Edición del
miércoles, 17 de enero de
2001
ADELA GARZÓN
EL PAÍS
- C. Valenciana - 17-01-2001 Desde el
momento que la Consejería de Sanidad publicó la Guía de la salud,
surgieron críticas desde la oposición a tal desacierto. Sin embargo, unos
y otros están poniendo de manifiesto la falta de previsión ante un futuro
inmediato, así como la ausencia de estudios en profundidad de los
problemas sociales de la inmigración. Si la Guía de la salud es un
atentado al sentido común, las críticas que ha recibido son un atentado a
la reflexión política. La Consejería de Sanidad ha puesto en evidencia la
improvisación de unos y de otros. El problema actual de la inmigración
traspasa los límites de unos modos superficiales de comportamiento, sean
éstos del tipo que sean. Hace ya
tiempo que la Comunidad Valenciana se nutre de fuerzas externas. Su
crecimiento de población depende básicamente del impulso vital de
inmigrantes, que llegan a nuestras tierras con el sueño de una vida mejor.
Sus ansias de vivir nos permiten crecer a nosotros. A fecha de hoy, el
noventa por ciento del crecimiento de población en la Comunidad Valenciana
depende de ellos. Cuanto más disminuye nuestro deseo de conservación, más
importancia adquieren sus ilusiones y esperanzas
de mejorar económica y socialmente. Más aún, la explotación y manufactura
de los productos básicos están en manos de esa ciudadanía externa que es
la inmigración. Con papeles o sin papeles están realizando las tareas de
supervivencia que nosotros rechazamos, porque nuestra satisfacción vital
camina por otros derroteros. De seguir así, nos convertiremos en una
sociedad proclive a resolver los problemas mediante la intervención de
fuerzas externas. Las repercusiones sociales y políticas que esto acarrea
deberían ser un foco principal de atención en el gobierno de Zaplana. Y debe serlo porque nos enfrentamos a algo
nuevo. Hoy la inmigración es ante todo ciudadanía
externa. A comienzos
del siglo pasado, el ambiente social, político y las tendencias
científicas del momento, favorecieron que la población del sur europeo que
emigró a Estados Unidos fuera vista como gente de pocos recursos y escasas
habilidades mentales y sociales. Entonces se pensó que esa población
migratoria entorpecía el buen desarrollo de la sociedad democrática
americana. Se llegaron incluso a crear centros antropométricos para
dictaminar la inteligencia de personas y de sus ascendientes. Cuando por
1920 se estudió al campesinado polaco que emigraba a Estados Unidos, se
llegó a hablar de psicosis de desarraigo. Pronto se comprobó que no se
trataba de una patología mental, sino de un problema social, de un choque
de culturas. El campesinado polaco trataba de desarrollar en los países a
los que llegaba la cultura tradicional de su Polonia. Desconocía el
idioma, poco o nada sabía de las costumbres y sociedad de su nuevo hogar.
Su meta era sobrevivir y reproducir el estilo tradicional de vida en una
sociedad muy distinta a la suya. Este choque de culturas hizo que muchos
se aislaran en núcleos propios, interaccionando poco con la población.
Otros tantos reaccionaron contra la cultura de la que procedían,
adaptándose de forma rabiosa al estilo y formas de la nueva sociedad. Pero
unos y otros afectaron a la sociedad a la que llegaron. Ahora en España,
muchos aluden a la memoria histórica de nuestra propia condición de
emigrantes para justificar políticas paternalistas ante la inmigración que
estamos viviendo. Sin embargo, las situaciones no son
comparables. La población
migratoria actual que llega conoce el idioma, el idioma por excelencia.
Todos ellos hablan, mejor o peor, el inglés. Los medios de comunicación
les han permitido conocer algo de la sociedad a la que llegan. Sus
expectativas no son exclusivamente de supervivencia, sino de mayores
cuotas de bienestar. Las tecnologías de la comunicación les permiten
mantener contacto con los suyos, al tiempo que se relacionan sin excesivas
dificultades con sus nuevos conciudadanos, protestas incluidas. Conocen
sus derechos, se asocian y los defienden. Pero sobre todo tienen
expectativas muy cercanas a las de la población. Compartimos muchas de las
modas impuestas por las tecnologías de la comunicación; la distancia
social y cultural se ha acortado. Hoy esa ciudadanía externa puede y
quiere pertenecer a las sociedades que llega, aunque también mantiene
lazos con la sociedad y cultura que dejaron. Se adaptan, se integran, pero
sin renunciar al contacto con los suyos. Y en esta dinámica se hace
imprescindible reflexionar sobre el modelo de comunidad que queremos
construir. El problema
de la inmigración actual traspasa las barreras del momento presente. La
verdadera implicación de este fenómeno se sitúa en la convivencia de las
generaciones que están por llegar, en los hijos de unos y de otros, más de
unos que de otros. Hoy vivimos los problemas de su incorporación laboral,
los problemas de escolarización y también los problemas sanitarios. Hoy
nos enfrentamos a necesidades básicas de estos nuevos ciudadanos. Mañana
los temas serán muy distintos. La segunda generación de esta ciudadanía
externa reivindicará tareas diferentes a las que tuvieron que enfrentarse
sus padres, reivindicarán su derecho a ocupar puestos que hoy son
impensables para ellos, estarán plenamente integrados en la sociedad. Los
valencianos deben anticipar este escenario para realizar una planificación
adecuada. Por eso es imprescindible una política de inmigración que se
oriente al estudio y análisis de esta inmigración, para poder anticiparse
a los distintos escenarios posibles. Sólo adelantando el futuro podremos
responder adecuadamente. Limitar el
problema al momento presente, a la preocupación por las cuotas y los
papeles, o por conseguir mano de obra, o escolares para no cerrar una
escuela de un pueblo, o por el crecimiento cero de nuestra población, es
cerrar los ojos ante una ciudadanía externa que muy pronto será más vital,
creativa e innovadora que nosotros. Y entonces, los problemas de
comparación social y de racismo simbólico, entre otros muchos, estarán
servidos. Es necesario
un Centro de Estudios de Inmigración donde equipos muy diversos, pero
integrados, realicen estudios globales a largo plazo sobre esta nueva
ciudadanía. Es importante analizar sus culturas propias, las formas y
estilos de adaptación que desarrollan en nuestra comunidad, sus patologías
y mecanismos de defensa, sus formas de asociación y de convivencia en los
grupos básicos, los valores y las expectativas con las que llegan, así
como el modo en que las ven cumplidas. No estamos hablando de un centro
oficial de inmigración, ni de registros institucionales de población
migratoria, ni tampoco de la ayuda que las distintas ONG prestan a los
inmigrantes. Hablamos de un centro de estudios orientado fundamentalmente
a comprender las características de esta inmigración y el impacto de la
misma en nuestra comunidad y en la sociedad española, en
general. Ese centro
de estudios es imprescindible para Valencia, y también para el resto de
las comunidades, porque el movimiento migratorio de este siglo tiene
características muy peculiares, desconocidas en los movimientos
anteriores. Por tanto, los fenómenos que puede producir serán nuevos en
muchos casos y, sobre todo, desconocidos en sus consecuencias. Está en
juego su futuro y el nuestro. Adela Garzón es directora de la revista Psicología Política. garzon@uv.es |
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