OTRA
VEZ YO |
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En la página 3 estudiamos el
concepto de
"yo" desde el punto de vista trascendental. Tal y como hemos
observado
en la página anterior, dicho concepto es totalmente
formal, de
modo que, a partir del conocimiento trascendental que tenemos de
nosotros mismos, no podemos deducir nada de forma
legítima sobre
qué somos racionalmente ni, mucho menos,
trascendentemente. En
particular, ahora sabemos que, desde un punto de vista
trascendente, no
sólo la realidad que vemos podría ser el producto
de un
ordenador, sino que incluso nosotros mismos podríamos ser
el
producto de un ordenador. Insistimos en que no decimos esto para
proponer teorías fantasiosas, como quien propone que
existen los
fantasmas, etc., sino únicamente para mostrar que
cualquier
hipotético razonamiento que pretendiera probar que los
fenómenos que experimentamos tienen realidad
trascendente, o que
existen almas, sería necesariamente falaz. Por otra
parte, estas
posibilidades (que el mundo o nosotros mismos seamos producto de
un
ordenador) son estrictamente metafísicas, en el sentido
de que
no tienen ninguna repercusión en nuestro conocimiento
(racional,
científico) del mundo ni de ninguna otra clase. Por ello
sólo sirven para limitar las conclusiones a las que puede
llegar
la crítica de la razón pura que estamos
realizando, no
para ampliar de ningún modo nuestro conocimiento.
A la luz de las conclusiones de la página anterior,
ahora
podemos extraer muchas consecuencias racionales sobre el
concepto
(racional) de mi yo interno. Poco podríamos decir sobre
su uso
en contextos cotidianos sin aburrir al lector con obviedades,
pues
todos sabemos perfectamente qué podemos afirmar y
qué no
sobre uno mismo en el ámbito cotidiano. Sin embargo, nos
encontramos en una situación similar a la que se
encuentran los
científicos que estudian la naturaleza de la materia. No
lo
hacen estudiando piedras, o sillas o cafeteras, sino que usan
aceleradores de partículas para analizar el
comportamiento de
partículas elementales individuales aceleradas hasta
velocidades
cercanas a la velocidad de la luz. Ciertamente, no se trata del
estado
cotidiano de la materia, pero es en esas circunstancias extremas
donde
más se puede aprender sobre su naturaleza.
La teoría de la relatividad nos enseña que si, de
dos
hermanos gemelos, uno de ellos realiza un viaje por el universo
al 90%
de la velocidad de la luz durante veinte años, a su
regreso a la
Tierra su hermano gemelo tendrá casi treinta y seis
años
más que él. Es evidente que nunca un hombre se
pasará veinte años viajando al 90% de la velocidad
de la
luz, pero quien comprenda este hecho tendrá una idea
más
clara de lo que es el tiempo que alguien que no tenga más
que la
vaga idea derivada de su experiencia cotidiana. Del mismo modo,
nosotros vamos a estudiar el concepto de "yo" bajo una
circunstancia
que, como lo de viajar casi a la velocidad de la luz, nunca
será
realizable en la práctica, pero que nos ayudará a
formarnos una idea más clara de lo que somos.
La hipótesis a la que nos referimos es que fuera
técnicamente posible moldear la materia molécula a
molécula, átomo a átomo, hasta disponerla
exactamente como consideráramos oportuno, así como
analizar cualquier estructura material hasta el nivel necesario
para
después poder copiarla. Para lo que nos interesa, no
parece que "hasta el nivel
necesario" requiera
violar los límites de precisión que impone la
mecánica cuántica, por lo que nuestro supuesto
podría ser teóricamente posible, como lo es viajar
al 90%
de la velocidad de la luz.
La posibilidad de disponer de semejante tecnología
abriría muchas puertas, por ejemplo, podríamos
analizar
la estructura atómica de una naranja y guardar toda la
información en un ordenador. Luego, a partir de un poco
de agua,
dióxido de carbono, aire, algo de energía y poco
más, podríamos crear réplicas exactas
(comestibles) de la naranja original. Los naranjos se
volverían
innecesarios. Pero no son éstas las aplicaciones que nos
interesan. Las que vamos a considerar podrían dar lugar a
un
complejo debate ético, pero tampoco estamos interesados
en eso.
