EL
ALMA III (para lectores racionales) |
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Los filósofos racionalistas aceptaron en esencia la
teoría aristotélica sobre la sustancia, de modo
que
consideraron que la existencia de propiedades exige la
existencia de
algo, una sustancia, un sustrato, que posea dichas propiedades.
Ya
hemos discutido en la página 8 las
precauciones que hemos de tomar al tratar con este concepto: en
principio, una
sustancia en sentido lógico, como sujeto que posee cierta
propiedad, puede a su vez ser otra propiedad de otra sustancia,
como
cuando decimos "este verde es
muy
claro", donde estamos tomando como sustancia
lógica el "verde",
que a su vez será
una propiedad de otra sustancia, por ejemplo la pintura con la
que nos
disponemos a pintar una pared. Ahora bien, siempre según
la
teoría aristotélica, cuando un determinado
concepto no
puede ser concebido como propiedad de otra sustancia, ha de ser
en
sí mismo una sustancia en un segundo sentido más
fuerte
que el mero sentido lógico, es decir, hemos de estar ante
algo
que posea las propiedades que le atribuimos. Ese "algo",
considerado
con independencia de cualquiera de sus propiedades posibles, es
lo que
se conoce como "materia".
En este marco conceptual, Descartes fue
más lejos y
señaló que es necesario distinguir dos clases de
materia
esencialmente distintas. Lo que usualmente entendemos por
materia es lo
que él llamó res
extensa (sustancia extensa), caracterizada por que
necesariamente tiene una extensión, es decir, que ocupa
una
posición en el espacio, y que puede poseer además
una
amplia gama de
propiedades: movimiento, peso, textura, etc. En suma, la res extensa cartesiana es
la
materia que forma los objetos externos. Ahora bien, hay un
conjunto de
propiedades que es absurdo tratar de atribuir a esta materia,
como
son el pensamiento, la capacidad de percibir (desde sensaciones
externas hasta sentimientos internos) o la voluntad (la
capacidad de
desear o de tomar, de hecho, una decisión). Imaginemos
cualquier
objeto material, por sofisticado que sea: un ordenador, un
cerebro
humano, cualquier cosa. Por mucho que lo analicemos, no podremos
descubrir en él más que aquellas
características
propias de la materia: podremos ver partes en movimiento, flujos
de
electricidad, reacciones químicas, diferencias de
temperatura,
etc., pero es inconcebible que encontremos pensamientos,
dolores,
deseos, etc. La materia es incapaz de poseer semejantes
propiedades.
Sin embargo, es indudable que existen pensamientos, dolores,
deseos,
etc., y que nada de esto puede considerarse como una sustancia,
sino
que todas estas cosas han de ser propiedades de algo: si hay
pensamientos es porque algo
piensa, si hay dolor es porque algo siente dolor, etc., y ese
algo no
puede ser material (en el sentido físico de la palabra
materia),
luego ha de haber una segunda materia (en el sentido
aristotélico), a la que Descartes dio el nombre de res cogitans (sustancia
pensante) a
la que cabe atribuir estas propiedades y a la que,
recíprocamente, es
absurdo atribuir las propiedades de la res extensa: no ocupa un lugar en
el espacio, no tiene peso, ni color, ni temperatura, etc. Si la
res extensa es el
sustrato de los
objetos externos, la res
cogitans
es el sustrato de las almas.
Ambas clases sustancia, pese a sus diferencias fundamentales,
no son
independientes, sino que mantienen una continua relación:
la res extensa afecta
a la res cogitans a
través de la
percepción, y la res
cogitans
es capaz a su vez de afectar a la res
extensa, lo cual sucede cuando mi cuerpo se mueve
siguiendo mis
deseos: Yo quiero que mi mano se extienda y mi mano se extiende,
quiero
que se cierre y se cierra. Descartes tenía algunos
conocimientos
sobre el papel que representa el cerebro en el comportamiento
animal,
por lo que conjeturó que la relación entre el
cuerpo y el
alma tenía lugar en el cerebro. Incluso se atrevió
a
identificar el punto exacto donde esto sucedía. Por otra
parte,
para Descartes los animales carecen de alma y son gobernados
únicamente por sus cerebros, lo que los convierte en
autómatas, capaces, en algunos casos, de mostrar un
comportamiento muy similar al de los seres humanos, pero que en
realidad es ciego: no se puede decir que un animal sea
consciente o
tenga sentimientos. Un animal responde ante su entorno igual que
una
piedra responde cayendo ante la presencia de la Tierra. Las
respuestas
animales son mucho más sofisticadas que las de una
piedra,
pudiendo llegar a calificarse propiamente de inteligentes en
ciertos
casos, pero son de la misma naturaleza.
