I.S.S.N.: 1138-9877

Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 2-1999



Tiempos difíciles para el patriotismo constitucional español

José Ignacio Lacasta-Zabalza

catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza.



"La tierra y la raza son abstracciones imposibles de asir; la historia se hace realidad dentro de lo que acontece a la gente, de lo que le pasa y de lo que, en vista de ello, se puede seguir haciendo".

Américo Castro, España en su historia. Cristianos, moros y judíos, 1948.

"En nuestra sociedad de nuevos ricos, nuevos líderes y nuevos europeos, el mero recordatorio de un pasado distinto del de los demás miembros del Club de Los Cresos resulta desestabilizador y molesto".

Juan Goytisolo, El cincuentenario de `Judíos, moros y cristianos´, 14 de mayo de 1998.



Guión: 1) El "patriotismo constitucional" y su incompatibilidad con la fundamentación "prepolítica" de España y su Estado: 1a) No toda historia española es constitucional 1b) El nacionalismo español y sus "prepoliticismos" 2) Un peligro para el "pluralismo político" del artículo 1.1 de la Constitución española: la mentalidad antiseparatista como aglutinante antidemocrático y uniformizador 3) Las dificultades reales y actuales del nacionalismo español: 3a) Breve recapitulación y cautelas metódicas 3b) El olvido en el patriotismo español y la consistente memoria de las nacionalidades 4) Final posible (con el permiso de Manuel Azaña y Benito Pérez Galdós): la voluntad democrática y geométrica -que no aritmética- de las partes y su encaje con el todo. Entre Europa y Marruecos o el verdadero lugar de España en este mundo.



1.- El "patriotismo constitucional" y su incompatibilidad con la fundamentación "prepolítica" de España y su Estado.

 

1 a) No toda historia española es constitucional.

El patriotismo constitucional es una definición usada por Jürgen Habermas que aquí se utiliza en un sentido delimitador más bien cultural. Si además le añadimos el adjetivo español, los objetivos indagadores de esta intervención adoptan unos contornos algo más precisos. Tampoco se trata de El patriotismo español, sino de uno de dichos patriotismos; eso sí -e ineludiblemente- el de carácter constitucional.

Esto no quiere decir que aquí se incorporen todas y cada una de las tesis de Habermas y a beneficio de inventario. Sus observaciones sobre el patriotismo constitucional ofrecen a las personas estudiosas del ámbito español una doble ventaja; por un lado, tienen una necesaria proyección normativa, la de los derechos fundamentales, y , por otro, sitúan el problema en un lugar muy parecido de las sociedades alemana y española: el de la memoria y el olvido de nuestro más reciente pasado histórico. Por lo demás, estas páginas hacen suyas las mismas precauciones críticas adoptadas con la filosofía jurídica habermasiana que ya expusiera en clara síntesis Juan Antonio García Amado en su comentario a Faktizität und Geltung..., libro hoy también traducido al castellano (J.A. García Amado, Doxá, nº 13 de 1993, pp. 235-258).

Nicolás López Calera ha comentado, a propósito de este concreto concepto de Habermas, que estamos ante "una identidad nacional fundada en la lealtad común con los procedimientos democráticos y con los derechos fundamentales" (N. López Calera, 1995, pág. 74). Es el propio Habermas quien ha dicho qué es lo queda fuera de esa identidad; al negar ese trabajado rango constitucional a las ideas ajenas a la libre voluntad política de la ciudadanía (J. Habermas, 1997/1998, págs. 178 y 179). Carece de legitimidad "la fuerza integradora de la nación" que "se hace derivar de algo dado prepolíticamente, de un hecho independiente de la voluntad política". Porque (y esto se suscribe aquí plenamente):

"Una nación naturalizada de esa suerte, tiende a neutralizar y eliminar por vía de homogeneización las contingencias históricas en la composición de la comunidad, consolidando y dotando así del aura de lo de siempre y de lo cuasi-natural a los límites que a esa comunidad le acontece contingentemente tener".

En lo que a nuestra experiencia toca, y desde esta democrática proposición, carecen de legitimidad las fundamentaciones que invocan una España, a lo Julián Marías, de "quinientos años de navegación en común", la idea joseantoniana -tomada en empréstito de Ortega y Gasset- de la "unidad de destino en lo universal", la más directamente orteguiana de la "empresa en común" (a no ser que sus componentes hayan dicho libremente que quieren su pertenencia a dicha empresa) y todas las llamadas a una Historia de España no compartida en libertad. Por supuesto, la Navarra medieval como hipotético antecedente institucional del ideal inalcanzado de Euskadi, la Marca Hispánica y la era carolingia supuestamente precursoras de Catalunya, las diferentes "independencias" perdidas en la periferia con los Reyes Católicos, así como la soñada "unidad nacional" del "tanto monta, monta tanto", no son sino datos también -en el lenguaje habermasiano- prepolíticos.

Lo que se precisa para delimitar este patriotismo es otra historia, otra historiografía constructiva. Que no confunda la historia institucional con la dimensión constitucional. No todo lo acontecido institucionalmente, por mucha relevancia que tenga como la tuvieron los dieciochescos y borbónicos Decretos de Nueva Planta, es constitucional. El patriotismo constitucional español tiene su punto de arranque histórico junto al reconocimiento jurídico -mejor o peor- de las libertades individuales y colectivas. Lo que sucede después del momento europeo de la Revolución francesa y sus consecuencias. "A partir de entonces y no desde antes", escribe convincentemente Bartolomé Clavero de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812, es de donde hay que arrancar para nuestros objetivos de deslinde y amojonamiento del problema (1998, pp. 261-286). Es preciso indicar que el intento de Cádiz en pos de "una Constitución, única y uniforme para todos los dominios que comprende la Monarquía española", así como la supresión de los "fueros particulares de Provincias y Reynos", se salda con un fracaso. Y no se logra, ya entonces, la "unidad nacional"; que no es sino un desorbitado proyecto -sintetiza Clavero de la experiencia gaditana- de "refundir más de un centenar de naciones".

En esta perspectiva, los Fueros vasco-navarros y los derechos históricos, desde su incumplida abolición por las Cortes de Cádiz hasta su espaldarazo normativo por la Constitución de 1978 (y sus Disposiciones Adicionales y Transitorias correspondientes) forman parte del Derecho constitucional español y, sincrónicamente, del -en la expresión de Bartolomé Clavero- Derecho histórico (vasco y navarro). Derecho histórico que no se refiere a su marca de antigüedad, pues de ser así habría que resucitar el Fuero de Sobrarbe, ni a privilegio alguno contrario a la igualdad del artículo 14 de la Constitución, sino a la Disposición Derogatoria 2 de la Constitución de 1978 sobre el Real Decreto de 25 de octubre de 1839 y la ley de 21 de julio de 1876. Y a la constitucional convalidación de la situación jurídica y tributaria de Navarra, siempre acogida ininterrumpidamente a la Ley Paccionada de 1841. Y ello pese al -escribe Clavero- "repudio generalizado de la historia por el constitucionalismo imperante". Constitucionalismo de la Nación España que no quiere hacerse cargo de su "historia solapada" y producida "por la inculturación de un par de siglos"; constitucionalismo oficial mayoritario que solamente contempla "historias" (siempre en sentido negativo) "de las particularidades conflictivas de unos nacionalismos" que considera "ya atávicos" (B. Clavero, 1998, pp. 261-286).

No es que no haya continuidad entre el antes y el después del movimiento constitucional. No hace falta recurrir a Alexis de Tocqueville; la hay y también su contraria discontinuidad. Pero, a partir de la Revolución francesa, se introdujeron en nuestro ámbito jurídico español -escribe Bartolomé Clavero- "unos poderes antes como tales inexistentes, el poder constituyente y el poder legislativo", que son "los que hacen posible la supeditación vista del sujeto al ordenamiento". De esos poderes y del proceso identificador de Estado con Nación -siempre dificultoso en España- nace la "pertenencia y dependencia de la persona individual y sus derechos respecto a la institución política y su ordenamiento" (B. Clavero, 1997, pp. 31-33). De ese mismo proceso emerge también el reconocimiento jurídico de los derechos individuales.

Por esas razones y otras, no es que aquí se desprecie la preconstitucional Historia española del todo o de las partes, ni se pretenda que nuestro ayer -islámico, judío y cristiano- sea una filfa sin enormes repercusiones culturales; sino que se ha escogido, sencilla y deliberadamente, la razón contemporánea de las justificaciones democráticas. Que, entre nosotros, tiene muy ilustres precursores republicanos de la talla intelectual de Manuel Azaña y del galleguista Castelao.

Pese a estas elementales precauciones, en el panorama actual del intelecto español, no ha desaparecido, ni mucho menos, la adscripción a -ni el regusto por- la deliberación nacional de corte prepolítico.



1b) El nacionalismo español y sus "prepoliticismos".


Andrés de Blas, en su oposición al empleo plebiscitario del derecho de autodeterminación por parte de los nacionalismos sin Estado propio, asienta sus personales e intelectuales criterios de preconstitucionalidad sobre el problema (A. de Blas, 1994, pp. 60-80). Al decir que:

"Un Estado con personalidad histórica definida, cuya mera existencia a lo largo de décadas y hasta de siglos constituye una nada desdeñable fuente de legitimidad, no puede desaparecer de la noche a la mañana por la decisión de un referéndum ocasional que seguramente introduce un punto de no retorno en la vida de millones de ciudadanos".

Por el momento, dejemos de lado a la Monarquía absoluta española y su secular desenvolvimiento protagonizado por las dinastías de los Austrias y Borbones. Manuel Azaña insistía mucho en esto: la "unidad de la Monarquía" no es histórica ni cabalmente "la unidad nacional". Mucho más cerca en el tiempo, el Estado sin atributos democráticos y constitucionales tampoco justifica nada. Pues si es verificable, que lo es, que el Estado franquista ha durado varias "décadas", al autor de la presente exposición le resulta imposible atribuir un mínimo de "legitimidad" a la "mera existencia" (en opinión textual de de Blas) del franquismo y de su militarizado soporte estatal.

Y de paso: ¿qué "legitimidad" tiene el golpe militar del 18 de julio de 1936, y la guerra civil desencadenada por esa acción facciosa, contra la Constitución republicana de 1931, sus derechos y libertades? Porque, a juicio de la tesis constitucional que aquí se propugna, tal acción golpista carece de cualquier razón que tenga como eje el patrocinio de la libertad y los "derechos fundamentales" del conjunto de la ciudadanía.

Pues hemos tenido que asistir a una polémica sin precedentes. La desatada en Italia por Indro Montanelli y otros en defensa del papel de Franco. Para esos publicistas -como Montanelli- el generalísimo tenía razón; puesto que nos "salvó" a los españoles del comunismo. Conviene, ante algo tan tremendo, no perder de vista los problemas de legitimidad, que son tan propios de la filosofía jurídica, y así no olvidar que lo de Franco y los suyos fue desde el principio un golpe dirigido contra la Constitución republicana y los Estatutos de Autonomía. Derechos ciudadanos, participación política, garantías jurídicas y normas autonómicas, que no reaparecieron hasta la Constitución de 1978 y su desarrollo.

Las diversas defensas de Pinochet, legales y propagandísticas, han esgrimido igualmente una y otra vez que "salvó a Chile del marxismo". Sin embargo, resuena como un rotundo mentís y un convincente llamado a la responsabilidad la argumentación jurídica de la radiada Alocución final de Salvador Allende a su pueblo (Hika, nº 92 de 1998):

"Os di mi palabra de que respetaría la Constitución y la ley y así lo he hecho. En este momento final, antes de que mi voz sea silenciada, quiero que aprendaís esta lección".

En España hay un cierto extravío de tan importante cuestión. En un libro de Paloma Aguilar, que es fundamental para comprendernos a nosotros mismos, se nos asegura de gran parte de la conciencia sociológica española actual sobre su propia historia que (P. Aguilar, 1996, pág. 360):

"Para muchos, el fracaso de la II República, que había desembocado en la Guerra Civil, se había debido, en buena medida, a los errores de los republicanos y a un diseño institucional que, además, los potenciaba".

Es preciso fijarse bien en los términos empleados. La República fracasada "desemboca" en la Guerra Civil. Como los ríos dan en la mar. Hay una relación causal (la metáfora naturalista no puede serlo más) entre República y guerra civil. Los errores republicanos (que nadie ha de negar) se convierten de este modo en algo cualitativamente diferente: en el, parafraseando a Ortega y Gasset, "Error República". Consiguientemente, se evapora en una proporción amplia de la conciencia social española cualquier idea de responsabilidad de cuantos prepararon el golpe militar del 18 de julio de 1936. Quienes así piensan, no pocos ciudadanos y ciudadanas, no conocieron la Segunda República, ni siquiera habían nacido en los años treinta ni, por supuesto, estuvieron en la guerra civil.

Esta versión de la "desembocadura" es particularmente ilegítima. Y puede entenderse sin dificultad con el ejemplo que a continuación se aduce. Supongamos que Miláns del Bosch y Tejero triunfan el 23 de febrero de 1981 (supuesto que, sabemos, fue posible). Y que se le hace responsable a Adolfo Suárez, por su desgobierno, de la "desembocadura" del régimen constitucional en otro de corte faccioso. ¿No sería ésta una interpretación absolutamente ilegítima -amén de injusta- para una persona que no hizo sino expresar su lealtad constitucional, incluso con un valor que es forzoso admirar? Pero lo peor de la culpabilización de Suárez (nada imaginada, pues el "desgobierno" fue el preferido argumento de la defensa jurídica de los golpistas ante el Consejo de Guerra) sería la exculpación de quienes prepararon militarmente tan ruin atentado contra la democracia.

En la actitud de la conciencia social española ante la República y la guerra civil hay un sobrevuelo del espíritu de vencedores y derrotados. Una conciencia oficiosa, que es la que da una acumulación de variados miedos y desmemorias voluntarias de diverso signo. Pero la filosofía jurídica no tiene por qué otorgar una mayor aquiesciencia al más poderoso ni carta de favor al olvido ni al miedo ; ha de buscar a Blaise Pascal para proponer siempre que la fuerza de la razón es superior a la razón de la fuerza y la Constitución al golpe de Estado.

Por lo demás, ya Elías Díaz había criticado ese uso indebido de los cursos finales de los ríos en tanto que metodología histórica. En concreto, que se dijera que "la avanzada democracia republicana desembocó en dictadura militar y eclesiástica tradicional". Porque a esa tesis fluvial le seguía otra no menos causalista y perturbadora; que "la dictadura desembocó en democracia" como explicación de la transición española de la que, como quien no quiere la cosa, se hace desaparecer toda la historia y avatares de la resistencia antifranquista, sus decenas de miles de fusilados -y no en la guerra- y encarcelados hasta la amnistía de 1977 (E. Díaz, 1994, págs. 90 y 91).

No se debe enmascarar en España la inestabilidad gubernamental republicana, los fallos y sectarismos de su izquierda, su mala comprensión de la relación entre mayorías y minorías, sus militarizadas, nada liberales ni democráticas Leyes para la Defensa de la República y de Orden Público, ni cuantos defectos republicanos puedan criticarse. Pero hay que concluir con Francisco Tomás y Valiente, como uno de los presupuestos esenciales para la reconstrucción de un patriotismo constitucional del "todo y de las partes" (F. Tomás y Valiente, 1993, págs. 195 y 196), que:

"Es evidente sin embargo que la República era el régimen legítimo, que sus graves problemas hubieran podido y debido resolverse desde la legalidad y la legitimidad y que el recurso al golpe militar, la rebelión generalizada y la guerra generó mayores y más profundos males que aquellos que se quiso `manu militari´ zanjar".

Lo que vino después, sobre lo que se ha cernido la inculta espesura del cobarde manto de la desmemoria, fue un régimen que -concluye Tomás y Valiente- "administró su victoria y gobernó España sin libertades y sin ánimo reconciliador".

Todo esto tiene sus repercusiones. Porque las fuentes de la actual legitimidad constitucional de las libertades hay que buscarlas en la Constitución de 1931 y en los valores democráticos del antifranquismo. Y, como más tarde se estudiará, si bien pudiera parecer algo obvio pero desdichadamente no lo es, la guerra civil y sus miedos, el régimen de Franco y la Dictadura de Primo de Rivera (junto a Alfonso XIII que los apoyó y sostuvo respectivamente) no pueden considerarse momentos fundadores ni presupuestos válidos -de ninguna manera- para el Estado social y democrático de Derecho del texto de 1978.

No hay que perder la brújula histórica de la constitucionalidad, pues nos ayuda a encontrar el norte de la legitimidad y la legalidad democrática. En cuanto a los nacionalismos de la periferia, todo sería más fácil si parecidas condiciones jurídicas que se exigen a las nacionalidades se requirieran a la misma idea constitucional de España. Nicolás López Calera, en su exégesis de lo sustentado por Andrés de Blas, opina que, entre otras situaciones extremosas, podría reconocerse el ejercicio plebiscitario de la autodeterminación de una comunidad "basándose en la protección de los derechos y libertades fundamentales" (N. López Calera, 1995, pág. 61). Si se ahonda un poco más, y tras la senda de Habermas, no habría que admitir tampoco otro aval legitimador de España y su Estado que el del acatamiento y puesta en práctica de esos "derechos y libertades fundamentales".

Todo esto no son fruslerías. Una de las consecuencias de este punto de partida puede ser que los Estatutos de Autonomía de la Segunda República española (su elaboración y desarrollo) pertenecen al depósito común del patriotismo constitucional español; en tanto que España como Imperio de "universales destinos", su simple existencia como Estado en el anterior régimen, es tan ilegítima y tan contrapuesta a la libertad como la propia dictadura militar del general Franco.

Andrés de Blas nada tiene que ver ideológicamente con Antonio García Trevijano (y de cierto que a uno y otro les molestaría el evento de tal proximidad). Pero no es menos cierto que García Trevijano también se ha adherido a una concepción "existencial" de España. "Las naciones -escribe García Trevijano- son meros hechos de existencia colectiva que cada generación impone, sin preguntar a las siguientes, con la familia, la religión y el paisaje donde nace" (A García Trevijano, 1994, pp. 23-25). De esos presupuestos existenciales, García Trevijano deduce que:

"España, como las demás naciones, no ha sido el fruto de una decisión voluntaria de sus pobladores, renovada cada día en una especie de `plebiscito de veinticuatro horas´, como decía Renan".

Andrés de Blas y García Trevijano deberían de ser más cuidadosos; porque, independientemente del aspecto poliédrico y nada unívoco de la filosofía política de Renan, ese "plebiscito" y esa voluntad democrática como respaldo de la acción nacional (elementos conceptuales constitutivos del derecho de autodeterminación), también les sacaban de quicio a los intelectuales franquistas de mayor vuelo. Así, Rodrigo Fernández Carvajal arremetió de concentrado modo selectivo, según lo estudia Javier Villanueva, contra ese " voluntarismo" renaniano (J. Villanueva, 1991, pp. 219-234). En nuestra filosofía jurídica, Luis Legaz Lacambra sostenía en 1972 su adscripción al concepto de España de José Antonio Primo de Rivera, y a un tiempo manifestaba su desacuerdo profundo con esas propuestas democráticas provenientes de Renan (L. Legaz, 1972, pp. 800-803). Decía Legaz Lacambra que:

"una nación no es, según la frase de Renan, un plebiscit de tous les jours, pues todo plebiscito implica la posibilidad de decir no en el momento que a uno le place".

Y eso es precisamente lo que aquí nos ocupa. Si España no es producto -como piensa García Trevijano- "de una decisión voluntaria de sus pobladores", el "patriotismo" que de esa guisa la defienda será cualquier cosa menos constitucional. Pues un patriotismo que no se atenga a las libertades democráticas y, una vez más, al catálogo de los derechos fundamentales, sí que es, como Jürgen Habermas lo denunciaba, un material verdaderamente inflamable; como lo es toda aquella cultura nacional que pretenda dotarse hegemónicamente del "aura de lo de siempre" (en la exacta reflexión del filósofo alemán); o, en nuestro ambiente, que intente pensar España al estilo de Legaz Lacambra, en tanto que portadora de -decía este iusfilósofo- "vínculos de la comunidad nacional" que "se sumergen en el pasado y se prolongan hasta el futuro" (L. Legaz, 1972, pp. 800-803).

Claro que Legaz se apoyaba en ese pasaje, expresamente y sin rubor, en el ideario falangista joseantoniano y en el de Ramiro Ledesma Ramos. Pero, igualmente, es imposible ensartar con razonamientos constitucionales, en la dirección habermasiana expuesta, una teoría -como la del filósofo Gustavo Bueno- en pro de la explicación de una suerte de formación objetiva de las naciones y de los Estados. Así, su "España objetiva" viene de la mano del predominio impuesto por su "cultura nacional-canónica" (G. Bueno, 1996, pág. 114). La España refundida de Gustavo Bueno es el resultado objetivado, casi cosificado, de una serie de previas "fundiciones" culturales de las naciones de menos fuste que la poderosa y "canónica" que domina al final. Para Bueno, la "cultura nacional-canónica" está "ligada al Estado moderno", y es el desenlace de un proceso anterior y necesario; de una "refundición de las nacionalidades étnicas (prepolíticas)". En la repetida "refundición" hay una "mezcla" de elementos, pero también una "hegemonía de unos componentes sobre otros". En lo que respecta a España:

"la nación española, como la nación francesa o la nación inglesa fueron el resultado histórico de esta refundición -un resultado muy anterior, por cierto, a los proyectos del nacionalismo político de la nación euskérica o de la nación catalana".

Todo lo cual es, con todos los respetos, un desatino completo. Salvo lo que dice Bueno de la "nación euskérica" y la "nación catalana", a las que se les puede agregar constitucionalmente la gallega, por enlazar lo sucedido en la Segunda República española. Tampoco esto será del agrado de Gustavo Bueno; pero en algo coincide con uno de los ideológos más importantes y mejor formados jurídicamente del nacionalismo vasco. El navarro Arturo Campión, de imposible clasificación por su variada militancia política, que se educó en el liberalismo jurídico del sexenio revolucionario y en unas primeras convicciones republicanas. Pues bien, Arturo Campión, como lo transcribía el académico y cronista foral -también surgido del liberalismo- Hermilio de Olóriz, creía así mismo que fue la guerra contra Napoleón la que introdujo la conciencia española en el área vasco-navarra; que fue mientras se produjo -afirmaba en 1894- "la guerra de la Independencia en que la comunidad de intereses, riesgos y aspiraciones provocó el predominio de la tendencia nacional sobre la regional " (H. de Olóriz, 1994, pp. 123-125). Pero Campión estaba a su vez convencido de una inversión de las conciencias en 1894, debida a la miope y triple acción de la Restauración canovista contra la lengua vasca, el concierto económico y los Fueros.

Inteligente interpretación la de Campión que hoy es desarrollada, con otros matices y proyecciones, por el historiador José Alvarez-Junco (J. Alvarez-Junco, El País de 20 de julio de 1997). Emoción compartida le llama certeramente este excelente historiador a la gestación de la conciencia española . Ya que "los lazos de las uniones políticas, como los de las amorosas, no pueden darse por supuesto". Hasta las guerras contra el invasor francés es históricamente -concluye Alvarez Junco- "dudoso que existiese una nación, un conjunto de sentimientos compartidos colectivamente". Esos sentimientos no son eternos y "han de ser renovados con alguna efusión de cuando en cuando". Y una advertencia que debieran tener más presente nuestros numerosos debeladores intelectuales de los nacionalismos periféricos:

En "España no ha vuelto a haber emociones semejantes a la de 1808-1814 en los casi 200 años transcurridos desde entonces".

La emoción descrita por el vasco-navarro Arturo Campión en las Cortes de España de 1894 se va a transformar, por la tradicional falta de palabra de Cánovas y la cerrazón de la política uniformizadora de esa Monarquía, en una conciencia antiestatista y luego, a los inicios del siglo XX, antiespañola. La guerra civil de 1936 fue un ejemplo de completa falta de conciencia común, donde la aniquilación de los "separatismos" instituyó el punto número uno del programa del bando anticonstitucional. Y, hoy día, sigue latente la misma carencia emocional ante la búsqueda de posibles objetivos comunes o compartidos.

De la conflagración antinapoleónica decía Manuel Azaña que "faltó un Estado bastante inteligente siquiera, para recoger la conmoción provocada por la guerra" y "también faltaron estadistas, pasada la guerra, para recoger políticamente el fruto de aquella conmoción nacional". Y sobró, lo recuerda Azaña, el rey felón; pues quien "ocupaba el trono de España más se atuvo a su despotismo, a su tiranía y a su poder personal que a los intereses de la nación" (M. Azaña, 1977, pp. 36-39).

Estas reflexiones de Azaña, pronunciadas el 27 de mayo de 1932 ante las Cortes Constituyentes de la República española, pertenecen a lo más intelectualmente despierto de nuestra historiografía constitucional. E indican, mediante un testimonio valioso, que el inicio del proyecto de Nación española -de rango así mismo constitucional- emerge al calor de esas "emociones compartidas" que produjo la Guerra contra los franceses de 1808.

Pero Azaña, en ese mismo discurso constituyente y en favor del Estatuto republicano de Cataluña, da por sentado que ni el liberalismo precedente ni la Corona, ni los dos de consuno, han engendrado la unidad nacional ni un Estado que democrática y cabalmente la represente; sino que han generado una "monarquía absorbente y unitaria" que no ha sido sino "una argolla para esclavizar pueblos". Azaña nada objeta a los ejemplos preconstitucionales, que tienen tal categoría ilustradora y no historicista -como su sugerente análisis del descentralizado poder de los Austrias- en su razonamiento parlamentario, sino que critica a la dinastía borbónica de los siglos XIX y XX, los de las Constituciones, por su particular "patriotismo". Concebido como "la oposición al sentimiento local de las regiones". Que identificaba "la fidelidad a la Corona, con la unidad absoluta y centralista de España" y con una "oposición irreductible a transigir con el sentimiento autonomista, particularista o regionalista".