Es como si nos dispusiéramos a describir el efecto que
tendría que alguien se tirara de cabeza a un agujero
negro. La
finalidad de dicha discusión no sería otra que
formarnos
una idea clara de qué pasa en un agujero negro, y el
hecho de
que nuestro explorador hipotético moriría
torturado por
una fuerza brutal que le haría preferir mil veces haber
caído en las manos de la Santa Inquisición, no
debe ser
interpretado como que nos gustaría llevar a la
práctica
lo que presentamos como un mero experimento ideal.
La idea básica es que podríamos registrar en un
ordenador la disposición exacta de cada átomo de
un ser
humano, y con esta información podríamos construir
tantas
copias del mismo, tantos clones, (en un sentido de la palabra clon más fuerte que
el
sentido biológico habitual) como quisiéramos. Esto
podría aprovecharse de formas distintas. Una de ellas es
la que
propone la película El
sexto
día, que hemos resumido en la página
9. Supongamos que me muero o decido cambiar de cuerpo
porque el
mío ha sufrido un daño serio (o porque me apetece)
y pido
que me creen un clon a partir de una copia de seguridad
reciente, de
modo que el clon tendrá mi mismo carácter y
recordará todo lo que sé yo, excepto lo sucedido
en las
próximas horas. La pregunta fundamental que surge
aquí es
si el clon seré yo o si, por el contrario, yo
habré
muerto y el clon será otra persona, alguien igual que yo,
pero
otro. Observemos que podemos cambiar de perspectiva: en vez de
plantearnos si el clon seré yo o será otro,
podemos
ponernos en la situación del clon: yo recuerdo
perfectamente mi
infancia, lo que me ha sucedido desde que tenía pocos
años, las experiencias que viví en el colegio, en
la
universidad, los amigos que he conocido, las experiencias que he
compartido con ellos, etc., al igual que recuerdo que hace unos
días decidí clonarme y ayer mismo incineraron mi
cadáver. ¿Soy yo el que vivió todo eso que
recuerdo?
Esto nos lleva al problema de la identidad personal: sin
clonaciones
de por medio, ¿qué quiero decir cuando afirmo que
hoy soy
el mismo que era ayer?
En general, cuando decimos que un objeto es el mismo que era
ayer,
por ejemplo, el bolígrafo que está encima de mi
mesa,
queremos decir que es materialmente el mismo, es decir, que los
átomos que lo forman hoy son los mismos átomos que
lo
formaban ayer. Si alguien hubiera cambiado mi bolígrafo a
mis
espaldas por otro exactamente igual, podría creer que se
trata
del mismo bolígrafo, pero en realidad sería otro
distinto, el mío estaría en otra parte (o en
ninguna, si
hubiera sido destruido). Por otra parte, hay conceptos que no
designan
objetos materiales, sino formas o actividades. Por ejemplo,
decimos que
el Danubio hoy es el mismo río que el Danubio hace un
año, y con ello no pretendemos afirmar que ninguna de las
moléculas de agua que hoy forman la corriente que
llamamos
Danubio estuviera en el mismo lugar el año pasado.
Podría
ser que alguna se repitiera, pero sería un mero azar
irrelevante. El problema es si he de concebirme a mí
mismo como
concibo a mi bolígrafo o como concibo al Danubio.
Si por "yo" entendemos "mi cuerpo", todo está claro, mi
cuerpo es como mi bolígrafo, si construimos otro cuerpo
igual,
entonces es otro igual, pero otro. Ahora bien, ¿sigue
siendo
esto válido si hablamos de mi mente? Este problema no se
plantea
en la vida cotidiana porque en la práctica es imposible
duplicar
cuerpos y mentes: dos cuerpos distintos se diferencian siempre
lo
suficiente en sus cerebros como para que correspondan
inequívocamente a mentes distintas. Del mismo modo que
considerar el comportamiento de los cuerpos a velocidades
grandes nos
obliga a replantearnos nuestra concepción del espacio y
del
tiempo, al plantearnos la posibilidad de duplicar cuerpos (con
sus
correspondientes cerebros), nos vemos obligados a reflexionar
sobre el
concepto que tenemos de nosotros mismos.
Veamos un ejemplo más sofisticado que el del Danubio.
Supongamos que tengo una casita cerca de la playa. Nada del otro
mundo,
es de madera, sin cimientos fuertes. Si viniera una tormenta
medianamente fuerte, se la llevaría por delante. Ahora
bien, me
gusta la construcción y mis gustos son muy volubles,
así
que estoy modificándola constantemente: hoy le
añado una
habitación más que me sirva como garaje,
mañana
derribo un par de paredes y levanto otras, el tejado está
estropeado, así que lo cambio por otro, considero que una
ventana no aprovecha bien la luz, así que la quito y abro
otra
en otra pared de la misma habitación, etc. Supongamos que
al
cabo de diez años mi casita de la playa no se parece en
nada a
la original. Poco ha poco, la he cambiado del todo.