Es evidente que podemos descartar por arbitrarias las
teorías
cartesianas sobre los animales o sobre la relación entre
el alma
y el cerebro. Similarmente, otros filósofos, como
Leibniz,
desarrollaron a partir de estos hechos básicos
teorías
sofisticadas igualmente arbitrarias sobre las almas. Sin
embargo, el
núcleo del argumento que hemos expuesto no tiene nada de
arbitrario, ni de dogmático, ni se apoya en ningún
prejuicio. De hecho, aunque en esencia se deba a Descartes,
podemos
decir que no estamos ante un
argumento en favor de la existencia del alma, sino ante el argumento racional
básico
por el que, no sólo unos filósofos más o
menos
sofisticados, sino cualquier ser humano puede considerarse
legitimado
para afirmar que posee (o, mejor dicho, que es) un alma
inmaterial. El
mérito de Descartes estará en haber sabido
aislarlo y exponerlo con claridad y precisión, pero el
argumento
en sí está en la base de
cualquier convicción de que uno mismo no puede ser un
mero
cerebro en actividad, sino que ha de ser algo más, con
independencia de si uno es capaz de explicar claramente en que
funda su
convicción o si, simplemente, considera que un cerebro no
puede
explicarlo todo aunque no sepa explicar por qué lo cree
así. Por lo tanto, no podemos afirmar racionalmente, como
pretendemos hacer aquí, que la necesidad de la existencia
del
alma es una ilusión (a la que podemos llamar la ilusión
psicológica),
sin desmantelar previamente este argumento. Esencialmente,
consta de
dos partes:
Alguien que no esté familiarizado con la
filosofía no
expresaría estas ideas en estos términos, pero
cualquiera
que entienda lo que esto significa se convencerá de que
si
elimina todos sus prejuicios y dogmatismos y, a pesar de ello,
sigue
pensando que no puede ser la mera actividad de su cerebro, es
esencialmente por estos dos argumentos.
Antes de discutir estas afirmaciones, recapitulemos sobre lo
que
realmente sabemos de nosotros mismos. En la página
3 introdujimos el concepto de "yo trascendental" como
unidad formal
de conciencia, esto es, como mero testimonio de que puedo hablar
de mis percepciones, mis pensamientos o mis voliciones, en el
sentido de
que estoy hablando de una serie de percepciones, pensamientos y
voliciones que no están aislados, sino relacionados entre
sí de diversas formas, y esa conexión, en virtud
de la
cual unas percepciones suscitan unas voliciones, que a su vez
suscitan
unos pensamientos, etc., esa conexión es lo que llamo mi conciencia o, más
simplemente, yo. Ahora
bien,
este concepto de yo es puramente formal, en el sentido de que
sólo refleja que la unidad de mi conciencia es un hecho,
pero no
dice nada sobre qué sucede para que dicha unidad de
conciencia
sea posible. Por otra parte, no cubre ni muchos menos, todo el
sentido
que usualmente damos a la palabra "yo". Ya introdujimos el
concepto de mente en
relación a los
procesos que dicha unidad de conciencia requiere para ser
posible,
procesos que no han de formar parte necesariamente de mi
conciencia y,
más aún, podemos hablar ahora de mi yo interno, como el
concepto que
recoge toda la información empírica asociada a mis
pensamientos, mis voliciones, e incluso a aquellas intuiciones
generadas por mí mismo, pero que mi entendimiento
descarta como
imaginarias, es decir, que no corresponden a fenómenos
reales;
en suma, toda la información asociada a mis intuiciones
internas. Así, cuando digo que yo soy generoso o
egoísta,
optimista o pesimista, cuando recuerdo que he tenido una
pesadilla,
cuando digo que me gusta el cine más o menos que el
teatro,
cuando digo que tal cosa me disgustó y tal otra me
alegró, etc., estoy hablando de mi yo interno.
