EL DERECHO A RECLAMAR CONTRA EL OLVIDO

 

JOAN OLEZA

 

Levante-El mercantil valenciano. 19 de diciembre del 2006

 

            Hay días -raros- en que las primeras planas de los periódicos nos acarrean noticias de júbilo. El martes 19 de diciembre de 2006 fue uno de esos días. En la portada, y también en el editorial de este periódico, se anunciaba el fallo del Juzgado de lo Contencioso Administrativo Número Dos de Valencia, que obliga a preservar determinados cuadrantes de la Fosa común de la Sección 7ª del Cementerio General, abre las puertas a la investigación de los enterramientos masivos que causó la represión franquista e incluso se pronuncia sobre la conveniencia de erigir un monumento en homenaje a las víctimas de esa represión. Hay quien se siente perjudicado por esa sentencia, especialmente el equipo de gobierno municipal presidido por la señora Barberá, que en todo este conflicto de las fosas comunes ha puesto de manifiesto una insensibilidad, una arrogancia y una torpeza que van mucho más allá de sus convicciones políticas, a veces tan próximas no obstante al legado franquista, como ha podido comprobarse en la reciente conmemoración de la cesión del cauce del río a la ciudad, que ha preferido celebrar con el último alcalde franquista a hacerlo junto con quienes lucharon –luchamos- por convertirlo en un patrimonio verde y para el recreo de los ciudadanos. No obstante, y aun sin conocer de primera mano la sentencia, no me cabe duda de que ese día ha sido un día grande para la ciudad, un día en el que los derechos civiles se han querido ensanchar con el derecho a reclamar contra el olvido de las injusticias de la historia y a restituir el honor de quienes fueron sus víctimas. Mi enhorabuena pues a cuantos han hecho posible este día: al Fòrum de la Memoria y a su incansable y certera lucha, a Matías Alonso y a Antonio Montalbán por su tenaz resistencia a las imposiciones de la mayoría municipal, a la Jueza que es autora de una sentencia que crea precedente y sienta doctrina, a todos los que han respaldado esta causa.

            La sentencia ayuda a resolver un conflicto, el de la rehabilitación social de los represaliados,  que se abrió hace casi setenta años, en los primeros días de abril de 1939, pero que quedó pendiente de resolver hace ya casi treinta, tras las primeras elecciones democráticas en junio de 1977. No hace mucho, quizá unos dos o tres años, una amiga argentina, sin duda admirada de que en España no hubiese habido una recuperación sistemática de la memoria de la represión franquista, me hizo una pregunta que me dejó sumido en la perplejidad: “¿Es que durante la Transición se firmó algún tipo de compromiso por el que la izquierda renunciaba a investigar las ejecuciones masivas y a reivindicar a sus muertos y desaparecidos?”. Le contesté: “Hasta donde yo sé, no hubo un compromiso formal y explícito.” Y sin embargo, y cuando le contestaba, me vino a la memoria un esplendoroso domingo de la primavera de 1977 en Gandía, durante la campaña electoral de aquel año, en la que participé muy activamente como dirigente –muy joven por entonces- del Partido Comunista. En un polideportivo de la ciudad había de celebrarse un mitin electoral de presentación de nuestra candidatura. La expectación era inmensa -¡los comunistas, legalizados hacía muy poco, se presentaban en público después de cuarenta años de demonización por el Régimen!- y las instalaciones abarrotadas. Cuando yo llegué sonaba el himno de Riego y flotaban con la brisa las banderas republicanas junto a las cuatribarradas y a las rojas. Minutos antes de subir a la tribuna el responsable local del partido me mostró el guión de su intervención, que había de preceder a la mía. Me estremecí: su discurso comenzaba con la conmemoración emocionada, nombre a nombre, de los ejecutados en la ciudad en los meses y años que siguieron a la victoria fascista. Yo entonces le hice ver, con todo el dolor que sentía al hacerlo, que aquella lista no se debía leer, que no era el momento, que la democracia aún no se había instaurado y que era demasiado frágil el proyecto como para ponerlo a prueba con el peso terrible de tantos muertos y de tanto sufrimiento. Me hizo caso. La doctrina de la reconciliación nacional, que los comunistas abanderaron, venía a aplazar en la práctica el reencuentro con el pasado y la reivindicación de la verdad de la historia. Los acontecimientos que se sucedieron entre 1977 y 1981, con la estrategia de tensión y desestabilización de la democracia que se puso en juego desde diversos frentes, y que culminó en el golpe de estado de Tejero y de Milán del Bosch, probablemente dieron la razón a esa doctrina, cuyo autor principal fue Santiago Carrillo.

            En la primavera de 1987, y durante un viaje profesional por diversas ciudades argentinas, me sobrecogió el denso y dramático silencio que se había impuesto como una pesada losa de plomo sobre el terrible encarnizamiento de la dictadura militar, que había cedido sus poderes en diciembre del 83. Nadie hablaba de las torturas, de los desaparecidos, de los muertos, y eso que muchas de las personas con las que me relacioné, y que pertenecían a distintos sectores del arco político, habían sufrido la eliminación de algún familiar. Una noche en Buenos Aires, y forzado por mis ruegos, un amigo me llevó hasta la Escuela Técnica de la Armada, le dimos la vuelta a su blanca, ajardinada y colonial fachada y nos asomamos a las puertas traseras, por donde los detenidos eran conducidos hacia una indescriptible experiencia del horror y la humillación. Nunca olvidaré aquella noche.  Como tampoco aquella otra tarde de octubre de 1993 en Santiago de Chile (Pinochet había cedido el poder directo tres años antes), en que me acerqué emocionado al Palacio de la Moneda,  a rendir mi homenaje personal al Presidente Allende, y por las calles patrullaban todavía policías uniformados como militares, con sus aparatosas gorras de plato, casi tanto como las  rusas (más bandejas que platos), con las metralletas en bandolera, vigilando recelosas el paso de los transeúntes. Y sin embargo en uno y otro país, cuyas transiciones fueron también difíciles y  supervisadas por el ojo avizor de sus ejércitos golpistas, se tardó menos que en España en investigar la verdad de lo sucedido, en sacar a la luz el siniestro relato de aquellos años de torturas, de desaparecidos y de presos arrojados vivos desde los aviones en el Río de la Plata o en el océano.

            En este país podemos estar orgullosos de haber contribuido a ensanchar los límites del derecho penal internacional, de haber dado pasos concretos en dirección a un nuevo orden jurídico internacional en el que ningún argumento de soberanía nacional pueda ser coartada de impunidad para los asesinos de pueblos, pero tal vez hemos retrasado en exceso el reconocimiento de nuestras propias calamidades. La verdad nos hace libres, decía Gramsci, y nada como la verdad sobre lo ocurrido en la etapa que precedió a la sublevación militar del 36, en la de la guerra civil, y en la de los años de postguerra, puede liberarnos tanto de la vergüenza del pasado. Por eso la sentencia sobre las fosas comunes del Cementerio General es una gran sentencia para la vida civil. Ya no se puede aducir ninguna necesidad de reconciliación nacional, ni tiene ya sentido la consigna de dejar en paz a los muertos. En este comienzo de milenio en el que, por primera vez en los últimos cinco siglos, parece posible llegar a cumplir cien años sin guerras, la dolorida memoria debe encontrar la paz en la verdad de la historia.