Podría
ocurrir incluso que haya ido sustituyendo todos sus materiales,
hasta
el punto de que no conserve un solo átomo de la casita
original.
Sin embargo, sigo diciendo que es mi casita, la misma,
sólo que
cambiada. Ahora imaginemos que tengo un vecino que tiene una
casita que
hace diez años era exactamente igual que la mía,
sólo que ahora no se parece en nada porque él no
la ha
modificado, pero, después de ver cómo ha quedado
la
mía, decide demoler la suya y construir otra exactamente
igual
que la mía. El resultado es que hace diez años
ambas
casas eran exactamente iguales y ahora también lo son,
pero yo
considero que mi casa es la misma que al principio (y que nunca
ha
dejado de serlo) y, en cambio, mi vecino considera que su
antigua casa
ya no existe, porque no le gustaba y la derribó, mientras
que
ahora disfruta de una casa nueva recién construida. Vemos
así cómo, en algunos casos, el concepto de
identidad
puede difuminarse hasta volverse totalmente subjetivo.
Volviendo a mi clonación, en cierto sentido, la
situación es bien simple: el clon es otra materia con la
misma
forma. Seré yo o no seré yo exclusivamente en
función del alcance que quiera dar al concepto "yo".
Podríamos decir que es un mero problema
lingüístico.
Ahora bien, desde otro ángulo es, literalmente, una
cuestión de vida o muerte, y no deja de ser chocante que
una
cuestión crucial de vida o muerte pueda a la vez ser una
cuestión banal meramente lingüística.
Más
concretamente: si al lector le ofrecieran la clonación
como
alternativa a morir, por ejemplo, de un cáncer (con
garantías de que el clon será una copia perfecta),
¿aceptaría o no aceptaría? Como problema
lingüístico, tiene su enjundia. Insistimos en que no
vale
responder que no por razones éticas. La cuestión
es si
aceptaría suponiendo que el único interés
del
lector fuera sobrevivir al cáncer, aun a costa de ir al
infierno
en otra vida: esté bien o mal, ¿la
clonación burla
a la muerte sí o no?
Consideremos dos hipótesis falsas, pero que podrían ser ciertas sin alterar en nada el concepto que tenemos de nosotros mismos:
Si esto fuera cierto, que podría haberlo sido,
resultaría que cada vez que despierto, me encuentro con
un
cerebro materialmente nuevo que ha estado parado durante unas
horas,
mientras era reconstruido. Es exactamente la misma
situación que
se daría si me durmieran, me clonaran, y destruyeran mi
cuerpo
original. Considerar que en el primer caso soy el mismo y en el
segundo
soy otro es pura palabrería. En suma: si soy la actividad
de mi
cerebro, ¿qué más me da que me cambien los
átomos que realizan esa actividad, siempre y cuando los
nuevos
la hagan exactamente igual que los antiguos?
La identidad personal es un concepto muy laxo, como el concepto
de
"mi casita de la playa" en el ejemplo anterior. Se funda
únicamente en la continuidad, mientras que cualquier
contenido
concreto puede cambiar. El concepto de "yo" es
lógicamente muy
similar al concepto de Real Madrid, tal y como lo
analizábamos
en la página 3. Ahora bien, como
acabamos de observar, la continuidad en la que se funda no es en
absoluto la continuidad material ni la continuidad temporal (en
el
sentido de que no haya interrupciones), sino la continuidad
mental: el
"yo" que se despierta es el mismo que el "yo" que se
durmió
horas antes (aunque la actividad mental se hubiera interrumpido
y la
materia de mi cerebro se hubiera renovado) porque ambos
comparten
recuerdos y carácter. Ni siquiera es necesario que se
dé
una completa identidad: yo puedo despertarme con una idea nueva
que
anoche no tenía, o con una decisión firme que
cambie mi
carácter, pero, en cualquier caso, me identificaré
con el
que era anoche porque tengo lo suficiente en común con
él
como para que mi estado actual pueda entenderse como una
pequeña
modificación de mi estado de anoche, y todo esto sigue
siendo
cierto si comparo un clon con su original.