Por otra parte, hay un objeto externo con el que mi conciencia
mantiene unos vínculos que lo hacen especial respecto a
los
demás objetos externos. Se trata de mi cuerpo, que
determina mis
percepciones por la forma en que es afectado físicamente
y
está parcialmente sometido a mi voluntad. Si llamamos a
mi
cuerpo mi yo externo,
al unir
este concepto al de mi yo interno tenemos el concepto general de
mi yo empírico,
en el que
recojo toda la información que la experiencia me aporta
de
mí mismo. Cuando digo que soy alto o bajo, que tengo
buena o
mala salud, etc., estoy hablando de mi yo externo y, en
particular, de
mi yo empírico.
En este punto debemos aclarar a qué "yo" hace referencia
el
punto 1 anterior. Los dos candidatos son mi yo trascendental y
mi yo
interno. El matiz es muy sutil, y no es especialmente relevante,
pero
no está de más discutirlo para precisar estos
conceptos:
El concepto de yo trascendental, por definición, es el
que
recoge lo que sé a priori de mí mismo, sin basarme
en
ninguna experiencia en concreto, por el mero hecho de que yo soy
un
sujeto de conocimiento. Así, yo no sé que pienso o
que
tengo experiencias porque lo deduzca de ningún
pensamiento o de
ninguna experiencia concreta, sino simplemente porque no
podría
pensar o tener experiencias sin saber que es así, y,
recíprocamente, no podría creer que pienso o que
tengo
experiencias sin que fuera así. Por otra parte, el
concepto de
yo interno recoge lo que la experiencia me muestra a posteriori
de mi
mismo. Mi yo trascendental "observa" a mi yo interno igual que
observa
cualquier otro fenómeno: si decido ir al cine, mi yo
trascendental obtiene el conocimiento "yo (empírico)
quiero ir
al cine" igual que, si miro al cielo, mi yo trascendental
obtiene el
conocimiento "el cielo es azul". Así pues, yo
(trascendental)
soy un sujeto de conocimiento, mientras que yo (empírico)
soy un
objeto de conocimiento. Por ello, cuando en el punto 1 decimos
que yo
sólo puedo considerarme como sujeto, técnicamente
hemos
de considerar que nos referimos a mi yo trascendental.
Ahora estamos en condiciones de describir con más
precisión la postura que pretendemos defender, al igual
que
hemos descrito la teoría cartesiana en favor de la
existencia
del alma. Nuestra tesis es, naturalmente, que yo soy la actividad de mi cerebro,
pero esto ha de ser matizado.
Imaginemos que juego con mi ordenador y mi misión es
perseguir y
destruir una nave espacial enemiga. ¿Qué es en
esencia la
nave que
persigo? No puedo decir que es un mero dibujo en la pantalla de
mi
ordenador, porque es más que eso: la nave puede salir de
la
pantalla y
volver a entrar, y sigue siendo la misma nave, puede atacarme
por
detrás, de modo que, aunque no la vea en pantalla, puedo
decir
"la nave
me ha disparado", etc. Con exactitud, la nave enemiga es un
concepto
cuyo uso está legitimado por la actividad de mi
ordenador. Y
observemos
que, según el uso que le doy, la nave enemiga es
lógicamente una
sustancia. Del mismo modo, al afirmar que "yo soy la actividad de mi
cerebro",
hay que entender, con más precisión, que es la
actividad
de mi cerebro
la que fundamenta el uso del concepto de "yo" como sustancia, lo
cual
no significa que "yo" sea lo mismo que la actividad de mi
cerebro. Por
ejemplo, puedo decir que en mi cerebro se ha muerto una neurona
y ello,
aunque es una afirmación sobre la actividad de mi
cerebro, no
puede
expresarse en términos del concepto "yo". Podría
decir "yo tengo una neurona
menos", pero
entonces estoy hablando de mi yo empírico, que
incluye por definición a mi cerebro, mientras que al
decir que "yo soy la
actividad de mi cerebro"
queremos decir que tanto mi yo trascendental como mi yo
empírico
(es decir, tanto mi conciencia como la determinación
empírica interna de mi mismo) somos productos de la
actividad de
mi cerebro.