De ahí que Azaña quisiera, precisamente, desconstitucionalizar el centralismo y constitucionalizar los Estatutos de Autonomía. Es muy curioso pero, hoy y dentro de las propuestas "prepolíticas", hay quienes, al margen de estudios histórico-constitucionales como el de Azaña, descargan toda la responsabilidad de las crisis desintegradoras de la identidad de España sobre los hombros de los nacionalismos periféricos. Y hasta relativizan la acción nefasta del centralizador franquismo en la remoción de los espíritus antiespañoles. Una vez más, es Andrés de Blas quien cree que "guerra civil, represión franquista y transición política son los pilares en que se asienta una crisis nacional española caracterizada por la significativa expansión de los nacionalismos periféricos" (A. de Blas, 1989, pp. 13-21). Es decir, que la crisis la crean o caracterizan "activamente" los "nacionalismos periféricos"; y una guerra civil contra los Estatutos de Autonomía republicanos o un régimen como el de Franco que prohibe las lenguas vernáculas se convierten, pues la metáfora es de una pasividad increíble, en meros "pilares" o asientos de las expansiones nacionalistas (que siempre son de las nacionalidades y no de la Nación impuesta por las armas). Es más, los nacionalismos para Andrés de Blas no crecen por su irracional persecución, no se disparan por la contención policial y militar del franquismo:

"no porque, como alguna vez se ha planteado, ésta sea la coyuntura -el franquismo- en que se afianza el Estado y la nación españoles en clave autoritaria".

Como Andrés de Blas no establece una mínima relación entre el nacionalismo español a la fuerza, con el protagonismo del Estado en esta función, y los nacionalismos de la periferia, su historia nacional se convierte en una rara serie de parcelas autónomas y desconexas. El nacionalismo vasco se crea a sí mismo (tesis no muy distante del errático y famoso bucle de Jon Juaristi) y ese ideario -finaliza Andrés de Blas- "no alcanza significación política relevante hasta la llegada de la II República".

Por el contrario, en 1880, ya terminada la segunda guerra carlista, el liberal y foralista navarro Juan Iturralde y Suit avisaba de las negativas derivaciones que "en el país eúskaro" (textualmente) podía tener el régimen uniformador, en lo jurídico y en lo cultural-lingüístico, que Cánovas promovía (J. Iturralde y Suit, Revista Euskara , tomo III de 1880, pp. 314-318). Escribía Iturralde y Suit en la hermosa y bilingüe Revista Euskara que:

"La insensata persecución de que es víctima este noble país; la antipatía y el desprecio con que se mira allende el Ebro cuanto de aquí procede, prueba evidente de la ignorancia que existe en ciertas regiones y comarcas respecto de nuestra manera de ser; la guerra, en fin, que se ha hecho a nuestras instituciones, a nuestras costumbres, a nuestra prehistórica lengua, a todo cuanto constituye nuestra especial fisonomía y es signo característico de nuestra nacionalidad, ha producido un efecto diametralmente opuesto al que muchos espíritus frívolos esperaban, y ha servido tan solo para acentuar un poderoso renacimiento en esta altiva tierra".

La "ley del movimiento y la resistencia" era para Iturralde la que se desplegaba peligrosa y progresivamente entre el autoritario uniformismo español y el mundo vasco-navarro. No era sino la diagnosis de lo que se veía venir. Porque, a finales del siglo XIX, se afianzó en todo el área vasco-navarra una fuerte conciencia antiestatista, que solamente en una parte es -así se autodenominaba- "eúskara". Toda esa conciencia se reconoce en el fuerismo (compartido por federalistas, eúskaros, liberales y carlistas). Pero el cuerpo filosófico y jurídico de ese foralismo es de inspiración liberal. Quien quiera seguir pensando que la foralidad de fines del siglo XIX era la negación de la libertad individual o cosa de carlistas e integristas sin remedio, como lo piensa y simplifica Jon Juaristi, que lo siga haciendo pues es más cómodo y no requiere tan siquiera el conocimiento del Derecho (J. Juaristi, 1997, págs. 91 y 92). Cómodo, pero de una irrealidad pluscuamperfecta y de una ignorancia de nuestra historia jurídica y constitucional que llama la atención; dado que los republicanos españoles más inteligentes, como Manuel Azaña, tenían estructurada hace mucho otra manera más próxima de analizar jurídicamente este asunto, tras la opinión anticentralista ya anteriormente esbozada por Pi i Margall y el federalismo español (M. Azaña, 1977, pág. 36):

"...y, siendo las regiones adheridas a la causa despótica de D. Carlos absolutamente indiferentes al problema dinástico porque lo que les importaba a los vascos no era D. Carlos, sino sus fueros, y lo mismo se podría decir de Cataluña, el liberalismo parlamentario, aliado en Madrid con la Corona, tuvo que combatir, al mismo tiempo que al pretendiente a la Corona, el movimiento fuerista..."

"Y esta desgraciada -finaliza Azaña- situación del liberalismo, aliado a la Corona reinante en Madrid, le impidió ser liberal con las regiones españolas". Lo que vino a continuación fue el "asimilismo" y el "militarismo" como procedimientos nada liberales de uniformar las zonas vasca y catalana.

No es lo mismo el fuerismo de inicios del siglo XIX combatido por Godoy, ni los intereses estamentales que representa, que el fuerismo paradójicamente mimado (al decir de Alejandro Nieto) por los centralistas moderados y combatido por los descentralizadores progresistas en la primera andadura del Estado constitucional, que el de los finales de ese mismo siglo y su tránsito hacia el XX. De este último dice en una entrevista el profesor de Derecho Administrativo -y experto en la historia de la foralidad- Juan Cruz Alli que: "en realidad el carlismo nunca vió el foralismo como una fórmula propia ya que era más bien liberal". Lo que ocurrió es que "luego se fue acomodando -el carlismo finisecular y del siglo XX- y adoptando un punto de vista de fondo más bien federal en el que Navarra sería parte de la federación española" (J. Fagoaga, Hika, nº 90 de 1998, págs. 16 y 17). Punto de vista posteriormente bastante dominante en el sector antifranquista (pues con un poco de memoria y decencia es preciso reconocer la presencia histórica de carlistas de ese signo) del carlismo liderado por Carlos Hugo.

El detonante de la conversión de la primera conciencia española de las guerras napoleónicas en su contraria, en el área vasco-navarra, hay que buscarlo no el movimiento de 1894, de fortísimas dimensiones sociales hasta entonces desconocidas y repercusión internacional, llamado la gamazada; sino que la raíz está en Gamazo, el Ministro de Hacienda protagonista de este gravísimo y cateto embrollo canovista que, además, no logra acabar con el fundamento de la Ley Paccionada de Navarra de 1841 y la hace pervivir hasta hoy mismo. De todas formas, hay un antes y un después de la gamazada que, al decir de los historiadores especializados, provocó "manifestaciones multitudinarias" y, desde luego, pese a los intentos de "homologar el sistema impositivo navarro con el común" por medio de la Ley de Presupuestos de Gamazo de 1894, lo que causó fue exactamente lo contrario: "la legitimación social de la Ley de 1841" (G. Monreal, 1998, pp. 191-208). La legitimación social de un sustancioso elemento componedor de lo que genéricamente, y sobre todo desde entonces, se comprende con la denominación jurídica de "los Fueros". Que con ese nombre, a partir de esos sucesos y hasta nuestros días, nacieron esos años las calles y monumentos navarros con ese rótulo foral.

Bajo el jurídicamente indeterminado nombre de Fueros se unían aspiraciones sociales y jurídicas muy diversas: la defensa de los comunales y de la propiedad municipal de la tierra, capital para los sectores sociales más pobres y retomada por los sindicatos de izquierda antes de la guerra de 1936; la conservación de un Derecho privado pirenaico que tiene como objeto hereditario la integridad de la casa; las consecuencias para la mujer (la viudedad navarra) y su muy reconocida capacidad para disponer de los bienes en usufructo (lo que explica también el diferente papel de las mujeres en esas sociedades con y sin mitos del "matriarcado"); la consideración de la herencia como un bloque económico no sometido al régimen de "legítimas" del Derecho común o castellano (como se decía), etc...Ensamblado todo ello por la necesidad de mantener el autogobierno institucional y económico (el régimen de conciertos) y por la protección de una lengua amenazada de extinción. Todo eso, y más reivindicaciones, querían decir los Fueros al término del siglo XIX para un testimonio tan acreditado como el del académico Hermilio de Holóriz y su hermosa crónica de 1894 La cuestión foral (H. de Olóriz, 1994).

La ahora reeditada y realista novela Blancos y Negros de Arturo Campión, muy del gusto de Miguel de Unamuno, que retrata a lo vivo y sin prejuicios todo ese mundo vasco-navarro de tránsito entre los dos siglos, lleva un subtítulo que da -y mucho- qué pensar; se subtitula unamunescamente Guerra en la Paz (A. Campión, 1998). Porque, ya sin guerras carlistas, las violencias físicas y morales están a la orden del día. No siendo las menores las destinadas a la erradicación coercitiva de la lengua vasca, a cargo de los Maestros y otras autoridades.

Como en la reciente historia de España hay muy poco punto y aparte y demasiado punto y seguido, según sugería Tierno Galván de la época de La Gloriosa, no ve quien no quiere ver la continuidad, y hasta la misma filosofía, manifestada en los Decretos contra el uso del euskera de la Monarquía de Alfonso XIII (Real Decreto de 18-9-1923, prolongado por lo publicado al respecto en la Gaceta nº 161 de 10-6-1930) y la franquista Orden de 16-5-1940 (B.O.E. de 17-5-1940). Se camina legalmente de la prohibición oficial del uso del euskera a considerar, en 1940, la "vida privada parcialmente incoercible" a los efectos de: "Desarraigar esos vicios del lenguaje". El hoy elevado a los altares televisivos de nuestro sistema político, José María Pemán, fue uno de lo primeros promotores y responsables estatales del aplastamiento franquista de las lenguas minoritarias. Los "dialectos" (un displicente concepto de esas lenguas que hizo furor bajo el franquismo), habría que reservarlos para "la intimidad del hogar" y para "los sabios, los cultos...los vacunados, los inmunes". Pemán propugnaba sin eufemismos "una política dura y represiva". Entre las medidas pemanianas figuraban: "despegar carteles y borrar letreros". Todo con un "estilo juvenil, expeditivo, un poco iconoclasta, de balilla y cadete". Y aseveraba Pemán "¡qué buen estilo para la política del lenguaje!" (J. Tusell y G. Alvarez Chillida, 1998, pág. 65).

Las consecuencias de ese funesto "estilo" todavía las estamos reparando en 1999. Pero hay algo que es de sumo interés para el presente discurso en términos de constitucionalidad y legitimidad. Pemán creía que se debía hacer toda esa política de tintes fascistas, o primorriveristas, o las dos cosas a un tiempo, porque la República había sido democrática con las lenguas y con los deseos autonomistas de las naciones de la periferia; porque el régimen republicano había permitido "esas vueltas rousseaunianas a todo lo primario y selvático".

Con un poco de investigación y teoría documentada que nunca sobra, como la de Antonio Tovar en su Mitología e ideología sobre la lengua vasca, podemos concluir que hay una muy estrecha relación, contra lo que afirma de Blas, entre la agresión del Estado contra la lengua y cultura vasca (canovista, de Primo de Rivera y Franco) y el surgimiento del nacionalismo de Euskadi (A. Tovar, 1980, págs. 200 y 201).

En la cuestión catalana, Manuel Azaña podía decir de la necedad de la Dictadura de Primo de Rivera que se trataba de "un régimen capaz de creer que ocho señores, cuchicheando en torno a la mesa de una habitación oficial, podían, por propia inspiración, sanear, en noventa días, el Estado español". Dadas esas bobaliconas premisas, se preguntaba Azaña por boca de ese régimen: "¿cómo no iba a creer que un sentimiento nacionalista como el catalán podía ser sacrificado por la violencia y el silencio?" (M. Azaña, 1977, pág. 21). Y el régimen franquista no hizo sino prolongar esa suma de violencias y acallamientos contra el catalanismo, que ya había agudizado lo suyo la dictadura primorriverista.

Así pues, estos nacionalismos periféricos nacen como decimonónico "proyecto político" en el fermento de la discusión democrática sobre la formación del Estado español. Es más, el nacionalismo vasco, más allá de las mixtificaciones literarias, de las sobadas, tópicas y ventajistas diatribas de nuestra desinformada intelectualidad contra Sabino Arana, no puede comprenderse sin la ya expuesta y antidemocrática política lingüística de la Restauración (de programado exterminio del euskera en la docencia pública y en el ámbito privado) y sin los ataques del sistema canovista al autogobierno vasco-navarro (el mencionado Ministerio Gamazo y su frustrada propuesta de supresión del concierto económico en 1894). Como en la cuestión catalana, este intento de extirpación forzosa de las culturas nacionales minoritarias se exacerba hasta el ridículo con la Dictadura de Primo de Rivera, se detiene brevemente por la inteligente solución constituyente propuesta por Manuel Azaña en el período republicano, para luego alcanzar el paroxismo de las irracionalidades en el régimen de Franco y durante varias, efectivamente, "décadas". Cortándose la sinrazón de nuevo, constitucionalmente, a partir del vigente y máximo texto legal de 1978 y los Estatutos de Autonomía que lo desarrollan.

Este ciclo histórico, y que sigamos hablando de él a finales del siglo XX, demuestra varias cosas. La primera de todas, que la "refundición" no se logró en España. Que los Altos Hornos estatal-canónicos de Gustavo Bueno funcionaban a lo chapucero y no lograron que se derritieran los metales nacionales catalán, vasco y gallego. Es más, que las políticas de fuerza y violencias varias, como las de Primo de Rivera y Franco, produjeron el efecto contrario y la reagrupación y el poderoso resurgir de los nacionalismos periféricos. Pero, sobre todo, hay una moraleja que no se ha de echar en saco roto. La racionalización pacífica de los conflictos nacionales de las diversas nacionalidades ha sido siempre, en España y en los términos habermasianos reiterados, de inequívoco signo constitucional. Con todas sus dificultades, la vía estatutaria de la Segunda República fue un gran paso; y, con todas sus insatisfacciones, los Estatutos surgidos de la Constitución de 1978, así como su controvertido artículo 2, dan una salida democrática y voluntaria (de un insuficiente pero auténtico concierto de voluntades) a este trance histórico.

Complementariamente, el porvenir de las nacionalidades y el de las libertades individuales ha estado siempre estrechamente unido en esa historia democrática que debiera de ser común. Se despliega con fuerza el asunto de la organización estatal durante el sexenio revolucionario, momento en el que se da el primer impulso potente a las garantías judiciales y a los derechos individuales de la ciudadanía. Se "pervierten consecutivamente" (la expresión es de Bartolomé Clavero) las garantías procesales y derechos durante la Restauración (B. Clavero, 1997, pp. 99-103). En cuanto a la libertad individual, Pi i Margall denuncia los efectos del Estado confesional de Cánovas y los suyos; con sus consecuencias negativas para la libertad de las mujeres, pues éstas se someten en el Código Civil al "vínculo de autoridad y servidumbre" de los maridos. En un sistema jurídico en el que la mujer -en palabras de Pi- "carece de personalidad". Una situación nada laica que distingue en su régimen familiar entre "hijos legítimos" e "ilegítimos", tal y como lo volvería a hacer el franquismo en su reencuentro con este pasado nada republicano ni liberal (J.I. Lacasta-Zabalza, 1984, pp. 246-259 y 329-332). La misma Restauración suscita la "cuestión regional" y la Dictadura de Primo de Rivera agrede a las libertades colectivas e individuales. Unas y otras que vuelven a respetarse, sincrónica y constitucionalmente, en la Segunda República. Luego, viene la suspensión y aniquilación de todos los derechos colectivos e individuales por el régimen de Franco, junto al retorno -en tono mayor- del Estado confesional o "semítico", como le llamó en 1968 Américo Castro por esa mezcla de religión y política solamente parangonable con Marruecos o Israel. Y la nueva normativización de las libertades, también en sincronización con los derechos fundamentales y el "derecho a la autonomía", tiene su génesis actual a través de la Constitución de 1978.

Por lo demás, comparar el proceso del Estado español, como lo hace Gustavo Bueno, no ya con el del inglés sino con el ejemplo francés, que nos es más próximo, es un histórico despropósito. La Revolución francesa, además de los métodos tiránicos y represivos contra las culturas minoritarias (bretona, corsa, vasca, etc...), gozó del apoyo popular en cantidades enormes. Apoyos humanos y emociones sin cuento que comprendieron los de no pocas personas provenientes de esas variadas etnias; que vieron en la enseñanza pública un modelo igualitario de integración social, en la separación de Iglesia y Estado una necesidad imperiosa, en La Marsellesa un cántico a su libertad y en el republicano Estado de Derecho un instrumento democrático a su servicio y al servicio de ese formidable "interés general" que en Francia tiene su nacional e histórica cuna. De las medidas de ese movimiento social da cuenta "un decreto de la Convención regulando la participación patriótica de toda la población en el apoyo a la guerra, incluidas mujeres y niños" (J. Villanueva, 1991, pág. 245).

Esto no tiene nada que ver con España, como lo escribía el magistral Américo Castro en 1968, ni con Rusia, a pesar de toda su revolución bolchevique (lo que era una muy sabia premonición de nuestro fenomenal historiador). Y esto no atañe solamente a las no integradas nacionalidades, sino a las mismísimas libertades individuales. Escribía Américo Castro en 1968 que "la revolución paulatina (siglos XVII-XVIII) inglesa, o la Terreur francesa fueron más innovadoras y fecundas para los valores que yo llamo `historiables´ en el hombre, que la revolución rusa" (A. Castro, 1997, pág. 62). Lo que se manifestaba para Américo Castro en 1968 era que, en el régimen franquista y en el de la URSS, no se habían realizado esas libertades humanas consistentes en atreverse a "pensar por su cuenta, o novelar, o salirse del redil". Logros que sí había desenvuelto la Revolución francesa y que explican esa "fundición", en el lenguaje de Gustavo Bueno, de la ciudadanía con un Estado que les garantizaba pensar y expresarse libremente.

Ciertamente, el informe de Gregoire a la Convención Nacional para "aniquilar los patois " y "universalizar el uso de la lengua francesa"; o el discurso de Barrère en 1794 contra el bretón, el alemán, el italiano y su convicción sobre que "el fanatismo habla vasco", nos revelan a lo crudo los métodos jacobinos para implantar "el uso único e indivisible de la lengua de la libertad" que es tan francesa como la "república, una e indivisible" (J. Villanueva, 1987, pág. 15). Como diría Vázquez Montalbán, el "imaginario popular" vasco-francés ha retenido en su memoria la atrocidad de la imposición lingüística. En las pastoralas de Xuberoa, que son unas representaciones teatrales y musicales interpretadas por toda una localidad, no es raro que aparezcan los jacobinos de uniforme militar, y las jacobinas con sus entallados vestidos Directorio, enarbolando amenazadora y ostentosamente un palo mientras increpan al público. Pero también el hablar francés fue una fuente de prestigio social y las nuevas ideas igualitarias (su crítica a los privilegios y a la Iglesia católica) calaron hondo entre no pocos vascos, que nutrieron las filas militares y políticas de la Convención republicana. Como esos seguidores de Robespierre y Danton que Pío Baroja retrata en su famosísima novela El aprendiz de conspirador (P. Baroja, 1976, págs. 204 y ss). Gentes posiblemente no muy cultas, como el sargento Etchepare, que se referían de idéntico modo a Saint-Just que a "Catón y Bruto, como si hubieran vivido todos en la misma época".

Los diputados vasco-franceses llevaron a la Asamblea revolucionaria, tras la convocatoria de los Estados Generales, dos posiciones diferentes y contradictorias. "Los Labortanos se embarcaban a toda vela en el torrente revolucionario", dice un relator tan especialmente autorizado como el navarro francés Jean D´Olaviñarre. Los navarros de la sexta merindad, de ultrapuertos o "ça-ports", manifestaron la clásica idea "de no consentir jamás que el Fuero se apeorase sino que se amejorase siempre". Los navarros del otro costado de los Pirineos preferían la soberanía a la libertad individual, como lo anota riguroso D´Olavignarre. En cambio los de Labourd, que llevaron su preciosa intervención escrita en euskera, "quemaban sus títulos históricos sobre el altar de la igualdad". Los representantes de Navarra se habían percatado de los peligros cuando "vieron brotar del seno de aquella Asamblea, la monstruosa concepción del Estado moderno absorbente, infalible, centralizador, omnipotente, con sus ejércitos permanentes, sus contribuciones y reglamentos". D´Olaviñarre es muy ecuánime sobre quién tenía la razón, si los vascos jacobinos o los defensores del Fuero navarro. Los dos o ninguno de los dos, pues escribía de los diputados jacobinos de Labourd: "De todas maneras no puede negarse que en sus aspiraciones había muchas ideas generosas y que han triunfado". Desde luego, es sencillamente genial y "generosa" su defensa en vasco de la libertad de imprenta, para que "cada ciudadano tenga la libertad de derramar, por la vía de la impresión, todas las ideas que crea útiles, bien a la cosa pública, bien al solaz y entretenimiento de su nación" (Revista Euskara, 1878, tomo I, pp. 273-280).

A fines del siglo XIX, el fuerismo vasco-navarro en España ofrecía, como sistema jurídico doctrinal, esa visión liberal del fuero como una combinación de libertad individual y soberanía. Esa es la idea de Arturo Campión, Sagaseta de Ilúrdoz, Hermilio de Olóriz o Iturralde y Suit. Y no es raro que la Revista Euskara, donde escribían todos estos intelectuales, prestase especial atención a lo que había sucedido en Francia. Junto con la prevención más completa contra el "Estado centralizador, absorbente" que había puesto en marcha Cánovas del Castillo.

Manuel Azaña pensaba que España se había quedado con lo peor de la Revolución francesa, que era el "militarismo centralizador, absorbente, jacobino" de "la organización interna del Estado". Y el Estado español no había aprendido nada de lo mejor del jacobinismo; que "destruyó, como bien sabéis, un régimen secular, despótico, católico, consagrado por una tradición de siglos". Y "lo destruyó en las personas que lo representaban y en el sistema legislativo", al tiempo que "varió la familia, la forma de propiedad". Para Azaña, el Estado español del siglo XIX adoptó el modelo centralista francés, pero sin libertad ni democracia y sin haber conseguido la unidad de las regiones (1977, pp. 27-29).

Luego es bastante poco verosímil, a no ser que aceptemos la tesis prepolítica y "existencial", lo que sostiene el profesor Ramírez: "en este lugar, llamado España, que, junto con Italia, fueron pioneros en realizar eso ahora al parecer tan mal visto y que llamamos la unidad nacional" (El País, 15 de enero de 1998).

No hay tal y España no es Italia ni Francia. Y se da entre nosotros, y no únicamente en Gustavo Bueno, una Filosofía de la Historia de carácter "prepolítico" como sustrato de una buena porción del nacionalismo español. Muy acusada en autores de la relevancia de Julián Marías y Laín Entralgo, debido al peso de las tesis sobre España de Ortega y Gasset entre no pocos intelectuales (tesis que también recoge, explícita e implícitamente, el citado libro de Gustavo Bueno). Es más, Gustavo Bueno adopta una actitud deliberadamente preconstitucional, pues critica la "Constitución española de 1978" porque en esta norma su defecto "se manifiesta, ante todo, en su armonismo, en tanto tiende a olvidar la incompatibilidad irreductible entre una cultura española común y las pretensiones de las ideologías que postulan que la cultura de su nacionalidad debe ponerse en pie de igualdad a la cultura castellana (no española)" (G. Bueno, 1996, pág. 114). Un pensador tan valioso en tantos otros aspectos como Gustavo Bueno, desde su patriotismo español nada constitucional que le ciega, no quiere darse cuenta de la experiencia histórica realmente acontecida; de los propósitos inalcanzados por el régimen de Franco para tratar de imponer una cultura española (no castellana) común que fuera incompatible con las culturas de las nacionalidades. Y sus desastrosos efectos, que pagamos todos, nacionalidades e individuos, hasta hoy mismo.

Pero la españolidad sin democracia de Gustavo Bueno no es un ejercicio de solipsismo. Pedro Laín Entralgo ve la "universalidad" de la Historia de España en las orteguianas "empresas" imperiales originadas por la "inmensa, casi infinita sed de horizontes nuevos y de realidades plenarias" que dieron lugar a la "conquista y colonización del Nuevo Mundo" (P. Laín Entralgo, 1990, pp. 298-301). Ideal de España antes teorizado por Ortega y Gasset (J. Ortega y Gasset, 1984, pág. 51); ya que:

"la incorporación nacional, la convivencia de pueblos y grupos sociales exige alguna alta empresa de colaboración y un proyecto sugestivo de vida en común. La historia de España confirma esta opinión, que habíamos formado contemplando la historia de Roma. Los españoles nos juntamos hace cinco siglos para emprender una Weltpolitik y para ensayar otras muchas faenas de gran velamen".

La fuerza de estas propuestas orteguianas es tal que la Corona española, el mismísimo rey Juan Carlos I, es quien las ha incorporado a su visión de España. Y lo hace nada menos que en su público balance La herencia de la Transición de 1995 (Juan Carlos I, 1995, pp. 6-10). España es para Juan Carlos I "un proyecto de vida en común" y "un precipitado de la Historia". España surge para el rey "de la Historia", de esa Historia "que es arriesgado desconocer o violentar". Y hay algo mucho más inquietante, pues en el discurso de la Corona:

"Nuestra unidad no nace de un artificio legal".

Es digno de estudio este discurso regio. Tiene ingredientes democráticos, pues acoge la libertad, la soberanía popular y los "derechos fundamentales"; pero posee demasiada prestancia el costado orteguiano y "existencial" de la Historia en detrimento de lo constitucional. Dado que la "unidad" de la nación y las nacionalidades, o es querida -y así ha de reflejarse en la Constitución- o no tiene nada que ver con el patriotismo constitucional español del que aquí se trata. En todo caso, este patriotismo y esa unidad del todo y las partes tienen un origen legal (del máximo rango) al que es bastante impropio degradar con el calificativo de "artificio".

La Corona no recurre en este artículo, ni en otros -y no pocos- representativos discursos, al constitucional concepto de las "nacionalidades"; palabra que no es usada ni una sola vez en La herencia de la Transición que aquí se cita. Como Ortega y Gasset y Julián Marías, la Corona prefiere el término de "regiones". El rey habla de la "solidaridad interregional", de la "unidad en la diversidad" (idea central de este artículo), así como de la teoría general armonizadora de la "unidad y diversidad de España".

Es bien sabido que Julián Marías reprobó, durante el proceso constituyente y a través de varios sonados artículos, la introducción del término "nacionalidades" (X. Bastida, 1998, pág. 25). Posición que ha mantenido y no en la exclusividad ideológica. Pues para un nacionalista español de cuño "prepolítico" (al decir del método de Habermas), admitir lo de "nación gallega" o vasca parece que le supone un auténtico sacrificio. Como al profesor de Derecho Político, y estudioso de la Segunda República, Manuel Ramírez, quien confiesa que "cuando tengo que explicar la Constitución a mis alumnos": "no entiendo lo de nación de naciones, plurinacionalidad ni demás inventos". Ramírez solamente entiende una España de "la patria común" (El País, 15 de enero de 1998).

