TÀPIES.
CERTEZAS SENTIDAS
Dieciocho obras sobre textil sintético,
1991
“Tàpies. Certezas sentidas” presenta dieciocho piezas
realizadas durante 1991 en el estudio que el artista
posee en la cordillera del Montseny. Las obras tienen en
común la utilización de un soporte con el que nunca
había experimentado. Se trata de una tela de uso
industrial que Tàpies suele utilizar para proteger el
pavimento de su estudio y, sobre ella, ha aplicado las
técnicas habituales del barniz, la pintura y el
collage.
Su
búsqueda incesante en el ámbito de la técnica y el
material artístico derivó en el uso de estos textiles
sintéticos sobre los que trazó su lenguaje pictórico
propio. Sólo la experimentación cotidiana y el hecho de
situarse constantemente en estado de alerta –afirma el
propio Tàpies– hacen que, a veces, en el momento más
impensado, se produzca el milagro de que unos
materiales, por sí solos inertes, rompan a hablar con
una fuerza expresiva que difícilmente se puede comparar
a ninguna otra cosa. Si esto sucede, el artista habrá
encontrado la adecuación entre forma y contenido.
Es una
muestra representativa de la visión personal creativa y
polivalente de Tàpies, de su forma de mirar al mundo.
Estas obras expresan, con toda su fuerza, la
espiritualidad de la materia y la poética visual del
artista. Lo hacen por medio de los símbolos, de las
referencias religiosas, de las secuencias numéricas, que
han estado presentes a lo largo de toda su trayectoria
artística. En definitiva, representan una síntesis, un
compendio y un balance de la creación artística de
Tàpies, a través de la creación de un lenguaje propio.
Para esta muestra, la Universitat de València ha editado
un catálogo, de formato singular, que junto a la
catalogación de esta serie pictórica de Tàpies incluye
un texto del poeta y teórico Antoni Marí que analiza las
claves de esta singular serie pictórica, además de una
cronología y bibliografia actualizadas de la trayectoria
de Antoni Tàpies. |
TÀPIES.
CERTEZAS SENTIDAS
Desde muy pequeño se
entretenía consigo mismo y con todo lo que su
imaginación configuraba; se recluía en el rincón más
apartado del jardín de su casa o de su entendimiento, y
solo y absorto, pasaba mucho tiempo contemplando el
trajín de las hormigas, las posibilidades de movimiento
del dedo gordo del pie, el crecimiento de las hojas de
los árboles o la lenta descomposición de los organismos
y de los seres vivos. Le gustaba ver cómo se
transformaba todo hasta convertirse en lo que nunca
había sido: con una botella rota había tapado el cuerpo
inerte de un estornino, y todas las tardes, observaba
cómo unas hormigas rojas y ventrudas se lo comían, con
parsimonia y pulcritud.
Escuchaba las piedras, las horadaba, las mojaba, las
dejaba morir al sol, o las ahogaba en aceite y salfumán.
Buscaba en ellas lo que las hacía semejantes a él, a las
bestias o al recuerdo, y veía unirse en ellas todos los
reinos de la naturaleza, los géneros y las especies, los
cambios y las mutaciones. Sentía su silencio como
aquella parte de si mismo que siempre había estado
callada y que se resistía a ser nombrada como lo son
casi todas las cosas.
Consultaba libros de geología, de botánica y de
oceanografía, diccionarios y libros viejos. Pero nada
era útil a la disposición de su entendimiento; alguna de
las páginas ilustradas de unos tratados antiguos le daba
una certeza levísima y remota, como lo que lo había dado
la contemplación de la naturaleza cambiante de las
cosas; y en los márgenes de las hojas de todos los
libros dibujaba formas que nadie había visto nunca, y
pájaros, y arborescencias, y ojos que miraban al vacío,
y dedos que exploraban la oscuridad.
A todo
estaba atento: a todo lo vivo y minúsculo, agitado por
la vida o sorprendido por la muerte. Y su imaginación
construía una cadena infinita de seres, en la que cada
escalón era una forma, o una idea, que se alteraba lenta
y progresivamente hasta perder los límites y la
identidad. Era una sucesión interminable de caracteres
que le guiaban hacia una presencia inalterable y
huidiza. Y esta, como una gran certeza, parecía contener
todo lo que él pudiera ver del mundo y le hiciera
pensar. Allí se unía todo: y la menoria y la mirada
sabían recogerlo todo con la exacta minuciosidad del
hombre de ciencia y la imaginación lejana del augur.
Después pensaba que el principio de todo era la
confusión de una substancia densa y caótica, y que la
realidad no era sino la concreción material y organizada
de dicha sustancia, impelida por una rara voluntad o un
deseo.
