción entre ambas cosas reside únicamente en los corazones y las intenciones de los periodistas y no es fácilmente definible sobre la base de sus actuaciones prácticas. Las propuestas [de introducir nuevas medidas legislativas] fueron retiradas por temor a que al intentar erradicar los abusos, el Reino Unido perdiera su verdadera libertad de prensa" (1995: 259).

(7) "La regulación jurídica de la libertad de información se limita al llamado aspecto negativo de esta libertad (libertad de o autonomía respecto al Poder). Las normas legales marcan la frontera entre el ejercicio del derecho humano a la información y el abuso de este derecho. Estos niveles mínimos deben garantizar una auténtica libertad de expresión" (Martínez Albertos, 1972: 190).

(8) "Los enemigos [del autocontrol] piensan que las normas que sirven de base para su ejercicio tienen el mismo carácter que las utilizadas por los tribunales de justicia. Sin embargo, las normas jurídicas impuestas por el Estado, en el uso legítimo de su poder legislativo, no son objeto del autocontrol. Las normas sobre las que se basa el ejercicio del autocontrol se mueven entre dos realidades: la conciencia personal de cada profesional de la información -periodista o empresario- y los códigos de honor o de conducta profesional de sus respectivas organizaciones profesionales; ése es el campo del autocontrol, y no otro." (Bel Mallen, 1991: 115b).

(9) Como destaca Bel Mallen: "La norma jurídica sólo entrará en juego con ocasión del incumplimiento flagrante del mandato legal. Sin embargo, antes de ello hay una extensa zona que debe ser igualmente respetada en bien del público y de la información misma, que sólo una adecuada actitud ética puede considerar." (1991: 113a)

(10) En realidad, el derecho también permite esta discriminación, como lo prueba la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre casos conflictivos relacionados con la libertad de expresión. Pero el hecho de que haya que acudir al más alto tribunal agotando todas las instancias previas, pone de relieve otra gran ventaja de la autorregulación: su gran economía de costes tanto en tiempo como en dinero.

(11) "Sólo desde la perspectiva de una absoluta libertad de información, sin ninguna clase de trabas a la misma, se puede entender lo que significa el autocontrol, porque éste debe ser consecuencia de la responsabilidad personal del profesional, y la censura sólo es concebible en un régimen de falta de libertad" (Bel Mallen, 1991: 111a).

 

CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 1

I.S.S.N.: 1138-9877

Fecha de publicación: diciembre de 1998