Se trata de un breve trabajo en el que Leibniz explica lo que,
siguiendo a Aristóteles, él
llama su metafísica,
es decir, una teoría que no sólo describa el
comportamiento del mundo, que es lo que hace la física, sino que
lo explique (?):
Traté de profundizar en los principios mínimos de la mecánica: sabemos a través de la experiencia cuáles son las leyes de la naturaleza, pero yo quería explicarlas. De este modo me di cuenta de que la física necesitaba más que el mero concepto de masa extensa, y que debíamos considerar también la noción de fuerza, una noción procedente de la metafísica, pero perfectamente inteligible.
Leibniz no usa aquí la palabra fuerza en el sentido usual en física, sino que se refiere más bien a una capacidad de actuar:
Primeramente, cuando me libré del yugo de Aristóteles, me inclinaba hacia los átomos y el espacio vacío, porque este es el punto de vista que mejor satisface a la imaginación, pero al apartarme de esto, lo que me llevó mucha meditación, advertí que es imposible encontrar las fuentes de la unidad real únicamente en la materia, o en lo que es puramente pasivo, puesto que ésta no es más que una colección o acumulación de partes hasta el infinito. Ahora bien, una colección o multiplicidad real debe involucrar verdaderas unidades, y estas unidades verdaderas deben provenir de alguna otra parte, es decir, no pueden ser ellas mismas elementos de la colección.
He aquí la base del argumento: los objetos que conocemos son
compuestos, formados por otros objetos que también son
compuestos, pero este proceso no puede continuar hasta el infinito:
para que existan cosas compuestas ha de haber cosas simples (unidades
verdaderas, es decir que no sean pluralidades consideradas como un todo
por una mera cuestión de lenguaje). Esto es, obviamente, un mero
juego de palabras típicamente platónico, que
servirá a su vez para otros juegos de palabras mucho más
sorprendentes:
Tales unidades verdaderas no pueden ser cosas materiales, porque lo que es material no puede ser al mismo tiempo perfectamente indivisible, que es lo que se necesita para la unidad verdadera. Y tampoco pueden ser puntos matemáticos: algo continuo no puede estar hecho de puntos, porque los puntos no son cosas; en realidad, los hechos sobre ellos son hechos sobre cosas extensas, por ejemplo, hechos sobre donde terminan, o donde están sus límites. Así, para conseguir una unidad real, tenía que introducir lo que podría llamarse un punto real y viviente, un átomo de sustancia que es un ser completo sólo porque contiene cierta clase de forma o actividad. Así que tenía que retomar y, como si dijéramos, rehabilitar las formas sustanciales, que están tan desacreditadas hoy en día, pero de tal manera que resultaran inteligibles y que se distinguiera su uso adecuado del mal uso anterior.
Así pues, los constituyentes últimos de los cuerpos
han de ser unas
cosas muy extrañas: cosas sin extensión (pues en caso
contrario podrían
dividirse en partes) pero no puntos, porque los puntos
matemáticos son
sólo formas de hablar sobre los cuerpos extensos. Estas
constituyentes
no pueden determinarse por su mera existencia (si lo único que
hacen es
existir, entonces no hacen nada, y no tendría sentido decir que
existen), luego algo tienen que hacer, han de tener cierta clase de
actividad. En resumen: la materia continua está compuesta de
unos
objetos simples inextensos que no son puntos. Esto parece un sinsentido
debido principalmente a que no tiene sentido. Parece ser que Leibniz
tenía in mente el
análisis
matemático de su época, que consideraba a las longitudes
continuas como
compuestas por infinitos elementos infinitesimales, cada uno de los
cuales no es un punto, pero carece de extensión. Cuando los
matemáticos
se vieron en la necesidad de fundamentar rigurosamente el
análisis matemático,
erradicaron tales descomposiciones infinitesimales
sustituyéndolas por
pasos al límite.
