A modo de biografía

 

Sobre mi “bilingüismo” y otras historias

Nací en Gestalgar, un pequeño pueblo de la Serranía valenciana. Allí se habla el castellano, un castellano que es casi aragonés: el tono fuerte, los ritmos sincopados… Pero viví desde pequeño en pueblos donde se hablaba valenciano, esa variante dialectal del catalán, digan lo que digan los defensores de las esencias patrias valencianas, que siempre aprovecharon su defensa de la secesión lingüística para sacar rendimiento electoral a las urnas. Aprendí esa lengua en la calle, porque en las escuelas, entonces, estaba prohibido.

 

 

Gestalgar visto desde el río Turia

Luego conocí sus reglas, pude hablarlo mejor y llegar a escribirlo bastante bien. Acudo al catalán cuando me lo pide la historia. La pienso, esa historia, y no la concibo en castellano. Incluso hago la prueba: escribo alguno de los primeros capítulos en cada una de las dos lenguas. Y veo que sí, que a veces funcionan mejor los ritmos, la construcción de las frases, la música… si lo que quiero contar lo hago en catalán. También me suele pasar, menos, con la poesía. Decidí “Sessió continua” en un pueblecito de Santander (Liérganes), donde estuve viviendo un mes en el verano de 1987, escribiendo “El domador de leones”. Allí sentía como una extraña melancolía que, creo, me venía de la añoranza de ciudades, pueblos, gentes… Me acerqué a esa melancolía en clave cinematográfica. Y también cumplí ese acercamiento con la lengua catalana, la echaba de menos, rodeado de gente que sólo usaba el castellano, y necesitaba “oírme” en catalán, sentir que esa parte de la cultura del País Valenciano me estaba pidiendo un hueco en aquel verano solitario por los montes de Cantabria. Regresé a ese pueblo y al hotelito de entonces (Hotel Cantábrico) y la gente del hotel aún guardaba los folios mecanografiados que les dejé al marcharme.

Habían pasado más de veinte años y seguían allí, recordando el tiempo que estuve viviendo en su casa.

No traduje “Els paradisos artificials”, mi primera novela en catalán porque siempre voy liado, de acá para allá, con historias nuevas bullendo en la cabeza. Era cosa de tener tiempo, alguna vez me propusieron un traductor pero quería traducirla yo. Y hasta aquí. No ha podido ser. Y es una de las novelas que más me gustan entre las mías. Esa historia sale de las notas que tomaba por las calles de París, por el metro, por los cafés, cuando estuve allá un par de meses, en el verano de 1990. Escribí allí mismo “Nos veremos en París, seguramente”. Busqué la tumba de Gerard de Nerval y no la encontré: eso me motivó a escribir una historia romántica sobre el amor y la muerte: “Els paradisos artificials”. Pienso que algún día la traduciré. Seguro. Pero de momento será difícil, pues antes he de avanzar en la escritura de “Todo lejos”, la que quiero que sea mi próxima novela. Y aún hay otra empezada (dejada a un lado, de momento), ésta en catalán: “Singapur”. Y estoy ahora mismo revisando un texto extraño, de hace diez años por lo menos, que quiere ser poesía pero que no sé qué es: “La lentitud del espía”. Y aún otro más: desde hace treinta años escribo una novela que se titula “Los días oscuros de la primavera”, una historia que cuenta la relación (nunca cumplida cara a cara) entre Wittgenstein i George Trakl. O sea: que no sé cuándo será la traducción de “Els paradisos…”. Ya veremos.

Ser escritor: o algo parecido

Empiezo a escribir (mejor dicho: a publicar) en 1984: “De vampiros y otros asuntos amorosos”. Había escrito varios libros de poemas pero siempre sin ánimo de publicar nada: no por falsa modestia sino porque mi mundo no era el intelectual (por aclararnos echo mano de un código tan común como a lo mejor inútil). Me explico: a los nueve años empecé a trabajar en un horno de pan, el de mis padres. Ayudábamos mi hermano y yo, pues entonces en esos negocios no se ganaba dinero (ahora sí, mucho, o al menos bastante). Por la noche trabajaba en el horno y por el día iba a la escuela a estudiar bachillerato. Luego hice magisterio. Enseñé en algunas escuelas, literatura, a niños de trece años, en la última etapa de la enseñanza primaria. Dejé el horno muy tarde: cerca de los treinta. Yo quería ser hornero, nunca nada más. Me gustaba. Mucho. Pero en casa no querían. Querían que estudiara, que no repitiera las penalidades de mis padres. Estudiaba mucho para terminar pronto la carrera y poder dedicarme luego al horno.

Pero cuando acabé la carrera, mis padres vendieron el negocio y me quedé con dos palmos de narices. Fui maestro. Varios años. No escribía nada. Leía mucho. Siempre. Pero no escribía nada.

En el horno

Un día, verano de 1974, me despiden del trabajo en la Universidad Laboral de Cheste (las Universidades Laborales fueron un invento del franquismo: becaban a chicos de familias pobres, los desclasaban y los convertían -a quienes se dejaban, claro- en servidores fieles y agradecidos al Régimen). Yo estaba allí de educador, hubo follones y de ahí, de esos follones, a la calle. Tropecé con un anuncio en un periódico: un concurso literario. Daban bastante dinero, si pensamos en entonces. Pensé: voy a escribir un relato y lo presento. Así, si gano, me saco una pasta y alivio un poco la ruina del despido. Escribí en un rato “El atracador”, la historia de un atraco protagonizado por unos jóvenes militantes para sacar dinero para la causa antifranquista: sin decirlo así de claro, faltaría más. Pero recuerdo que allí salían García Lorca, Machado, Miguel Hernández… yo qué sé cuánta gente de la que no se hablaba en ningún sitio oficial.

