I.S.S.N.: 1138-9877
Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho. núm. 5-2002
¿HACIA EL FIN DEL
ESTADO-NACIÓN?
Iñigo de Miguel(UNED)
Abstract.
Uno de los problemas a los que
debe enfrentarse la Filosofía del Derecho en un futuro próximo ha de ser, sin
duda, el que nos plantea el nacimiento de un nuevo orden internacional basado
en una progresiva integración económica que, no obstante, no parece que vaya a
ir acompañada, al menos de momento, de una unificación política equivalente. De
esta forma, es materia a debatir si el Estado-nación continuará siendo el
agente esencial en la formación del Derecho, o si será finalmente suplantado
por otro tipo de institución. A lo largo del presente texto, vamos a dar
algunos motivos por los que pensar que puede continuar existiendo
indefinidamente, sin que ello implique que no vaya a deteriorase progresivamente.
Por eso mismo, consideraremos fundamental plantear alternativas que
complementen la labor de los Estados en el mundo del futuro, al menos hasta que
se dé el marco idóneo para su desaparición.
1.- Introducción.
Uno de los sucesos que han
caracterizado en mayor medida los últimos años ha sido, sin lugar a dudas, la
apertura de un proceso de imparable interconexión entre todos los rincones de
nuestro planeta. Este fenómeno, al que habitualmente denominamos globalización,
ha traído consigo múltiples consecuencias, algunas de ellas claramente
positivas, otras de un tono más ambiguo y, por último, algunas de carácter
tristemente negativo. Entre estas últimas debemos citar la que, de entre todas
ellas, resulta a nuestro juicio más preocupante: el paulatino predominio de la
economía sobre la política o, si se quiere decir de otra forma, la decisiva
influencia de las consideraciones económicas en la deliberación política[1].
A esta primera afirmación se
nos pueden oponer dos tipos de consideraciones. De un lado, las de todos
aquellos que, desde una ideología típicamente liberal, no ven nada de negativo
en este hecho, sino que, más bien, lo consideran como un maravilloso logro en
el que ahondar[2]. De otro,
hay quienes podrían objetar que esta situación no es nueva en absoluto sino
que, mientras el mundo sea mundo, la economía tendrá mucho que ver con la
política. En lo que respecta a la primera objeción, no hay mucho que podamos
responder. A fin de cuentas, si alguien sigue defendiendo la validez del modelo
liberal a pesar de los estragos que ha causado en muchos de los países en los
que se ha aplicado, y de las falacias teóricas que encierra en sí mismo, no nos
tomaremos ahora la molestia de intentar rebatir sus argumentos[3].
No hay aquí espacio ni tiempo suficiente como para acometer semejante tarea,
que ocuparía, por sí misma, un libro entero. En cuanto a la segunda
consideración nos atreveremos a refutar que, si bien es cierto que en todo
momento ha existido un condicionamiento del poder político por parte de la
economía, lo que es una verdadera novedad es que sea el poder económico, en sí
mismo, quien se permita el lujo de incidir directamente en la situación
política internacional. De la misma forma, es este también el momento en que
las consecuencias económicas pueden, por primera vez, condicionar la toma de
decisiones de un gobierno hasta el punto de que cualquier otro tipo de
consideración sea dejada de lado[4].
Por otra parte, no debemos
olvidar que, aun cuando lo que acabamos de reflejar no fuera cierto, no son
pocos quienes consideran que, en muchas ocasiones, los Estados se sienten
impotentes, encerrados dentro del estricto marco de sus fronteras para hacer
frente a la libertad de acción de la que hacen gala muchas grandes compañías en
un mundo libre de restricciones al movimiento de capitales. Esto hace que, en
ocasiones, las empresas puedan utilizar a su libre antojo la rivalidad entre
unos y otros estados, o la necesidad de algunos países en vías de desarrollo
para actuar de acuerdo con parámetros que atentan contra los derechos humanos
más básicos[5]. A ello se
debe añadir, de otro lado, la capacidad que tienen muchas de las grandes
empresas para eludir todo tipo de responsabilidad amparándose en sociedades
interpuestas[6], o en el
cumplimiento de las normas de países subdesarrollados para llevar a cabo tareas
que, sin embargo, pueden causar graves perjuicios a los países que los rodean[7].