Podemos llevar más lejos la analogía con las
casas en
la playa: imaginemos que alguien se dedica a alterar mi cerebro
paulatinamente. No altera en nada su materia, sino su estado, de
modo
que hoy me borra (permanentemente) algunos recuerdos,
mañana me
introduce unos pocos recuerdos falsos, unos días
después
modifica mis aficiones literarias, etc. Al cabo de un tiempo
puede
haberme convertido en una persona completamente diferente,
aunque, si
el proceso ha sido suficientemente paulatino, yo (y los que me
rodean)
podrían considerar que sigo siendo el mismo (muy
cambiado, pero
la misma persona). Incluso podría haber llegado al nuevo
estado
de forma natural. (Por ejemplo, si me han insertado un falso
recuerdo
de haber visitado Londres, podría haber incorporado ese
recuerdo
visitando Londres realmente.) Sin embargo, si me produjeran
todas esas
modificaciones de golpe, que me cambiaran todos mis recuerdos,
todos
mis gustos, los rasgos principales de mi carácter, etc.,
bien se
podría decir que soy otra persona completamente distinta,
que
simplemente ocupa el cuerpo que antes ocupaba alguien que ha
muerto.
Un caso más drástico: supongamos que registramos
el
estado cerebral de una persona A, que la matamos y que luego
reproducimos dicho estado mental en el cerebro de otra persona
B. Si
hablamos de cuerpos, tenemos que A ha muerto y B sigue vivo,
pero si
hablamos de mentes, tenemos que B ha muerto y A sigue vivo.
Afirmar que
B es el mismo antes y después de la manipulación
de su
cerebro es totalmente inadmisible, pues, por mucha laxitud que
queramos
conceder a la comparación entre dos estados mentales para
determinar si uno puede considerarse o no una
prolongación del
otro, lo cierto es que ahora los dos estados mentales del cuerpo
de B
no tienen nada en común. Antes de la manipulación,
el
cuerpo de B contenía la mente de B, mientras que
después
ha pasado a contener la mente de A, que es, indudablemente, otra
mente
distinta.
Aunque todo esto debería ser evidente una vez reconocida
la
naturaleza de la conciencia como actividad de un cerebro, es
fácil que el lector no pueda desembarazarse de sus
prejuicios a
la hora de juzgar las situaciones que planteamos, y el hecho de
que la
mayoría de los ejemplos, si no todos, suscitan dudas
éticas, no ayuda a disipar los prejuicios. Vamos a
proponer un
modelo de sociedad que asumiera la posibilidad de intercambiar
mentes y
cuerpos:
Imaginemos que una sociedad tiene la tecnología
necesaria
para ello, es decir, para intercambiar mentes y cuerpos, aunque
no para
generar nuevos cuerpos. Supongamos que todos sus miembros se
ponen de
acuerdo en que cada día un proceso automatizado
intercambiará aleatoriamente las mentes y los cuerpos de
las
personas de la misma edad. Esto sería un grave
impedimento para
quienes pretendieran vivir de su cuerpo (cantantes de
ópera,
modelos, etc.), pero supongamos que hablamos de una sociedad
sencilla,
en la que sólo hay agricultores, ganaderos, maestros,
comerciantes, etc., de modo que cualquier cuerpo puede hacer
cualquier
trabajo. En tal caso, el intercambio de cuerpos obligaría
a
modificar algunas costumbres respecto de las de una sociedad
"normal",
pero en conjunto podría considerarse muy positivo:
Los miembros de esta sociedad podrían considerar injusta
la
forma de vida de sociedades "primitivas" en los que cada cual
tiene que
conformarse con el cuerpo "que Dios le ha dado". Si se les
dijera que
cada vez que se intercambian los cuerpos se están
muriendo, se
echarían a reír, y si se les dijera que lo que
hacen es
inmoral se les pondrían los ojos como platos. Admitiendo
que
tuvieran claro que el proceso de intercambio de cuerpos consiste
"simplemente" en copiar en un cuerpo el estado del cerebro de
otro, la
idea de "alma" les resultaría inconcebible. Tampoco
harían ascos a ninguna de las ventajas adicionales que
los
intercambios permitirían. Por ejemplo, imaginemos que dos
ciudades lejanas viven de esta forma. Si ciertas personas de una
ciudad
quieren viajar a la otra y se ponen de acuerdo con otras tantas
de la
otra ciudad que quieran hacer el viaje opuesto, sólo
tendrían que solicitar que sus mentes sean trasladadas a
cuerpos
de la otra ciudad, y viceversa. La información sobre los
estados
mentales podría trasladarse por teléfono, o un
medio
similar. Confiamos en que este ejemplo haya ayudado al lector a
desprenderse de sus prejuicios.