Resulta que no gané pero quedé segundo. Y salió en los periódicos que “el escritor” Alfonso Cervera (era Alfonso, entonces) había quedado finalista en ese premio que era bastante importante. Eso lo leyó un amigo, entonces ya poeta joven conocido: se enfadó conmigo porque nunca le había dicho que escribía. Le juré que nunca había escrito nada. Pero no me creyó. Entonces me dijo: se está preparando una antología de poetas valencianos, así que dame unos poemas y los metemos. Como no hubo manera de convencerle de que no tenía escrito un sólo poema, pues hice lo irremediable: escribir once en una sola sesión. De verdad: me senté y escribí once poemas sin levantarme de la silla. Yo no sabía qué era eso de escribir poesía ni nada. Se los di. Él y otros poetas dijeron que eran excelentes. Y ahí están, en una antología que se titula “Un siglo de poesía en Valencia”. Después de aquella experiencia ya no dejé de escribir poesía. Nunca narrativa.
Hasta que hacia 1980 empiezo a escribir algunos relatos. Los envío a premios. Quedo bien en alguno de esos premios. Recuerdo algún título: “La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona”, “Ensayo para una iniciación”… Y gano el de Narrativa de Alaquàs, un pueblo grande cercano a Valencia. Fue con un libro que se titulaba “Homenaje a Bram Stoker”. Ese libro estaba ahí, escondido en mis cajones, durmiendo el sueño de los justos, o de los injustos, no sé. Un día me dice un amigo, también poeta, que si quiero él mismo se lo hace llegar a un amigo suyo que es el distribuidor en Valencia de la editorial Montesinos. Le digo que bueno. A los quince días me llaman de la editorial, que les envíe una pequeña biografía para la solapa pues van a publicar el libro. Me quedo de piedra. No tengo biografía. Sólo que he sido panadero desde los nueve años y maestro desde hace unos cuantos tan sólo. Para entonces, al libro, ya le había cambiado el título. Ahora era “De vampiros y otros asuntos amorosos”. Se publicó antes del verano de 1984. Con mi nombre de Alfons Cervera. Yo me había familiarizado con la cultura catalana, la gente con la que más me relacionaba era de ese ámbito cultural. Y todo el mundo me conocía como Alfons. Y así se quedó. Así me quedé. Luego todo fue saliendo bien. Mis libros salen bien, de ventas, de resonancia crítica. Salen también los artículos en prensa: casi al mismo tiempo que como escritor aparezco como periodista, sobre todo en el periódico Levante-El Mercantil Valenciano, que es donde siempre he escrito, el periódico de más tirada del País Valenciano y uno de los más leídos de España (creo que el octavo). No había escrito nada, ya dije, pero leía todo lo que caía en mis manos. En mi casa nunca hubo libros. Pero me los prestaba alguien. Y leía todo. Un día leí “Últimas tardes con Teresa”, de Juan Marsé, miré la solapa, me extrañó que el autor no hubiera estudiado Filosofía y Letras (entonces pensaba que para ser escritor había que estudiar esa carrera). Marsé no había estudiado nada, ni Filosofía y Letras ni nada. Era ayudante en un taller de joyería. Me dije: ser escritor vale la pena aunque sólo sea para escribir una novela como ésta y nada más. Ahí empezó, creo, a crecer en mí, en mi imaginario de adolescente curioso y pobre, la posibilidad de ser escritor algún día. Marsé sigue siendo mi ídolo. Le quiero como escritor y como excelente persona que es. Y me enseña cada día con su magisterio a través de sus historias

Un inciso curioso:

 

Yo quería ser, además de hornero, futbolista. Un día hube de decidir si me dedicaba profesionalmente al fútbol o no. Y decidí que no: dije que no fichaba en un club grande de entonces. Y me quedé a jugar en el pueblo donde entonces vivía: Llíria, adonde mis padres habían ido a vivir. Siempre ha habido pueblos importantes en mi itinerario sentimental: Gestalgar (allí nazco y vivo ahora), Vilamarxant, Pedralba, Llíria… Nunca me sentí urbano, nunca. Por eso el regreso a mis orígenes no fue traumático: las novelas de la memoria (“El color del crepúsculo”, “Maquis”, “La noche inmóvil”, “La sombra del cielo” y “Aquel invierno”) salen de ahí, de ese regreso. Y me encuentro de nuevo con mi infancia, con los montes de Gestalgar, con mis amigos de aquel tiempo, con los recuerdos puestos al día que, como todos los recuerdos, son mitad verdad y mitad inventados.

Y una constante: París

Regresar a cualquier sitio es tan imposible como inútil. No se puede volver a ninguna parte aunque lo diga una y cien mil veces el tango de Gardel y su amigo Alfredo Le Pera. No se puede. Con París lo intentas una y cien mil veces y nunca está donde antes. A lo mejor es uno quien no está donde entonces, cuando anduvo por la ciudad como un autómata, con un plano que se parecía a una edición medio pirata de “Rayuela” y pinta de fan atado a la mitología geológica de los escritores del hambre.

Tumba de Cortázar en Montparnasse