La conclusión más obvia que se
puede entresacar de todo lo que acabamos de exponer es que se está produciendo un
trasvase evidente del poder desde lo político hacia lo económico, consideración
que, por otra parte, no tiene gran cosa de original, sino que ha sido ya
convenientemente interpretada por muchos de nuestros más brillantes pensadores[8].
Ahora bien, aceptada esta primera hipótesis, debemos plantearnos
inevitablemente una pregunta: ¿cómo va a afectar esta circunstancia a la actual
estructura política? O, lo que es prácticamente lo mismo: ¿qué va a ocurrir con
el Estado? ¿Va a seguir siendo el agente esencial de la acción política o va a
ser sustituido por otro tipo de institución capaz de contrapesar la imparable
pujanza de la economía? La respuesta que vamos a dar aquí a esta cuestión
difiere mucho de las que se han dado hasta ahora. A nuestro juicio, el Estado
va a continuar siendo el principal agente institucional, lo cual no significa
que sea el agente con mayor poder en el entramado internacional. De otro lado,
va a ser cada vez más incapaz de hacer frente a la importancia del poder
económico. Ello no obstante, y para poder justificar estas dos afirmaciones,
creemos que es necesario introducir antes algunas reflexiones previas.
2.- El papel del Estado.
Muchos de los autores que se
han ocupado del tema de la globalización han llegado a una conclusión: ya que
este fenómeno tiene un carácter inequívocamente supranacional, es inevitable
que el poder político olvide su estructura actual, marcada por el Estado-nación[9],
para dar origen o bien a una situación muy parecida a la del estado de la
naturaleza, o bien a organizaciones supranacionales que puedan ejercer
adecuadamente el poder político. En lo que ya no coinciden los diversos autores
es en la forma que adoptarán estas instituciones supranacionales[10].
Así, los hay que aventuran que el Estado seguirá existiendo como tal, aunque la
soberanía pasará a residir en esos futuros supraestados, convirtiéndose así en
partes o nodos de una red más amplia[11].
Otros, en cambio, consideran que el auge de lo local que está surgiendo al
calor de la globalización puede hacer que los estados desaparezcan, siendo
sustituidos por otras formas de representación ciudadana que dé pie a una
integración mundial fundada sobre el Derecho[12].
De la misma forma, no se puede hablar de unanimidad a la hora de juzgar la
probabilidad de que estos supraestados acaben formándose, ni de si finalmente
llegará a formarse un único Estado en el ámbito mundial. Tampoco se puede
hablar de consenso si de lo que se trata es de definir cuál debería ser la
estructura de esos macroestados, siendo así que hay quienes consideran que
pueden dar lugar a una democracia directa marcada por un voto por cada
ciudadano o una de corte más directo, en el que sea cada país quien goce de un
voto.
Este tipo de consideraciones
son, desde nuestra perspectiva, perfectamente lógicas si consideramos que la
globalización trae como consecuencia una pérdida notoria de poder por parte del
Estado. A fin de cuentas, si la fragmentación del poder político produce una
inevitable indefensión frente al ámbito de lo económico, parece inevitable
pensar en una futura unificación internacional. Sin embargo, este razonamiento
olvida, a nuestro juicio, un pilar básico: que los efectos de la globalización
no son simétricos, esto es, que hay algunos países que han salido ganando y,
probablemente, continuarán ganando con un proceso como el que está teniendo
lugar ahora mismo. Esta apreciación, sutil pero esencial implica, desde nuestra
perspectiva, que habrá quienes no tengan en más mínimo interés en alterar el
actual orden internacional. De este modo, surge una evidencia que demasiado a
menudo es pasada por alto: si hay Estados que no pierden poder con la
globalización, es más que probable que se nieguen a perder su soberanía sólo
por solidaridad con otros Estados que sí han salido y saldrán perdiendo en el
proceso. Ahora bien, ¿cuáles son los factores que hacen que esa globalización
no sea tan unificadora, que impulsan más bien la diferencia entre unos y otros?