Para no malinterpretar nuestra tesis, debemos referirnos, aunque no nos afecte directamente, a la antigua polémica que divide a los filósofos en reduccionistas, que afirman que cualquier propiedad de un todo puede expresarse en términos de sus partes componentes, y holistas, que afirman que algunas propiedades de un todo sólo pueden expresarse en función de dicho todo, de modo que cualquier intento de reducirlo en términos de sus partes supondrá una pérdida significativa de información. Lo que queremos resaltar es que al afirmar que yo soy la actividad de mi cerebro no estamos tomando parte por el reduccionismo frente al holismo. De hecho, no tenemos ninguna necesidad de pronunciarnos sobre algo tan abstracto. Pongamos un ejemplo: Una mesa está hecha de moléculas, pero ¿podemos expresar en términos de estas moléculas la afirmación "esta mesa está carcomida"? Pongamos, por simplificar, que por "carcomida" no entendemos que contenga carcoma, sino que está perforada por la carcoma, aunque la hayamos desinsectado. Holistas y reduccionistas estarán de acuerdo en que la diferencia entre una mesa carcomida y otra que no lo está es que, en la primera, las moléculas que constituyen la madera están configuradas de una forma, y en la segunda de otra forma, de modo que, si pudiéramos modificar la situación de las moléculas una a una, podríamos convertir una mesa carcomida en una mesa no carcomida y viceversa. El problema es si esa diferencia concreta que distingue a una y otra configuración molecular puede describirse completamente sin aludir a los conceptos de "mesa" y de "carcoma". A nosotros no nos preocupa este problema. Cuando decimos que una mesa puede ser concebida como una configuración de moléculas sólo afirmamos que todo cuanto digamos de ella, incluso el hecho de que existe, está determinado por las propiedades y relaciones entre las moléculas que la forman (o de sus átomos, o de sus partículas elementales, si fuera necesario descender de nivel para explicar algo), pero no entramos en si lo que digamos puede o no expresarse exclusivamente en términos de estos constituyentes. Usar conceptos sofisticados en una descripción es legítimo, tanto si estos conceptos podrían sustituirse (al menos en teoría) por otros más simples a costa de complicar los enunciados, como si resultan imprescindibles para expresar algunas propiedades de un todo.
Lo primero que podemos establecer en torno al problema que
tratamos
es que, si no queremos caer en el dogmatismo, hemos de aceptar
que los
cuerpos humanos y, en particular, los cerebros, son objetos
físicos totalmente sometidos a las leyes de la
física.
Por
consiguiente, todo su comportamiento (incluido cuándo
alguien ríe, cuándo llora, cuándo dice
estar
disfrutando
de una comida, etc.) está completamente determinado por
las
leyes de la física. En este punto tenemos que
señalar que
la física cuántica establece
que determinados comportamientos de la materia son esencialmente
aleatorios, de modo que resultan impredecibles salvo en
términos
estadísticos. Por lo general, dicha aleatoriedad
sólo es
relevante a niveles microscópicos, aunque, en
teoría,
sería posible que el comportamiento de un ser humano
fuera del
todo impredecible porque el mecanismo del cerebro tuviera en
consideración las propiedades cuánticas de la
materia,
pero ahí acaba el grado de libertad que es posible
conceder
racionalmente a un ser humano.
No sería razonable vincular esta
posibilidad más que
dudosa con el llamado libre
albedrío, que sería una cualidad del alma
en
virtud de la cual su capacidad de decisión en cada
momento no
estaría condicionada por las leyes de la física.
El
concepto de libre albedrío es esencial a la hora de
abordar
problemas éticos, pues, por ejemplo, en ausencia de libre
albedrío, un hombre que se encuentra con que puede
obtener un
gran beneficio matando a otro y termina cometiendo el crimen,
podría defenderse diciendo que él no ha hecho
más
que lo que podía hacer según las leyes de la
física, no tenía opción, por lo que no es
justo
castigarlo. Observemos que la "libertad cuántica" no
resuelve el
problema. Aunque pudiera demostrarse físicamente que un
hombre
que se plantea si mata o no a otro para obtener un beneficio
tomará una decisión u otra en función del
resultado de un fenómeno cuántico impredecible, si
al
final "toca" asesinato, el asesino seguirá pudiendo
argüir
en su defensa que cometió el crimen porque así lo
decidió el azar cuántico, de modo que él no
tenía opción.
Dedicaremos íntegramente una página posterior al
problema del libre albedrío y la razón
práctica,
si bien aquí vamos a utilizar este problema desde el
punto de
vista puramente teórico como la aproximación
más
sencilla para entender a qué se debe la ilusión
psicológica. Veremos que el error que comete alguien que
se crea
legitimado para afirmar que su voluntad es libre, en el sentido
de que
no está condicionada por la física, es de la misma
naturaleza del que puede llegar a convencerlo de que tiene un
alma
inmaterial.
