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LA RAZÓN PRÁCTICA Y EL LIBRE ALBEDRÍO

ÍNDICE

En este punto el lector ya debería tener claro en qué consiste (o en qué ha consistido) la crítica de la razón pura de la que hablábamos en la página 2. Hemos visto cómo hay muchos prejuicios sobre la naturaleza del mundo o de la conciencia que pierden su aparente "evidencia" en cuanto se analizan fría y minuciosamente o, en definitiva, racionalmente, y se revelan entonces como meros dogmas, ilusiones o errores. Sin embargo, hasta aquí sólo hemos hecho la mitad del trabajo, ya que, con más precisión, sólo hemos realizado una crítica de la razón pura teórica. Recordemos que, cuando añadimos adjetivos al sustantivo "razón" no pretendemos insinuar que existan diferentes "razones", sino tan sólo diferentes usos de la razón. Así, podemos hablar de razón teórica para referirnos al uso de la razón para determinar qué debemos pensar (sobre el mundo), mientras que la razón práctica es el uso de la razón para determinar qué debemos hacer (en el mundo).

Hasta ahora, siempre que hemos hablado de la razón nos hemos referido a la razón teórica, y hemos visto que podemos distinguir a su vez entre la razón teórica empírica y la razón teórica pura. La primera es el uso de la razón para interpretar los datos que nos proporciona la experiencia y formarnos con ellos una imagen del mundo. Es lo que más comúnmente llamamos ciencia. Por el contrario, la razón pura teórica es el uso de la razón para determinar qué debemos pensar sobre el conocimiento en general, con independencia de los datos concretos que nos proporciona la experiencia, lo cual nos ha llevado al idealismo trascendental. Si un día nos despertáramos en un mundo completamente distinto del que conocemos y alguien nos explicara que hasta ese momento habíamos estado conectados a Matrix, tendríamos que revisar totalmente nuestro conocimiento científico sobre el mundo, pero todo cuanto hemos dicho a priori en las páginas precedentes seguiría siendo válido.

Del mismo modo, podemos distinguir entre la razón práctica empírica y la razón práctica pura. Si la razón teórica empírica se conoce habitualmente como ciencia, la razón práctica empírica se conoce como técnica. Como en el caso de la ciencia, aquí hemos de entender la palabra técnica en el sentido más amplio posible: determinar lo que hay que hacer para viajar a la Luna es técnica, determinar lo que hay que hacer para curar una enfermedad es técnica, y determinar lo que hay que hacer para freír un huevo es también técnica. Es evidente que no hay una frontera nítida entre la razón empírica teórica y la práctica, sino que el conocimiento teórico (empírico) sobre el mundo proporciona simultáneamente un conocimiento práctico: El descubrimiento teórico de que la quimioterapia cura el cáncer es a la vez un descubrimiento práctico, porque nos dice lo que debemos hacer si queremos curar un cáncer.

Por supuesto hemos de entender la técnica como el conocimiento que tenemos sobre lo que debemos hacer para conseguir un determinado fin dentro del marco de la razón: si alguien tiene un cáncer y, a pesar de que su médico le recomienda la quimioterapia, él prefiere buscar su curación rezando fervorosamente a Dios a todas horas, esto no es una técnica médica, sino un dogma irracional, del mismo modo que creer que Dios creó a Adán y Eva no es una teoría científica, sino un dogma irracional.

No hay nada que decir sobre la naturaleza trascendental del uso empírico práctico de la razón que no esté contenido ya en cuanto hemos dicho acerca de su uso teórico. En cambio, el análisis de la razón pura práctica nos enfrenta a unos problemas de naturaleza completamente distinta a los que hemos analizado hasta aquí. Si el uso teórico puro de la razón consiste en determinar qué debemos pensar sobre el mundo en general, no sobre este o aquel aspecto concreto de su naturaleza, el uso práctico puro de la razón consiste en determinar cómo debemos comportarnos en el mundo en general, con independencia de las circunstancias concretas en las que podamos encontrarnos. Si el producto de la razón pura teórica es la teoría del conocimiento, el producto de la razón pura práctica es la ética.