En el siguiente apartado tendremos ocasión de analizar este aspecto.
Hablar de integración es, de por sí,
equívoco, porque se trata de un vocablo que puede cobijar diferentes opciones,
sin embargo, mutuamente excluyentes. Así, se puede considerar como un proceso
de integración la creación de ámbitos de poder supraestatales, pero en los que
los agentes participantes en las votaciones sean los Estados, o de otros en los
que sean los propios ciudadanos quienes elijan a sus representantes. De la
misma forma, puede producirse una progresiva integración a través de organismos
que no posean soberanía, pero que ostenten un enorme poder que escape al
control de los propios Estados que ahora mismo existen[13].
En el presente apartado nos vamos a
centrar exclusivamente en el primero de esos tipos de integración. El motivo de
esta limitación es que la integración a través de una democracia supraestatal
en el que sean los propios ciudadanos quienes elijan directamente sus
representantes y éstos tomen todo tipo de decisiones en atención a su mandato
nos parece harto improbable en un futuro próximo. En lo que a esto respecta, no
tenemos más que ver que, después de cincuenta años, este objetivo no se ha
logrado ni siquiera en la Unión Europea, sin dudas el área del mundo que más
profundamente ha avanzado en la integración de varias naciones soberanas.
Pensar que un proceso de este corte pueda tener lugar en otras zonas, como
Latinoamérica, o el Sureste asiático es, por el momento, quimérico. Y todavía
lo es más creer que los ciudadanos de los países desarrollados estén dispuestos
a compartir su soberanía con los habitantes de otras naciones menos favorecidas
en algún tipo de democracia mundial o, al menos, regional.
En cuanto a la segunda de las opciones
presentadas, esto es, la creación de centros de poder en el ámbito internacional,
que, aunque no ostenten soberanía alguna, sean capaces de imponer su voluntad a
muchos países, nos permitiremos indicar que se trata del modelo menos deseable
de entre todos los que podemos concebir. Baste para justificar nuestra
afirmación con observar la actuación que ha llevado a cabo en los últimos años
un organismo que cumple fielmente con todas las características que acabamos de
reseñar, como el FMI, para darse cuenta de lo poco deseable que resulta este
esquema. Así, el continuo secretismo que envuelve esta clase de organismos, así
como la posibilidad de actuar sin tener que responder ante ninguna instancia
democrática ha permitido, en último término, que sus dirigentes asumieran
decisiones claramente erróneas y de gravísimas consecuencias sin tener que
responder ante nadie por ello.
Nos queda, por tanto, el tercer modelo,
esto es, la integración en un modelo de soberanía compartida en el ámbito
internacional, en el que los principales agentes fueran los países. Dentro de
este esquema podrían apreciarse, a su vez, múltiples variante, como una cesión
de soberanía centrada en un cúmulo de materias, como la justicia, la política
exterior, la política monetaria, etc., o en una unión más estrecha, que privara
de soberanía a los propios Estados que la componen. Si el primer modelo resulta
similar al de la Unión Europea, el segundo sería más parecido al de los Estados
Unidos de América o la Confederación Helvética. Evidentemente, es mucho más
fácil imponer el primer modelo que el segundo, pero, aún así, en los últimos
tiempos se ha demostrado que aún queda mucho camino por recorrer para llegar
hasta allí. Si esto es así se debe a múltiples motivos. De entre ellos
destacaremos ahora tres que, a nuestro juicio, no han sido todavía lo
suficientemente bien analizados.
1.- Existencia de una única superpotencia.