La ilusión psicológica presenta una cierta
analogía con las ilusiones empíricas que un
ilusionista
es capaz de generar. Pensemos en el truco típico por el
que el
ilusionista hace levitar a su compañera: la recuesta en
una mesa
y luego retira la mesa, de modo que la mujer queda suspendida en
el
aire. Además, el ilusionista pasa a su alrededor un aro
para
demostrar al público que no hay hilos ni nada que la
sujete. La
forma usual de lograr esta ilusión es mediante una
plataforma
que, vista desde arriba, tiene forma de T. La barra superior de
la T es
una tabla sobre la que está recostada la mujer, mientras
que el
palo vertical de la T es una barra rígida que llega hasta
el
fondo del escenario y está firmemente sujeta. Incluso
puede
estar sujeta a un mecanismo que permita subirlo o bajarlo. El
público no ve la T porque la tapa el traje holgado de la
mujer,
que cuelga parcialmente. Cuando el ilusionista pasa el aro por
la barra
superior de la T, lo hace girándolo al mismo tiempo, de
modo que
lo "ensarta" en el palo vertical. El resultado es que, si el
público ha de juzgar por lo que ve, afirmará que
se
encuentra ante una mujer que tiene una capacidad de la que
carecen las
demás mujeres que conoce, tiene la capacidad de levitar,
lo que
la pone al margen de las leyes de la física. Sin embargo,
esto
es sólo una ilusión empírica, es decir, un
error
del entendimiento en su labor de interpretar la
intuición. El
entendimiento cree estar viendo algo "de más", algo
nuevo, la
levitación, cuando en realidad está viendo algo
"de
menos", la plataforma. Un espectador racional comprenderá
que en
su experiencia no hay nada que "sobre" (no hay
levitación) sino
algo que "falta", aunque no sea capaz de inferir qué es,
mientras que el espectador ingenuo suplirá la falta de
información a posteriori (la ocultación de la
plataforma)
con un exceso de conceptualización a priori (la creencia
en la
levitación).
Algo similar sucede, aunque a otro nivel, con el libre
albedrío. Aceptemos por un momento que yo no sea
más que
la actividad de mi cerebro. Esto significa que el estado de mi
conciencia en un momento dado (lo que pienso, lo que sé,
lo que
puedo recordar, etc.) se corresponde con una parte del estado de
mi
cerebro en ese momento, si bien hay una gran parte de mi estado
cerebral que no tiene reflejo alguno en mi conciencia. En la página 9 vimos que SHRDLU
"sabe"
cosas sobre sí mismo, como que ve un bloque azul, pero al
mismo
tiempo desconoce todo el mecanismo interno que le lleva a
"saber" que
eso es así. Aunque aquí pongamos "saber" entre
comillas,
podemos decir esto mismo de un cerebro y entonces ya no son
necesarias:
cuando un cerebro llega a un estado mental, digamos, a pensar
que no le
gusta un cuadro que está viendo, lo hace como
consecuencia de un
proceso que ha juzgado el cuadro a partir de ciertos criterios,
pero la
conciencia sustentada por dicho cerebro no tiene por qué
conocer
dichos criterios. A lo sumo tendrá un conocimiento
empírico parcial y aproximado de los mismos, inducido
empíricamente de
los juicios previos que ha realizado. Del mismo modo, cuando un
asesino
en potencia está meditando sobre si asesina a su esposa
para
cobrar el seguro o si se apiada de ella y no la asesina, su
cerebro
está "tomando la decisión por él" usando
criterios
que él no tiene por qué conocer. Si al final
decide
matarla, a nivel consciente sólo sabrá que, tras
sopesar
ambas opciones, se ha decantado por una de ellas y, precisamente
por
desconocer el proceso psicológico que ha conducido a esa
resolución, podrá "tener la sensación" (ya
sea a
modo de sospecha o incluso de convicción) de que
igualmente
podría haber decidido lo contrario, de que era libre de
haber
elegido lo uno o lo otro, pero eso es una ilusión:
Como en el caso del público del ilusionista, quien se
cree
libre, cree ver en sí mismo algo "de más" (la
libertad)
como consecuencia de estar viendo algo "de menos" (los procesos
psicológicos que determinan su voluntad). En
teoría, esto
podría ser comprobado empíricamente. Si
conociéramos bien el funcionamiento del cerebro y
tuviéramos capacidad para actuar sobre él,
podríamos forzar a que un ser humano tomara una
determinada
decisión (actuando sobre la parte de su cerebro encargada
de
tomarla) de modo que éste creyera al mismo tiempo que la
ha
tomado libremente, es decir, que no se ha visto forzado por
nadie a
decantar su elección como lo ha hecho (porque
estaríamos
modificando un proceso del que él no tiene conciencia,
luego,
desde el punto de vista de su conciencia, no habríamos
hecho
nada). Obviamente, no estamos en condiciones de hacer tal
experimento,
por lo que cualquiera puede parapetarse en esta laguna
científica para negar esta posibilidad, pero eso es la
esencia
del dogmatismo: a mí me interesa considerarme libre y lo
afirmo
sin más, amparándome en que, accidentalmente, no
se puede
refutar empíricamente. La postura dogmática es
ésa
y no la opuesta porque supone introducir gratuitamente en
nuestra
concepción del mundo que las leyes de la física
tienen
una excepción cuando se aplican a los seres humanos, una
excepción que no encaja de ninguna manera con la
descripción general del mundo que nos proporciona la
ciencia.