Veamos qué características tendrían,
según la fecunda imaginación de Leibniz, tales formas sustanciales:
Concluí que la naturaleza de las formas sustanciales consiste en la fuerza, y que de aquí se llega a algo análogo al sentimiento y el apetito; y que estas formas sustanciales deben, por lo tanto, ser entendidas como algo del estilo de nuestra noción de alma. Pero, al igual que no es correcto introducir el alma para explicar en detalle el funcionamiento de un cuerpo animal, consideré que sería igualmente incorrecto introducir las formas sustanciales para resolver problemas particulares de la ciencia natural, aunque tienen que intervenir a la hora de establecer auténticos principios generales.
Resulta, pues, que la materia está compuesta de una especie
de almas inextensas.
Vi que estas formas y almas tenían que ser indivisibles, como nuestras mentes, y de hecho recordé que esto es lo que Aquino pensaba sobre las almas de los animales inferiores. Pero esta verdad reavivó las grandes dificultades sobre el origen y la duración de las almas y las formas. Una sustancia que tiene una unidad verdadera no puede empezar o terminar más que por un milagro. Se sigue de aquí que tales sustancias simples sólo pueden aparecer por creación y terminar por aniquilación.
Una sustancia compuesta puede crearse uniendo sus diversas partes, y
puede destruirse separándolas, pero una sustancia simple
sólo puede crearse si aparece de la nada y sólo puede
destruirse desapareciendo en la nada. Estas formas que son como almas
no son necesariamente almas:
Juzgué, pues, que no podemos confundir entre sí todas las sustancias simples, sin distinguir las mentes o almas racionales de las otras formas o almas. Las primeras son de un orden superior, y tienen incomparablemente más perfección que las formas que componen la materia, que en mi opinión se encuentran en todas partes. Comparadas con éstas, las mentes o almas racionales son como pequeños dioses, hechas a la imagen de Dios y que contienen un rayo de la luz divina.
Amén. Pasaremos por alto las consecuencias cada vez
más fantasiosas que Leibniz extrae de todo esto: las almas de
los animales, como cualquier cosa simple, no pueden perecer, por lo
que, cuando muere el animal, lo que sucede es que su alma se vuelve
imperceptible, etc.
Más aún, gracias al alma o forma existe en nosotros una verdadera unidad que corresponde con lo que llamamos "yo". Esto no puede ocurrir en una máquina artificial o en una simple masa o materia, cualquiera que sea su organización. Tales masas sólo pueden concebirse como [...] un reloj compuesto de muelles y ruedas. No podría haber nada sustancial o real en tal compuesto si no hubiera verdaderas unidades sustanciales.
Leibniz insiste en que tales unidades no pueden ser materiales:
Fue la búsqueda de unidades verdaderas lo que obligó a Cordemoy a [...] adoptar la doctrina de los átomos de Demócrito, pero los átomos de materia son contrarios a la razón y, de todos modos, un átomo, si existiera tal cosa, estaría compuesto de partes. Aunque una parte estuviera sujeta a otra tan fuertemente que no pudieran separarse (suponiendo que esto tuviera sentido), ello no alteraría el hecho de que éstas serían dos partes, una diferente de la otra. Únicamente los átomos de sustancia, es decir, unidades reales absolutamente carentes de partes, pueden ser las fuentes de actividad, las razones absolutamente básicas de la composición de las cosas y los últimos elementos en el análisis de las cosas sustanciales.
(Las "razones de la composición de las cosas" hace referencia
a la explicación de por qué las partes de la materia se
unen entre sí para formar compuestos.)
Habiendo establecido estas cosas, pensé que estaba llegando a puerto, pero, cuando pasé a pensar sobre la unión del alma con el cuerpo, me vi llevado de nuevo a mar abierto, por decirlo así. Pues no podía explicar cómo el cuerpo puede hacer que algo pase al alma o viceversa, o cómo una sustancia creada puede afectar a otra. [... Los discípulos de Descartes], viendo que el punto de vista usual sobre esto no tiene sentido, dijeron que sentimos las propiedades de los cuerpos porque Dios produce pensamientos en el alma con ocasión de los movimientos de la materia, y que cuando nuestra alma quiere mover el cuerpo, es Dios quien lo mueve por ella con ocasión del deseo del alma. Y tampoco tenía sentido para ellos que un cuerpo transmitiera su movimiento a otro, de modo que afirmaron que Dios dota de movimiento a un cuerpo con ocasión del movimiento de otro. Esto es lo que ellos llaman el sistema de causas ocasionales [...]