Aquí es conveniente una disquisición lingüística: en cierto sentido, puede decirse que hay muchas teorías del conocimiento, por lo menos, tantas como filósofos: la teoría del conocimiento de Platón es muy distinta de la de Aristóteles, y ambas son muy distintas de la de Wittgenstein, etc. Sin embargo, un ser racional no puede aceptar todas estas teorías en pie de igualdad, sino que necesariamente debe decantarse por una de ellas, como hemos hecho nosotros al presentar el idealismo trascendental como el producto al que necesariamente ha de llegar la razón pura cuando aborda el problema de entender el conocimiento en sí, libre de dogmas preconcebidos. En este sentido, podríamos decir que el idealismo trascendental es la teoría del conocimiento, y que todo lo demás son falsas teorías dogmáticas, del mismo modo en que podemos decir que la ciencia desarrollada por la cultura europea occidental (y luego extendida por el mundo) es la ciencia, y que todo lo demás son falsas teorías dogmáticas. En esta línea, aunque es frecuente hablar de diversas éticas al igual que se habla de diversas teorías del conocimiento o de diversas "ciencias" alternativas, resulta conveniente reservar la palabra ética para referirnos exclusivamente al producto de la razón pura práctica, esto es, a la determinación de cómo debe comportarse un ser racional que no esté dispuesto a caer ni en el escepticismo ni en el dogmatismo.

Del mismo modo que la deducción del idealismo trascendental está íntimamente ligada a la realización de una crítica de la razón pura teórica, la deducción de la ética racional (o, según acabamos de convenir, de la ética, sin más adjetivos) requiere una crítica de la razón pura práctica, que, por una parte, revele el carácter dogmático de la mayoría (si no todas) las doctrinas morales al uso y, por otra, que muestre que, en efecto, la razón pura, libre de dogmas, puede llegar a conclusiones prácticas igual que puede llegar a conclusiones teóricas; en suma, que muestre que realmente existe una ética racional objetiva.

No vamos a exponer aquí esa crítica de la razón práctica, pues requeriría una extensión igual o mayor que la del ensayo sobre la teoría del conocimiento que queremos dar por terminado en esta página, sino que vamos a dar por hecho que, en efecto, existe la ética como producto de la razón pura, con el fin de completar lo dicho en la página 11 sobre el libre albedrío, que, en principio, es un problema teórico, pero que a la vez, según veremos aquí, tiene una vertiente práctica que no podemos dejar de lado sin sesgar con ello las conclusiones teóricas.

De todos modos, antes de volver a la cuestión del libre albedrío, vamos a añadir aquí algunas observaciones más sobre la ética, no con la intención de justificar su existencia (lo cual es imposible sin entrar en la crítica de la razón práctica), sino únicamente para dejar clara la naturaleza de la ética (racional), ya que de lo contrario no podría entenderse la discusión posterior sobre el libre albedrío.

Es útil explotar las analogías que existen entre la ética, la teoría del conocimiento y la ciencia. Por una parte, tal y como hemos explicado, la ética es el análogo práctico de la teoría del conocimiento, en el sentido de que ésta es el producto de la razón pura teórica y aquélla es el producto de la razón pura práctica. Por esto mismo, la ética se distingue de la ciencia en que aquélla es un producto de la razón pura y ésta un producto de la razón empírica. Más concretamente: mientras un físico puede realizar experimentos que determinen si una teoría es correcta o incorrecta, no hay ninguna clase de experiencia que pueda determinar si una determinada acción es correcta (buena) o incorrecta (mala). Por otra parte, esto no significa que la ética esté completamente desvinculada de la experiencia, ya que cualquier análisis ético de una situación necesita considerar las carácterísticas concretas (empíricas) de las personas que intervienen en ella (sus sentimientos, sus deseos, sus necesidades, sus capacidades, etc.). Éste es el motivo por el que Kant consideró más adecuado hablar de una crítica de la razón práctica, sin distinguir entre razón pura o razón empírica.

Si prescindimos de esta diferencia trascendental entre la ética y la ciencia (es decir, del carácter puro de la primera y empírico de la segunda), en el plano psicológico podemos establecer también una analogía provechosa entre ambas: Si un ser racional ve el mundo y se pregunta ¿cómo debo entender esto?, la respuesta es la ciencia, mientras que si se pregunta ¿qué debo hacer ante esto, cómo debo conducir mi vida?, la respuesta es la ética. El método de responder a ambas preguntas (a causa de la diferencia trascendental que hemos señalado) será muy distinto, pero los problemas que surgen son análogos: hay que evitar inventarse dogmáticamente la solución y también negarse escépticamente a encontrarla. Cuando dos personas discuten sobre si es inmoral que una mujer aborte, o que vaya por la calle sin cubrirse la cara con un velo, estamos ante un análogo práctico de una discusión teórica, como si existen los fantasmas, o si rezar ayuda a que un enfermo se cure. (Si en lugar de comparar la ética con la ciencia la comparamos con la teoría del conocimiento, el caso análogo sería el de dos personas discutiendo sobre si podemos asegurar que existe el alma o si conocemos una realidad trascendente.)