Los problemas de esa idea única de nación no son pocos, máxime, si sabemos -y no metemos la cabeza debajo del ala electoral mayoritaria- que los 384.776 votos, obtenidos por el Bloque Nacionalista Galego en 1997, no comparten de ningún modo esa versión de la "única" nación porque sí.

Gran parte de la sociedad española, a tenor de las encuestas y de los votos emitidos, piensa como el profesor Ramírez. Pero es un pensamiento de escaso sentido democrático el que pretenda una sola nación para los cientos de miles de votantes del BNG o de Jordi Pujol; quienes cavilan regularmente, aun con todas sus diferencias y variedades, por medio de comunes resortes culturales de emociones siempre plurinacionales.

Dentro de este prepoliticismo español y excluyente, ha surgido en varias ocasiones el Estado como ente legitimador (y hasta forjador en el libro de Gustavo Bueno) de la nación. Pero es un Estado al que también habrá que someter a la prueba de la democracia y de las emociones voluntarias de su diversa ciudadanía.

Por de pronto, a este Estado contemporáneo habrá que despojarle de cuanto tenga idealmente de magia y dequímica. Pues está demasiado presente entre nosotros la justificación de la esencia nacional de España a través de su Estado objetivamente perceptible; o, si se quiere, la indebida -si no va acompañada de las libertades- identificación entre "nación única" y Estado realmente existente. Lo que tiene su muy elevada fuente intelectual y mágica en José Ortega y Gasset (J. Ortega y Gasset, 1955, pág. 167). Pues, en efecto y para este filósofo:

"El Estado ha sido siempre el gran truchimán".

El truchimán, el intérprete, es una palabra árabe que designa un oficio muy estimado de los judíos españoles. Que hablaban y traducían con soltura el árabe y muy diversas lenguas romances. Pero la imagen no es afortunada, porque el Estado español contemporáneo no ha poseído lo que se dice ese "don de lenguas" de nuestros judíos. Y puede privilegiar el idioma de los deberes antes que el de los derechos. Como el artículo 3.1 de la Constitución española: "El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla".

En su uso más común y familiar, tal y como lo expone el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española, el truchimán es: "Persona sagaz y astuta, poco escrupulosa en su proceder".

Con alguna probabilidad, dado que los árabes y judíos están prácticamente ausentes de la explicación "romano-canónica" de España por Ortega (salvo alguna enriquecida y erótica excepción de su última época), es en esta segunda acepción del Diccionario en la que ha de entenderse al afamado "truchimán".

Y, coherentemente, un patriotismo constitucional no puede incorporar a su patrimonio una teoría que admita la formación del Estado mediante astucias, magia y falta de escrúpulos. Tampoco es constitucional la orteguiana filosofíaquímica que concibe la nación española como un precipitado del Estado, la Historia o de ambos. El precipitado, en esta versión química recogida en el Diccionario de la Lengua, es: "Materia que por resultado de reacciones químicas se separa del líquido en que estaba disuelta". Ya que, para Ortega:

"toda unidad lingüística que abarca un territorio de alguna extensión es casi seguramente precipitado de alguna unificación política precedente".

Pero no es lo mismo la unidad idiomática y política francesa, logradas ambas por el terror aunque también con grandes dosis de pasiones democráticas ciudadanas, que las uniformaciones realizadas solamente a la fuerza y sin libertad ni consentimiento voluntario de sus destinatarios.

Se queja Thomas Mermall del reproche consistente en afirmar "que José Antonio se inspiró en ideas orteguianas". Justamente sostiene que es lo mismo que responsabilizar a "Marx del Gulag" o a "Nietzsche de la propaganda racista de su hermana" (T. Mermall en J. Ortega y Gasset, 1998, pág.17) En efecto, Hegel y Nietzsche no son los fautores intelectuales del nazismo como quería la crítica estaliniana; y como de Nietzsche lo pretendía hasta algún autor de alto coturno marxista -pero en servidumbre a quien mandaba- como Georg Lukàcs. Aunque, las fundamentaciones antidemocráticas, sin voluntades individuales libremente expresadas, sin pasiones colectivas, del Estado y la Nación de Ortega, así como los presupuestos "raciales" y los "caracteres de los pueblos" que los sustentan, son elementos que no necesitan ser manipulados por los ultraderechistas. Porque son concepciones que les vienen que ni pintiparadas para esa clase de inclinaciones políticas. Ortega decía en 1951 que "los españoles tenemos la ventaja de ser el primer pueblo que mandó en Occidente" y que, perplejidad de las perplejidades para quien lo lee, encima se nos nota. Pues "quien es perspicaz descubre siempre en un hombre individual que ante él se presenta si pertenece a algún pueblo que alguna vez mandó". "Este es el caso del español", sentencia Ortega (J. Ortega y Gasset, 1998, pág. 364).

Opiniones así llenaron gozosas páginas imperiales del franquismo y hasta la cursilería estética de películas como Jeromín. Y estas ideas prepolíticas para respaldar el "Estado objetivo" y hasta el Estado natural de España, estaban muy presentes en la filosofía jurídica franquista. Así, Legaz Lacambra prescindía llanamente de la democracia al considerar este ideario estatal. "El Estado -pensaba Legaz- es una realidad existencial connatural al hombre". Algo perfectamente extraño a la libertad de los seres humanos, hombres y mujeres, pues no "puede -prosigue Legaz- identificarse la libertad con las libertades fragmentarias, a menudo puramente formales y muchas veces incompatibles con un orden de vida, propias del liberalismo, como ha visto muy bien Ortega y Gasset". Y la cita de Legaz no es fortuita, pues se remite al estudio Historia como sistema de José Ortega y Gasset (L. Legaz, 1972, pp. 804-808).

La cegadora luz de Hegel había encontrado su pantalla española en 1928, por su "abstracción" y "razón" de la Historia, merced a la pluma de José Ortega y Gasset (J.I. Lacasta-Zabalza, 1984, pp. 53-59). Un Hegel de variados efectos jurídico-políticos, y motor de actitudes contrapuestas, tuvo su notoria presencia entre nosotros en los años veinte y treinta, vía seres tan dispares como Felipe González Vicén y Xavier Zubiri. Eso, pese a que Luis Recaséns Siches percibiera el tono de contra corriente que tiene un estudio de Hegel en 1929, cuando en toda Europa "el monismo histórico había caído en descrédito". Pero Hegel interesaba aquí porque, en significativas reflexiones de Zubiri en 1931: "En cierto sentido, Europa es Estado, y tal vez sólo en Hegel se ha producido una ontología del Estado" (J.I. Lacasta-Zabalza, 1984, pág. 59). Ese aspecto también le atrae a Ortega, pero más que nada son visibles las raíces hegelianas en su concepto de Nación. Ideas de Ortega que reaparecen en el proceso constituyente de 1978 para respaldar los deseos de "soberanía única de la nación española e interdicción del federalismo", tal y como ha sabido entresacarlo con brillantez -y buena búsqueda de las fuentes- Xacobe Bastida (X. Bastida, 1998, pág. 127).

No obstante, la "culpa" tampoco es de Hegel, ni de Ortega, sino de la presente falta de imaginación del mayoritario patriotismo español; de su extemporáneo, autosatisfecho y desmesurado orteguismo nacional. Pero estábamos con el Estado español, y ahora es de nuevo Andrés de Blas quien lo teoriza, sumándose al general esparcimiento de incienso sobre la figura de Antonio Cánovas del Castillo. Cánovas, que es alabado sin tasa por Andrés de Blas; lo que se debe a que el político restaurador contempla "la historia de España mediante el intento de buscar unas bases sólidas para la comunidad nacional" (A. de Blas, El País de 24 de Agosto de 1997). Y Andrés de Blas emite el siguiente juicio sobre Cánovas del Castillo:

"Su crítica a los planteamientos de E. Renan a este respecto, su desinterés por concepciones nacionales de signo étnico y su matizada identificación con una idea de nación política entendida como precipitado de la acción de la historia y del Estado constituyeron un interesante e informado intento, lo ha recordado C. Dardé, de reafirmar la idea moderna de nación española surgida en el siglo XVIII".

El arsenal de "prepoliticismos" es impresionante. La consabida crítica a Renan, de quien lo que molestaba y molesta no es su "etnicismo" ni su conservadurismo, sino su cotidiano "voluntarismo plebiscitario" como criterio configurador de las naciones. Como colofón, ya ha salido el "precipitado" en el raciocinio de Andrés de Blas; Ortega, como fuerza anímica motriz que explica el Estado español o la "nación política", al margen de la democracia ciudadana y de cualquier mirada constitucional.

Consideraciones críticas e históricas que aquí son totalmente procedentes, pues es a fines del siglo XVIII cuando nacen en Francia los Derechos del Hombre y del Ciudadano y el precioso lema de Libertad, igualdad, fraternidad. Por eso -observa ahora López Calera- la "historia demuestra que durante miles de años no hubo naciones y que las naciones funcionalmente desde el punto de vista político no tienen más de dos siglos" (N. López Calera, 1995, pág. 49). Lección generalmente aceptada, tanto más si se sabe que el Diccionario de la Lengua española no identifica hasta 1884 la nación con el Estado, pues anteriormente una nación era en castellano una "colección de los habitantes en alguna provincia, país o reino" (J.I. Lacasta-Zabalza y J.M. Martínez de Pisón, 1998, pp. 73-97).

Por estas causas, el antes criticado paralelismo de Ortega y Cánovas no es algo traído con artificiosidad, ya que ambos creen en "la nación por encima de la historia y de los hombres" (X. Bastida, 1998, pág. 128). Una historia sin seres humanos es la de este Estado que fabrica supuestamente "la nación política". Proceso que para Andrés de Blas es la "prolongación del estatal en hecho nacional" (A. de Blas, 1989, pp. 19-23). Un expreso -y así lo cita de Blas- "truchimán", aunque luego matice de Blas a Ortega que "no toda realidad nacional obedece a su impulso". No toda para de Blas, pero casi toda; pues sustenta este profesor una "idea de nación política -y de España- cuyo surgimiento es en buena medida consecuencia de una organización política anterior a la realidad nacional". "España -mantiene de Blas- constituye un claro y acabado ejemplo de nación de signo político o territorial, con independencia de la existencia dentro de ella de otras posibles realidades nacionales de signo cultural".

Bien a la contra, un patriotismo constitucional español, aunque discuta o ponga legítimamente en cuestión (lo que aquí no significa que le asista la razón) la soberanía de las nacionalidades, no puede recluir a éstas en un ámbito apolítico; sencillamente porque ni la Constitución de 1978 ni la de 1931 lo hacen. Y las Comunidades Autónomas tienen tratamiento jurídico, derechos y competencias (que vaya si las tienen). La discusión sobre la "ausencia de sujeto" (que los "derechos colectivos" no existen, etc...) parece, desde la experiencia y constitucionalización española, un perfecto sinsentido (G. Jaúregui, 1997, págs. 89 y 90). Los "derechos colectivos", como la negociación laboral de ese carácter, pertenecen a los sujetos individuales que los ejercen. De otro modo, y por ejemplo, habría que suprimir la Disposición Transitoria Cuarta de la Constitución de 1978, pues se refiere al ente no individual llamado "Navarra" y al procedimiento jurídico y plebiscitario "a efectos de su incorporación al Consejo General Vasco o al régimen autonómico vasco que le sustituya".

"Habitan un universo empobrecido -observa Bartolomé Clavero- quienes se empeñan en enfrentar derecho individual a derecho colectivo, individuo a nación, entendiendo que de tal forma, cancelando naciones y solapando la propia, es como se asegura lo primero"; que es lo principal sin duda: "el individuo y sus derechos" (B. Clavero, 1988, 261-286). Pero, al menos en el plano jurídico (lo que aquí se acepta expresamente):

"Sin aparato constitucional de sujeto colectivo no hay libertad individual".

Con todo, la historia la hacen los hombres y mujeres, que tejen o destejen las naciones y los Estados. Como lo escribía, con esa prosa que justamente ha elogiado Rafael Sánchez Ferlosio, Francisco Tomás y Valiente:

"La historia es libertad, no destino, y los sujetos colectivos que la hacen no son definidos desde la eternidad o desde unas inmutables bases naturales, sino flexibles y relativas construcciones políticas, lingüísticas y culturales".

Aseveración de Tomás y Valiente que huye, como de la peste, de cualquier prepoliticismo (F. Tomás y Valiente, 1993, pág. 194). De esta actitud aquí se toma buena nota para distinguir que una cosa es la Historia de España en libertad y otra sin libertad.

Que España existía antes de las Constituciones no tiene ninguna duda. Pero ese complejo y puro hecho no fundamenta ni legitima al actual Estado (ni a la Nación) y sí lo hacen sus procederes democráticos y la observancia de los derechos fundamentales. Es más, se hace difícil entender la desmesurada aversión en el seno de los nacionalismos periféricos al mero nombre de España, siquiera sea en su dimensión cultural. Porque, valga la ironía, hay una Historia de los heterodoxos españoles y no de la heterodoxia en el Estado español. Pero es más irracional todavía la iracundia que suscita entre los nacionalistas españoles el recurso constante de las culturas de la periferia a la idea de "Estado español". Porque, entre no pocas de esas personas de la periferia -y desde luego entre los dirigentes políticos de las nacionalidades- se mueve una idea cabalmente jurídica y democrática. Que no es otra que la de Hans Kelsen, cuando decía que en un mismo Estado hay quienes pueden "amarlo, inclusive idolatrarlo, y estar dispuestos a morir por él"; pero que también vivan en él gentes que posiblemente "lo odien, inclusive lo traicionen o permanezcan en su respecto completamente indiferentes". Pero nadie es ajeno, independientemente de su talante ante el Estado, a que "un mismo orden jurídico vale para esos hombres", pues es algo incontrovertible que "su conducta se halla regulada por un mismo orden jurídico" (H. Kelsen, 1979, págs 292 y 293).

Además, esa concepción jurídica del Estado español hace entrar en convergencia esa posición del nacionalismo de las nacionalidades con el patriotismo constitucional español más elaborado (F. Rubio Llorente, El País, 10 de septiembre de 1998). Así, es Rubio Llorente quien sostiene que:

A) "Desde el punto de vista sociológico, o histórico, o político, puede decirse que España no ha logrado nunca su unidad nacional, o que la perdió si alguna vez la tuvo".

B) "Desde el punto de vista jurídico, guste o no, todo nuestro sistema constitucional está construido sobre la hipótesis de esa unidad; más precisamente, sobre la transformación de esa hipótesis en realidad jurídica".

En esa "unidad jurídica" rematada por el Estado coinciden, "guste o no" como dice Rubio Llorente, los idearios de la nación española y de las nacionalidades. Pese a esto, hay intelectuales, que son inteligentes y escriben bien como Antonio Muñoz Molina, que, al llegar a lo del Estado español en boca de los dirigentes de la política de las nacionalidades, pierden los estribos y elaboran tesis propias de un nacionalismo español absolutamente prepolítico (El País, 9 de noviembre de 1997). Desde ese sitio tan incómodo, Muñoz Molina dice que:

"Existía, aún parece que existe, una cosa llamada Estado español, término que los nacionalistas copiaron de Franco".

Y, según la lógica absurda de Muñoz Molina, habría que cambiar la Constitución de 1978 para que el rey fuera el Jefe de España y no el Jefe del Estado español (art. 56.1). Y los que padecimos el régimen franquista, estábamos equivocados y no escuchábamos gritar a su generalísimo ¡Arriba España!, sino ¡Arriba el Estado español!

Bromas aparte, no hay que ver en el uso del concepto estatal lo que no se ve; y es preciso buscarle, si es que queremos integrar y no desintegrar, su lado kelseniano y positivo. Sin que eso suponga dejar de criticar que únicamente se hable de España en un sentido negativo; sin saber distinguir -con la elegancia de Manuel Azaña- entre español y españolista.

Ya que hay una cultura española, escribía de su modernidad problemática Américo Castro, entendida como "porción de Europa" al par que "en continuo trueque de influjos" (A. Castro, 1983, pp. 19-23). Aunque "lo indiscutible del pasado español muchas veces no lo es".

En realidad no hay nada indiscutible de nuestro pasado. De modo que, sin renunciar a lo historiable, es mejor apoyarse en nuestro presente constitucional. A la retórica de los Descubrimientos (de tan larga duración) -y de la Historia grandilocuente- hay que oponerle que ya en el siglo XVII había quienes, como el fabuloso Baltasar Gracián, creían que nuestras empresas en el Nuevo Mundo eran una ruina económica. No es casualidad que en El Criticón diga la Fortuna a los franceses que "los españoles son vuestros indios" que "os traen a vuestras casas la plata ya acendrada" para, al final, quedarse los ibéricos "con el vellón cuando más trasquilados" (B. Gracián, 1967, págs. 40, 41 y 696). Tampoco se le escapaban a Gracián, en su libro El Político Don Fernando el Católico, los enormes obstáculos para la unidad de España, pues "en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir". Nada que ver, pensaba Gracián, con Francia, cuya geografía facilita la construcción de un reino "homogéneo dentro de una provincia"; y cuya cultura se nutre de "la uniformidad de leyes, semejanza de costumbres, una lengua y un clima". Factores que al reino de Francia "al paso que lo unen entre sí, lo separan de los extraños".

Unos doscientos años más tarde, en 1877 y en la segunda edición de su clásico libro Las nacionalidades, ya en la Restauración y a la vista del cariz que tomaban los acontecimientos, Francesc Pi i Margall advertía que la "unidad política" a la fuerza había llevado a España "a la imposibilidad de constituir nada como no haya sido el despotismo"; uniformización siempre pensada "contra las tendencias y las tradiciones de nuestro pueblo" (F. Pi i Margall, 1877, pág. 284).

La "unidad religiosa" a la fuerza, promovida desde el Estado, pretendió durante largos períodos ser el sucedáneo de la unión de los españoles (desde Fernando VII a Franco, pasando por Cánovas del Castillo). En 1814, una de nuestras mejores cabezas, José María Blanco White, profetizaba con pesimismo y lucidez lo que iba a ser nuestro trágico e irracional destino. Una de las llaves para abrir las puertas del cerrado edificio constitucional español era, para Blanco White, la libertad religiosa. Quizá por convertirse al protestantismo, Blanco poseía esta reflexión tan penetrante acerca del necesario pluralismo que es digna de todo encomio. La imposición de la religión católica a los liberales es peligrosísima. No puede uno evitar acordarse de nuestra guerra civil y del régimen franquista cuando Blanco vaticinaba que "cada genuflexión forzada es un voto al cielo por la destrucción de los que la exigen con las armas en la mano". "Lo que quisiera hacerles entender -rogaba Blanco a los españoles- es que la opresión en estas materias es el medio más cierto de propagar la incredulidad que los atemoriza, y con ella el encono más cruel contra todos los fautores de la opresión y la religión, que es su pretexto". La palabra odio es la que Blanco repite para explicar el sentimiento creciente entre liberales y serviles. Y Blanco tenía un remedio constitucional muy consistente: "libertad de profesar la religión que a cada cual dicte su propia conciencia". Era necesario un gobierno de la nación española "fundado en la libertad religiosa y civil". Este es el remedio auténtico "para poner a la nación al nivel que le pertenece entre las demás de Europa".

Blanco White no se hacía ilusiones. En lugar de aprovechar el tremendo movimiento patriótico de oposición a los ejércitos napoleónicos, el balance en 1814 es "la grande desunión civil y política en que ha quedado -España- de resultas de la invasión francesa" (J. M. Blanco White, 1971, pp. 259-269).

La "unidad de España", que no hay que confundir con la existencia de la Corona y la permanencia institucional en varios continentes, siempre ha sido frágil y difícil. No hay esa Weltpolitik por la que "nos juntamos hace cinco siglos" como vimos que quería Ortega. No es nada exagerado decir que esa política desintegró más que integró a los españoles. Así lo deducían, desde el siglo XVII, sus hijos más agudos como el aragonés Baltasar Gracián. Y si la política no es exactamente comparable con el arte, algo de verdad hay en que, al decir de Américo Castro, los "fenómenos máximos de la civilización española no son calculables racionalmente sino estimables afectivamente, y así casi nada aparece indiscutido y bien afirmado" (1983, pp. 19-23).



2.- Un peligro para el "pluralismo político" del artículo 1.1 de la Constitución española: la mentalidad antiseparatista como aglutinante antidemocrático y uniformizador.

La unidad consentida y querida, como en el amor, es una gran cosa. Pero el divorcio, contra lo que se nos explicaba jurídicamente en el régimen franquista, no es una institución luciferina. Cuando la convivencia se hace insoportable, puede ser hasta necesario. En cualquier caso, casi nadie negaría hoy a mujeres y hombres ese derecho elemental a irse de lo que puede perfectamente ser un infierno.

El símil viene al caso, porque gran parte del nacionalismo español (intelectual, social y -perdón por la palabreja- "mediático") se asienta sobre una especie de negación del derecho al divorcio de las nacionalidades. Aunque los nacionalistas de las nacionalidades no lo hayan pedido en la práctica, sino que simplemente han indicado la conveniencia moderna de introducir tal institución. Es como si dijeran los antiseparatistas que "el matrimonio es mío y de nadie más". Lo cual es un perfecto absurdo, un riesgo para la coexistencia pacífica y ciudadana; y va en contra hasta de las capitulaciones matrimoniales del actual Estado autonómico.

Nos detendremos en este aspecto. Pero vaya la tesis por delante: un patriotismo constitucional español, del todo y de las partes, no puede aglutinarse sobre algo tan primario y de, en expresión de Miguel de Cervantes, tan "poca sal en la mollera" como el antiseparatismo. Porque este nacionalismo español, en casi todas sus variedades actuales, parece que no sabe decir más que No. No al nacionalismo vasco en todas sus modalidades, no a Pujol, no al Bloque galleguista, no a todos juntos, a Esquerra Republicana y a Eusko Alkartasuna, no a los derechos históricos, no al derecho de autodeterminación. Y así sucesivamente, sin ni siquiera formular lo que las gentes bienintencionadas y de orden espetaban a los manifestantes universitarios contra Franco: ¡pero qué quieren!

De momento, digamos que convencería más un , como en -ya vuelve la metáfora- los enlaces nupciales o cualquier unión afectiva. Un proyecto que convenciera y que no se limitase a negar sin aducir razones bien expuestas y atractivas.

Esta mentalidad antiseparatista se expande por diferentes lugares sociales de España y termina en un peligroso magma ideológico que, sin embargo, no incluye -y por esa desintegración cultural es peligroso- a las partes interesadas de la periferia.

Lo primero, no es raro que parta de presupuestos absolutamente falsos o popperiana y fácilmente falsables. Escribe Antonio Muñoz Molina (El País, 9 de noviembre de 1997):

"Si nadie se reconoce como español, salvo unos cuantos ancianos que aún escriben cartas al director en ABC , ¿quiénes son entonces esos españoles tan opresores, tan culpables de todo?

Por lo visto, la Corona no se reconoce como española y sus invernales discursos de la Pascua militar hablan año tras año de los derechos de las nacionalidades; tampoco García Trevijano es un nacionalista español (ni su citado libro tiene varias ediciones); Lo que queda de España no es una exitosa obra de Federico Jiménez Losantos cuyo título se corresponde con su contenido; Aleix Vidal Quadras defiende en realidad al nacionalismo catalán, en tanto que Gustavo Bueno no plasmó su patriotismo antiseparatista en su difundida obra El mito de la cultura y Andrés de Blas no es el del "precipitado" ni el del "truchimán". Julián Marías no existe y publicistas como Manuel Ramírez no llenan tenazmente los periódicos de su preconstitucional nacionalismo español. Alfonso Ussía simpatiza en realidad con los obispos vascos y, en particular, con Setién. Las tertulias radiofónicas de gran audiencia se han convertido en entusiastas de Xavier Arzallus y, en fin, no leemos lo que leemos ni llega a nuestro pabellón auditivo lo que se dice un día sí y otro también.

Más allá de la ironía que suscita la distancia de Muñoz Molina de lo que realmente pasa, lo que ocurre es que el nacionalismo español es culturalmente débil, democráticamente inconsistente; porque resulta a ojos vista insuficientemente constructivo y no se presenta más que como algo que impide, que destruye, que niega.

Así que -y no es el ABC quien lo dice- una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas nos revela que "Dos de cada tres españoles rechazan la autodeterminación del País Vasco" (El Mundo del País Vasco, 6 de agosto de 1998). La noticia confunde la autodeterminación con la independencia, ya que nos comenta "que el 54% de los catalanes se muestra contrario a la independencia". Nada nuevo bajo el sol, porque la encuesta del mismo CIS de marzo de 1997 sobre lo mismo (que se ve que les preocupa) arrojaba idéntico saldo de aturdimientos, pues, fuera de Cataluya y el País Vasco, el 49,8% de la gente entrevistada "entiende por derecho de autodeterminación la independencia" (El Mundo, 30 de marzo de 1997).

Esto es, el gran público antiseparatista no tiene ni idea de lo que es el derecho de autodeterminación. Ni siquiera escucha con atención los telediarios que nos informan que Puerto Rico quiere autodeterminarse con tres opciones: a) ser Estado libre asociado b) ser independiente (alternativa, como en Catalunya, minoritaria) y c) incorporarse con plenitud a los EE.UU de América. Todo eso si el Congreso norteamericano da el visto bueno al plebiscito portorriqueño.

Nos asegura el Centro de Investigaciones Sociológicas de su última encuesta que (El Mundo, 6 de agosto de 1998):

"para una amplísima proporción de la opinión pública española los conceptos de autodeterminación e independencia son intercambiables".

Puestos a intercambiar, también podrían hacerlo por el federalismo o la confederación, por el Estado libre asociado o por cualquier otro concepto, dada la ignorancia existente sobre la materia. Ignorancia fomentada y querida, porque hasta TVE nos enseña alguna vez que otra la ubicación de Puerto Rico, Quebec, Chekia o Eslovakia. Esa conciencia española mayoritaria no sabe qué es la autodeterminación, pero en tratándose de Catalunya y Euskadi, el CIS deduce que a la misma opinión pública ese derecho le "provoca reacciones fuertemente contrarias" e "irritación". Y lo que más molesta de eso que se desconoce, para que se vea lo poco democrática que es esta mentalidad, resulta ser:

"el hecho sólo de que se hable de la posibilidad de la autodeterminación del País Vasco y Catalunya".