A Leibniz no le gusta esta teoría. Atención al motivo:
Debo admitir que los ocasionalistas profundizaron bastante en este problema con respecto a lo que no puede suceder, pero no resolvieron el problema con su teoría sobre lo que de hecho sucede. Es cierto que en sentido metafísico estricto una sustancia creada no tiene influencia real sobre otra, y que todas las cosas, con toda su realidad, son producidas continuamente por el poder de Dios. Pero no se puede resolver un problema mediante una causa general, introduciendo lo que se llama un deus ex machina. Pues hacer esto sin dar ninguna otra explicación en términos del sistema de causas secundarias, es recurrir a milagros. En filosofía, debemos tratar de mostrar cómo Dios hace que las cosas sucedan.
La solución que propone Leibniz no peca de este defecto,
aunque a él mismo le parezca "sorprendente":
Teniendo que admitir que ninguna alma u otra sustancia verdadera puede recibir nada del exterior salvo la omnipotencia divina, fui persuadiéndome gradualmente de una opinión sorprendente. (Me vino casi inadvertidamente.) Aunque sorprendente, parece que no hay alternativa, y de hecho tiene muchas ventajas y notables encantos. Se trata de la opinión de que debemos concluir esto: Dios creó primero cada alma y cada otra unidad real, de forma que todo en ella surge de su propio interior, con una perfecta espontaneidad respecto de sí misma, pero con una perfecta conformidad con lo que hay en el exterior. En esta teoría, nuestras sensaciones son sólo una sucesión de fenómentos mentales que se corresponden con las cosas externas, son apariencias verdaderas, algo así como sueños ordenados. (Estoy hablando únicamente sobre nuestras sensaciones internas, es decir, las que están en el alma misma, y no en el cerebro o en las partes sutiles del cuerpo.) Así, las percepciones internas en el alma deben surgir de su propia constitución básica, que ha tenido desde su creación y que la convierten en el individuo que es. Esta constitución proporciona a la sustancia una naturaleza representativa, permitiéndole expresar cosas externas según éstas se relacionan con sus órganos. Y esto significa que, como cada una de estas sustancias representa fielmente el universo entero a su propia manera y desde un punto de vista particular, y como sus percepciones o expresiones de cosas externas ocurren en el alma en un momento dado según sus propias leyes (como en un mundo aparte, como si no existiera nada más que Dios y el alma) [...] habrá un acuerdo perfecto entre todas estas sustancias, produciendo el mismo efecto que veríamos si ellas interactuaran entre sí transmitiéndose "especies" o cualidades del modo en que la mayoría de los filósofos ordinarios supone.
Esto se conoce como la teoría leibniziana de la armonía preestablecida. Por
ejemplo, si lanzo una piedra, ésta (o, mejor dicho, las formas
sustanciales que la componen) percibe su propio movimiento, igual que
lo percibo yo (que soy otra forma sustancial, aunque de un nivel
superior), pero en realidad no hay ningún movimiento,
sólo las percepciones del movimiento de la piedra (las
mías, las de la piedra y las de cualquier otra persona que vea
caer la piedra). Más aún, la piedra no ha empezado a
moverse porque yo la haya lanzado. En mi mente, a mi pensamiento de
lanzar la piedra le ha seguido la percepción de mi brazo
lanzando la piedra, y luego la de ésta moviéndose, igual
que mi piedra ha percibido el contacto de mi mano y ha sentido
cómo ha sido impulsada hacia lo alto, pero ambas sucesiones de
percepciones son independientes una de otra. Existe un acuerdo perfecto
entre mis percepciones y las de la piedra, pero éste se debe
únicamente a que Dios lo ha dispuesto así. En otra
ocasión, Leibniz explica esto con el ejemplo de dos relojes, que
marcan la misma hora y no porque uno influya sobre el otro, sino porque
ambos obedecen a una misma ley. Del mismo modo, si la piedra golpea a
otra piedra, que a su vez empieza a moverse, ello no se debe a que la
primera piedra transmita su movimiento a la otra, sino a que ambas
piedras se han percibido mutuamente y a continuación han
percibido que sus movimientos respectivos se modificaban como la
física prevé que debe suceder. Por "percibido mutuamente"
no queremos decir que una haya afectado a la otra en modo alguno, sino
que una ha tenido la percepción de la otra, como la
habría tenido aunque la otra no existiera, y viceversa. El
movimiento y la extensión son reales únicamente como
percepciones objetivas de todas las formas sustanciales implicadas,
pero no hay nada que se mueva y ocupe realmente espacio. Las formas
sustanciales existen y perciben coherente, pero independientemente
entre sí. Eso es todo.