Si especular sobre lo que sucede al moverse a
velocidades elevadas
nos lleva a comprender la relatividad del espacio y del tiempo,
las
especulaciones que estamos haciendo deberían hacernos
comprender
la relatividad de la muerte. Si la muerte tiene "fama" de
absoluta (los
muertos, muertos están), ello es debido a que es
técnicamente irreversible, pero aquí estamos
viendo que
teóricamente no lo es. Si se dispusiera de los medios
técnicos para "reparar" cuerpos dañados hasta el
punto de
haber muerto, entonces no habría ninguna diferencia
objetiva
entre "despertar" y "resucitar" (incluyendo las variantes de
"resucitar
en el mismo cuerpo" o "resucitar en otro cuerpo"). La
única
diferencia sería que se despertaría
espontáneamente y se resucitaría asistidamente,
pero eso
es una diferencia respecto a la causa del proceso, no respecto a
la
naturaleza del proceso en sí. Por ello podemos decir que
morimos
cada vez que nos dormimos o perdemos el conocimiento por
cualquier
causa y que resucitamos cuando lo recuperamos. En estos
términos,
también podríamos decir que morir no es algo
preocupante
siempre y
cuando tengamos garantías de que alguien
resucitará con
nuestra herencia mental. No cabe duda de que es una forma muy
retorcida
de expresarlo, pero tiene la (mínima) ventaja de que
enfatiza la
ruptura: yo muero / alguien resucita. En tal caso decimos que
ese
alguien soy yo, pero así destacamos que al llamar "yo" a
quien
resucita estamos estableciendo una conexión a priori
entre el
que muere y el que resucita basada únicamente en la
semejanza de
los contenidos mentales.
Probablemente, el lector llevará un rato considerando
una
posibilidad que hasta ahora no hemos tenido en cuenta: la de
resucitar
varias veces al mismo tiempo: ¿qué ocurre si creo
un clon
de mí mismo sin destruir mi cuerpo original?
Podríamos
describir la situación diciendo que, desde mi punto de
vista, no
sucedería nada, pero aparecería otra persona que
creería ser yo. Sin embargo, esta descripción es
inaceptablemente asimétrica. Pensemos que, si a mí
me
mataran, diríamos que esa "otra" persona sería yo.
¿Por qué si no me matan deja de ser yo? Decir que
las dos
seríamos "yo" suena contradictorio y, en cierto sentido,
lo es.
La situación tiene una asimetría que no es
esencial, pero
puede marear, y es que uno de los dos (el clon) despierta,
mientras que
el original no despierta porque nunca se ha dormido (durante el
proceso). Para evitar esta asimetría sin valor,
supongamos que
para leer el estado de mi cerebro es necesario dormirme, de modo
que me
duermo y, cuando despierte, habrá dos "ejemplares" de
mí
mismo, uno en mi cuerpo original y otro en mi copia. Entonces
habrá un "yo" que despertará en mi cuerpo original
y otro
"yo" que despertará en la copia. Visto desde
después de
la clonación, no tiene sentido preguntarse cuál es
el
"yo" auténtico. El hecho de que uno esté dentro
del
cuerpo original no es significativo. (Como ya hemos dicho, si el
original muriera, la copia sería una continuación
legítima del original, luego no puede perder esa
legitimidad
porque el original no muera.) Visto desde antes de la
clonación,
no tiene sentido que me pregunte en qué cuerpo
despertaré. Habrá un "yo" que se dormirá en
mi
cuerpo y despertará en mi cuerpo, y otro "yo" que se
dormirá en mi cuerpo y despertará en otro nuevo,
pero el
"yo" que se duerme será el pasado común de ambas
personas.
Consideremos finalmente la que, tal vez, sea la
situación
más polémica: Supongamos que tengo una enfermedad
que no
es curable quirúrgicamente, y por ello decido crear un
clon de
mi cerebro en el clon de un cuerpo sano. El procedimiento
"estándar" sería clonar el cuerpo, leer el estado
de mi
cerebro, matarme y transferir dicho estado al cerebro del cuerpo
clonado. Según lo que hemos discutido, así
despertaré en el cuerpo sano. Ahora bien, supongamos que
quiero
cerciorarme de que el proceso de clonación ha funcionado
correctamente, así que pido que no me maten tras leer el
estado
de mi cerebro, sino que me despierten y me permitan hablar unos
minutos
con mi clon para comprobar que, ciertamente, conserva mi mente
perfectamente duplicada. Una vez hecha la comprobación,
dejo que
me maten. La única diferencia entre esta opción y
el
protocolo "estándar" es que ahora coexisto unos minutos
con mi
clon. Lo llamativo del caso es que esta vez no muero convencido
de que
voy a resucitar, sino convencido de que ya he resucitado.