O sea que lo que quiere esa "opinión pública mayoritaria" no puede ser menos democrático ni más revelador: "que no se hable" de esas cosas. Y que no lo hagan, sobre todo, las gentes vascas y catalanas; aunque a las gallegas parece que también les ha llegado el turno del chitón.

¿Así que no existe el nacionalismo español? ¿y cómo llamar a "una opinión pública mayoritaria" que no desea ni que se hable de los derechos nacionales vascos y catalanes? ¿cosmopolita? No procede engañarse, pues esa mentalidad dominante (no en el área vasco-navarra, Catalunya ni Galicia, y de ahí la fractura cultural) es un nacionalismo español muy basto y nada constitucional.

Eso rezan las encuestas, realizadas sobre ese punto autodeterminante por el CIS desde 1984. A pesar de todo, Arcadi Espada, en un raro ejercicio de fantasía creadora, piensa que solamente hay "nacionalismo español" en el ABC y sus portadas, cuando "un grupo de soldados desfila" o juega "la selección nacional de cualquier cosa" (El País, 24 de julio de 1997). Lo mismo dice Félix de Azúa, que localiza el exclusivo nacionalismo español en el periodismo de Jaime de Campmany (F. de Azúa, El País, 24 de julio de 1998).

Sin embargo, el CIS y no pocos intelectuales cuya obra hemos comentado, demuestran la expansión de un nacionalismo español de corte excluyente, nada pluralista, sin alternativas inteligentes, de enteca proyección cultural y amplias dimensiones sociales. Es como si todavía hubiera muchos maridos que, como en épocas pasadas, recriminasen a sus mujeres con el brutal "tú, te callas".

No son los medios de comunicación los que crean, sino los que refuerzan esta conciencia antiseparatista. Pierre Bourdieu ha realizado un estupendo estudio, con el recuerdo del Diccionario de lugares comunes o literalmente de ideas recibidas de Gustave Flaubert, del fenómeno de los tópicos audiovisuales al por mayor (P. Bourdieu, 1997, pág. 39):

"Las `ideas preconcebidas´ de que habla Flaubert son ideas que todo el mundo ha recibido, porque flotan en el ambiente, banales, convencionales, corrientes, por eso el problema de la recepción no se plantea: no pueden recibirse porque ya han sido recibidas".

El antiseparatismo es un tópico ya recibido de diverso origen. Parece que el español siempre ha llevado muy mal que "otro no quiera ser como yo". Y se ha creído que eso es "igualdad", cuando estamos ante el amén y la uniformidad. La Inquisición, como denunciara con una sagacidad sobrecogedora nuestro cristiano erasmista Francisco de Enzinas, tenía como destinatarios predilectos de su persecución a los intelectuales, a los lectores impenitentes y "a los que empiezan a destacar en cargos e influencias" (F. de Enzinas, 1992, pp. 262-266). Ese afán nivelatorio no quiere decir que el Santo Oficio quisiera la libertad de los seres humanos, sino más bien lo contrario. Pero la sociedad participaba en esas tácticas inquisitoriales, por medio de la delación y los malsines de oficio o de beneficio. Américo Castro, Juan Goytisolo y Jiménez-Lozano nos explicarían que eso que vulgarmente se llama "envidia" no es tal, sino un feo hábito histórico-cultural de nulo respeto español al progreso del prójimo, a las libertades de conciencia y a la intimidad de los demás. Pues con el antiseparatismo pasa algo parecido. No se pretende que los catalanes sean iguales que nosotros, sino que no sean diferentes. Si se leen atentamente las encuestas del CIS, parece que la opinión pública de las mayorías tiene la siguiente proposición: "nacionalistas de las nacionalidades, ¡no lo seáis ni nos hableís de vuestras cosas!".

El antiseparatismo español no ofrece a los nacionalismos periféricos el común cántico de una suerte de Marsellesa. Sino que les señala con el dedo como gentes que inconvenientemente destacan, que son de otra manera y hablan otras lenguas. Les acusa de insolidarios o de "egoístas", de no querer repartir lo suyo con los demás. No en vano la filosofía jurídica de Legaz, con remisión expresa al fundador de la Falange y en este pasaje a Gonzalo Fernández de la Mora, defendía que: "El nacionalismo, dijo José Antonio Primo de Rivera, es el individualismo de los pueblos". Por supuesto, Legaz no se refiere al nacionalismo español sino al otro; que "es un error análogo al que con respecto al individuo aislado significa el individualismo" (L. Legaz Lacambra, 1972, pág. 803).

Una fuente principal de producción de este tipo de ideas puede extraerse de las Obras de José Antonio Primo de Rivera. Que, en este aspecto (en otros no) hay que reconocer que adquirió su éxito bajo el régimen de Franco. La estrategia de José Antonio es la de sembrar la sospecha sobre las intenciones de catalanes y vascos. En 1934 decía que no había inconvenientes en dar un Estatuto de Autonomía a León (aunque allí no lo hubieran pedido) (José Antonio Primo de Rivera, 1959, pág. 287). Otra cosa es a Catalunya, con su "crecimiento de un separatismo que nadie refrena". "¿Que quedará -se dolía José Antonio- de lo que fué la bella arquitectura de España?". Vigilia joseantoniana contra las "regiones minadas de separatismo" en la que le acompañó la dictadura franquista tantos y tantos años.

Así que "lo que queda de España" ya se había formulado en un 23 de julio de 1934 por el fundador de la Falange. Lo lamentable es que todavía dure, pues el antiseparatismo de hoy no se alimenta tampoco más que de sospechas. Que no es sino una irracional forma de manifestar el miedo a lo otro, a los otros.

Todas las encuestas nos dicen una y otra vez que, en las nacionalidades históricas, solamente es una minoría la partidaria de la independencia. Minoría que crece, sin embargo, hasta alcanzar dimensiones importantes, cuando se refiere a los deseos autodeterminantes. Ya que, en esas nacionalidades, se sabe normalmente que es una completa falacia la conversión obligada de la autodeterminación en independencia. Siempre según la misma fuente del CIS, en 1997 y en Catalunya y País Vasco, un 47,9% estaba "en contra" de una entidad entidad estatal independiente para su nacionalidad, en tanto que un 41,8% se pronunciaba "a favor" del derecho de autodeterminación y un 34,2% en contra del ejercicio de tal derecho.

Un autor tan experto e inductivo como Javier Villanueva detecta en el área vasca hasta cuatro conciencias diferentes sobre el problema. Desde quienes viven la autodeterminación como una gravísima "deficiencia democrática" impuesta por la fuerza, hasta "la gente a la que no le dice nada" ese derecho, pasando por quienes lo ven justo pero no urgente y por las personas que tienen esa bandera por "innecesaria, inoportuna y perjudicial" (Hika, 1997, págs. 26 y 27).

Y todo esto no se conoce porque no se quiere conocer; porque los matices, de los que el agudo artículo de Villanueva es un feliz muestrario, tan necesarios para los razonamientos, son inconvenientes para las creencias. Y el antiseparatismo, como tantas actitudes de los españoles es una creencia del mismo calibre que el extendido, popular y grosero vicio de "no escuchar".

Es curioso, y desgraciado, cómo se han potenciado nuestros vicios y creencias a través de los modernos medios de comunicación. Víctor Pérez-Díaz descubre los mismos malos modos de los políticos profesionales en la gente de la calle. Una sociedad en la que "las gentes no se escuchan, obsesas como están con sus puntos de vista". Aunque esa obsesión proviene más bien -como apuntaba Américo Castro- del carácter de creencia incontrovertible que se atribuye a las propias ideas. En una tertulia radiofónica de alto copete, o en cualquier bar, los que intervienen "se quitan la palabra unos a otros" y "con objeto de vencer la resistencia a escuchar, se fuerza aún más la voz y se busca impresionar por procedimientos como el énfasis emocional" (lo que, una vez más, no acompaña -no puede- a las razones bien construídas sino a lo que se cree). En la política todo tiene un mismo objetivo que en las conversaciones públicas: la "identificación de gentes como amigos o enemigos" (V. Pérez-Díaz, 1996, pp. 65-73).

Desdichadamente, desde las nutridas huestes del antiseparatismo español, los enemigos políticos son los nacionalismos periféricos.

Sigue, en proporciones importantes, la concepción territorial de España como una suerte de "finca" de todos (y de la cabeza de José Antonio Primo de Rivera). De esa percepción franquista dice con completa puntería cultural Federico Jiménez Losantos: "Era aquél el fruto podrido de un nacionalismo español antidemocrático que ponía los derechos del territorio (España) por encima de los derechos humanos de sus habitantes (el derecho de los catalano hablantes a usar su lengua sin restricción alguna)" (F. Jiménez Losantos, 1995, pág. 437). Solamente habría que hacerle una pequeña precisión a Jiménez Losantos. Que ese fruto era y es podrido.

Y, de paso, hay que observar que el nacionalismo español de Jiménez Losantos es un fenómeno peculiar, porque suele ser bastante fino en su argumentación constitucional sobre las garantías individuales (y la división de poderes), pero espeso como el viejo chocolate de jícara cuando -antiseparatista y prepolíticamente- analiza los nacionalismos de la periferia. Cuando este publicista propone irresponsablemente que: "Lo propiamente balcánico del conflicto nacional español es que cada comunidad alberga otra en su interior, aun de forma marginada o periférica, otra comunidad de distinta lengua y de distinta obediencia política nacional, al menos hasta el momento" (1995, pág. 514).

En el Estado español, con toda su variedad de naciones y comunidades, no hay nada, afortunadamente, que permita ser calificado como lo "propiamente balcánico del conflicto nacional español". A no ser que se equipare indebidamente, como lo efectúa Jiménez Losantos, un conflicto pacífico -e inflado- como el del bilingüismo en Catalunya con la guerra civil asesina entre la comunidad serbia y la bosnia. De ser cierta la reflexión de Jiménez Losantos, estaríamos nada menos que ante "el fantasma de la contienda civil que sería vano rechazar como mera aprensión política o simple lucubración teórica". Y todo por un "doble cáncer: el político de la corrupción y el nacionalista, que en vano intentó conjurar el régimen autonómico" (F. Jiménez Losantos, 1995, pág. 523).

Es público y notorio que ni siquiera el terrorismo trae consigo hoy día "el fantasma de la guerra civil" a la estabilidad democrática española. Pero esta reflexión apocalíptica de Jiménez Losantos, con los nacionalismos como irreal "cáncer", demuestra la pervivencia de ese antiseparatismo español químicamente corrosivo hasta entre personas inteligentes.

Parece mentira que se haya avanzado tanto en la sociedad española sobre la comprensión positiva de la validez jurídica de las variopintas "uniones de hecho y afectivas", y tan poco en el entendimiento de los derechos de las nacionalidades; con lo muchísimo que esos derechos tienen también de unión afectiva.

Nicolás M. López Calera, que propone un patriotismo constitucional español a lo Habermas, no está muy afortunado cuando señala que los "peligros" vienen de los nacionalismos sin Estado (N. López Calera, 1995, págs. 40, 41, 46, 47 y 83) El nacionalismo antiseparatista español también es un inquisitorial peligro cultural (y de los más irracionales). López Calera escribe que los "errores más graves del nacionalismo pueden provenir de intentar universalizar el principio de autodeterminación política". Como el nacionalismo antiseparatista español no predica ese principio y mucho menos lo universaliza para las nacionalidades, se desprende que, en España y para López Calera, los riesgos nacionalistas están tan sólo en el campo de las nacionalidades. Tampoco se comparte aquí su diagnóstico:

"El Reino Unido y España, que tienen quizás una historia diversa y turbulenta en identidades nacionales, muestran un positivo respeto a la pluralidad de naciones que integran esos Estados. Ir más allá es posible e incluso razonable, si tal empeño se hace por vías pacíficas y democráticas. Ir más allá por la fuerza o la violencia es un grave sinsentido que tiene consecuencias gravemente negativas tanto para la nación que quiere independizarse como para el resto de las naciones o nacionalidades que integran esos Estados".

Desde luego, el pacifismo de López Calera se agradece. Porque la pena de muerte ha de estar fuera, como quiere la hermosísima tradición jurídica portuguesa, hasta "del teatro de operaciones de la guerra" (J.I. Lacasta-Zabalza, 1988). Ahora bien, en España no se da ese respeto -que el propio López Calera manifiesta- por la pluralidad de sus naciones. Incluso los hay, ya lo vimos, que solamente admiten una nación única que se llama España. Y además lo hacen agresivamente o de ese modo despectivo que preconstitucionalmente llama regiones a las naciones. Pero, más que nada, López Calera sitúa exclusivamente la responsabilidad entre quien "quiere independizarse". Lo cual no es así, porque también es responsable de echar leña al fuego quien equipara el nacionalismo periférico democrático con el violento, quienes agitan el espantajo de la guerra yugoeslava, quien asocia rastreramente -y no son pocos los intelectuales que lo hacen- la mera idea de la autodeterminación pacífica al criminal tiro en la nuca, los que intercambian -como si fuera lo mismo- la autodeterminación por la independencia y, desde luego, quien se niega a que los nacionalistas expongan o hablen libremente de sus ideas autodeterminantes (idea antiseparatista que se dirige contra la "libertad de expresión" del artículo 20.1 a) y 20.4 de la Constitución de 1978) (J.I. Lacasta-Zabalza, 1997, pp. 43-77).

Y aún más, los dos obstáculos principales para una racionalización pacífica del asunto de las nacionalidades en España son: a) El sadismo y la pena de muerte que impuso ETA y b) La autista negación del carácter plurinacional -y sus políticas consecuencias- del Estado español.

No hay que minimizar ninguno de estos factores ni ser tan optimista con el "respeto" al elemento "plurinacional" del Estado español como el libro de López Calera. Si bien en esta intervención no se va a hablar del terrorismo ni de la espantosa política antiterrorista española, construída a medias y "mediáticamente" con materiales morales del talionismo más primitivo y sondeos de las expectativas electorales (J.I. Lacasta-Zabalza, 1997, pp. 43-77). Porque un estudio del terrorismo y del antiterrorismo requiere un carácter monográfico. Además, esta exclusión en estas páginas de ese tenebroso asunto responde a que, en justicia y buena lógica constitucional, no hay que confundir a quienes ilegítimamente son partidarios de la violencia con quienes propugnan pacíficamente el nacionalismo periférico democrático. Así lo exige el artículo 20 de la Constitución española o del Estado español.

En algún momento anterior se ha criticado la teorización territorial de España. De pretensiones igualitarias, pues sus habitantes son vistos como "iguales" en derechos. Ya examinamos la petición de José Antonio Primo de Rivera de un Estatuto autonómico para León, pero no para Catalunya; que era contemplada por el lider de Falange como una especie de "finca mediterránea" de todos los españoles o de España. Argumento, dada la falta de magín exhibida al respecto y las "ideas recibidas", que vuelve a repetirse en el panorama intelectual de hoy. Hay quien propone, al estilo de Félix de Azúa, el autogobierno de Cartagena: "¿acaso -se pregunta de Azúa- los cartageneros no pueden gobernarse a sí mismos como los de Luxemburgo?". "O -prosigue este escritor- en Zahara de los Atunes, que son muy suyos" (El País, 24 de julio de 1994).

Por su parte, Gustavo Bueno, en una colección de opiniones y artículos antiseparatistas, llegaba a decir de la autodeterminación vasca (La Nueva España, 14, 16 y 18 de julio de 1997):

"El País Vasco es tan mío como suyo. Por esa razón habría que hacer un referéndum en Soria".

Solamente que en Soria no lo han pedido ni han expresado ninguna voluntad autodeterminante. Y que, a tenor de la fórmula clásica de los Estatutos de Autonomía de la legislación constitucional española, Gustavo Bueno no tiene los mismos derechos que "quienes viven y trabajan" en Catalunya o Euskadi, porque él vive y trabaja en Oviedo. Pero esos "derechos" sobre el "suelo" de la dichosa "finca", ahora vasca, persisten en ser concebidos -craso error- al margen de sus habitantes y verdaderos detentadores del mismo y aún de su vuelo. Concepción desenvuelta igualmente al margen de la legislación republicana, de nuestra historia constitucional y del ya desarrollado texto de 1978.

No muy distante de esa idea de Gustavo Bueno está la afirmación de Manuel Ramírez cuando cree que "no hay soberanía de Euskadi, de Algeciras, ni del hermoso pueblo de Moguer" (El País, 15 de enero de 1998). Porque el nacionalismo vasco, hoy en el poder autonómico, no tiene la misma idea de "soberanía" que la población de Algeciras o la de Moguer. Y si así fuera, no existiría el nacionalismo vasco. Pero, contra lo que dice Ramírez, el nacionalismo vasco lleva más de un siglo en el escenario político y constitucional español

Como estas ideas y sus semejantes se reproducen tenazmente, sin graves aprietos podría elaborase un Diccionario de lugares comunes o manual del perfecto antiseparatista español del publicismo de hoy. En primer lugar, tendría que repetir muchas veces términos como tribu, tribal, balcánico y atávico (siempre referidos a la periferia y nunca al centro, claro). Y recordar que los nacionalistas no usan banderas, sino pendones (como los clanes y tribus). No tendría que distinguir -al revés de lo que recomienda López Calera una y otra vez- entre "lo específico" de cada nacionalismo, porque nunca hay dos iguales. Por el contrario, para el antiseparatista: "todos los nacionalismos son iguales"; aunque jamás lo sean, pues, en el dicterio tan expresivo de Fernando Savater, resulta que "los nacionalistas -incluso los más pacíficos- ven a la humanidad formada por regimientos, cada uno con su uniforme y su pendón que no debe de confundirse con el de los demás" (F. Savater, 1996 b., pág. 16). Toda una exaltación del tópico del "tribalismo", ahora militarizado y a la que no le falta más que marcar el paso de la oca.

Un manual del antiseparatismo español tendría, entre otros, los siguientes rasgos y proposiciones:

1) No existe el nacionalismo español.

No se debe de dudar de la sinceridad de quienes, como Francisco Laporta, se definen a sí mismos como "antinacionalistas" (El País 26 de octubre de 1998). Que les lleva a pensar que "la patria española como su unidad me interesan muy poco, igual de poco que el resto de las patrias". Tampoco hay por qué adoptar las consecuencias de su respetable pensamiento cuando dice que "se sitúa al margen de toda necedad nacionalista". Máxime, como le acontece al autor de este estudio crítico, cuando no se cree que todos los nacionalismos sean "iguales" (ni muchísimo menos) y se les otorga tanta respetabilidad como al ideario democrático de Francisco Laporta. El "macizo de la raza", en la opinión de Laporta sobre el ejercicio "derecho de autodeterminación" de los vascos, está "en las tres provincias geográficas vasco-españolas". Aquí se equivoca este iusfilósofo, porque la Constitución y su Disposición Transitoria Cuarta, en su primer apartado, añade otra posibilidad: la de Navarra "a efectos de su incorporación al régimen autonómico vasco". Que, de realizarse, sería un auténtico ejercicio de autodeterminación en el sentido jurídico expuesto por el propio Laporta en su citado escrito. El artículo 10. 2 de la Constitución reconoce la legislación internacional al respecto -vinculante para España- y que ha de interpretarse normativamente según el famoso artículo primero del Pacto de Nueva York: "Todos los pueblos tienen derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política...". En el caso de hacerlo el pueblo navarro, y aquí cabría hablar -sin pudores pseudoliberales- de "pueblo" para todos los habitantes de esa comunidad foral en condiciones jurídicas de votar en su momento, habrían adoptado una "libre determinación" que atañe directísimamente a su "condición política" y también (aunque hay quien no se acuerda de esto) "territorial". Tal y como propugna el artículo constitucional 10.2, la referida Disposición Transitoria Cuarta, así como el artículo primero del Pacto de Nueva York y demás Pactos que lo recogen, suscritos de modo vinculante por el Estado español. Por otra parte, y con respecto a España, el constitucional referéndum navarro no habría violentado ninguno de los límites a la autodeterminación expuestos por la resolución de las Naciones Unidas de 14 de diciembre de 1960, artículo 2: "Todo intento dirigido a la ruptura total o parcial de la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas".

Con esto se demuestran varias cuestiones. Lo primero, que el derecho de autodeterminación es posible hasta en un supuesto constitucional como el de Navarra. Entendido como una praxis del establecimiento libre de "su condición política", tal y como dice el tan citado artículo primero de los Pactos firmados por España. Lo segundo, que el "derecho de autodeterminación" no implica necesariamente "la secesión" quieras que no. Y lo tercero, que el "derecho de autodeterminación" ha sido ejercitado -con diversos procedimientos jurídicos- por Quebec, Chekia, Eslovaquia y puede ser practicado hasta por Navarra. Todo ello sin necesidad de poner el mar, o poniéndolo como Puerto Rico, de por medio entre "la colonia" y la no imprescindible metrópoli. Porque no siempre estamos ante un supuesto fáctico para situaciones jurídicas "coloniales". No le falta razón y buen sentido a Laporta cuando observa que ese derecho autodeterminante consiste "en el derecho de las colectividades que integran una unidad territorial, jurídica y política dada a abandonar esa comunidad, ese cuerpo político". A abandonarla, pero también a estrechar la unidad, porque si ésta es voluntaria y consentida -independientemente del tipo de relación que se alcance- siempre será mucho más sólida por mucho más libre.

Lo que no parece muy coherente con este deseo de resolver las cosas en libertad es que Francisco Laporta recluya el "derecho de autodeterminación" en los confines que lo hace. Si el pueblo vasco, una vez celebrado el previo referéndum, decide que no es partidario ni siquiera de abordar la discusión de la independencia: "no se volverá a plantear -concluye Laporta- la misma cuestión jurídico-política al menos durante 25 años".

Si vale el símil del divorcio, esto es como si una de las partes pudiera prohibir a la otra, caso de no obtener la separación o de retractarse, que no volviera a plantearla hasta pasados 25 años. Y más bien vale el símil del divorcio, porque su presencia en el ordenamiento jurídico no quiere decir que todo el mundo desee divorciarse, sino que exige esa garantía de libertad. Porque la existencia del divorcio no lleva consigo una necesaria escisión de cuerpos y almas, sino un refuerzo de la libertad de la voluntad de las partes contratantes.

Al contrario que Laporta, los hay que, como Jiménez Losantos, hacen suyo un patriotismo español. Una actitud, agrade o no, honesta y franca. Pero ese nacionalismo es algo sempiterno, inconmovible, algo ya dado de por sí, también -como en Andrés de Blas y García Trevijano- sin discusión existente, que, contra toda nuestra concreta historia constitucional, nos presenta a la española en tanto que "una nacionalidad antiquísima a la que son fieles decenas de millones de ciudadanos" (F. Jiménez Losantos, 1995, pág. 526).

Con toda su parca y más que problemática antigüedad constitucional convertida en "antiquísima", Jiménez Losantos no ha negado lo evidente de la comparecencia actual del nacionalismo español. Pero, en general, ese patriotismo se niega o, en palabras de Bartolomé Clavero, "se solapa"; y así estamos ante la pretendida inexistencia de una existencia tan potente como la del antiseparatismo español; experiencia que está incluso corroborada por las encuestas oficiales del CIS desde 1984. Antiseparatismo que está, de forma diversa, hasta en las razones democráticas (por sus limitaciones de los plebiscitos cada 25 años) de Francisco Laporta; por no hablar del nada democrático artefacto teórico de la Eviternidad de España a cargo de Jiménez Losantos.

Como en cierta oratoria cristiana a la caída del Imperio Romano, cuando más lejos de la realidad están los argumentos exhibidos, tanto mayor es la credibilidad del sermón. Sermón de la creencia -sólo para los muy fieles- en el carácter inconsútil del ropaje ideológico del nacionalismo español, que puede correr a cargo de Fernando Savater, Arcadi Espada, Jon Juaristi, Félix de Azúa y muchísimos otros.

2) Todos los nacionalismos son balcánicos e intrínsecamente perversos.

Federico Jiménez Losantos se pregunta: "¿por qué creemos o queremos creer que los nacionalismos en España no van a ocasionar nunca un conflicto serio?". Casi no requiere aclaración, pero entre "los nacionalismos" de Jiménez Losantos no está el suyo, el español. Porque "el nacionalismo -nunca el español- ha emergido en Europa como el más peligroso de los totalitarismos" (1995, pág. 526).

Posición extendidísima, la contemplación en clave balcánica de nuestros nacionalismos centrífugos y jamás del centrípeto, que goza del favor de gente tan variada como Vargas Llosa y Savater. Postura que sintetiza a la perfección Vargas Llosa en su elogiosa exégesis del bucle de Juaristi (El País, 2 de agosto de 1998):

"...se llega a la angustiosa conclusión de que, aún si el país vasco no hubiera sido objeto, en el pasado, sobre todo durante el régimen de Franco, de vejaciones y prohibiciones intolerables contra el eusquera y las tradiciones locales, la semilla nacionalista hubiera germinado también, porque la tierra en que ella cae y los abonos que la hacen crecer no son de este mundo concreto".

Ahí está, en todo su esplendor, la versión del carácter "irredento" de nuestros nacionalistas vascos y catalanes de la que tanto se reía Manuel Azaña, así como de la percepción de esos pueblos -ahora Azaña se refiere al catalán- como "un personaje peregrinando por las rutas de la Historia en busca de un Canaán que él sólo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar" (M. Azaña, 1977, pág. 12). Esta caracterización "irredenta", que critica Azaña, pertenecía a Ortega y Gasset; al que se aproximan bastante las ideas de Vargas Llosa y de Jon Juaristi por carecer igualmente de apoyos empíricos.

Podría resumirse este criterio de Vargas Llosa, pronunciado con el pretexto del bucle de Juaristi, en una sola e imposible respuesta para esta pregunta ahistórica: ¿qué hubiera sucedido si no hubiera pasado lo que realmente pasó? Cualquiera lo sabe, pero pueden formularse otras hipótesis. ¿Y si le hubieran hecho caso al académico Hermilio de Olóriz los señores de la Restauración y hubieran implantado un bilingüismo en la enseñanza en todo el área vasco-navarra? ¿y si Franco no hubiera hecho una guerra civil contra los Estatutos de Autonomía? Si en lugar de imponer los Maestros de la Restauración el atroz castigo del "anillo" a los niños que hablaban euskera fuera de las aulas, con la paliza física subsiguiente, les hubieran enseñado las dos lenguas, como la política bárbaramente acontecida se da inmediatamente antes de la aparición en escena de Sabino Arana, quizá éste, puestos a imaginar, se hubiera dedicado a una de las profesiones vascas más laicas -decía el republicano navarro Félix Urabayen, harto ya de la etiqueta de clerical que llevaba el vasquismo- que existen. La de pelotari o la de contrabandista, escribía con retranca ese excelente novelista de los Folletones de El Sol -y víctima del franquismo- que fue Félix Urabayen.