(De todos modos, veremos más adelante que es posible
hablar de
libre albedrío en un sentido distinto al de no estar
sometido a
las leyes de la física y que es suficiente para
fundamentar una
ética racional.)
Antes hemos dicho "aceptemos por un momento que yo no sea
más
que la actividad de mi cerebro". Aunque no aceptemos esto, con
independencia de qué sea yo realmente, sigue siendo
cierto que
el hecho de que en mi conciencia no tenga información
sobre
qué hace que yo tome una u otra decisión en un
momento
dado no me legitima a afirmar que mis decisiones son libres.
Sólo puedo decir que trascendentalmente no conozco sus
causas,
que es
algo mucho más débil.
Observemos la diferencia esencial entre la ilusión
trascendental en que se funda la creencia en el libre
albedrío y
la ilusión empírica que genera un ilusionista: en
ésta nos falta información porque nos es ocultada.
Si
alguien del público se acercara al escenario y examinara
de
cerca a la mujer levitante, descubriría el truco, porque
vería lo que le faltaba ver para entender realmente su
experiencia. En cambio, la información "oculta" en la
ilusión psicológica está oculta en un
sentido
más fuerte: No hay nada que podamos hacer para ser
conscientes
de las causas de nuestras decisiones a nivel trascendental. A lo
sumo
podríamos llegar
a serlo indirectamente, empíricamente, estudiando el
funcionamiento del cerebro, pero
nos lleva de nuevo al problema original, que es el de aceptar
que eso
soy yo.
Centrémonos, pues, en el problema de qué soy yo.
Desde
un punto de vista empírico la respuesta es simple: yo
(interno)
soy un
fenómeno más. El concepto que tengo de mí
mismo lo
formo reuniendo bajo un mismo concepto toda la
información que
mi intuición me proporciona sobre mí mismo. A este
nivel,
no hay diferencia, por ejemplo, entre yo y la mesa que tengo
ante
mí. Yo soy el fenómeno que mi entendimiento
reconoce al
interpretar mis intuiciones internas y mi mesa es el
fenómeno
que mi entendimiento reconoce al interpretar algunas de mis
intuiciones
externas.
Ahora bien, todo concepto empírico necesita ser
vinculado a
un concepto racional que permita relacionar experiencias
distintas
sobre el mismo fenómeno (donde, entre las relaciones
posibles
está el mero hecho de identificarlo como el mismo fenómeno).
Así, igual que digo que esta mesa que veo es la misma que
vi
ayer, puedo decir que el "yo" que se ha despertado esta
mañana
es el mismo "yo" que ayer se fue a dormir. Ya hemos analizado
esta
noción empírica de permanencia, y hemos visto que,
en
principio, no consiste más que en el hecho de que mi
entendimiento usa el mismo concepto racional para concebir ambas
experiencias.