La diferencia, pues, entre esta teoría y la de las causas
ocasionales es que en ésta Dios va moviendo los objetos a medida
que va siendo necesario, mientras que en aquélla no hay nada que
mover. Dios se limita a hacer que cada forma perciba lo que le
corresponde percibir. La frase "cada
una de estas sustancias representa fielmente
el universo entero a su propia manera y desde un punto de vista
particular," está mejor explicada en el Discurso de metafísica. Cada
sustancia corresponde a un punto de vista de Dios, Leibniz casi viene a
decir
que cada sustancia es un pensamiento de Dios:
Pues, en primer lugar, es muy notorio que las sustancias creadas dependen de Dios, que las conserva e, incluso, que las produce continuamente por una especie de emanación, como nosotros producimos nuestros pensamientos. Ya que Dios, [...] contempla todos los aspectos del mundo de todas las maneras posibles, puesto que no hay relación que escape a su omnisciencia, y el resultado de cada visión del universo, como contemplado desde un cierto lugar, es una sustancia que expresa el universo de acuerdo con esa visión, si Dios juzga conveniente hacer efectivo su pensamiento y producir esa sustancia, y, como la visión de Dios es siempre verdadera, nuestras percepciones lo son también, pero son nuestros juicios los que son nuestros y nos engañan.
Aquí tenemos otro argumento importante. Leibniz ha dicho que
cada sustancia es como un mundo
aparte, como si no existiera nada más que Dios
y el alma. Si aceptamos esto, podríamos cuestionarnos
qué nos hace pensar que existe algo más, aparte de Dios y
yo (Dios existe seguro, porque Leibniz lo había "demostrado" en
su Discurso de metafísica,
siguiendo a Descartes). La respuesta a la existencia del mundo exterior
sigue también las líneas de Descartes, aunque adaptadas a
la ocasión: El resto del mundo existe y es tan real como yo
porque mis percepciones son (una parte de) las percepciones de Dios, y
las percepciones de Dios son siempre verdaderas.
Ahora podemos entender cuál es el verdadero aporte de Leibniz
a la filosofía: los razonamientos que le han llevado hasta esta
curiosa metafísica son bobadas sin valor, meras versiones
modernas de los juegos de palabras de Platón, pero el resultado
final es una
posibilidad que no puede descartarse a la ligera: ¿Y si
sólo existimos Dios y yo? o, mejor aún —puestos a
eliminar cosas superfluas— ¿y si sólo existo yo y el
mundo sólo está en mi mente? ¿Y si existen los
objetos externos pero no son como nos los imaginamos: no son extensos,
no están en el espacio, no se mueven, etc.? O, más en
general: ¿Y si nuestra forma de percibir la realidad no
sólo introduce arbitrariamente las que llamamos cualidades secundarias (el color,
el frío, el calor, etc.) sino también las cualidades primarias (la
posición en el espacio, la velocidad, la masa, el volumen, etc.)
de modo que éstas no son, en contra de lo que comúnmente
se piensa, cualidades intrínsecas de la sustancias?