3) El nacionalismo vasco es clerical y carlista, el catalán pesetero y el gallego ya veremos.

Hace ya muchos años que José Antonio Primo de Rivera definió el nacionalismo vasco como "ultracatólico en lo religioso" y como "el menos inteligente de cuantos circulan" (1959, pág. 456). La vuelta al caserío, el idilio arcádico rural, el "campanario", el "aldeanismo", etc..., completan esta crítica falangista al nacionalismo vasco.

"Ante Dios humillados", dijo José Antonio de Aguirre y con él los actuales "lehenkariak" constitucionales al tomar posesión de su cargo y para qué queremos más. El juramento confesional de los altos mandatarios vascos no es obligatorio, es más que dudoso que Ramón Rubial, que también fue presidente constitucional de la comunidad vasca, lo hiciera, y de ahí no se pueden obtener más deducciones que las que suscita a un no creyente la jura arrodillada de tantísimos altos cargos políticos españoles en presencia de Juan Carlos I o el Presidente del Parlamento vestido de nazareno. Pero hay que ver el partido que al juramento vasco le han sacado los amantes del carácter "ultracatólico" del vasquismo.

Jon Juaristi ha descubierto que "buena parte de los tercios de requetés vascongados y navarros estaban formados por voluntarios vascohablantes" que combatían al lado de Franco (J. Juaristi, El País, 8 de septiembre de 1998). Descubrimiento del Mediterráneo que también podría completarse con el hallazgo de los numerosos ministros y altos cargos vascos y navarros del régimen franquista (José María de Areilza, Fermín Sanz Orrio, Romeo Gorría, Arrese, Lacalle Larraga, y muchos otros). No se sabe en qué estadísticas se apoya Juaristi, pero concluye -sin demostrarlo, por supuesto- que había más gente que hablaba el vasco en las tropas franquistas que en las republicanas.

Que fuera o no así, tanto da. Porque eso no es lo que requiere una explicación histórico-constitucional, sino algo de muy otro talante ante lo que Juaristi se calla. A saber: cómo y por qué muchos católicos vascos defendieron con las armas el legítimo bando republicano y la muy laica Constitución de 1931. Cómo pudieron "humillarse ante su Dios" y adherirse a un régimen jurídico proscrito por los antidemocráticos obispos de la Cruzada y de su misma Iglesia. La razón es muy sencilla; porque, sin más retorcimientos, bajo el régimen republicano se promulgó el Estatuto de Autonomía vasco. Estatuto, como el catalán, que fué alevosa e ilícitamente derogado en Burgos por Franco un guerracivilizante 5 de abril de 1938.

Una buena parte de la izquierda española se dejó y se deja llevar por todos esos prejuicios antivasquistas -el catolicismo, el requeté carlista- de larga duración. Nunca entendieron que no pocos católicos vascos se enrolasen en 1936 con la causa republicana ni que al final, en la crítica de Castelao a la política internacional de "no intervención" en nuestra guerra: "un católico vasco resultaría más progresista que un laborista inglés" (Castelao, 1976, pág. 155).

Según el republicano galleguista Castelao, la causa de esa obnubilación de la izquierda española era su tradicional anticlericalismo. Que Castelao también atribuía a un sector de la Falange. Anticlericalismo para el que hoy deviene muy importante que Arzallus haya sido jesuita. Dato que, sin embargo y a la luz de la razón, no parece tener más repercusiones prácticas que en la buena formación cultural de Arzallus y su conocimiento de diversos idiomas. Más preocupante es que siga tantos años en la cúspide del poder, lo cual no tiene que ver con la Compañía de Jesús sino con la política española, al igual que las permanencias de Jordi Pujol o Felipe González. Pues no es bueno para la democracia ese exagerado aferrarse al sillón de mando ni el gasto de tanto carisma personal para el simple ejercicio de un cargo político.

Ardanza y Arzallus nacieron en Elorrio y Azcoitia respectivamente; pueblos donde -y esto debe de ser algo definitivo para Jon Juaristi- "a mediados de los sesenta, los carlistas eran mayoría". Juaristi no dice si esos carlistas eran antifranquistas, como los de Carlos Hugo, o agentes tradicionalistas del régimen dictatorial; le basta con el cuadriculado y ostentoso cliché: "eran carlistas" (J. Juaristi, El País de 8 de septiembre de 1998).

No obstante, sin remontarnos a los años sesenta, una cultura política no tocada por el Alzheimer ideológico, debería de tener muy presente la historia pluriforme del carlismo. Que carlistas fueron los antifranquistas víctimas de agresión y asesinato, por disparos de notorios ultraderechistas y con la connivencia de mandos estatales, en los sucesos luctuosos de Montejurra en la primavera de 1976. Año en el que Juaristi y quien esto escribe ya habíamos nacido, desde luego.

Pero Arzallus es ante todo "el padre Arzallus" para Julio Llamazares (El País, 12 de agosto de 1997). Como el obispo Setién es otro de los preferidos por este anticlericalismo burdo, Llamazares le acusa de mantenerse en "silencio" ante los asesinatos del terror. Callado o ambiguo son dos tópicos a los que recurre igualmente Fernando Savater para hablar de Setién. En cambio, y en cualquier hemeroteca, se puede leer a José María Setién sobre la paz vasca diciendo que hay que: "Dejar ya de matar y de atemorizar al pueblo con la violencia de las calles, respetar los derechos de todas las personas", incluso, eso sí lo repite también, los de los presos (El Mundo del País Vasco, 10 de septiembre de 1997).

En el fondo, no importa lo que haga o deje de hacer José María Setién. Lo decisivo es (para Llamazares, Muñoz Molina o Savater) que se trata de un "obispo vasco" y eso debe de constituir por sí mismo algo tremebundo. En cambio, hay personas a quienes nos interesa mucho más lo que en verdad dijo o dejó de decir el ciudadano José María Setién sobre cuestiones tan decisivas como la violencia, el homicidio y el incumplimiento del artículo 25.2 de la Constitución española.

Al anticlericalismo obrero Antonio Gramsci lo veía como una retórica premoderna y solía llamarle "tabernario". Sería de desear que gentes que discurren, como Llamazares y Savater, al tratar del nacionalismo vasco salieran de tan peculiar taberna argumentadora.

Para Félix de Azúa, Pujol es un "hábil negociador". El de la pela que dice Francisco Umbral. Azúa también le llama a Arzallus "el carlista de Bilbao" (cuando no es bilbaíno, sino guipuzcoano). Y el gallego Beiras, que hasta hace poco ni se le nombraba, en la versión de Azúa es "la luminaria gallega". Pero, más que nadie, Arzallus es para Félix de Azúa un "ideólogo de campanario perfectamente irresponsable" (El País, 24 de julio de 1998).

Ni esta intervención ni su autor se dedican al ejercicio de la abogacía de ningún nacionalismo político concreto ni del carlismo. Pero aquí se prefieren las razones y las pruebas más que los insultos, anticlericalismos de baja estofa y demás irracionalidades para uso y consumo de ese antiseparatismo tan "mediático" como corto de miras.

Por lo demás, sería igualmente de agradecer que abandonasen ya el "campanario" o "el caserío" de José Antonio y, más de acuerdo con estos tiempos, vieran las cosas vascas con el museo Guggenheim al fondo del paisaje que, este tópico no lo es, continúa siendo verde.

4) Mejor creencias abstractas que razonamientos concretos .

"O se es de un regimiento o se es de otro", asevera Fernando Savater que así es el proceder de "todos los nacionalismos" (F. Savater, 1996 b., págs. 16 y 17). Todos son militaristas, porque frente a éllos Savater reivindica las "sociedades civiles, donde la gente vista de paisano y a su gusto". Como si la pertenencia al Bloque Nacionalista Galego llevase consigo la masita legionaria y el vestido soldadesco. Y como si -contra todas las estadísticas- entre los jóvenes nacionalistas de izquierda en el País Vasco y Navarra no fuera bastante habitual la insumisión y la objeción de conciencia.

Uno de los procedimientos que más llama la atención es este gusto de nuestro antiseparatismo por no demostrar nada de lo que afirma o niega. Por moverse, como escribía Américo Castro, entre esas españolísimas creencias y su tradicional desdén por los razonamientos.

Félix de Azúa define el nacionalismo, no el español por supuesto, como "una ideología populista" que "supone la subordinación del individuo a los derechos trascendentes de la tierra" (El País, 24 de julio de 1998). Con populismo o no, esos argumentos terrícolas se los podrían aplicar el mismo Félix de Azúa y Gustavo Bueno, con sus autogobiernos en Zahara de los Atunes y plebiscitos sorianos respectivamente. Y Manuel Ramírez con su "soberanía" de Algeciras o Moguer. Por subordinar de ese modo los derechos individuales de las gentes catalanas y vascas al conjunto de su tierra española. Igualmente, Félix de Azúa define el nacionalismo como un ideario que "se propone controlar la totalidad de la vida del súbdito desde que nace hasta que muere".

Lo primero que uno se pregunta es quién, cómo y cuándo ha definido hoy el nacionalismo suyo de la manera que quiere Félix de Azúa. Porque, naturalmente, se trata de un nacionalismo perfectamente inventado; ya que nunca se dice quién es su autor ni en qué obra lo ha escrito. A cambio, y por aducir razones muy concretas, en el formidable libro de Castelao Sempre en Galiza, Biblia del galleguismo y se supone que del zarandeado Beiras, pueden leerse loas completas a los derechos individuales, al universalismo, al predominio del Derecho sobre la Fuerza, etc..., etc...(Castelao, 1976). Y es difícil en esta vida ser más republicano, más demócrata y más antifascista que Castelao.

Sempre en Galiza tiene otros pequeños defectos, entre historicistas y míticos, pero en él flota y prevalece una inspiración democrática por encima de cualquier duda. Ahora bien, no hay cuidado que se critique a Castelao en ese mundo de creencias antiseparatistas; porque hay que leerlo y, sobre todo, hay que razonar.

Personas importantes para nuestra cultura jurídica, como lo es sin duda Juan Ramón Capella, hacen -hace- el siguiente diagnóstico (Revista Internacional de Filosofía Política, nº 9 de 1997, pp. 156-163):

"En España el movimiento emancipatorio tiene que lidiar simultáneamente con varios nacionalismos antiemancipatorios: el españolismo, por supuesto, del que incluso son inconscientes muchos de sus prepotentes portadores; pero también los nacionalismos catalán y vasco, este último con una punta manifiestamente nazi. Todos ellos son retrógrados -hegemonizados por diversas capas burguesas- y politicistas, capaces de chalanear y componer acuerdos entre ellos".

Naturalmente que el antiseparatismo sin razones es una variante, y poco culta, del nacionalismo español; aún cuando quienes lo sustenten se crean que son una especie de "cosmopolitas" sin fronteras ni banderas. Ahora bien, Juan Ramón Capella tampoco sale de ese gusto por las abstracciones tan inconvenientes en esta vida para dialogar mínimamente. Como Capella no se refiere inductivamente al asunto del terrorismo y la violencia, que es una muy otra cosa, le ha adjudicado al nacionalismo vasco, a todo él, una "punta nazi". Ofensa a todo el vasquismo que no se apoya en nada y que si tuviera algún fundamento, próximo o remoto, habría que precisarlo muy en concreto.

De momento, lo que puede leerse al pamplonés Carlos Garaikoetxea es que: "nosotros, en Eusko Alkartasuna, defendemos el derecho de autodeterminación como un principio democrático y aceptaremos deportivamente, cualquiera que sea, la decisión de la mayoría social" (El País de 30 de agosto de 1997). Opinión de Garaikoetxea que es idéntica a la de Juan Ramón Capella, quien propone: "el derecho de autodeterminación como cuestión ante todo de fuero" (Revista Internacional de Filosofía Política, nº 9 de junio de 1997, pp. 156-163). Lo que, se estime o no al personaje, como Garaikoetxea es un demócrata de redaños, no es ninguna deshonra para Capella. Pero deja completamente en entredicho esa opinión de nuestro iusfilósofo sobre el conjunto del nacionalismo vasco y su pretendido -e indemostrado- carácter "antiemancipatorio".

Además, le cuadra mal y es poco educado, reconozcámoslo, ese faltón adjetivo de "retrógado" (como nacionalista vasco que es) al ideario autodeterminante de Garaikoetxea.

La ristra de abstracciones y tópicos sería interminable y alarmante, cuando la elaboran también personas de la valía de Juan Ramón Capella. Pues quienes no tienen nada de incultos, como Fernando Savater, también se han deslizado por esa rampa de la demagogia. Y, sin citar quién opina así, dónde se escribió o se dijo, ni cuándo se emitieron semejantes ideas que se critican, Savater caracteriza a todos los nacionalismos (por supuesto, al español no) porque (F. Savater, 1996 a., pág. 26):

"a fin de cuentas se trata de que lo mío es mío y lo de los demás ya veremos cómo se reparte".

Aserto que tiene la misma categoría científica que el españolísimo: "piensa mal y acertarás". Es decir, ninguna. Porque no se enjuician hechos ni opiniones documentadas, sino intenciones. Y, como ya dijera Miguel de Unamuno (1983, pág. 73):

"...no hay nada más menguado que el hombre que se pone a suponer intenciones ajenas".

Lo que debería de preocuparnos seriamente, pues la mayor parte de los materiales antiseparatistas de nuestra intelectualidad se componen de indeterminaciones, juicios de intención e indemostrables creencias tópicas.

 

3) Las dificultades reales y actuales del nacionalismo español.

3a) Breve recapitulación y cautelas metódicas

Al llegar a este estadio de la exposición no es algo sobrante recordar que estas líneas no pretenden instituirse en una especie de Tribunal entre el nacionalismo español y los programas nacionalistas de la periferia. La crítica preferente al nacionalismo español tiene una razón de ser: que aquí se habla primordialmente del patriotismo constitucional español y de sus dificultades actuales. Entre otras, de su acusada falta de autocrítica que solamente se fija en los obstáculos puestos, reales o ficticios, por los nacionalismos centrífugos. Se puede afirmar que ve las pajas (o vigas cuando lo sean) en el ojo ajeno y no ve las vigas ni las pajas en el propio.

El partido hoy en el Gobierno español suele presentar como una "discriminación" la exigencia del euskera como mérito en los concursos o como requisito para ocupar determinados cargos autonómicos. Esa especie de magistratura del Tribunal Supremo de las Simetrías que se ha instalado entre la opinión pública española cree lo mismo o algo parecido. Pero nadie dice nada de la negativa del Gobierno foral navarro -apoyado por UPN y el PP- de una licencia para una radio en euskera (cumpliendo todos los condicionantes legales). Un asunto que atañe a unas cuarenta mil personas, según cifras oficiales, que son las euskoparlantes de la Cuenca de Pamplona. A cambio, el Gobierno foral otorga esa licencia a una emisora de la privada Universidad del Opus Dei de Navarra.

Se agrandan unos hechos propagandísticamente y acallan otros que no convienen. Pero un concurso público de funcionarios, donde la lengua es una de sus exigencias, no es equiparable a la lesión que se causa a cuarenta mil personas que quieren escuchar una radio en su lengua. Tampoco se dice nada del disparate lingüístico que supone la Ley del Vascuence en la comunidad de Navarra y demás disposiciones al uso. La división de la comunidad en tres zonas (según su vascofonía) tenía como finalidad impedir el crecimiento del vasco. Y se dice "tenía" porque el crecimiento del euskera, según fuentes de la propia Administración foral, ha sido espectacular pese a la normativa y a la falta de apoyos institucionales (que no se pueden comparar con los del País Vasco). Voces sensatas, como la de Juan Cruz Alli, reclaman públicamente el fin de este esperpento jurídico al margen de la realidad. Pero la normativa sigue ahí e intelectuales como Aurelio Arteta invocan el artículo 8.1 b) de la Ley del Vascuence para calentar la caldera antivasca por la decisión del Ayuntamiento de Pamplona (o Iruña, que así se ha llamado también hasta bajo el franquismo) de fijar los criterios -muy pensados, por cierto- para el uso bilingüe de los rótulos de las calles y de los topónimos. Problema que le parece a Aurelio Arteta terrible, por ese "reconocimiento del superior valor del pasado sobre el presente", donde nada menos que "se consagra la autoridad de los muertos sobre los vivos" (Diario de Navarra, 18 y 19 de noviembre de 1998). Arteta efectúa unos hallazgos lingüísticos que al popular Pero Grullo le hubieran dejado en mantillas; así, en lo que respecta a la denominación toponímica Txantrea, Arteta se ha dado cuenta que viene de los vocablos "romances". Exactamente, esto no lo dice Arteta, se llama así a todas las "tierras del Chantre" en toda Pamplona y su comarca. Porque el euskera posee gran cantidad de palabras provenientes de los idiomas romances, sea del latín, gascón, francés o castellano. Lo que no quita para que los investigadores de los textos íberos y celtíberos, como el historiador Guillermo Fatás, usen científicamente el vasco para descifrarlos por su gran cantidad de palabras disponibles de carácter prerromano.

Pero lo decisivo parece ser, para Arteta, denunciar un suceso como el de los criterios para la rotulación de las calles bajo el auge de la (textualmente) "conciencia mítico-étnica". Es decir, bajo el nacionalismo vasco. Confundiendo el vasquismo cultural con el nacionalismo político, también lo han criticado juiciosamente gentes que no son de izquierdas como Alli, no se va a otro sitio que al de los conflictos artificiosamente creados y a hacer difícil la coexistencia entre la ciudadanía.

Que la cultura vasca de Navarra y el nacionalismo no son una y la misma cosa, lo ha entendido a la perfección la Corona española. Que, a pesar de su poca inclinación al uso en las intervenciones públicas del concepto "nacionalidades", ha inaugurado en Pamplona el curso de bachillerato 1998-1999 con la lectura de un discurso cuyos últimos párrafos leyó Juan Carlos I en euskera. En un Instituto de bachillerato en cuyos archivos figuran como antiguos alumnos Pío Baroja y Arturo Campión.

La Corona, la sociedad pamplonesa y su representación municipal son mucho más pluralistas y serenas que la toponimia del profesor Arteta, bastando para demostrarlo un pequeño repaso de las fuerzas políticas que componen el Ayuntamiento de esa ciudad: concejales del PP, PSOE, UPN, IU, EA y EH, junto al Alcalde, Sr. Chourraut, que pertenece a Convergencia Democrática de Navarra.

Y, para no perder de vista la historia, es prudente recordar que el vasco lo hablaba antes de la guerra civil un 30 por ciento de la comunidad navarra, en tanto que hoy lo habla un 10 por ciento aproximadamente. Cosa que debería de ser aprendida cuando se tacha al vasquismo de "victimista" o de tener pretensiones desaforadas, como lo realiza Aurelio Arteta en sus artículos titulados con toda provocación y exageración: El uso perverso de la toponimia.

No es la menor de las dificultades para la racionalización pacífica de estos asuntos la pasión política añadida. Metidos en la tan española como poco pluralista dinámica del "gobierno/desgobierno", junto al común desear que el gobierno sea exclusivamente el del partido al que se vota, no pocos electores y simpatizantes de sus mayoritarios partidos ven con encono la alianza del último Gobierno de Felipe González con las fuerzas nacionalistas. Y el apoyo condicionado de esas fuerzas al Gobierno de José María Aznar. Mentes de izquierda se creyeron "rehenes" de alguien tan poco de izquierdas como Jordi Pujol. Y miles de cabezas de la derecha tradicional española todavía no han superado el trago de los pactos de Aznar con los "separatistas" (y tozudos habladores de sus lenguas) Arzallus y Pujol.

En el futuro puede acontecer que sigan las cosas así, con el pacto de los nacionalistas más moderados con el "centro derecha" o el "centro izquierda" del Gobierno español; que sean compatibles o incompatibles esas políticas con otras de actuación conjunta nacionalista en pro de la reforma constitucional o la confederación. O bien que alcancen una alianza, heredera del espíritu de la LOAPA y de los muchísimos conflictos -e inconstitucionalidad- que acarreó, los dos partidos políticos mayoritarios (V. Pérez Díaz, 1996, pág. 207).

Pueden suceder esos y otros eventos políticos, pero la cuestión que aquí se aborda es de carácter no político sino eminentemente cultural. Que es el de la responsabilidad del nacionalismo español en el desencuentro con las culturas nacionalistas de corte centrífugo.

De momento, y sin ánimo de exhaustividad, rememoremos, al estilo de lo realizado por Javier Villanueva con el nacionalismo vasco, pero a trazos más gruesos, las diferentes y posibles conciencias a través de las que se expresa hoy día el nacionalismo español.

A) La "conciencia truchimán": pervive intelectualmente un nacionalismo español de argumentación prepolítica y preconstitucional.

Si tomamos la filosofía nacionalista española de Ortega y Gasset no como causa, a pesar de sus muchos seguidores y diferentes dimensiones actuales (de Julián Marías a Andrés de Blas, de Gustavo Bueno a Manuel Ramírez, etc...), sino como pretexto, es factible la descripción de un nacionalismo español que prosigue varias de las tesis prepolíticas orteguianas.

La pretendida Política mundial española desde el siglo XVI, el Imperio y su navegación, la "antiquísima nacionalidad" española de Jiménez Losantos, la "empresa común" de no pocos discursos de la Corona, la "preexistente" España que de lo cultural pasa gratuitamente a organización política, siguen bien vivas, como ya se demostró, en el escenario intelectual, universitario y publicista de nuestros días.

La indiscutible esencia del Estado español, también "preexistente" y forjador de conciencias, el truchimán, asemeja ser un dato intangible para los muchos intelectuales que se empeñan en distinguir el "nacionalismo político" (el del Estado, el español) de los denominados "nacionalismos culturales". Como si estos últimos, centrífugos o periféricos, constituyeran un elemento "apolítico". Distinción que la realidad jurídica (la Constitución y los Estatutos de Autonomía) y política (la de todos los días) desmiente con más que vigorosa tenacidad.

Sin embargo, el truchimán franquista carece de legitimidad por los muchos motivos que ya se adujeron. Por el contrario, los fueros tienen toda la legitimación y legalidad que les otorgan las correspondientes Disposiciones de la Constitución de 1978.

Carecen a su vez de alimento constitucional las afirmaciones sobre el Estado español de libros como el de Luis González Antón España y las Españas (L. González Antón, 1997, págs. 426 y 427). Que no en vano se apoya reiteradamente en el nacionalismo español -y en sus prepoliticismos- de Andrés de Blas. González Antón opina acerca de las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812:

"A partir de ahí se evidencia la aceptación general del concepto moderno de `nación´, como conjunto de toda la sociedad integrada por individuos libres con iguales derechos. Una nación española gobernada por una Monarquía histórica y definida y englobada en un Estado que, como dirá el catedrático valenciano Borrull, `se halla constituido siglos hace y permanece hoy día´ y con una definición territorial -y no es un elemento secundario- más antigua y estable que la de cualquiera de sus vecinos, incluida la propia Francia".

Cuánto más realista era la geografía política de Baltasar Gracián, como ya se cribó, en el siglo XVII; cuando veía las dificultades españolas y las facilidades francesas para "unir naciones". Y traer a colación, con motivo de la Constitución de 1812 y sus prolegómenos gaditanos, la cuestión "territorial", no puede ser más dislocado. Porque, según Bartolomé Clavero, la Constitución de 1812 quiso integrar en una Nación "no sólo a unas pocas peninsulares por Europa, sino también a numerosas continentales e insulares por América, por Asia y por Africa, a todo un dominio imperial que se intentaba mantener bajo esta veste nueva". Por no hablar de las "naciones" con minúscula o "colectivos humanos de distinción no necesariamente política", en el sentido en que "nación" se empleaba en el lenguaje de la época, es decir, incluídas las muchas naciones indígenas (B. Clavero, 1998, pp. 261-286).

Y la pretenciosa e "inconmovible" definición territorial del Estado español ("más antigua que la de Francia", escribe González Antón), debería de ser historiada con más precisión actualizada. Con la de no dejar en el vacío cerebral que Sidi-Ifni, el Sáhara, Marruecos y su Protectorado, o Guinea, se explicaron como "territorio" español en los bachilleratos de los años cuarenta, cincuenta y hasta setenta, según se iban abandonando, a veces por razones geopolíticas -como el Sáhara- nada decentes.

En lo que toca a ese truchimán-Estado de imaginados, míticos "siglos" de constitución, habrá que corregirlo con un poco de verdadera historiografía constitucional bien documentada. Como la de Alejandro Nieto, quien en su rotundo ensayo Los primeros pasos del Estado constitucional de España, porque son efectivamente sus "primeros pasos" durante la regencia de María Cristina de Borbón, nos ofrece un espectáculo estatal que dista muy mucho de ser unitario y único. Hay dos Estados, porque la guerra civil mantenida permite definir un paralelo Estado carlista ("aunque su territorio no fuera fijo ni determinado" ). Con su ejército carlista, tributos y hasta policía. Por otra parte: "No hay que olvidar -dice Nieto- que la guerra civil carlista se terminó con un Convenio". No hubo derrota ni victoria y el Convenio de Vergara dejó las puertas abiertas, como así aconteció, a posteriores confrontaciones bélicas entre los dos Ejércitos. Los liberales moderados intentaban fortalecer su poder mediante la centralización y los progresistas debilitarlo mediante la descentralización. Como los moderados sentían que "el Estado se les escapaba de las manos", vinieron los militares y sus procedimientos a intentar centralizar la institución estatal. Pero "esta centralización militar no era, desde luego, estatal sino que emanaba de un poder paralelo tan ilegítimo, o más, que las propias juntas" (A. Nieto, 1996, págs. 109, 110 y 127).

Todo lo cual -lo escrito por Alejandro Nieto- coincide también con lo mejor del análisis histórico-constitucional de Manuel Azaña. La centralización del Estado en el pasado siglo y la "política de asimilación, de unificación" se intentó -decía Azaña a las Cortes constituyentes republicanas- por la vía del "militarismo"; lo que no significa otra cosa que "el fracaso profundo del régimen liberal, parlamentario, burgués del siglo XIX". Y que "el Estado español era débil, inerme o incapaz y apenas acertaba a tenerse de pie y tenía que apoyarse en las muletas de los poderes bastardos, ajenos a la legitimidad del Poder político" (M. Azaña, 1977, pág. 30).

Porque, en términos constitucionales, no es aceptable otra lógica que la de la "legitimidad del Poder político" o Estado y nunca la de su truchimanesca "existencia" de "siglos" que, además, no se deja discutir porque ella misma "permanece" en ese raciocinio aquí criticado de la historia de González Antón.