Más aún, la razón es capaz de integrar
todos
sus conceptos en un único sistema, que constituye la
descripción del mundo. Ello obliga a menudo a
reconceptualizar
las experiencias en términos más adecuados. Por
ejemplo,
para integrar esta mesa que veo en mi concepción racional
del
mundo, tengo que considerarla como una configuración de
moléculas, que a su vez están compuestas de
átomos, etc. Y esto a pesar de que, cuando veo mi mesa,
mi
entendimiento no tiene la ocasión de aplicar los
conceptos de
átomo o molécula. Hay experiencias que ponen de
manifiesto la estructura atómica de la materia, pero
mirar mi
mesa no es una de ellas. Del mismo modo, la forma de integrar el
concepto racional de "yo" (interno) en mi concepción
racional
del mundo, es considerarme como un producto de la actividad de
mi
cerebro, aunque al "observarme" a mí mismo no tenga
ninguna
experiencia de dicha actividad. Tal y como hemos observado
más
arriba (lo que ha dado pie a la digresión sobre el libre
albedrío), esta descripción racional de mí
mismo
(y de cualquier otro ser humano) es suficiente
desde un punto de vista racional, en el sentido de que basta
para
representar cualquier posible experiencia de mí mismo
como un
hecho sobre el mundo. Vamos a analizar esto:
Imaginemos que tenemos
ante nosotros otro ser humano o, indistintamente, un ordenador
consciente, tipo C3PO.
Si
pensamos en un robot hemos de abandonar todo posible prejuicio
que nos
"asegure" que de ningún modo puede ser consciente;
mientras que,
si pensamos en un ser humano, hemos de abandonar todo posible
prejuicio
que nos "asegure" que es consciente igual que nosotros.
Más aún, si pensamos que los seres humanos tienen
un alma
que los hace conscientes, hemos de imaginar que, de algún
modo,
le quitamos el alma al ser humano con el que hablamos.
Aquí es
importante aceptar que esto no debería afectar en nada a
su
comportamiento. Como ya hemos dicho, sería
dogmático
negar que la mera actividad cerebral no basta para explicar el
comportamiento de cualquier ser humano. Si le quitamos una
hipotética alma, a lo sumo se traduciría en que no
tendría conciencia y percepciones en el mismo sentido en
que los
tenemos nosotros, pero eso no se notaría en nada, igual
que no
se nota en nada que C3PO
no
tiene alma.
Al hablar con nuestro interlocutor, sea humano o
mecánico,
podremos conceptualizar nuestra experiencia exactamente de la
misma
forma que conceptualizamos las experiencias que tenemos sobre
nosotros
mismos. Por ejemplo, si le digo que el cielo es azul y él
me
hace observar que eso es así en general, pero que ahora
concretamente se ve rojo, puedo decir que ha sido él
(humano o
mecánico), y no yo, el que se ha dado cuenta de que el
cielo
está rojo. No entramos en la cuestión de si
sería
posible o no explicar este hecho sin emplear la palabra
"él",
sino únicamente "su cerebro" o "el ordenador que le sirve
de
soporte", sólo afirmamos que "él
se ha dado cuenta de que el cielo está rojo" es
una
afirmación que tiene sentido racional sin más que
interpretar "él" como un concepto racional que empleo
sustantivamente con el único fundamento de la actividad
de un
cerebro o un ordenador. Otra cosa es si esta afirmación
significa lo mismo que cuando digo "yo
me he dado cuenta de que el cielo está rojo".
Sin entrar
en esto de momento, lo que podemos afirmar es que la ciencia
puede
describir coherentemente el mundo como construido a partir de
partículas elementales (o lo que los físicos
estimen
oportuno) e introduciendo cada vez conceptos más
complejos a
medida que van siendo necesarios para formular enunciados de
carácter más global (átomos,
moléculas,
sustancias químicas, rocas, árboles, mesas, seres
conscientes) de modo que, sin entrar en la polémica entre
holistas y reduccionistas, cada nuevo concepto no presuponga
para su
existencia nada que no esté dado en un nivel inferior:
así, la existencia de una roca no presupone más
que la
existencia de las moléculas necesarias para constituirla,
con
independencia de si toda propiedad sobre la roca puede
expresarse en
términos de esas moléculas o no.
Fijémonos que hemos incluido deliberadamente el concepto
"seres conscientes" a la par de otros como el de árbol.