Como es de sobra conocido, después de la
caída del bloque soviético, Estados Unidos ha permanecido como la única gran
potencia político-militar. Y después del 11 de septiembre, parece haber optado
por una política de inequívoco liderazgo, olvidando toda idea de aislacionismo,
tan común en su historia. Ese liderazgo, no obstante, se ha mostrado como un
fenómeno más desintegrador de lo que cabía esperar, por la insistencia
americana en no rubricar ningún acuerdo que merme mínimamente su soberanía[14].
Las víctimas de esta política han sido tratados de la importancia del Protocolo
de Kyoto, o instituciones a las que se supone trascendentales, como el Tribunal
Penal Internacional. A esto, por supuesto, debemos unir la grave tendencia de
su administración actual a obviar por completo a la ONU como foro de discusión
o la adopción de medidas unilaterales en materia económica, como los aranceles
sobre el acero, que más parecen propias de épocas pasadas.
Toda esta serie de hechos viene a
indicarnos claramente que Estados Unidos no está dispuesto a llegar a ningún
tipo de acuerdo que suponga una cesión de soberanía de ninguna clase, ni a
pactar acerca de ningún asunto que pueda suponer una mínima pérdida para sus
intereses nacionales. Y teniendo en cuenta que goza de la capacidad suficiente
como para poder actuar unilateralmente sin enfrentarse a grandes riesgos[15],
parece claro que no será fácil conseguir que Estados Unidos lleva adelante
ningún proceso de integración en un ámbito supraestatal. Si a ello sumamos que
difícilmente permitirá que sean otros países los que articulen este tipo de
políticas[16], podemos
hacernos una mejor idea de por qué es tan complicado hablar de integración si
Estados Unidos está de por medio.
2.- Importancia
del poder económico sobre el político.
En segundo lugar, debemos
tener en cuenta que los propios intereses económicos no desean en absoluto
ningún tipo de acuerdo internacional que suponga nuevas limitaciones a lo que
constituyen sus intereses. En este sentido, debemos recodar que, para el
ideario liberal, un escenario como el actual, en el que la mayor parte de los
estados se ven cada vez más reducidos a meros garantes del orden público roza
la perfección. Por eso mismo, la presión de las grandes compañías irá
encaminada a promover la fragmentación del poder político.
Por otra parte, es obvio que
la propia configuración del nuevo orden que está surgiendo dota a los grandes
grupos de grandes oportunidades para verse respaldados ante las naciones más
débiles. En cuanto a las naciones más poderosas, es cada vez más obvio que
nadie pude llegar a la presidencia de sus gobiernos sin un apoyo financiero
sólido por parte de las grandes compañías. Así, por ejemplo, el sistema
americano de financiación de los partidos políticos puede acabar ocasionando
una inevitable degradación de la democracia, inevitablemente mediatizada por
los generosos donativos de las grandes compañías a los candidatos electorales.
Lo que en cualquier caso resulta evidente es que muy difícilmente llegará a la
Casa Blanca un candidato dispuesto a adoptar medidas que mermen la impunidad
con la que se mueven muchos de sus grandes consorcios.
3.- El triángulo de Krugman
Uno de los mecanismo que mejor
explican el incremento de poder que experimentan algunos Estados en un
escenario de liberalización internacional del mercado de capitales es el
triángulo de Krugman, economista americano de reconocida fama. En consonancia
con esta explicación teórica, los Estados capaces de garantizar la confianza de
sus monedas tienen una libertad en un marco de liberalización de los mercados
de capitales de la que no gozan todos los demás. Por eso mismo, las crisis
provocadas por un ataque especulativo a una moneda sólo afectan a según qué
tipos de países, mientras que otros permanecen siempre a salvo de este tipo de
comportamientos. A largo plazo, esto hace que algunos países cuenten con un
poder mucho mayor que otro, en cuanto acumulan masas ingentes de capital
disponible.
Por este motivo, existe un
interés obvio por parte de los países más desarrollados para mantener
liberalizado el mercado de capitales, sabiendo de sobre que sus monedas están a
salvo. La creación de cualquier ente supraestatal que permitiera acabar con
esta anarquía supondría, en último término, la anulación de una ventaja
comparativa muy importante para los países desarrollados, ventaja que les
gustaría mantener, aun cuando ello pusiera en peligro la estabilidad de todo el
sistema.