B) La destructiva conciencia social e intelectual de cuño antiseparatista.

Dentro del suministro de tópicos antiseparatistas (del estilo del joseantoniano "ultracatolicismo" de los vascos) hay intelectuales que se ven a sí mismos de muy diferente manera. Como españoles, en una actitud que les honra, como Federico Jiménez Losantos. Pero los hay también como Fernando Savater, que recuerdan que "el nacionalismo español es el primero que aborrecí" (F. Savater, 1996 b., págs. 16, 17 y 148).

Como, todo lo contrario que Savater, en estas líneas no se enjuician intenciones, se respeta aquí plenamente su vocación crítica que rechaza "que sólo puede criticarse cada nacionalismo desde otro nacionalismo opuesto". Savater se ubica a sí mismo en la "plurinacionalidad constitutiva", pero afirma -algo imprudente-: "no sé si también constitucional, ni me importa demasiado". El caso es que define su plurinacionalidad operativa no solamente "en España" sino -lo que sobre el papel está muy bien- "en Euskalherria o en Cataluña".

Pero esa prometedora "plurinacionalidad" nos defrauda inmediatamente, porque mete en el mismo saco a todos los nacionalismos, a los que califica de "regimientos", y, en realidad, gasta toda la artillería en contra de los nacionalismos periféricos y solamente emplea alguna salva en contra del nacionalismo español (al que no toca como no sea para curarse en salud). Un "plurinacionalismo" que no admite al nacionalismo vasco, a todo él y reiteradamente, como el de Savater, ya puede ir cuando menos revisando lo de "pluri". Como suplemento nada aislado en su argumentación, dispensa munición prejuiciosa en grados insospechados. Así, dice de la política vasca en su totalidad: "En Euskadi, la feroz influencia clerical puede reducirnos la cultura a ejercicios ignacianos (de izquierdas o de derechas, tanto da)".

La "feroz influencia clerical" en Euskadi, en términos sociales, es la misma que la de toda España. La propia de una sociedad bastante secularizada. Y, en el sistema político, puede percibirse tibia y ciertamente ese clericalismo en el nacionalismo vasco más moderado y en nacionalistas democristianos del PNV (no en su izquierda), ampliamente superado por la exhibicionista confesionalidad -y muy ortodoxa militancia católica- de no pocos de los más altos cargos del actual Gobierno del PP.

Y como las afirmaciones generales sin demostración no llevan a nada, Fernando Savater podría hacer algunos ejercicios prácticos no ignacianos que aquí se le proponen. Uno, el de leer los trabajos sobre la religiosidad española de Salvador Giner, Díaz-Salazar y Enrique Miret Magdalena, para así comprobar que -hasta en Pamplona- en todo el Estado español (y Euskalherria no se exceptúa en esto) se da "este fenómeno de secularización, de crítica y de abandono religioso entre nosotros" (E. Miret Magdalena, El País, 1 de septiembre de 1997). Como ejercicio segundo, Savater podría también estudiar las publicaciones de Emakunde, editadas por el Instituto Vasco de la Mujer. Así, ante el completo número de diciembre de 1996 de esa revista, podría enterarse de lo que opina una presbítera anglicana y de las críticas de esa revista a la Iglesia Católica por el subalterno papel de la mujer en esa institución, junto a un análisis de las féminas y el Islam mucho más allá de las simplificaciones al uso, buscando los rasgos de discriminación femenina comunes y compartidos entre el islamismo y el cristianismo.

Con este tipo de investigaciones concretas, Fernando Savater tendría percibir que el "clericalismo" vasco no es el de tiempos de José Antonio Primo de Rivera, y que hay nacionalistas (y mujeres vascas), que son al mismo tiempo feministas y cuyas publicaciones no se encuentran precisamente bajo la inspiración de los ejercicios ignacianos.

Lo malo de estos topicazos de intelectuales como Savater, o de Azúa, es que sintonizan con lo más atrasado culturalmente del antiseparatismo español. El que no propone puentes, sino que cava fosos entre las dos conciencias, la centrífuga y la centrípeta, por usar los afinados, viejos y esclarecedores conceptos de Vicéns Vives. En lugar, como lo escribe Savater, de caracterizar al nacionalismo cultural catalán y vasco como corrientes cubiertas "con boina o con barretina" (1996 b., pág. 148), lo que debería de preocuparnos son otras cuestiones. Como que no se quiera "ni oir hablar" de las reivindicaciones nacionalistas, según el Centro de Investigaciones Sociológicas y sus encuestas realizadas desde 1984.

Para que se vea lo dramático -por manifiesta ignorancia antiseparatista- de la situación, tomemos (sin pronunciarnos y meramente como ejemplo) el caso de la normalización lingüística catalana. Hasta el Foro Babel, en su Segundo Manifiesto punto 3, dice que "la sociedad catalana es socialmente bilingüe, y esto significa que las dos lenguas oficiales son utilizadas como instrumentos habituales de comunicación de los ciudadanos de Cataluña" (Ajoblanco nº 110 de 1998). Si esto es así, carece de toda explicación racional que quienes ven en el uso educativo del catalán, según una encuesta de 1994, "un problema serio", sean un "56,5 por ciento" de las personas encuestadas "en Madrid"; mientras que el "72 por ciento de los encuestados en Cataluña aprobaba el sistema de inmersión lingüística en el sistema de educación" y no veían conflictos más que "el 14,2 por ciento" de quienes contestaban a tales encuestas en Cataluña (M. Keating, 1996, pp. 174-176). Es decir, que los destinatarios de la política de uso del catalán no acusan casi ninguna circunstancia conflictiva (salvo en leves porcentajes y no como un drama), y en Madrid, donde no se habla catalán, se percibe su utilización, en casi un 60 por ciento de la gente encuestada, como "un problema serio". Michael Keating, que es quien desbroza críticamente el camino irracional de estos balances de las encuestas, atribuye el dispar resultado a una "campaña anticatalana" de los medios de comunicación. Pero ya sabemos, con Bourdieu, que las "ideas recibidas" -o tópicos- lo son porque ya y antes se han recibido. Y que cuarenta años de machacón antiseparatismo de la dictadura franquista han hecho su antidemocrática labor.

Deberíamos de leer al mejor Clausewitz para aprender que todos los mayores conflictos provienen de la incomunicación. Y que quienes se dedican a fomentarla, mediante estereotipos que no se corresponden con la realidad, quienes exageran los problemas y contradicciones, no hacen sino acrecentar una muy aventurera disociación de las conciencias de las partes con el todo.

C) El patriotismo constitucional español.

No son muchos los ingenieros de auténticos puentes culturales, de todo y partes, en el seno del nacionalismo español. En todo caso, parecen silenciados ante tanta propaganda autodenominada "antinacionalista", pero en realidad "antiseparatista" y en conexión con el nacionalismo español de elaboración menos inteligente.

No se va a construir aquí un listado de patriotas constitucionales españoles y cultivados. Sería tan costoso como inconveniente. Pero hay voces, como las de Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, que gratifican (El País, 19 de septiembre de 1998). No le importa, y hace bien, llamarse a sí mismo "españolista de la España Grande". Lo que no es óbice para que, sobre la cuestión vasca, estime que es preciso:

"...hablar con la Constitución en la mano, pero utilizándola no como arma arrojadiza, sino como instrumento para la paz, la construcción nacional y las opciones democráticas. Esto es, con la imaginación que debiera tener el político. Y en ese campo las palabras son muy importantes. Las hay de presa, con pico y garras, como nación, soberanía o autodeterminación. A los políticos corresponde hacerlas pacíficas y vigorosas palabras de tiro del carro común".

Y hay una postura de Herrero de Miñón que estos párrafos comparten especialmente, porque ahí está toda la clave de bóveda de las soluciones democráticas y constitucionales del entendimiento de las partes con el todo:

"El buque de la flexibilidad constitucional necesaria para encajar la plurinacionalidad española es sumamente difícil de botar: déjesele alcanzar el alta mar sin lastre excesivo. Todos saldremos ganando en términos históricos".

No hay, lamentablemente, muchos patriotas españoles con la agudeza cultural -ni con el conocimiento histórico- de Herrero de Miñón.

Que la Constitución no es una especie de parapeto contra los nacionalismos de las nacionalidades, debería ser la primera lección a aprender por parte de un constitucionalismo español bien temperado. Que adoptase la idea de la flexibilidad, sobre todo cuando se está ante quienes no aceptaron en su día el artículo 2 de la Constitución ni en las Cortes Constituyentes.


3b) El olvido en el patriotismo español y la consistente memoria de las nacionalidades.


No es exactamente lo mismo la historia que la memoria, aunque están estrechamente relacionadas. Pero, lo estudia Paloma Aguilar: "La memoria colectiva de los países es esencial, ya que las identidades nacionales se edifican sobre la base tanto de tradiciones y recuerdos, más o menos inventados, como de olvidos, más o menos genuinos" (1996, pág. 94).

La identidad nacional española se asienta sobre un vacío histórico y memorístico enorme. Ha desaparecido -y más en la memoria social que en la historiografía especializada que ahora asoma con fuerza- todo el período que va desde el 1 de abril de 1939 a 1977. Desde que terminó la guerra civil hasta las primeras elecciones generales. La desmemoria española, porque no se le puede llamar de otro modo, prefiere ubicarse en zonas tan remotas como la República y la guerra civil (que una gran mayoría no pudimos experimentar) o tan próximas como la "transición" de 1975 a 1978. Todo lo demás, nada menos que el franquismo y sus responsabilidades en el ejercicio del poder y todo el antifranquismo, desaparecen, se licúan en la conciencia colectiva. Y así surge una "identidad nacional" defectuosa, débil, enfermiza e ignorante del valioso precio de los derechos fundamentales que disfruta.

Esta insuficiencia cultural de primer orden que condiciona las bases de todo el edificio patriótico-constitucional español, está muy bien detectada por Francisco Tomás y Valiente (F. Tomás y Valiente, 1993, pág. 192):

"Fue sin duda un acierto conducir la transición a través de la reforma y no de una ruptura que habría producido efectos más negativos que los de aquélla, pero eso no debe impedirnos percibir una de las consecuencias perjudiciales de la reforma, que ha consistido en el relativo silencio que ha recaído sobre la más reciente época de nuestra historia, olvido que se proyecta no sobre quienes por su edad la vivieron, sino sobre los jóvenes de hoy".

Tomás y Valiente observa que "no es posible comprender lo que en nuestros días ocurre con la conciencia colectiva de los españoles" si no se sabe qué significó el franquismo, desde la guerra a 1975, ni lo que "se dijo acerca de España y de su historia en el bando que a sí mismo se autotituló nacional".

Tomás y Valiente se dirigía así al auditorio de la Universidad Carlos III, el 14 de noviembre de 1992, en el transcurso de su conferencia Raíces y paradojas de una conciencia colectiva. A Tomás y Valiente, con toda justeza, le inquietaba esa laguna generacional ignorante del franquismo y del antifranquismo. Sin embargo, no llegaba a formular la segunda parte de este problema. Que, frente a esa amnesia existente en el todo nacional, las partes (nacionalidades) hacen gala de una agudísima y fuerte memorización histórica. Memorización discutible en cuanto a su contemplación preconstitucional (como todos los datos prepolíticos), pero indiscutible en cuanto a los problemas básicos de la legitimidad republicana, la represión franquista y su también indiscutible orientación antifranquista.

Cuando el nacionalismo español actual acusa a la historia de las nacionalidades de "victimismo", está expresando con nitidez suprema sus propias debilidades. Consistentes no en demostrar si es exagerado o no lo que dice del pasado el nacionalismo periférico, sino en no poder (no saber o no querer, o las tres cosas a la vez) explayarse sobre las muy reales víctimas del todo constitucional español; en no tener, en suma, una elemental Historia común -de partes y todo- de la represión franquista ni del antifranquismo.

Las ideas de Tomás y Valiente están entresacadas de un capítulo titulado pertinentemente El todo y las partes de su ya citado libro. Pues bien, si algún defecto hay que señalarle a este capítulo es que responsabilice a las partes, en exceso, de las dificultades para la construcción de una conciencia constitucional común y española. Si bien Tomás y Valiente no escatima la reflexión autocrítica sobre los negativos y desmemoriados efectos de la transición española, como ya lo examinamos.

Lo primero que debería de hacer el nacionalismo español es, pues, reconocerse cabalmente a sí mismo. Mirarse al espejo, si es que se permite esta licencia figurativa. Esta operación, con el paso de los años, puede que no sea completamente agradable; pero es de todo punto necesaria. Y lo es estéticamente, aunque, antes que por cualquier otra causa, por motivos de salud física y mental.

Ese espejo nos devolvería dos caras bien diferentes. Una, la del patriotismo constitucional, la Nación de naciones, el Estado multinacional (que tan amplios atractivos tiene para sectores de las partes y del todo), el Estado federal, y cuantas propuestas se apoyen en el reconocimiento de los principios del Estado democrático de Derecho y los derechos fundamentales. Por la vía de la paz y el destierro de toda coacción o violencia, esta postura no tendría más límites que los de la "libertad de expresión" del artículo 20 de la Constitución. Otra faz sería, en cambio, la del agrio antiseparatismo, irascible y prepolítico, sordo al completo ante la presencia jurídico-política de los nacionalismos de las nacionalidades y sus reivindicaciones. Faz que confunde la flexible construcción humana de una Constitución, según el certero modelo de Tomás y Valiente, con el españolísimo trágala.

Hay intelectuales que transpasan frecuentemente las líneas del uno al otro nacionalismo, como les sucede a Antonio Muñoz Molina, Antonio Elorza, Aurelio Arteta y a tantos y tantos otros. Saltan de la razón a las creencias y así no hay manera de entenderse. No se produce una comunicación con quienes pensamos diferente y se deduce que no la quieren o, más bien, que la temen y que agradecen nuestra poca coincidencia en los mismos circuitos de difusión; se dirigen en exclusiva a los lectores ya convencidos del periódico en el que escriben o a los seguidores fieles y partícipes de los mismos prejuicios del medio en el que intervienen.

Incluso hay quienes parten de premisas muy interesantes y racionales para, en nuda paradoja, deducir conclusiones "prepolíticas". Así, Juan Pablo Fusi propone que hay que "sustituir los mitos, las leyendas, las falsedades, por conocimiento verdadero, por explicaciones verosímiles y por afirmaciones constatables y verificables". Proposición que no cabe sino aplaudir, tanto como sus complementos de racionalidad histórica. "Sincronía -y no desconexión como quiere Andrés de Blas- entre las presiones hacia la centralización del Estado y movilización étnico y lingüística de algunas regiones (Cataluña, País Vasco y Galicia)", es una ley histórica de Fusi para auscultar las enfermedades en la débil constitución del Estado español contemporáneo. "Débil integración centro-periferia" es, pues, la consecuencia de la norma anterior para Fusi. Pero, precisamente de esos presupuestos no se puede deducir, como lo hace Fusi, un prepoliticismo de este calibre: "España es, desde hace siglos una nación". Porque que fuera una monarquía mundialmente conocida no implica que, indiscutiblemente, fuera una "nación".

El procedimiento democrático para un diálogo, de carácter elemental, mínimo, o en la zona de mediación como diría Elías Díaz, podría consistir en respetar que hay que llegar a los acuerdos y desacuerdos por la vía constitucional y al margen de todo prepoliticismo.

En tan importante asunto no vale todo y un patriotismo constitucional español de mediana listeza debería de ser el primer interesado en desprenderse de tan asilvestrado antiseparatismo socialmente existente.

Con la salvedad de Habermas, este trabajo se ha realizado fundamentalmente con remisión a fuentes españolas por varias razones. Habermas tiene mucho que decir porque su sociedad, la alemana, tampoco quiere reconocerse en su pasado, y su memoria se resiste a ser ejercida (de modo semejante a lo que acontece entre nosotros). En cuanto a las ideas de Isaiah Berlin, Gellner, A. Smith, Kedourie, Hosbawn, W. Kymlicka, etc... no dejan de tener su interés, siempre y cuando guarden alguna relación o nexo con nuestra propia historia o nos sirvan para racionalizarla. Como ya se ha intentado poner en práctica en alguna otra ocasión (J.I. Lacasta-Zabalza y J.M. Martínez de Pisón, 1998). Incluso hay quienes, a través del examen crítico de la obra de Kymlicka aducida por Albert Branchadell, han llegado a muy interesantes conclusiones prácticas sobre el nada suave problema -aunque hinchado en exceso- de El liberalismo y la normalización en el uso de la lengua catalana (R. Casares e I. Alvarez Dorronsoro, Hika nº 88 de 1998, pp. 31-34). Pero, definitivamente, no podemos quedarnos en la superficie de demostrar quién está más a la última en el conocimiento de la bibliografía internacional -por supuesto, muy occidental y preferentemente anglosajona- de la filosofía jurídica y política tocante a los nacionalismos.

Es de no poca entidad lo que nos jugamos y nuestra experiencia es mucho más rica que cualquier teoría liberal de importación. Tanto que, como ya se hizo notar, este asunto está indefectiblemente unido al quehacer constitucional e histórico de nuestras libertades democráticas y derechos individuales.

Por de pronto, el patriotismo constitucional español tendría que prestar más atención al conocimiento sociológico de la realidad en la que se mueve. Y aprender, sin engañarse, que las dosis de antiseparatismo irracional son muy superiores a la pasión racional que debería de suscitar el Estado democrático de Derecho. Víctor Pérez-Díaz ha observado no hace mucho la escasa identificación de la sociedad española con el imperio de la ley. Los débiles lazos existentes en el "compromiso y la implicación moral de los españoles con un régimen -el constitucional de 1978, escribe Pérez-Díaz- por el que han luchado, en realidad, poco". Asusta de veras, culturalmente hablando, que:

"muchos españoles mantengan una relación de moderada distancia y como de exterioridad respecto a un estado democrático que es, en principio, suyo".

Las ciudadanas y ciudadanos parece que "carezcan de impulso para, en su caso, defenderlo". Tampoco la sociedad española asemeja saber muy bien dónde se encuentra, cuál es su geografía y cuáles son sus relaciones internacionales convenientes. Pues, según Pérez-Díaz, es llamativo que los españoles no "tiendan a plantearse siquiera cuál pueda ser el interés nacional que ese estado debiera promover en el ancho mundo" (V. Pérez-Díaz, Claves de Razón Práctica, nº 77 de 1997, pp. 2-9).

Esa inconsistencia del soporte cultural y social del patriotismo constitucional sí que ha de hacernos reflexionar. No hay entusiasmo colectivo por los derechos fundamentales y hay una "exterioridad" con respecto a éllos, porque la sociedad española en su conjunto no participó debidamente -y en las proporciones de otros países como Francia o Portugal- en la consecución de la libertad mediante "un esfuerzo largo, arriesgado, sacrificado y -concluye Pérez-Díaz- costoso". El antifranquismo español, de donde arrancaron esos riesgos, esfuerzos y sacrificios sin cuento, es muchas veces un perfecto desconocido, cuando no un vilipendiado, en la sociedad española. Sus dimensiones, las del antifranquismo, no eran tan pequeñas; pero se trataba tan sólo de vanguardias, y, en el mismo sentido cultural, de minorías. Minorías amplias podría ser su definición sociológica; pero cuya cultura de la resistencia no permeó debidamente la pasividad, la apatía, la inercia ni, más que nada, los miedos de los mayoritarios sectores de la sociedad española. Una porción de la cual se benefició de la dictadura, la apoyó, consintió o colaboró con el franquismo. Y, en conjunto, simpatizó escasamente con el antifranquismo; no solamente por su discutible pequeñez, pues a la hora de clausurarse el Tribunal de Orden Público en 1977 había unas 5.300 causas abiertas en 1976 (por "delitos" que luego han sido derechos fundamentales, como la libertad de expresión que entonces era "propaganda ilegal"). Sino porque aquí ha entrado en juego algo parecido a lo ocurrido en la sociedad alemana: se ha generado la desmemoria querida, la amnesia colectiva dicen algunos, la falta de coraje cívico decimos otros.

Para recordar el antifranquismo habría que reconstruir cómo era el franquismo y hay mucha gente que no lo desea. Y hoy día ése no es un deseo lo que se dice sano, sino, a estas alturas, lo que vemos es más bien un criterio enfermo; entre inculto y miedoso. Que impide aprender de lo duro y peliagudo que ha sido que haya libertades y estabilidad democrática en el sistema español. Es curioso, pero es -llamémosle por su nombre- una muestra de cobardía, que todavía hoy, a fin del siglo XX, la sociedad española encuentre su Acta memorística fundacional en la guerra civil. El oportunismo de esta memoria queda bien retratado en otro estudio sociológico de Pérez-Díaz, pues: "En la guerra-como-tragedia, la responsabilidad y la culpa son menores y deben ser repartidas por ambos bandos" (V. Pérez-Díaz, 1996, págs. 28 y 29).

Ya se sabe: todos fuímos crueles (incluso quienes no habíamos venido a este mundo); los rojos y sus asesinatos de curas, los unos y los otros, el canibalismo, Abel y Caín, la persecución del hermano, etc...Todo, menos indagar dónde estaban la legitimidad de la Constitución de 1931, los Estatutos de Autonomía y el sufragio universal. Que por ahí se debería, a lo Habermas y en buen razonamiento patriótico y constitucional, de empezar.

Pero ya hay magníficos estudios que permiten racionalizar lo acontecido en la guerra civil. Y los que aparecerán, desde éstas y las otras perspectivas. Lo que ocurre es que quienes vivimos hoy y aquí, y hasta la inmensa mayoría de quienes participamos en la resistencia antifranquista y estamos entre los vivos, no habíamos nacido en 1936 y no tenemos arte ni parte en el fratricidio bélico de nuestros progenitores y abuelos.

Esta fundación guerracivilizadora de la actual España tiene muy serios inconvenientes. El primero es su notoria falsedad y la dilución completa de la noción de responsabilidad. Porque si la "culpa" es de la guerra, desaparece todo lo sucedido entre el 1 de abril de 1939 y, siendo generosos, noviembre de 1975. Aunque la sociedad de España de 1977 nos revele que en los Pactos de la Moncloa todavía se discutían cuestiones que pertenecen a la más estricta intimidad personal, como son la "regulación de la venta de anticonceptivos" y la "despenalización del adulterio y del amancebamiento" (El País, 25 de octubre de 1997). Y esa increíble mezcolanza de religión y derecho, delito y pecado, esa jurídica falta de respeto a la conciencia individual de la ciudadanía, sería demasiado cínico cargarla encima de la muy manida guerra civil. Y a quienes aún les guste ir oportunistamente tan atrás, pueden con toda minuciosidad comparar la liberal legislación republicana del Código penal de 1932, sus reales normas de equiparación de mujeres y hombres, y, por contra, la penalización del adulterio (la calderoniana vindicta in honore hasta 1963) y demás propuestas, "semíticas" que diría Américo Castro, dedicadas al amontonamiento de política estatal, moral religiosa y leyes.

Lejos, muy lejos de estas páginas cualquier idea taliónica. Y responsabilidad, por fin, quizá pueda querer decir lo que significa. A nadie se le puede perseguir jurídicamente por lo que hizo entre 1939 y 1977. Se trata de una responsabilidad, en la idea de Habermas, de carácter "político-moral". Incompatible con un ruin "todos estábamos bajo el franquismo", parejo al alemán "estar en el nazismo"; porque no es lo mismo "estar" en un campo de concentración que ocupando una cátedra universitaria, presidir un Consejo de Guerra que sufrir su sentencia de muerte, mandar la policía política que ir a la cárcel por las ideas de uno y la libertad de los demás. Que no se nos diga, pues, como en Alemania, que aquí no pasó nada salvo en la guerra. Ahora bien, no estaría de más remover los Archivos policiales y militares, todos los Consejos de Guerra y la actuación de los tribunales excepcionales, el de la Represión de la Masonería y el Comunismo y el Tribunal de Orden Público, con sus miles de causas y sentencias, sus encarcelados, fusilados y agarrotados, para que las nuevas generaciones supieran por lo menos de dónde vinieron sus derechos. Si la Constitución, en su artículo 117.6, dice que "Se prohíben los Tribunales de excepción", a no ser que queramos potenciar la insensibilidad jurídica más absoluta, que se sepan el cabal significado y los antecedentes de esa disposición.

"Por la caridad, jamás nos entró la peste" en la sociedad española. Al revés de lo que nos enseñó la parte menos cristiana de nuestro catolicismo patrio. "Paz, piedad y perdón" es la propuesta más evangélica que se formuló en la contienda española y su autor es un hombre tan laico como Manuel Azaña. No es, pues, una blandenguería humana ejercer la piedad, aunque sea un sentimiento tan ajeno al nacionalcatolicismo español. Con esa virtud en lontananza, se es responsable en esta vida de lo que se hizo y se perdona lo que nos hicieron. De lo que no se conoce ni queremos acordarnos nada tenemos que perdonar; pero esto último es entre necio y peligrosísimo, porque tiene sus raíces, como el olvido en Alemania, en un enorme autoengaño, hipocresía o mentira colectiva. Como piensa Javier de Lucas: "el perdón sólo puede ser eficaz si arranca de la verdad" (El País, 11 de noviembre de 1998).

En el periódico mexicano La Reforma, de 10 de marzo de 1998, pudo leerse en una entrevista a Felipe González su siguiente opinión:

"Pasar la página de la historia para mí significa olvidar. El General Gutiérrez Mellado, participante en la guerra civil y vicepresidente con Adolfo Suárez, me pidió, antes de que yo llegara al Gobierno, que por favor esperara a que estuviera muerto para remover los rescoldos o las cenizas porque todavía, dijo, había fuego debajo. Yo fui el Presidente del Gobierno en el 50 aniversario del comienzo y del final de la guerra civil. Era una gran oportunidad para haber hecho un ajuste de cuentas con la historia. No pasó así. Lo acepté como una de las reglas de juego del poder. Saquen las consecuencias que quieran. Cada país tiene su propia historia. Ningún país se ha permitido revisar su historia en tiempo real. Se analiza lo aparente, lo que hay encima de la mesa, pero no lo que hay debajo. La autocontención para conducir un proceso hacia el pluralismo y las libertades es la mejor consejera del mundo, es casi la esencia de la democracia".

Por su parte, el editorial del diario El País de 26 de julio de 1998, titulado La hora de la responsabilidad, a propósito del terrorismo de Estado y la sentencia condenatoria del caso Marey, nos dice:

"...a muchos militantes y dirigentes -del PSOE- les resulta muy doloroso aceptar que los suyos paguen por lo que no pagaron los que sirvieron a la dictadura o los que realizaron actividades parecidas en gobiernos anteriores. Hay entre muchos socialistas una sensación de injusticia atribuíble a las peculiares características de nuestra transición".