Sin duda, la
teoría de las formas sustanciales —tal cual la expone Leibniz—
es un tanto peregrina (llamarla "sorprendente" es benévolo),
pero no es difícil retocarla para eliminar sus rasgos
(más) peregrinos
y, al mismo tiempo, mostrar la coherencia de tales posibilidades, sin
contradecir en nada a ninguna teoría física. Cada cual a
su manera, Locke y Leibniz, se debaten entre el idealismo (que considera
al mundo como un contenido mental) y el realismo (que afirma la
existencia de objetos externos). Descartes era decididamente realista:
consideraba que lo que vemos es el mundo real; Locke también era
realista, pero se veía obligado a admitir que el mundo que
conocemos es ideal,
aunque "probablemente" hay un mundo real que provoca nuestras
percepciones. Por último, Leibniz considera que el mundo que
conocemos es indiscutiblemente ideal, aunque existe un mundo real que
no provoca nuestras
percepciones, pero está ahí y nos da derecho a afirmar
que el mundo ideal que conocemos es una versión deformada del
mundo real (deformada en cuanto que la extensión y el movimiento
no son cualidades intrínsecas de las sustancias, sino la forma
en que cada sustancia se representa en sí misma a las
demás). En suma, la filosofía de Leibniz supone un paso
adelante hacia la formulación de una teoría del
conocimiento idealista (sólo hacia la formulación, pues,
a
efectos de su fundamentación, los argumentos de Leibniz
serían risibles si los extrapoláramos de su contexto
histórico).
Volviendo al Nuevo sistema,
ahora Leibniz puede abordar el problema de la relación entre el
alma y el cuerpo, que es un caso particular de la armonía
preestablecida:
Lo que llamamos interacción entre el alma y el cuerpo [...] surge como sigue: la masa organizada en la que reside el punto de vista del alma es la que ésta se representa más cercanamente, y está dispuesta a actuar sobre sí misma cuando el alma lo desea de acuerdo con las leyes del mecanismo corporal, pues los espíritus animales [las corrientes nerviosas] y la sangre tienen en el momento exacto los movimientos justos que corresponden a las pasiones y las percepciones del alma. Todo esto sucede sin que el cuerpo o el alma perturben sus leyes respectivas. Se trata de una relación mutua arreglada de antemano en cada sustancia del universo. Y nos permite entender cómo es que el alma tiene su asiento en el cuerpo: es por una presencia inmediata, que es tan próxima como podría ser, puesto que el alma está en el cuerpo en el mismo sentido en que la unidad está en una multitud que es una resultante de unidades. Esta hipótesis es perfectamente posible, pues, ¿por qué no podría Dios dotar desde su creación a una sustancia de una naturaleza —de una fuerza interna— que pudiera producir en sí misma, de forma ordenada y sin la ayuda de ninguna otra cosa creada, todo lo que le va a suceder? [...] (Sería como un autómata espiritual o formal, pero un autómata libre, en el caso de una sustancia con uso de razón.) [...] Y como está en la naturaleza del alma representar el universo de forma muy exacta (aunque con diversos grados de claridad), la sucesión de representaciones que un alma produce para sí misma se corresponderá con la sucesión de cambios en el propio universo, al igual, que recíprocamente, el cuerpo también ha sido adaptado al alma para las ocasiones en las que pensamos que el alma actúa sobre algo externo a sí misma.
De aquí Leibniz puede extraer consecuencias sobre el problema
de la libertad del alma:
Esto tiene la ventaja de que, en lugar de decir que sólo parecemos ser libres, y que nuestra apariencia de libertad es suficiente para las cuestiones prácticas, como algunas personas notables han sostenido, debemos decir que sólo parecemos ser impulsados por causas externas, y que, hablando en sentido metafísico estricto, somos perfectamente independientes de la influencia de todas las demás cosas creadas.
No es una salida muy airosa, ya que no hay gran diferencia en decir
que estamos determinados por el funcionamiento de nuestro cerebro que
decir que espontáneamente actuamos —en virtud de la
armonía preestablecida— como debemos obrar para que nuestros
actos estén en consonancia con los actos de nuestro cerebro.
Leibniz termina su exposición con algunos comentarios sobre
que, pese a lo extraña que pueda parecer su teoría, no
parece haber alternativas, así como algunas breves
consideraciones sobre su aplicación a la hora de fundamentar la
dinámica.