¿No es
esto una prueba de que en realidad nunca puedo considerar que
resucito
en un clon?
La respuesta es, naturalmente, que no es una prueba de nada.
Todas
las paradojas aparentes en los ejemplos que estamos considerando
se
derivan de la ilusión psicológica, es decir, de la
creencia de que yo soy una cosa, de modo que para resucitar en
otro
cuerpo esa cosa tiene que pasar de mi cuerpo al otro cuerpo. En
el caso
que consideramos ahora, es obvio que si esa cosa está en
mí, no puede haber pasado a mi clon, pues yo sigo vivo,
pero
todo esto no significa nada porque "esa cosa" no existe. Como ya
hemos
dicho, la única vinculación entre alguien que
muere (sea
porque se duerme o por causas más drásticas) y
alguien
que resucita, es un grado de semejanza que, con un criterio
más
o menos laxo, se considere aceptable como para identificar ambos
sujetos. El solapamiento de unos minutos no hace que se pierda
dicha
semejanza. Obviamente, si coexistiera veinte años con mi
clon,
entonces ya no podría considerarlo un clon mío,
sino un
clon de yo hace veinte años, por lo que no podría
considerar que, si muriera, resucitaría en él.
Pero unos
minutos sí que son tolerables. Es vano tratar de precisar
más: la identidad personal es esencialmente difusa.
Dejamos al lector el sano ejercicio de plantearse ejemplos
análogos a los que hemos considerado aquí, pero
que
tengan como protagonistas, no a seres humanos, sino a
ordenadores
conscientes. Mientras que fabricar seres humanos es muy
fácil y
clonarlos es muy difícil, resulta que fabricar
ordenadores
conscientes es muy difícil y clonarlos es muy
fácil. No
cuesta nada copiar en un disco el estado de un ordenador y
transferirlo
a otro
ordenador para que continúe trabajando justo donde el
otro lo
dejó. El
lector debería constatar que, en términos de
ordenadores,
los casos que
hemos discutido no resultan nada polémicos o chocantes,
lo cual,
combinado con la equivalencia teórica que hemos de
aceptar entre
ordenadores conscientes y seres humanos (según lo
discutido en
la página anterior), debería convencerlo de que
cuanto
hemos argumentado aquí es correcto.
En particular, si uno se pregunta adónde va la
conciencia de
un
ordenador cuando se le borra el disco duro o se desconecta para
siempre, y comprende que la misma respuesta ha de valer para un
ser
humano, llegamos a la conclusión de que si uno muere y
nadie ha
tomado nota de su estado para que le
quede una esperanza de ser reconstruido (que es lo que suele
pasar en
la vida real), entonces ... acta
est
fabula!
Para terminar, no puedo dejar de copiar aquí un pasaje
de la Crítica de la
razón pura.
Lo he dejado para el final para que nadie pueda confundirlo
con un argumento. Las citas nunca son argumentos, sino
más bien
una forma, más o menos efectiva, de ocultar la falta de
argumentos. Ésta pretende ser un homenaje a la
perspicacia de un
hombre que
murió hace más de doscientos años (es una
nota a
pie de página en la dialéctica trascendental, en
el
apartado dedicado a la crítica del tercer paralogismo):
Una esfera elástica que choque con otra en dirección recta, le comunica todo su movimiento y, en consecuencia, todo su estado (considerando solamente las posiciones en el espacio). Suponiendo, por analogía con esos cuerpos, sustancias, de las cuales, una transmitiera a las demás representaciones junto con su conciencia, cabrá concebir toda una serie de ellas, de las cuales la primera comunique todo su estado, junto con su conciencia, a la segunda; ésta, su propio estado, junto con la conciencia de la sustancia anterior, a la tercera, y ésta, asimismo, los estados de todas las anteriores, junto con su propia conciencia y la de éstas. Por lo tanto, la última sustancia tendría conciencia de todos los estados de las sustancias anteriores modificadas, como de los suyos propios, porque éstos, junto con la conciencia, habrían pasado a ella y, no obstante, no habría sido precisamente la misma persona en todos esos estados.