O sea que nos movemos entre "todos somos responsables de todo" (de la guerra civil cruenta en la que no estuvimos) y "nadie somos responsables de nada" (ni en el franquismo, la transición ni en el régimen constitucional).

Pues habrá que rechazar contundentemente esta fundamentación, porque la impunidad de quien manda en cualquier momento no puede ser, de ninguna de las maneras, la esencia de una democracia constitucional.

Gobernar no puede ser una tarea de "señoritos satisfechos", de quien se cree -escribe Ortega y Gasset- que "nada es fatal, irremediable e irrevocable"; de quien piensa que, en confianza o en familia, "todo, hasta los mayores delitos, puede quedar impune". Esto es propio de quien se permite ser frío ante el dolor del prójimo, porque lo desconoce; es algo igualmente propio de malcriados y enriquecidos que no saben de esfuerzos y, en definitiva, como para Ortega: es el gobierno de una "anormalidad superlativa" (J. Ortega y Gasset, 1998, págs. 210 y 211).

Habría que desterrar esas "anormalidades" de nuestro sistema constitucional, más bien características de quienes ejercieron ese señoritil mando bajo el franquismo y de quienes desgraciadamente les imitaron. Y una vez aceptado que no se pueden exigir responsabilidades jurídicas concretas por lo que se hizo en el franquismo, no estaría de más: a) que se recuerde claramente lo que pasó, sus autores y víctimas y b) que cada cual responda éticamente en esta sociedad por lo que hizo y hace efectivamente en la etapa en la que le tocó vivir.

Javier de Lucas reflexionaba no hace mucho sobre la zozobra que crea a un profesor de filosofía jurídica que la impunidad campe por sus fueros en un sistema político. ¿Cómo explicar a los estudiantes que eso no debe de ser así, sin tener a mano ejemplos históricos claros? Javier de Lucas destaca los inconvenientes de la vía de reencuentro "a corto plazo" con la desnuda verdad que se ha elegido en Sudáfrica, con la excelente figura ética de Nelson Mandela en el capitaneo de la operación de reconocer cada cual lo que causó. Pero también advierte de Lucas que esa vía memorística "quizá asegura más la estabilidad" de una democracia. La "impunidad -prosigue Javier de Lucas- colisiona en no pocas ocasiones con la prudente necesidad de estabilidad social y política, sobre todo en Estados que, habiendo sufrido (cometidas por el poder político) violaciones gravísimas a los derechos humanos" han de realizar transiciones donde "los antiguos verdugos" todavía "conservan poder para echar marcha atrás" (El País, 11 de noviembre de 1998).

El caso de España no es el de Sudáfrica, porque ya hace casi treinta años que murió el dictador Franco. Y tampoco hay ya un riesgo de "involución". El conocimiento público de lo que hizo el franquismo seguramente incomodaría lo suyo "a los antiguos verdugos" y todo tipo de represores y acompañantes. Habría que tener un humano cuidado en el tratamiento de este asunto, pero nada ni nadie debería de impedir la difusión y publicidad de la verdad. Toda la gente, y más que nadie la juventud, saldría ganando. De paso, la beatificación televisiva de personajes como José María Pemán, converso a la democracia, no debería de ocultar su pasado depurador de profesores republicanos ni el de propagandista antisemita. Siquiera fuera para sopesar racionalmente las enormidades de los cambios de este Divino Impaciente o, sencillamente, para no engañar al gran público.

Y, de la guerra civil, se puede decir y escribir lo que se quiera de todos sus aspectos (si hay detrás una seria investigación). Tanto si quedan fatal los idílicos anarquistas de Tierra y Libertad (que también fusilaron repugnantemente a sacerdotes en la retaguardia), como los asesinos estalinistas de Andreu Nin, como el fusilamiento de sacerdotes vascos a cargo de los muy católicos franquistas, como el hecho de llamar Cruzada al asesinato antievangélico de los propios hermanos, como que, ya más cerca de nuestra profesión, la asignatura de Derecho Procesal fuera depurada casi al completo y la Filosofía del Derecho en una gruesa proporción; y no debería de ser ningún obstáculo investigar quiénes fueron los perjudicados y beneficiarios de esas inconstitucionales medidas, los delatores, etc, etc... "Viven muchos todavía" (o están demasiado recientes sus muertes) se suele decir cuando se toca este asunto. También viven muchas de las víctimas o fenecieron no hace mucho; personas que obtuvieron en su día las cátedras y puestos por medios legales y constitucionales y a quienes no se les ha dado ni esa mínima reparación moral que es la del ejercicio claro de la memoria.

No pasa, no debe de pasar, con el recuerdo de la guerra civil, absolutamente nada. Y si más de medio siglo después pasa, es que, culturalmente, no tenemos remedio.

Siguiendo a Habermas, esto no es una Filosofía de la Historia, ni historicismo ni una hermeneútica al uso. Esto no se resuelve con una investigación de libro, sino con un giro cultural de la conciencia social. Giro que debería de ser impulsado desde diferentes lugares propagandísticos y en el que los conservadores inteligentes habrían igualmente de volcarse. Dice Habermas que: "Fue por primera vez el 8 de mayo de 1985, es decir, cuarenta años después del fin de la Guerra, cuando un presidente de la República Federal se atrevió a entender la derrota del régimen nazi, desde ese contexto histórico, como nuestra liberación de una dictadura" (J. Habermas, 1998, pág. 113).

La comparación germánica viene que ni pintada para la situación española. Porque ni el actual Jefe del Estado español ni los Presidentes de Gobierno han pronunciado una condena clara, sin equívocos, del régimen de Franco ni su incompatibilidad con la Constitución de 1978. El Rey, porque no consiente -como nos enteramos en TVE en una célebre entrevista de una periodista- que "se hable mal de Franco en su presencia". Cuando lo primero que sugiere esta actitud regia es lo siguiente: ¿y cómo se habla bien de un dictador militar? La TVE suele emplear en los telediarios una curiosa definición de Franco, que ha sido criticada con justeza por el catedrático constitucionalista Marc Carrillo; la televisión habla del dictador como "el anterior Jefe del Estado". Se camufla así -como tantas veces- el problema de la legitimidad. Si Felipe González se paseó por esos mares en el Azor de Franco, no es precisamente un corte con ese pasado dictatorial lo que nos quiso transmitir; sino una continuidad con lo anterior. Del actual Presidente Aznar no aguardemos lógicamente una oposición a la pasada dictadura, aunque, en honor a la verdad, ha tenido algunos gestos leves y laudables manifestados en su actitud con Rafael Alberti o, a pesar de su nula proximidad con la cultura del personaje, en el reconocimiento público del republicano Max Aub.

No ha sido la menor de las anterioridades la vuelta de los despojos de Alfonso XIII para ser enterrado en El Escorial con honores de Jefe de Estado. Un rey que nada tiene que ver con el patriotismo constitucional; que parece casi la antítesis de esta doctrina. El rey perjuro a la Constitución de la Restauración (R. Borràs, 1997). El rey y comandante en jefe del Ejército en la desastrosa guerra del Rif, con sus decenas de miles de bereberes y españoles muertos en feroz degollina. El rey que lo fue de la Dictadura de Primo de Rivera. El que felicitó a Franco por su sanguinolento triunfo en la guerra. En fin, hay personajes históricos que aunque nos cuenten lo simpáticos -y hasta rijosos- que eran, sabemos quiénes eran y su nula relación con la democracia.

Con las anterioridades, como en Alemania, nos quedamos sin el pasado cultural de los derechos fundamentales. Que no solamente fueron fruto del acuerdo, del "consenso", pese a sus benéficas consecuencias institucionales que admitimos hasta los que en su día lo criticamos. Parece como si nuestra historia jurídica reciente la hubiera escrito una caricatura de Savigny. El "partido de la santidad del Derecho", para el cual se formaban las leyes como las reglas gramaticales o por sedimentación de sus diferentes capas y estratos institucionales. Si hay hoy un "derecho de asociación" (artículo 22 de la Constitución) es también por los miles de personas condenadas y procesadas por "asociación ilícita" en la actuación del Tribunal de Orden Público. Tenemos a Savigny, que es una buena compañía metodológica, aunque -como se señaló- en caricatura. En España falta Ihering (R. Ihering, 1989, págs. 65 y 66); que seguramente nos ayudaría lúcidamente a interpretar nuestro pasado:

"Todas las grandes conquistas que en la historia del derecho pueden registrarse, la abolición de la esclavitud, de la servidumbre, la libre disposición de la propiedad territorial, la libertad de la industria, la libertad de conciencia, no han sido alcanzadas sino después de una lucha de las más vivas que con frecuencia han durado varios siglos, y muchas veces han costado torrentes de sangre".

La lucha por los derechos fundamentales de la actual Constitución, aspecto preterido irresponsablemente de nuestra historia jurídica, no duró "siglos", sino todos los años del antifranquismo opuesto a aquella dictadura militar. Y, desde luego, costó mucha sangre. Si la sociedad no quiere saber lo que costó, y tampoco se les enseña a las nuevas generaciones, no ha de extrañarnos esa "relación de exterioridad" con el Estado democrático de Derecho que los sociólogos critican en la actitud de la ciudadanía española.

Nuestra memoria se parece demasiado al callejero de la hermosa ciudad de León. Donde se pueden encontrar calles con los nombres de Legión Cóndor, Generalísimo Franco yConstitución. La Legión alemana testimonia la acción de gracias a los nazis por el apoyo en nuestra guerra al bando anticonstitucional, Franco el del agradecimiento al mayor dictador de nuestra historia moderna y la Constitución simboliza la reinstauración de la democracia. Valores absolutamente incompatibles que hablan de una incoherencia ética e histórica impresionante. Habrá que reconocer que es más coherente el callejero de Jerez de la Frontera, que combina a Carrero Blanco con el Dictador Primo de Rivera. Pero también tiene sus incoherencias, pues no hay manera de relacionar las indecentes ilustraciones antiislámicas y antibereberes del enorme y ecuestre monumento jerezano a Primo con la preciosa y próxima mezquita restaurada del Alcázar.

Hablamos de una identidad nacional y constitucional de todo y partes. Y una calle como la leonesa dedicada a los legionarios nazis que bombardearon Guernica, quebranta cualquier posible conciencia compartida. Insulta a la población civil de Guernica, que se acuerda perfectamente de un día de mercado en el que murieron a mansalva progenitores y abuelos. Violenta la sensibilidad de cualquier vasco demócrata, nacionalista o no. Deja al patriotismo constitucional español a la altura del ridículo, si se piensa que el Parlamento alemán acordó aprobar una reparación moral y económica a la población guerniquesa. Ofende a cualquier antifascista español que se sienta representado por el símbolo pictórico picassiano. Hasta molesta al sentido común. Por eso es tan importante cimentar una identidad de todo y partes sobre la memoria de lo acontecido y por eso es tan grave la insensible desmemoria instalada.

Y aún más, como el nacionalismo español no ha acudido a su cita con el pasado, o se expresa en su seno ese caos cultural como el de las comentadas calles de estas -y otras- ciudades, los nacionalismos de la periferia, que no tienen ningún problema para beber de su antifranquismo, aparecen como algo mucho más compacto, más coherente, más sincero con el ayer inmediato. Y, lo que es peor, diferente en lo que no debería de serlo. Lo que se revela hasta en los símbolos y su uso. Un nacionalista catalán, al que se le puede reprochar todo el "victimismo" que se quiera según los dicterios habituales, puede decir y lo dice, sin faltar ni un pelo a la verdad, que Franco abolió por las armas su Estatuto de Autonomía republicano, que el franquismo reprimió hasta límites absurdos el uso del catalán, que, incluso, como Jordi Pujol, pudieron ser encarcelados por su catalanismo y que sus ideas presuponen una recia oposición al régimen franquista. Es verdad, y lo recuerdan porque quieren y deben recordarlo, que Lluís Companys, el Presidente republicano de la Generalitat, fue fusilado por Franco y entregado a éste por la Gestapo nazi y el Régimen de Vichy. Esta remebranza es toda una operación simbólica dotada de un claro y preciso antifranquismo y un enlace constitucional con la legalidad republicana representada históricamente por Companys. Y, para colmo, los nacionalistas catalanes -y quienes no lo son como Borrell- se saben muy bien la letra y música de Els Segadors, vibrante, con sabor a jacquerie o a la abolición de la rabassa morta.

Y luego, profesionales de la politología, pero cegados por su patriotismo prepolítico, como Manuel Ramírez, se inquieren sin saber las causas: "¿En qué país civilizado del mundo se plantea ahora el tema de su himno y se dan los pasos adelante y atrás que acabamos de vivir en nuestra piel de toro?" (El País, 15 de enero de 1998). En el país que no ha sabido ofrecer un pasado común democrático y constitucional a la memoria de las partes y al todo.

El nacionalismo español, para decir en lugar del cerril no, ha de percibir con claridad que esa fuerza simbólica del nacionalismo periférico la extrae culturalmente de su enfrentamiento sin complejos con la memoria. Con la constitucionalidad de la legalidad republicana de 1931 y su corte antifranquista en todos los terrenos ideológicos y jurídicos. Y que ese territorio republicano y antifranquista habría de ser común; porque, si no lo es, no se puede -salvo burda engañifa- descargar ese grave déficit democrático sobre las espaldas culturales de nuestras nacionalidades.

De todas maneras, y ya que estamos con el ejemplo catalán, a ningún nacionalista de ese lugar se le ocurriría acudir a la anterioridad de Alfonso XIII ni a la del dictador Primo de Rivera.

El objeto de este trabajo es el nacionalismo español y no la crítica de los otros nacionalismos. Colateralmente, se puede, sin embargo, avanzar alguna tesis. Con la aceptación de lo propuesto por Habermas, estos nacionalismos que tuvieron su Estatuto de Autonomía al socaire de la Constitución republicana, guardan una buena conexión con la memoria. Sus defectos vienen más bien de la interpretación de la historia, de su historicismo del que extraen una legimitidad que es tan dudosa como la del prepoliticismo español. La Edad Media, a la que nadie resta importancia, parece que está demasiado cerca y no en su debido tiempo. Como en el bien editado, trabajado y documentado libro de Tomás Urzainqui y Juan María Olaizola La Navarra marítima (T. Urzainqui y J.M. Olaizola, 1998). El libro tiene la ventaja de desmontar, desde el nacionalismo vasco-navarro bien informado, las tesis independentistas de Sabino Arana y su inventada construcción foral. Para nuestra materia es interesante el recordatorio de Thomas Hobbes y su idea crítica de 1651 contra "los poderes temporales del papado" usados indebidamente -según Hobbes- para la incorporación de Navarra a Castilla. Ahora bien, el asunto de la estatalidad navarra en el siglo XIX (pág. 301), aunque tiene su razón existencial como lo ha demostrado Alejandro Nieto al describir el Estado carlista, es una exageración de la que no cabe deducir tantas conclusiones como Urzainqui y Olaizola. El proyecto de Serafín Olave de 1883 es eso y nada más: un proyecto. Es cuestión de opiniones, pero esclarece muchísimo más la perspectiva habermasiana de la "constitucionalización" y su dimensión encontrada al compartir los procedimientos democráticos, garantías y derechos fundamentales. Esta perspectiva reduce o relativiza el peso de la Historia institucional, que no constitucional; y es ahí donde se produce la falta de coincidencia con cierto pensamiento nacionalista, sin duda democrático y erudito, como el de Urzainqui y Olaizola.


5.- Final posible (con el permiso de Manuel Azaña y Benito Pérez Galdós): la voluntad democrática y geométrica -que no aritmética- de las partes y su encaje con el todo. Entre Europa y Marruecos o el verdadero lugar de España en este mundo.

 

En el seno de la intelectualidad española opuesta a los nacionalismos periféricos se ha producido un retroceso cultural, un repliegue conservador, por comparación con la historiografía del liberalismo y del republicanismo español mejor formado cual es el de Francesc Pi i Margall y el de Manuel Azaña. Este renacido y nada original orteguismo, más consciente en unos y más inconsciente en otros, pero producto de la irritación antiseparatista y de la pereza reflexiva, ha aflorado estos últimos años so capa de nacionalismo español, aunque de cuño -en la aquí adoptada dirección habermasiana- bien poco constitucional, y ha podido ser señalado críticamente como uno de los principales "gérmenes del antipluralismo" de la vida intelectual en la actual sociedad de esta -que lo es también y no sólo- España uniforme (J.I. Lacasta-Zabalza, 1998).

El titular del Premio Nacional de Literatura (Ensayo) de 1998, Jon Juaristi, se ha convertido así en un auténtico oráculo de materias en las que él no es ningún experto. Habla con gran soltura de asuntos que desconoce al completo, trátese del Derecho foral y su significado, del Derecho Constitucional o de la Historia de las Instituciones. Juaristi -con mayor desmesura en este punto que el propio Vargas Llosa- sostiene que: "El País Vasco no ha sufrido grandes agravios históricos de la Corona española, ni siquiera en la época liberal" (A. Espada y J. Juaristi, Ajoblanco, nº 106 de 1998, pp. 53-59).

Como Manuel Azaña pensaba precisamente lo contrario de lo que hoy dice Juaristi, responsabilizando -como ya se recordó en este trabajo- a la Corona y su "asimilismo militar" de la respuesta nacionalista vasco-navarra y catalana, queda patente la vuelta atrás de signo conservador que significa esa visión histórica de Juaristi.

También Juaristi asevera solemne y categórico en este mismo reportaje que:

"Jamás ha existido un Estado Vasco independiente o una monarquía vasca independiente".

¿Y qué? Se le podría responder con alguna contundencia. Porque de lo que no hay ninguna duda es de la persistencia de un nacionalismo vasco que ocupa hoy hasta el Gobierno autonómico y la mayoría parlamentaria de ese País. Entre el PNV, EA y EH han obtenido en las últimas elecciones autonómicas de 1998 unos 679.000 votos, que no parecen guardar mucha conexión con las disquisiciones acerca de la "monarquía vasca independiente" ni con Teodosio de Goñi o Iñigo Arista.

De todas maneras, es llamativo cómo Juaristi viene a resucitar el mismo tipo de ideas que la historiografía más conservadora del nacionalismo español. La de Menéndez Pidal, que se opuso en 1932 a los "proyectos de estatutos autonómicos", escribe Azaña, desde un criterio "unitario e historicista". "Argumenta -recuerda Azaña de Menéndez Pidal- con que Cataluña y Galicia nunca han sido independientes" (M. Azaña, 1981, vol. 1, pág. 61). A lo que Azaña replicaba juicioso:

"...no va a la raíz de la cuestión, que es como debe atacarla un político: la existencia real (por mucho que contradiga a la historia) de una voluntad secesionista en varias regiones."

Ahí radicaba y radica exactamente el asunto y no en esa sustitución de la historia por la "melancolía" del antiseparatismo de Juaristi.

Claro que, para llegar a captar ese pensamiento de Manuel Azaña, es preciso no dejarse seducir por el Azaña derrotado en la guerra civil. Lúcido, pero derrotista; y el derrotismo no es en verdad lo que ahora se necesita, si es que se quiere construir -o reconstruir- un pensamiento plurinacional. Que el intelecto oficial -y el ultraconservador- goce más con el último Azaña, el fatalista, es también todo un síntoma de la ausencia de creatividad cultural y de ideas "multinacionales" que reina entre nuestros medios políticos e intelectuales.

Por eso es conveniente detenerse en esta magnífica y racional teoría de la voluntad democrática de Manuel Azaña. Desde su filosofía jurídica constituyente se puede fabricar un programa cultural que aquiete las pasiones insanas del antiseparatismo y permita cavilar más y mejor en términos de entendimiento y conciliación del todo con las partes.

Esta teoría de Azaña redivivo la componen varios y valiosos ingredientes:

A) Una racionalidad jurídica y política, más allá de todo prejuicio y tópico nacional malsano.

La organización de las partes con el todo ha de ser el resultado principal del querer libre de los elementos implicados en esa articulación constitucional del poder, de los poderes. Lo peor que se puede hacer es otorgar carta de naturaleza a las ideas de quienes atribuyen en exclusiva a las nacionalidades periféricas, decía Azaña, las "agresiones, las codicias, los apetitos, los intereses egoístas" que supuestamente están "contra el interés permanente del Estado español". Este "es un prejuicio que hay que disolver", sentenciaba muy inteligente Manuel Azaña (1977, pp. 5, 12-14 y 40-42).

Este prejuicio -todavía hoy muy fuerte- es el que expande la irresponsable idea del "peligro de la dispersión de las partes de España" desde una presuposición rígida del "concepto de unidad nacional". Concepto que confunde -a juicio sagacísimo de Azaña- la "unidad histórica de la monarquía española" con "la unión de los españoles bajo un Estado común". Esa "unión" solamente puede ser constitucional y libremente consentida. Sin libertad, una vez más, no hay nada que hacer. Por eso coincide históricamente la organización autonómica en la reflexión azañista con "los preceptos garantizadores de la libertad individual" y con "la Constitución republicana de 1931".

Palabras de Azaña que tienen su utilidad, ya que todavía hay quien confunde, como Juan Pablo Fusi, la "unidad monárquica" con la "unidad nacional" (El País, 17 de noviembre de 1998). Pues este historiador mantiene que: "España fue, con Francia e Inglaterra, una de las primeras entidades nacionales de Europa".

Y también la actitud ante los nacionalismos periféricos ha de ser democrática, de intentar su entendimiento, el de sus motivos, justos o no, para poder construir un razonamiento compartido. Nada más lejos de esta conducta liberadora que el autismo con el que se conducen no pocos políticos y miembros de la sociedad española partidarios del todo. "¡Uf!, estos catalanes, ¡qué pesados!, que nos dejen en paz". Así se burlaba Azaña de sus contemporáneos "unitaristas" y así podría mofarse de mucha gente de la autosatisfecha intelectualidad española de final del siglo XX.

Incluso personas preocupadas por las garantías y libertades, por el cierre definitivo de la violencia etarra, que no caen en la hipocresía de pensar "que a los presos -vascos- los llevan de Canarias a Cádiz para acercarlos", como es el caso de Eduardo Haro Tecglen, han pasado a engrosar las filas del partido del "¡Uf!" que Azaña criticaba. Pues, en su artículo No me hable más de Euzkadi, Haro Tecglen concluía: "no me hable de esos países, naciones, territorios, provincias, etnias, culturas, regiones, lo que sean" (El País, 4 de enero de 1999).

En la descrita polémica autonomista parlamentaria, Manuel Azaña reprobaba a quienes responsabilizaban a los catalanes de crear ellos mismos la cuestión catalana. Reprochaba a Ortega y Gasset su superficial e historicista descalificación del catalanismo como una doctrina de "frustración" e "irredentismo". Los nacionalistas no han inventado en exclusiva sus doctrinas para crear un "conflicto irresoluble", como pensaba Ortega del catalanismo.

Posiciones orteguianas sobre el "irredentismo" que habitan entre nosotros, ahora referidas al nacionalismo vasco. Pues Jon Juaristi se permite describirlo como un ente irracional en el que: "No hay nada real detrás de esa melancolía permanente". Porque: "Ella misma crea el objeto perdido" (Ajoblanco, núm. 106 de 1998).

A Juaristi, como hacía Azaña con Ortega y Gasset, hay que confrontarlo con la empírica realidad de todos los días. Que no es otra que la de la pragmática presencia de un movimiento nacionalista vasco de fuerte representación institucional y social.

Ante el nacionalismo vasco (de los más variados colores políticos) o el catalán nos situamos, como se situaba Azaña, independientemente de sus orígenes y del vigor cultural que lo fundamente, cuando y con rotundidad:

"adquiere la forma, el tamaño, el volumen y la línea de un problema político".

Y es "entonces -prosigue Azaña- cuando este problema entra en los medios y en la capacidad y en el deber de un legislador o de un gobernante; antes, no".

Obviamente, no cabe así un parangón de corte aritmético, de uno igual a uno, como el Estatuto de Autonomía de León de José Antonio Primo de Rivera con respecto a Catalunya. Porque la geometría azañista es una ciencia de proporciones, de dimensiones no intercambiables; y no tenía -ni tiene- la misma medida política la reiteradamente expresada voluntad nacionalista catalana (o vasca o gallega) que la de otras zonas cualesquiera del Estado.

Azaña ha hablado igualmente de "deber", de una ética seria y necesaria, ante un problema político de la entidad retratada por su convincente geometría. Es también deber de todo intelectual actuar del mismo modo, sin frivolidad y desde una perspectiva de comprensión, no de discordia y descalificación, frente al indudable "volumen y la línea" del nacionalismo periférico de hoy en todas sus proyecciones.

Si el nacionalismo vasco, como quiere Juaristi, va al encuentro de lo que nunca tuvo (la independencia), no recibió afrentas serias del poder político español decimonónico ni de la Corona, se relativiza la represión de esa comunidad bajo el franquismo, como también hace Juaristi, y resulta que no hay otro problema que sus enfermedades (la melancolía es una enfermedad) en las que el mismo vasquismo se regodea, entonces la "solución final" es única: no hacer ni caso al nacionalismo vasco. Tránsito irresponsable que conduce con toda seguridad a muy graves conflictos que solamente nacen del desconocimiento mutuo y de los desencuentros; y más, si cabe, de los desencuentros premeditados.

B) Una necesaria historicidad del razonamiento nacional.

El conocimiento racional requiere la concreción de su historicidad epistemológica. Es más que desvelador el desprecio por la historia de la reflexión intelectual y constitucional dominante. Porque "historia" no es necesariamente "historicismo". Historicistas son quienes, en la definición de Guido Fassò: "buscan y encuentran precisamente en el pasado de toda nación la explicación del presente y sus razones de actuación para el futuro" (G. Fassó, 1998, vol. 3, pp. 43-45).

Historicismo constitucional es el que indaga demasiado lejos las explicaciones del presente. De la experiencia de los "comuneros de Castilla" contra Carlos V Emperador se puede deducir, según Azaña, que: "o bien se admira en ella el último destello de un concepto político medieval, o bien se advierte en ella, y se admira más, la primera percepción de un concepto de las libertades del Estado moderno, que nosotros hemos venido ahora a realizar". Tan lejos, la investigación histórica -afirmaba Azaña- "puede tener dos caras" (1977, pág. 41). Y hasta muchas más, cabe añadir al político republicano.