El escepticismo práctico afirma que no puede haber ningún criterio objetivo para establecer una distinción entre lo que está bien y lo que está mal, y que la ética no es más que lo que indica su etimología: costumbre. Por ejemplo, un escéptico podría preguntar: ¿alguien se creería capaz de encontrar argumentos que hubieran convencido a Hitler de que el racismo es inmoral? Probablemente no existan tales argumentos, pero ello no implica, como un escéptico podría pretender, que la razón es incapaz de justificar que el racismo es inmoral. Por ejemplo, no sería difícil encontrar en el mundo personas que rezan para lograr la curación de un pariente enfermo a las que sería del todo imposible convencer de que rezar para que alguien se cure es una necedad, y ello no pone en entredicho que la razón nos legitime a afirmar que una oración no tiene ninguna influencia sobre el estado de salud de un enfermo (exceptuando casos de autosugestión). Lo que falla, tanto en el caso de Hitler como en el del devoto, no es la razón en sí misma, sino el uso de razón de los implicados: tanto Hitler como el devoto son irracionales. El uno es irracional en una cuestión pura práctica, lo que lo convierte en un animal de bellota, mientras que el otro es irracional en una cuestión empírica práctica, lo que lo convierte simplemente en un infeliz digno de todo el respeto que puede merecer una persona. La inmoralidad no es sino una de las muchas facetas que puede presentar la irracionalidad.

Una versión más sofisticada del escepticismo práctico consiste en afirmar que los enunciados éticos carecen de significado. Si alguien comete un robo y decimos que eso está mal, que no debería haber robado, estamos hablando de una realidad hipotética inexistente: la ciencia estudia lo que sucede, que en este caso es que alguien ha cometido un robo; en cambio, la ética pretende hablar de lo que debería haber sucedido, que en este caso es que el ladrón debería haberse abstenido de robar; pero "debería" no significa nada. Hablar de lo que debería pasar es hacer ficción, es pintar un hermoso mundo imaginario que no es sino pura fantasía. Decir que el ladrón no debería haber robado es como decir que un enfermo no debería haberse puesto enfermo o que debería haberme tocado la lotería, o que la muerte no debería existir. Es simplemente olvidarse de la realidad y ponerse a hablar de otra cosa.

Ciertamente, así presentada, la ética no parece nada sólida, pero de ahí sólo se deduce que no es ésa la concepción correcta de la ética. Notemos, de hecho, que el concepto de deber no es exclusivo de la razón práctica, sino que tiene sentido también (el mismo sentido, de hecho) en el campo de la razón teórica. Por ejemplo, si un estudiante de matemáticas tiene que resolver la ecuación x + 2 = 7 y, para ello, la transforma en x = 7 + 2, con lo que concluye que la solución es x = 9, su maestro puede decirle que lo ha hecho mal, que debería haber pasado el 2 restando al miembro derecho, de modo que la solución buena es x = 7 - 2 = 5. Con ello, el maestro no está hablando de una realidad imaginaria, sino que está juzgando (teóricamente) la acción de su alumno, y concluyendo que no se ajusta a la razón. La razón exigía pasar el 2 restando y, al no haberlo hecho así, la conducta del alumno ha sido irracional. Mal es sinónimo de irracional, tanto en este contexto teórico como en el contexto de la razón práctica. Cuando decimos que el ladrón no debería haber robado estamos diciendo que ha obrado mal en el mismo sentido en que el alumno ha despejado mal, en el sentido de que ha contradicho a la razón, a la razón práctica en el caso del ladrón, a la razón pura matemática en el caso del alumno. Por poner un ejemplo teórico empírico, podemos decir que un ser racional debe aceptar que el hombre ha surgido como consecuencia de un proceso evolutivo que ha durado millones de años, y "debe" significa aquí que no aceptarlo es irracional, que quien se niega a aceptarlo se autoincluye en el conjunto de los seres irracionales (al menos en este punto en concreto, pues ya hemos señalado alguna vez que una persona puede ser racional para unas cosas e irracional para otras).