4.- El futuro que nos
espera
A partir de todo lo que
acabamos de exponer, nos atreveremos a afirmar que, pese a todo, el
Estado-nación, tal y como lo conocemos, continuará existiendo en un futuro
próximo y, en algunos casos, llegará a hacerse más fuerte que nunca. Motivos
tan sólidos como los que acabamos de mostrar así lo parecen señalar. Ello no
obstante, es obvio que ni siquiera los países más poderosos serán capaces de
ofrecer una respuesta efectiva a problemas globales, como el del crimen
organizado a escala internacional, los problemas ecológicos o los que plantea
la desigual distribución de los recursos en el ámbito mundial. Como dice LIMA
TORRADO, lo que es obvio es que los problemas globales requieren soluciones
globales, y a eso aún no hemos llegado[17].
¿Significa esto que estamos
abocados a un escenario pesimista, que no tenemos ninguna posibilidad de
reorientar nuestro futuro porque el marco en el que nos movemos es perverso?
Creemos sinceramente que no, pero eso no significa que la batalla sea sencilla,
ni mucho menos. Es necesaria una reorganización ciudadana que, partiendo de la
base de las limitaciones inherentes a los Estados nacionales, sea capaz de
crear un nuevo concepto de democracia, que englobe una vuelta a la
responsabilidad individual. Necesitamos volver a hacer sentir a las personas como
partes de una realidad. Y partes capaces de modificarla. Necesitamos persuadir
a las personas de que su opinión sigue siendo importante, y que la democracia
no se agota necesariamente porque el voto político que pueden ejercer cada
cierto tiempo tenga cada vez menos valor. Porque la democracia no necesita de
Estados, ni de fronteras[18].
Frente a esta realidad, siempre podrán crearse nuevas formas de presión
popular. Nos espera un futuro cargado de organizaciones no gubernamentales, de
protestas silenciosas, y de una más que posible toma de conciencia del voto
económico, todavía tan desaprovechado[19].
Y la clave, como muy bien ha indicado CABALLERO HARRIET[20]
estará, entre otras cosas, en una vuelta efectiva a la cultura, una vuelta que
nos haga ser capaces de ver más allá de las limitaciones del marco que se nos
intentará imponer.
[1] En lo que atañe a este punto, nos gustaría resaltar que ha sido principalmente la liberalización de los mercados de capital y no la de los de bienes y servicios, la que ha desestabilizado la balanza de poder. Es un dato que a menudo se olvida sin aparente motivo.
[2] Véase: IZQUIERDO, G., “La política económica ante la globalización: sobre la pretendida impotencia del estado”, Documentación social, nº 125, 2001, pág. 167.
[3] En lo que a ello respecta, nos limitaremos a remitirnos al último premio Nobel de economía: STIGLITZ, J. E., El malestar en la globalización, Madrid: Taurus, 2002.
[4] El ejemplo más extremo de lo que ahora afirmamos ha tenido lugar en fechas muy recientes. Como ya es de sobra conocido, los atentados del 11 de septiembre provocaron en Estados Unidos una auténtica conmoción nacional que cristalizó en un genuino deseo de aumentar su seguridad mediante el combate del terrorismo internacional. Esta lucha, no obstante, no se llevó hasta sus últimas consecuencias en el terreno económico, a pesar de que en el campo de lo político no hubo reparo alguno en invadir Afganistán sin acudir en ningún momento a consideraciones de tipo legal. A pesar de que los responsables de la política norteamericana sabían que era imposible poner fin a la financiación del terrorismo sin acabar con los paraísos fiscales, cosa relativamente sencilla de hacer para un país del potencial del que estamos hablando, se negaron taxativamente a tomar esta medida. Consideraciones de tipo económico, como mantener la subvención encubierta a la exportación que supone para las empresas americanas la posibilidad de domiciliar buena parte de sus ingresos por este motivo en los paraísos fiscales tuvieron más peso que su propia seguridad nacional.