Historicismo que está demasiado presente en las despensas culturales de nuestro nacionalismo periférico. Donde no es infrecuente el mecánico intercambio de la "historia de la soberanía" por la "historia de la libertad". Un clásico del nacionalismo vasco, el navarro Hermilio de Olóriz, buen especialista en el pensamiento jurídico de Martín de Azpilicueta y bastante atinado por lo general en sus juicios, cae en ese error (como lo siguen haciendo no pocos nacionalistas de la periferia). En su Cartilla Foral, Olóriz presenta como una "libertad" que, después de la anexión de 1512: "El Reino de Navarra era independiente, porque no tenía de común con España más que la unidad de Rey". Con su poso de verdad en términos de "soberanía navarra", este hecho carece de proyección constitucional para las libertades democráticas de la ciudadanía que nacen en el siglo XIX. En cambio, es acertado presentar como una carencia de libertad en 1894, como lo destaca Olóriz, la pérdida y el carácter de "contrafuero" de la competencia relativa "al nombramiento de Maestros". Porque no era un mero problema de "competencia" que pasase a nombrarlos el Estado de la Restauración. Pues las consecuencias eran para Olóriz "de suma importancia" para las libertades de los navarros, ya que concebía, y en un sentido muy moderno, que el derecho a hablar la propia lengua era una cuestión de primera magnitud ante la estrategia represora del euskera por parte del Estado canovista. Y Olóriz propugnaba un "bilingüismo" nada antiespañol (como él mismo no lo era en ese punto ni en otros) de mucha más razón que la bárbara política del "anillo". Pretendía Olóriz actuar como en las "naciones de Europa que van a la cabeza en materia de instrucción", donde "no sólo no han proscripto ni persiguen los dialectos regionales, sino que á la par que el idioma nacional recomiendan su estudio" (1994, pp. 190 y 195-199).

Sin dejar de criticarlo, nada justifica que un intelectual se quede con el evidente "historicismo" de Olóriz y soslaye caprichosamente sus razonamientos sólidos como los descritos acerca del euskera.

Bartolomé Clavero ha llamado la atención sobre el desconocimiento flagrante de esta historiografía vasca y navarra por parte del constitucionalismo español (1998). Y sobre sus graves repercusiones en la ignorancia de las pretensiones jurídicas vasco-navarras. Porque, efectivamente, podría ser una vía de coincidencias con el actual nacionalismo vasco saber qué hay (y en qué dosis) en su seno de racionalidad democrática. Según lo sintetiza Javier Villanueva al hilo de unos comentarios suyos sobre las posiciones de Herrero de Miñón y los Derechos históricos, es preciso considerar "que la definición antiespañola es una de las dos únicas novedades incorporadas por Sabino Arana al ideario vasco tradicional". Arana no funda el nacionalismo, sino que le añade el "antiespañolismo". Su otra novedad consistió en "unir lo lingüístico-cultural a lo político", proyectándolo -critica Villanueva- sobre un escenario naturalizado, sobre "el ámbito natural lingüístico-cultural" (Hika, nº 95 de 1998, pp. 23-25).

Pese a todo, a que son de mucha mayor presencia en la actual cultura del nacionalismo vasco las reivindicaciones democráticas (porque, agrade o disguste, el derecho de autodeterminación pertenece a esa categoría democrática), nunca separadas del historicismo tampoco abandonado, nuestra intelectualidad y publicistas del todo prefieren criticar las derivaciones "étnico-raciales" y naturalistas de Sabino Arana. La conclusión es como para no cerrar los ojos ante lo que pasa, porque el discurso intelectual y periodístico hegemónico no tiene nada que ver con la realidad del mundo intelectual y político vasco-navarro, habiéndose quedado anclado en la crítica del aranismo de los años veinte de un siglo que ya termina.

Que el nacionalismo vasco se ha democratizado con respecto a su propio pasado es algo que para el dogma del todo resultará difícil de admitir. Pero, con un poco de la historicidad de Azaña y una indagación de la vida cotidiana vasco-navarra, sabremos perfectamente que la vieja e indiscutible independentzia ha cedido el paso al presente -y eje de todas las tendencias nacionalistas- derecho de autodeterminación. Parece que era ayer, eran los primeros años ochenta, cuando todavía la independencia predominaba sobre la autodeterminación. Proposiciones autodeterminantes que provenían, qué cosas, de los sectores más cultivados de la izquierda marxista (vasca y española) y de las plataformas antifranquistas compartidas (J. Villanueva, Hika nº 82 de 1997). Y que el nacionalismo vasco ha incorporado luego, con todas las ventajas de su formato democrático, a su propio patrimonio teórico. Patrimonio en el que, sin abandonar la propuesta independentista, se admiten otras soluciones (confederación, federación, unión pactada y otras), según resulten las voluntades compuestas por el juego democrático de las fuerzas en acción.

En realidad, la discusión, como lo puso de relieve la Declaración de Barcelona del BNG, PNV y convergentes catalanes, no puede ser más jurídico-política y menos étnica. Porque todo gira en torno al concepto de soberanía. Todo, hasta la propuesta de rectificación de los Tribunales Superiores y la crítica a la jurisprudencia autonómica del Tribunal Constitucional y a su composición. A las que habría que replicar en términos siempre de raciocinio jurídico y no con arrojadizos "etnicismos" que no convencen a nadie que lea y después discurra.

Con un pequeño recurso a la historiografía, sabríamos que esto no es nada nuevo. Aparecía incluso, aunque de modo primitivo, en La Primera República de los Episodios de Benito Pérez Galdós. Era "el pacto federal" un "vínculo común" que quería servir "de aglutinante para amalgamar diferentes estados débiles en un gran Estado poderoso" (B. Pérez Galdós, 1974, tomo IV, pág. 670).

Aunque la idea periférica de 1998 acerca de las "soberanías compartidas" se apoya en tres suelos culturales mucho más trabajados:

A) El navarro Arturo Campión definía en las Cortes de 1894 su idea de soberanía pactada de Navarra con el Estado: "en parte sometida á la soberanía inmediata del Rey y las Cortes, y en parte, aunque pequeña, exenta de ella". Esto es -según este nacionalista vasco- "una gravísima cuestión de derecho constitucional". Pues "el Estado legal de Navarra se escuda con un pacto cuya materia y forma pertenecen al derecho internacional privado, y que una de las partes contratantes no puede alterarlo, modificarlo ni derogarlo" (H. de Olóriz, 1994, pp. 120-122).

Estas ideas siempre han estado latentes y patentes en el seno del nacionalismo vasco para explicar su relación con el Estado español o el Pacto con la Corona.

B) Ideas para nada incompatibles, sino perfectamente compatibles con las inmediatamente posteriores del galleguismo. Castelao deseaba una España "que sea fuerte para otro interés común, armonizando en una coordinación superior a las varias nacionalidades que la componen y defendiendo la soberanía de cada una de ellas". Una "República federal" apoyada "en el concepto novísimo de las nacionalidades" (1976, pág. 320).

C) Uno de los libros más representativos de la izquierda antifranquista sobre la "cuestión vasca", proponía en 1976 "que se ha de reconocer la soberanía del pueblo vasco", pero, al mismo tiempo y porque no participaba del independentismo entonces hegemónico en el nacionalismo vasco, se inclinaba, en sus relaciones con el resto de "los pueblos" y con "los poderes centrales", a favor de una -literalmente- "soberanía compartida" (M. Escudero y J. Villanueva, 1976, pág. 133).

Soberanías pactadas resumen igualmente el espíritu -confederal- y la letra de la famosa Declaración de Barcelona de 1998. "De hecho", puntualiza el autorizado intérprete de la misma Xosé Manuel Beiras, la "propia declaración insiste en la necesidad de una nueva cultura política para asumir el carácter plurinacional del Estado". Ninguna novedad para Beiras porque solamente es uno de "los grandes temas que eran objeto de debate en el tardo-franquismo y la transición". Y que hasta hoy han estado "durmiendo el sueño de los justos" (El País, 2 de agosto de 1998).

El verdadero asunto hereda toda esa cultura (la de Campión, Castelao y el antifranquismo), unido todo a una situación internacional y sus efectos que la mayoría del nacionalismo periférico ve como Beiras: "¿Qué está quedando del aparato central del Estado con el proceso europeo?".

No hay quien apee a un nacionalista de hoy del siguiente razonamiento, apoyado en sucesos como el nacimiento del euro: si el Estado cede soberanía hacia afuera, ¿por qué no puede hacer concesiones hacia dentro? ¿qué es lo que lo impide? ¿que se llame a sí misma "soberanía única" y en realidad no lo sea? Herrero de Miñón, que por algo es un constitucionalista que sabe el valor cultural e integrador del patrimonio histórico, delimita a la perfección el núcleo duro esta conciencia: "la soberanía compartida que nadie discute cuando se comparte con Bruselas o Berlín, más lejanos, sin duda, que Barcelona" (El País, 3 de octubre de 1998).

Pese a que sea la "soberanía" el meollo jurídico de la contradicción centro-periferia, los partidarios unilaterales del todo se sienten mejor instalados -y llenos de rutina intelectual- en el reproche de "etnicismo" y "racismo" a los nacionalismos de las partes. Santos Juliá dice que estos nacionalismos buscan "una identidad propia no tanto en la Constitución cuanto en una diferencia de lengua, de cultura y hasta de raza" (El País, 3 de enero de 1998).

Es igual que Beiras explicase la Declaración de Barcelona, en el mismo periódico que Santos Juliá: "Buscamos otro reparto de poder, no el separatismo". Porque el nacionalismo del todo se ve a sí mismo, como escribe Santos Juliá, como una "identidad española forjada en la democracia". Y a los demás de la periferia les endosa "lengua, cultura y raza".

Cuando no se escucha absolutamente nada de raza, sino de las soberanías, en la insistente voz política de los tres nacionalismos históricos.

En verdad produce desazón que hasta entre los sectores más cultos de la intelectualidad del todo se prefiera, según criticaba Azaña, el "prejuicio" a la buena y verosímil información. Pero ya se ha abundado en la crítica de estos impedimentos culturales antiperiféricos y es ahora el momento de estudiar otros escollos no menos prominentes, que habría igualmente que allanar para programar una arquitectura más convincente del patriotismo constitucional español.

Así, otra de las dificultades de no pequeño tamaño para edificar unaidentidad nacional de corte democrático, además de las derivadas de la ya tratada contradicción centro-periferia, tiene que ver tanto con el presente geopolítico de España -y su frontera magrebí- como con la actitud nada positiva de su población e intelectualidad ante la cultura islámica.

La ciudadanía española se siente europea y lo es de pleno derecho. También Américo Castro, pese a todos los intentos por presentarlo como un exagerado narrador de las "esencias" islámicas y hebreas, partía en sus análisis históricos, como ya y en este escrito pudo verse, de la ubicación occidental y europea de la península y de la comparación, nada infrecuente en don Américo, con Italia, Francia e Inglaterra. Eso no era insalvable distancia para que Américo Castro, en una interpretación genial de nuestra historia cultural común, con un insólito uso creador de las fuentes, rehabilitase una perspectiva mudéjar (cristiana y semítica), proveniente de la mezclada permanencia secular de lo moro y lo judío en nuestra sociedad. Una rectificación cultural que realzase y difundiese esos valores mudéjares, y diera a conocer el fenómeno de los "cristianos nuevos" (así como la acción inquisitorial contra todo lo no católico), quizá no sería una varita mágica que curase el antiislamismo de esta sociedad española; pero, siquiera sea entre nuestra juventud estudiosa, podría tener efectos claramente benéficos. Posibilitaría, seguramente, el ensanchamiento del pluralismo cultural más allá de los angostos márgenes entre los que actualmente vive la identidad nacional española.

Por otra parte, opina ahora Sami Naïr, es un elemento incuestionable que hoy día "con el proceso de la mundialización de la economía, la soberanía nacional y el estado nacional se encuentran en una situación nueva, y seguramente deberán afrontar cuestiones totalmente diferentes" (1998, pp. 226-237). Ante los inevitables movimientos migratorios no es desmesurado pensar en "la posibilidad de un desarrollo institucional y político del racismo y de la xenofobia". Esto, hay que agregar, no es una especulación, sino que se ha manifestado incluso en ciudades que, como Lisboa, por su historia multirracial parecían perfectamente vacunadas contra los virus xenófobos. Ante este fenómeno tan importante, cree Sami Naïr que el Estado español ha tratado el problema "de la inmigración únicamente con el cierre de fronteras".

La manipuladora propaganda sobre la inmigración es un serio inconveniente para entenderla, porque las causantes de los males no son las "mafias" (que se parecen sospechosamente a "los intermediarios" de las épocas de carestía de los productos y bajos salarios de la dictadura franquista o a los "estraperlistas" de la posguerra). La causa es un subdesarrollo estructural del sur del Mediterráneo en el que tenemos nuestra cota de responsabilidad, como anterior metrópoli colonial, y, más que nada, como europeos de actual y pleno derecho. Aunque solamente fuera por nuestro gobierno de Ceuta y Melilla en el norte africano, habría que comportarse de otro modo. En esos ocho kilómetros y pico de frontera ceutí, que a España le toca vigilar policialmente en el nuevo reparto de papeles europeo, se eleva "la doble cerca de dos metros de altura, reforzada con alambrada de púas e instrumentos de detectación sensibles al menor movimiento". Nuevo muro -y no de Berlín- que el Estado español vigila "día y noche por cámaras de vídeo". La alambrada y demás artilugios, según el escritor Goytisolo, han sido financiados en un 75 por ciento por la Unión Europea, y la obra es de un "coste superior a los 6.000 millones de pesetas" (El País, 18 de julio de 1998). Vallas también erigidas en Melilla con la ayuda del Ejército español.

Nos hemos convertido, sin otras políticas de más altas miras y de largo alcance a cambio, en una avanzadilla de la Fortaleza Europea en el norte de Africa. Según repetidas indagaciones sociológicas, nuestra sociedad se concibe como inequívocamente europea y, a un tiempo, Marruecos es para nuestra colectividad nacional "el país que peor imagen tiene de los once que se pregunta" en las encuestas oficiales (El País, 29 de agosto de 1997). Permanecen los "recelos ancestrales" o el "miedo al moro" en la conciencia popular española. Junto a que la cotidiana y falseadora difusión audiovisual de todo el Islam como un colosal "fundamentalismo" es notoriamente nociva para un mínimo entendimiento racional de lo bereber y lo árabe.

La izquierda cultural española, la literatura republicana y antifascista, también ha participado del atavismo del "miedo al moro". Como dan fe los carteles del Frente Popular en la guerra civil y, en nuestros días, ciertas escenas de la película Libertarias de Vicente Aranda. Más allá del europeo "orientalismo" que, como moda decimonónica que fue, dejó huellas visibles en nuestra cultura (desde la pintura de Fortuny a los escritos del alpujarreño Alarcón), raras son las reflexiones desprejuiciadas sobre la vecindad mahometana del sur. El aragonés Sender, Max Aub y, sobre todo, La forja de un rebelde de Arturo Barea, son excepcionales por su visión positiva de bereberes, árabes y hebreos del norte de Africa y su relación -y parentesco- con los españoles. Tanto como el vivísimo ejercicio periodístico de investigación de Manu Leguineche sobre la guerra del Rif y el "desastre de Annual" (M. Leguineche, 1996).

Sin temor a exagerar, predomina en nuestra sociedad una cierta mentalidad de Reconquista y de "cristiano viejo" ante la "langosta africana" (y la última expresión tan significativa pertenece al historiador Sánchez Albornoz). En lo mejor de nuestro intelecto, y valga para ello la lacónica reflexión de Tomás y Valiente en su logrado Manual, se intuye que es importante el influjo del Islam (pero, con todo realismo, se declara su general ignorancia en la historia institucional española) (F. Tomás y Valiente, 1983, pp. 132-133). La "lengua árabe" no figura en los estudios de las "lenguas clásicas" universitarias y los estudios arábigos no gozan precisamente del fervor oficial, como lo ha criticado una y otra vez Juan Goytisolo. Generaciones de juristas españoles nos formamos sin tener noticia de Maimónides y Averroes, que fueron sustituídos por San Isidoro de Sevilla, el Concilio de Toledo, el Código de Eurico y Tomás de Aquino. Cuando todo y todos podían haber sido enseñados conjuntamente, a lo mudéjar. Se prefirió antes "la guerra contra el infiel" como versión "romano-canónica o latino-eclesiástica" de nuestra Cultura jurídica en sus orígenes que dar a conocer las problemáticas consecuencias de la separación entre razón y fe, Dios y los hombres, del averroísmo. Esto, como la supresión del erotismo de nuestra literatura medieval, tenía su lógica cultural franquista, nacionalcatólica, pero ya no tiene justificación alguna. Y si el problema fuera el de la lengua y los documentos, la rectificación historiográfica debería de emprenderse en profundidad. Lo que ocurre es que se entrelazan, en una especie de círculo fatal, la "memoria histórica" dominada por la "contraposición entre el moro y el cristiano" en el conjunto de la sociedad, las no banales deficiencias intelectuales y universitarias, así como las motivaciones "geopolíticas" que están a las puertas de España. En un contundente artículo de Gema Martín Muñoz, profesora de Sociología del Mundo Arabe e Islámico, se encadenaba el negativo efecto en la imaginación española de la sostenida "guerra contra el moro" (desde las campañas de O´Donnell a la desastrosa guerra del Rif, pasando por las tropas marroquíes al servicio de Franco en 1936), junto con la "política exterior española hasta los años ochenta" y la vivencia de la sociedad española de conflictos reales como el pesquero en tanto que "agresiones y amenazas" marroquíes (sin detenerse en una mínima indagación de las verdaderas causas y razones). El balance es bastante inquietante: en la conciencia española, lo imaginado y lo real se superponen y alimentan "de imágenes negativas la percepción que el español tiene de su frontera meridional" (El País, 24 de agosto de 1998).

La estrategia de fondo habría de ser el "codesarrollo de las dos orillas del Mediterráneo" de Sami Naïr, en lugar de considerar el Estrecho como la frontera inconmovible del sur español. Pero esta necesidad política, imperiosa, no debería de tapar otros intentos regeneradores culturales y jurídicos.

Aseguran hoy los entendidos en las artes "mediáticas" que la crítica, que el ejercicio de la crítica, no es comercial. Que "comunican" mucho mejor las consecuencias aplastantes que no dan lugar a discusión. Contra esta dogmática corriente dominante, sin embargo y si un resquicio de decoro jurídico queda entre nosotros, habrá que -siguiendo en esto a Javier de Lucas- "Invertir la política jurídica". Que combatir, por lo que toca a las gentes magrebíes y a toda la inmigración, la muy estatal "xenofobia institucionalizada". Nuestra intelectualidad suele tener a flor de labios el ideal del "universalismo" y del "cosmopolitismo" cuando se trata de arremeter contra los derechos de las nacionalidades periféricas. Pero poco -o nada- dice de la conducta jurídica de España contra nuestros inmigrantes del Magreb. Que, entre nosotros, carecen "de derecho a tener derechos" en la conocida idea de Javier de Lucas y Sami Naïr. Nosotros poseemos todo el catálogo de los "derechos fundamentales" y a los inmigrantes ilegales se les niega, por el tratamiento policial establecido perversa y legalmente, el "derecho a la tutela judicial efectiva" y, en virtud de la española ley 1/96, se les excluye de la "asistencia letrada al detenido". Lo que está ideado, escribe de Lucas, en "flagrante violación de lo dispuesto en el artículo 24.2 de la Constitución, que reconoce ese derecho básico a todos los seres humanos" (Hika, nº 94 de 1998, pp. 23-27)

Las migraciones no afectan a un solo Estado sino a muchos; son un elemento estructural del mundo contemporáneo y consustanciales a la economía planetaria sin fronteras que se ha establecido. No valen de nada, a medio plazo, las vallas ceutíes, el orden policial como único remedio, o la variable demanda laboral del mercado, pues los desplazamientos no son un fenómeno "provisional" y se van a intensificar. Lo que atañe muy directamente a las relaciones españolas con la ya desplazada y creciente población magrebí.

Ciertamente que hay otras políticas jurídicas menos obtusas y más humanas que la que aplica Europa por boca de España. Y, con toda seguridad, más rentables incluso económicamente. Pero no deja de sobresaltar el riesgo de aumento del racismo, en particular de la tradicional aversión "al moro", cuyos indicios en nuestra sociedad son más que visibles. No para impedir, pues esto requeriría otros cambios en profundidad que no se ven, pero sí para atenuar o, sencillamente, para rebelarse en legítima rebelión moral, no estaría de más volver los ojos a la reflexión cultural. Hacia el rescate del liberalismo español que mejor supo asimilar las partes comunes y compartidas de un mudejarismo bien entendido. El pasado por sí mismo nada soluciona, pero un presente sin pasado -o con éste mutilado- no crea más que informidades y desgarros.

Del mismo modo que Azaña nos demostró que es posible un patriotismo constitucional español de todo y partes, a condición de no engañarse y no dejarse llevar por los tópicos antiseparatistas, para lo que se requiere un examen serio de nuestra historia e historiografía constitucional, Benito Pérez Galdós se acercó a Marruecos con el ánimo nada dogmático de estudiar a sus gentes y a lo que hubiera como denominador común entre bereberes, árabes, judíos y cristianos.

Por contra, Benito Pérez Galdós no tenía ciertamente simpatía a las causas periféricas de España; no las entendía podría decirse. Le ocurría lo mismo que con las lenguas peninsulares distintas del castellano o español como él diría. Le parecían desdichadas imperfecciones, comunicadoras de acentos inconvenientes (el acento catalán creía que empañaba la sólida oratoria de Prim) o reliquias, como la fabla aragonesa, que significaban para él un parco desarrollo en relación con el riquísimo idioma principal español. No estaba al día europeo, pues hasta el Estado francés rectificó en la segunda mitad del siglo XIX su política docente al potenciar el conocimiento de los dialectos del patois. Con todo, Pérez Galdós no dejó de verle sentido al federalismo de la Primera República, pero, decía uno de sus personajes, adherido a que la "idea federal es hermosa", que dudaba "pueda implantarla de una manera positiva y duradera un pueblo que ayer, como quien dice, ha roto el cascarón del absolutismo". No es suficiente para consolidar "este bello régimen un país que hasta hace cuatro días no ha conocido la libertad". La falta de educación racional de las pasiones populares contenidas no es el menor de los inconvenientes, pero también juegan en favor de la unión despótica "el Catolicismo y eso que llamáis el Papado", junto a "las viejas rutinas monárquicas", la sociedad "amamantada con la leche de la unidad" y los poderosos detentadores de "enormes intereses inseparables de estas abrumadoras máquinas sociales" (B. Pérez Galdós, 1974, tomo IV, pp. 698-671).

Podría decirse que Pérez Galdós era "unitarista" (en el crítico léxico de Azaña), pero que le parecía una horrible senda española la de la unión forzada por la religión obligatoria, la coacción de las autoridades, la ignorancia política colectiva y la inercia cultural. De todas maneras, si un valor constitucional sobresale por encima de todos en el pensamiento galdosiano es, sin duda, el de la igualdad. De mujeres libres en una sociedad sin libertad, que eligen con inteligencia lo que estiman conveniente y pasan por encima de una religiosidad mal entendida y del españolísimo "qué dirán de las gentes". Pero Galdós postula así mismo la igualdad de todos los seres humanos. Esa idea transpira por los poros de todo el cuerpo de su convincente Episodio Aita Tettauen, escrito a propósito de la guerra colonial africana de O´Donnell y Prim y la toma de Tetuán. Galdós, lo estudia Juan Goytisolo, había investigado con seriedad las fuentes culturales árabes y contaba con "el asesoramiento literario y lingüístico de Ricardo Ruiz Orsatti" (J. Goytisolo, 1998, pp. 70-82).

No le agradaba a Galdós el patriotismo de música militar, a lo Imperio francés de Luis Bonaparte y Eugenia de Montijo, con el que España había emprendido la campaña de Marruecos, a través de la acción de O´Donnell y Prim como espadones figurantes. Ni el proyecto de "Reino de España con los extremos de los dos continentes", porque eso no eran dos orillas mediterráneas sino un único Reino colonial español. La guerra aparece sin los compases de la sinfonía del heroísmo, en toda su inhumana crudeza y crueldad; en forma de alaridos de uno y otro bando que tan poco se diferenciaban entre sí. El mismo valor, pero también la misma fiereza, están simétricamente repartidos entre los combatientes bereberes y españoles. Fuera de las trincheras, los personajes norteafricanos de Galdós hablan galantes en sefardí de Marruecos, son "judíos agarenos" o "muslimes cristianizados" y "cristianos semitas", dentro de las convergencias consuetudinarias entre los seres partícipes de las religiones "del libro". De las tres religiones, la peor librada es la católica por exigir -es algo reiterado en las novelas de Galdós- el antinatural celibato de sus ministros. Para Galdós (como luego para Arturo Barea) el amor rifeño no para mientes en las cuestiones teológicas y un español protagonista (y desertor de la guerra) conoce sucesivamente las peculiaridades del noviazgo islámico y hebreo. A Galdós le parece menos fanático el Islam marroquí en su permisiva actitud hacia el cristianismo que la Iglesia católica española, que resulta demasiado cerrada por su puesta en práctica de la noción de "verdad". No es que los hebreos -o los musulmanes- de Galdós no piensen que la "verdad" es la suya (y ese defecto lo achaca a las tres religiones). Pero ve un mayor sentido pragmático en los judíos, y más humanos consentimientos en los musulmanes hacia otras religiones, que en la poco humana postura institucional de la Iglesia católica y sus rígidas exigencias hacia sus ministros y fieles.

Pero, por encima de todo, emerge el mudejarismo de Galdós que le conduce a afirmar que los bereberes no son otra cosa que "españoles islamizados". Que no vale la pena en esta vida asesinarse en una guerra "por el viceversa de quítate tú Alcorán, para ponerme yo, Evangelio" (B. Pérez Galdós, 1974, tomo III, pp. 1062-1068).

¿Qué no diría hoy esa conciencia galdosiana de los apoyos bélicos de España a EE.UU contra Irak, de su antiislámico proceder propagandístico y de los miles de víctimas civiles inocentes de esa tan irracional conflagración?

Un espíritu liberal e igualitario como el de Pérez Galdós podría ser una buena ayuda para convencernos de un patriotismo constitucional español apoyado en unos derechos humanos para todos los seres humanos; un patriotismo constitucional de derechos fundamentales para todo el mundo, universalista de veras, que no buscase su confín hipócrita y excluyente mediante ese nuevo -y nada piadoso- muro que es el de Ceuta y Melilla.

 

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CUADERNOS ELECTRONICOS DE FILOSOFIA DEL DERECHO. núm. 2

I.S.S.N.: 1138-9877

Fecha de publicación: marzo de 1999


 









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