Desde la antigua Grecia, los filósofos se han obsesionado con dar una definición de lo que es el bien. Tales de Mileto dijo que el bien es no hacer a los demás lo que uno no desea para sí mismo, y desde ahí han surgido mil alternativas distintas, como definir el bien como lo que es útil para la colectividad, etc. Buscar una definición de "bien", buscar una receta sencilla que pretenda discernir lo que está bien de lo que está mal, es tan absurdo, tan ingenuo, como si un estudiante de matemáticas le preguntara a su maestro en qué consiste resolver bien un problema (un problema arbitrario, no uno en particular). La respuesta es obvia: resolver bien un problema es resolverlo racionalmente, pero, desde luego, esto no ayudará a ningún alumno a aprobar un examen. Para cada tipo concreto de problema matemático, es posible distinguir el método o los métodos válidos para resolverlo (los que están bien) de aquellos que no lo son (los que están mal), pero la distinción la obtendrá la razón al considerar la naturaleza concreta del problema, sin que sea posible indicar a priori cómo se tiene que razonar para establecer tal distinción. Y de aquí no podemos deducir que la lógica matemática sea algo oscuro y variable que se aplica de forma distinta según la situación.

La razón no obtiene la ciencia aplicando a la experiencia una receta predeterminada, y ni siquiera un método predeterminado (el llamado "método científico" no es realmente un método específico, sino más bien unas directrices generales). Cuando apareció el SIDA, los científicos empezaron a abordarlo basándose en su experiencia previa con enfermedades víricas, pero nadie podía decir a priori qué camino iba a llevar hasta técnicas eficaces que permitieran combatirlo. Desde que los matemáticos se interesaron por el Último Teorema de Fermat, fueron probando distintos métodos para abordarlo hasta que al final uno de ellos permitió demostrarlo, y nadie podría haber predicho a priori que la solución vendría de aplicar unas técnicas que, de hecho, eran completamente desconocidas cuando se empezó a abordar el problema. Al tratar de fundamentar la teoría del conocimiento, no hemos aplicado una regla mágica para saber qué afirmaciones son aceptables y cuáles no, sino que nos hemos enfrentado al problema y hemos ido descartando algunas afirmaciones por dogmáticas y otras por escépticas, y nos hemos quedado con las que nos han conducido al idealismo trascendental.

Lo que la razón requiere para tener éxito ante un problema, cualquiera que sea su naturaleza, es un potente método lógico y analítico, no en el sentido de unas reglas específicas de conducta, sino unas directrices generales que le permitan evitar el dogmatismo y el escepticismo. Esto es el método científico para la ciencia, la crítica de la razón pura para la teoría del conocimiento y la crítica de la razón práctica para la ética. En particular, determinar si una conducta está bien o está mal, en algunos casos especialmente complicados, puede ser una tarea más difícil que determinar si la ley de gravitación de Newton está bien o está mal, o si el Último Teorema de Fermat es verdadero o falso, o si hay razones para aceptar la existencia del alma. La única forma de resumir la ética en una fórmula elemental, o en diez mandamientos, es dejar de lado la razón e inventarse un dogma que nos exima de plantearnos si somos o no somos unos animales de bellota como Hitler.

Estas consideraciones (que, como ya hemos dicho, no pueden ni pretenden sustituir a una crítica de la razón práctica) deberían bastar para comprender lo que nos falta decir sobre el problema del libre albedrío. Recordemos que la conexión entre el libre albedrío y la ética es un argumento escéptico: la ética, es decir, el establecer una distinción entre qué está bien y qué está mal, es un sinsentido, ya que es absurdo pedir responsabilidades a alguien que obre mal porque cada cual es un objeto físico que obra de la única forma en que puede obrar según las leyes de la física. Afirmar que un asesino ha hecho mal al matar a su víctima, afirmar que no debería haberlo hecho, es tan ridículo como decir que una cornisa que, al desprenderse, ha matado a un transeúnte, no debería haberse desprendido o que, en su caso, no debería haber caído o, al menos, debería haberse esperado en su caída hasta que pasara el transeúnte. El asesino que mata es un objeto físico que sigue las leyes de la física igual que las sigue la cornisa que se desprende. Del mismo modo que nadie pretende juzgar a una cornisa asesina, o a una fiera asesina, o a un virus asesino, tampoco hay justificación para juzgar a un hombre asesino.