Lo que
estamos diciendo es que, sin más que entender "ser
consciente"
como una determinada configuración de la materia (un
cerebro o
un ordenador programado adecuadamente), del mismo modo que
entendemos
"árbol" como otra determinada configuración de la
materia, conseguimos que cualquier afirmación
empírica
sobre cualquier ser humano, incluido yo, pueda ser
reinterpretada como una afirmación racional sobre el
mundo,
donde "cualquier
afirmación"
significa cualquier afirmación, como, por ejemplo, "me ha hecho mucha ilusión
este
regalo que me has hecho". Como afirmación
racional,
estamos diciendo que en un lugar del mundo, en un momento
determinado,
un ser humano tenía su cerebro en un estado determinado a
causa
de un regalo que le hizo otro ser humano. Insistimos en que no
entramos en si lo que caracteriza al estado que llamamos "me ha hecho mucha ilusión"
puede ser reducido o no a términos más elementales
(como
tampoco entramos en la cuestión análoga para "esta mesa está
carcomida").
Lo que es indudable es que la diferencia entre "me ha hecho mucha ilusión"
y "no me ha hecho ninguna
ilusión" es (racionalmente) una diferencia entre
dos
posibles estados de mi cerebro (o dos clases de estados
posibles).
Dicho de otro modo, afirmamos que el concepto racional de mi yo
interno es indistinguible de los conceptos análogos que
puedo
asociar a los demás seres conscientes, puedo decir "yo veo un árbol"
exactamente igual que digo "tú
ves
un árbol" o "C3PO
ve
un árbol", y las tres afirmaciones
tendrán una
interpretación racional análoga en términos
de la
actividad de un cierto sistema. No será idéntica
porque
el sistema que soporta a C3PO
(un ordenador) tendrá características
técnicas
diferentes al que me soporta a mí (un cerebro), pero la
diferencia no será más relevante que la que hace
que el
estado cerebral de un español que piensa "veo un árbol" no es
exactamente el mismo que el de un inglés que piensa "I see a tree".
No obstante, con todas estas observaciones no pretendemos haber
resuelto nada. El problema de la existencia del alma sigue en
pie
exactamente igual que al principio. En estos términos, la
cuestión es si nuestra descripción racional del
mundo
(sin almas) contiene todo lo que yo sé
del mundo o si, por el contrario, hay cosas que yo sé del
mundo
y que no tienen cabida en ella (a saber, que yo no sólo
tengo un
cerebro que puede adoptar diversos estados, sino que pienso,
percibo y
tengo voluntad en un sentido que no cabe en esa
descripción
racional). Un defensor de las almas podría decir que esa
descripción del mundo es como una partitura, que contiene
toda
la información sobre una determinada pieza musical,
excepto que
no contiene la música misma que suena cuando se
interpreta. Todo
lo que pueda decirse sobre esa música se podrá
expresar
formalmente en términos de la partitura, pero eso no
impide que
en la partitura no esté la propia música, de modo
que,
quien conoce la partitura hasta el menor detalle, no por eso
conoce la
música codificada en ella.
En otros términos, lo que hemos concluido es que el
concepto
racional que tengo de mí mismo (el concepto de mi yo
interno) es
idéntico al concepto análogo que puedo tener de
cualquier
otro ser consciente, y el problema de la existencia del alma es
si lo
mismo es válido para el concepto trascendental que tengo
de
mí mismo, es decir, si en los demás seres
conscientes (en
el sentido racional del término) hay también
sujetos
trascendentales, conciencias que son afectadas por percepciones,
pensamientos y voliciones, como trascendentalmente yo sé
que me
sucede a mí.
A este respecto, es obvio que afirmar que cualquiera que no sea yo tiene un alma es hacer metafísica, ya que si hay algo que pueda faltar en la descripción racional del mundo (sin almas) que hemos esbozado, ha de estar relacionado con lo que sé trascendentalmente de mí mismo. El problema racional no es si los seres humanos tienen o no alma, sino únicamente si hay en mí algo más de lo que no tengo ninguna evidencia empírica en ellos o si, por el contrario, no tengo ninguna evidencia de que en mí haya nada que me distinga de los demás. En particular, sería descaradamente dogmático afirmar que un ordenador consciente no tiene alma y un ser humano distinto de mí sí la tiene. Si admitimos que no hay razón para suponer que cuando conectamos un ordenador dotado de un programa suficientemente sofisticado para hacerlo consciente "le aparece" un alma, tampoco tenemos razones para suponer que un ser humano, que no hace ni más ni menos que lo que hace el ordenador, deba tenerla. O bien concluyo que yo soy diferente a todos y me hago solipsista, o bien concluyo que lo que creo ver en mí de más, es en realidad una ilusión debida a algo que veo en mí de menos, como ya hemos visto que sucede en el caso del libre albedrío. Dedicamos la página siguiente a defender la segunda opción.