No
esperaba que nada le diera la razón de aquellas certezas
que su entendimiento aún no se atrevía a formular, pero
que veía crecer ante sus ojos atónitos, y ordenarse y
conformarse, siguiendo el orden secreto que les imponía
su imaginación. Por eso, las hojas de todos los libros
se fueron llenando de dibujos, de anagramas, de signos
heráldicos y de emblemas que ocultaban las letras, cada
vez más difíciles de leer por la profunda incisión de su
trazo. Hasta que todas las hojas quedaron cubiertas por
una gasa tupida de grafismos que velaban la impresión de
la escritura y su antiguo significado.
Hubiera
podido entregarse a la botánica y a la geología, al
efecto que ejercen los astros sobre el oscuro destino de
las cosas, tan intensa era su curiosidad por el saber y
el mundo. Pero lo que obtenía de aquel conocimiento no
se dejaba nombrar, ni ordenar, ni aislar de la misma
materia que se había ofrecido al escrutinio de sus ojos,
ni del proceso que seguía la mente a través de la
contemplación y el acercamiento. Parecía como si sólo
los dibujos, los emblemas y las incisiones pudieran
recoger aquel saber minucioso, secreto y sin nombre.
A
menudo, el conocimiento secreto y minucioso de las cosas
del mundo cubría (como había cubierto los libros) aquel
otro, establecido y rutinario, que había elaborado con
la ayuda de los sentidos y de la intrépida lógica del
entendimiento. Entonces buscaba la clara y exacta
correspondencia entre uno y otro, la concordancia
perfecta. Pero muchas veces, como si aquellos dos
conocimientos hubieran sido escritos por dos manos
contrarias y antagónicas y descubiertos por unos ojos
que nunca hubieran visto lo mismo, se establecía una
lucha de opuestos, un desacuerdo entre lo que él veía y
lo que elaboraba su imaginación. Y el deseo de armonizar
aquella divergencia le ofrecía una forma de la realidad
nunca antes contemplada, una idea del mundo que se
confundía con el perfil de su deseo y con la chispa
cegadora del afán.
Entonces todo podía adquirir la misma substancia del
deseo. Un deseo que no parecía saciarse con nada, aunque
todo parecía concernirle. En un instante, todo podía
mostrar su correspondencia, la clara y enigmática señal
de que cada cosa concordaba con otra, alejada, enterrada
u olvidada, y que solicitaba su búsqueda y su
descubrimiento. Se entregó a aquella búsqueda, que
también era la del perfil de su deseo, de aquella
minúscula certeza que le habían dado los troncos de los
árboles, los cristales de la sal, la estructura de los
huesos o la superficie agrietada de un cuadro de Kazimir
Malevitch o de Antonello da Messina.
Aquellas certezas eran como la consonancia y el acuerdo
entre el deseo y la realidad, la acomodación casi
perfecta de la verdad y la idea, y del camino recorrido
para comprenderlas y realizarlas. Certezas sentidas como
un golpe en la frente. Certezas tan indemostrables como
el orden con que las formas del mundo se ofrecieron a
los ojos, certezas que muestran cómo los reinos de la
naturaleza y la gracia se hicieron inteligibles.
Epifanías de la realidad que la liberan y la redimen de
su oscuro destino y del olvido.
Era
allí sobre las hojas de los libros, donde acontecía la
verdad del mundo de la idea, del caos y del cosmos, de
todo y nada: la materia confusa e ininteligible, la masa
sin forma de aquella presencia densa que constituye la
nada se convertía en forma inteligible, presencia
transparente, sentida certeza.
Y
también allí, en el proceso de su configuración, él,
Antoni Tàpies, podía vislumbrar las mutaciones y los
cambios de lo que permanece para siempre inalterable y
que se esconde tras el perfil tembloroso del deseo,
inalcanzable.
Son
dieciocho certezas, como podrían ser una infinidad, tan
irrealizable es el deseo que las despierta. Certezas
sentidas, percibidas en el instante furtivo de la
síntesis perfecta y de la más impetuosa contrariedad.
Recogidas en el leve instante de su cristalización y de
su desvanecimiento, cuando sin dejar de ser lo eran, se
convierte en lo que ahora son: residuos sublimes,
manoseados y sucios como la visa, por el roce de la
existencia; presencias que llegan de la nada, cargadas
de indiferencia y de hollín; apariencias al fin, del
deseo y de la perplejidad, del temor a convertirse en
ellas, y convirtiéndose, como ellas, en materia de la
muerte y la resurrección.
ANTONI
MARÍ |