[5] Enumerar las prácticas que tienen lugar en
muchos de los rincones perdidos del mundo sería tarea imposible, en tan poco
espacio. Habríamos de recordar las condiciones de trabajo de las maquiladoras
en Latinoamérica, o de las zonas de libre comercio de Filipinas, o la
utilización de mano de obra infantil en la India o Pakistán, o la falta de
seguridad en muchas de las plantas de la industria química instaladas en las
naciones citadas. Véase, por ejemplo, en torno a este tema: N. KLEIN, No
Logo, Paidós, Barcelona,
2001.
[6] Así, por ejemplo, resulta moneda corriente que una persona o una sociedad invierta en un país a través de otra que tiene su sede social en otro, generalmente un paraíso fiscal con un elevado grado de confidencialidad en su legislación societaria, con el fin de eludir pesquisas.
[7] De este modo, el incumplimiento de las más elementales medidas de seguridad por parte de un país puede causar terribles pérdidas a los que le rodean, aun cuando no tengan ninguna culpa de la irresponsable actitud de su vecino.
[8] Véase, por ejemplo,
MARTÍNEZ DE PISÓN, J., “El poder del estado y los derechos humanos en el
escenario de la globalización”, Anuario de Filosofía del Derecho, tomo XVII, 2000, pág. 88; ESTEFANÍA, J., El
poder en el mundo, Barcelona:
Plaza y Janés, 2000.
[9] Así lo refiere una larga tradición iniciada
esencialmente desde la paz de Westfalia, que dio primacía al Estado sobre
cualquier otro tipo de organización humana.
[10] Cfr: JÁUREGUI, G., La democracia planetaria, Oviedo: Nobel, 2000, págs. 62 y ss.
[11] Cfr: CASTELLS, M., La era de la información, vol 2. El poder de la identidad, Madrid: Alianza, 1998, II, pág. 334.
[12] Véase, a este respecto: JÁUREGUI, G., La democracia planetaria, cit., págs. 60 y ss.
[13] En torno a esta materia, véase: BECK, U., ¿Qué es la globalización?, Barcelona: Paidós, 1998, págs. 135 y ss.
[14] La existencia de una potencia hegemónica suele ser, no obstante, un escenario muy poco feliz para llegar a acuerdos que impliquen concesiones. En este sentido, no podemos olvidar que el mismo sistema que creo un orden internacional basado en el Estado-nación, se hizo en un momento en el que la hegemonía no pertenecía a ningún país en concreto o, al menos, no en la forma absoluta en la que ahora se da.
[15] O, al menos, esto es lo que quiere creer.
[16] Un ejemplo muy claro de este tipo de políticas se vio después de la crisis asiática del 99. en aquel momento, Japón propuso a los países del Sureste Asiático crear un organismo económico común que pudiera ayudarles a enfrentar ese tipo de coyunturas, un primer paso para favorecer su integración y para soslayar el predominio absoluto del FMI. La idea fracasó por la violenta oposición de Estados Unidos
[17] LIMA TORRADO, J., “Globalización y Derechos humanos”, Anuario de Filosofía del Derecho, tomo XVII, 2000, pág. 61.
[18] Cfr: PRZEWORSKI, A., Sustainable
Democracy, Cambridge:
Cambridge University Press, 1995, pág.
[19] Consúltese, en lo que a estos temas se refieren, por ejemplo, SASSEN, S, ¿Perdiendo el control?, Barcelona: Bellaterra, 2001, pág. 104 y ss.
[20]
Cfr: CABALLERO HARRIET, F. J., “Globalización, Estado y Derecho”, Anuario
de Filosofía del Derecho, tomo XVII, 2000, pág.
37 y ss.
I.S.S.N.: 1138-9877
Déposito Legal: en trámite
Fecha de publicación: septiembre de 2002