El libre albedrío aparece como un intento de refutar este argumento: las cornisas, las fieras y los virus, no pueden elegir cómo comportarse, mientras que un hombre sí que puede elegir entre obrar bien u obrar mal, y esta libertad, esta posibilidad de elección, es lo que se llama libre albedrío. Ciertamente, este argumento es racionalmente inadmisible. El escéptico tiene razón cuando afirma que un ser humano es un objeto físico cuyo comportamiento está tan determinado por las leyes de la física como lo está el de una cornisa, una fiera o un virus. El motivo por el que puede parecer que no es así es una de las facetas de la ilusión psicológica, ya analizada en la página 11. Ahora bien, esta observación no zanja la cuestión.

Pensemos primero en un análogo teórico de este problema práctico: Imaginemos que proponemos a un estudiante el problema de resolver la ecuación x + 2 = 7. Si el estudiante sabe las suficientes matemáticas, es decir, si tiene la capacidad de abordar racionalmente el problema, podemos estar seguros de que su respuesta será x = 5. Y para llegar a esta conclusión no necesitamos saber nada del funcionamiento interno del cerebro del estudiante. Es verdad que el estudiante es un objeto físico que se comporta según las leyes de la física y que no puede proporcionar al problema más respuesta que la que la física que regula el comportamiento de su cerebro podría, en teoría, predecir que va a obtener; pero esto no impide que además de estar sometido a las leyes de la física, el estudiante pueda estar también capacitado para seguir las leyes de la aritmética y, si esto es así, ya no importa qué procesos fisiológicos particulares tengan lugar en su cerebro, es posible que éstos difieran mucho de un estudiante a otro, pero, sin más que resolver nosotros mismos el problema, podemos estar seguros de que la respuesta que nos dará será precisamente x = 5.

Podemos decir que el estudiante es libre, no en el sentido de que sus respuestas no estén condicionadas por las leyes de la física (que lo están), sino en el sentido de que las leyes de la física no condicionan sus respuestas de una forma arbitraria que sólo puede ser entendida en términos de dichas leyes, sino que lo hacen garantizando que su respuesta será la que la razón exige que sea (en este caso, la razón pura en su uso matemático). En estos términos, y salvando las distancias, podemos decir que una calculadora de bolsillo es libre, ya que si pulsamos en ella las teclas 2 + 3 =, podemos asegurar que en su pantalla aparecerá el número 5 sin necesidad de saber nada sobre la estructura interna de sus circuitos electrónicos y su forma de funcionar. El número 5 aparece en la pantalla como consecuencia de un proceso físico en el que, por supuesto, ninguna ley física es violada, pero la calculadora está configurada de tal modo que en ella la física se somete a la razón, y no al revés.

Más en general, y siempre en el plano de la razón teórica, un ser es racional en la medida en que pueda responder de sus afirmaciones. Si planteamos la ecuación x + 2 = 7 a un alumno que nos da la respuesta x = 5 pero no es capaz de justificar por qué considera que esa es la respuesta correcta y no otra (por ejemplo, porque ha dado una respuesta al azar), entonces (en lo que a este punto en concreto se refiere) el alumno sólo aparenta ser racional, pero no lo es, como se pondría de manifiesto si se le hicieran más preguntas similares.

Un ser absolutamente racional sería un ser capaz de dar cuenta racionalmente de todas sus afirmaciones, lo que en particular implicaría que no se equivocaría nunca. Sin embargo, para que pueda haber algún ser humano al que podamos llamar racional, conviene admitir como tal a cualquiera que, aunque pueda cometer errores, tenga al menos la capacidad de reconocerlos cuando se le muestran, sea al revisar por sí mismo sus argumentos, sea al confrontarlos con los de otras personas, y que luego los enmiende como sea necesario. En este sentido, no todos los seres humanos son racionales. Más precisamente, algunos son racionales al abordar ciertas cuestiones y no lo son al abordar otras. La racionalidad es una cuestión de grado.

El quid de la cuestión es que todo esto vale literalmente en el plano de la razón práctica. Un análogo práctico a una ecuación sencilla como x + 2 = 7, cuya solución es obvia e indiscutible, sería, por ejemplo, el problema de si está bien o mal salir a la calle con una escopeta y matar de un tiro al primer transeúnte que nos encontremos. No vamos a entrar aquí en por qué eso estaría mal, del mismo modo que no hemos entrado en por qué la solución de la ecuación es precisamente x = 5 (no podríamos argumentar gran cosa sin una crítica de la razón práctica), pero tiene completo sentido distinguir entre los seres racionales que comprenden que eso estaría mal y los seres irracionales que no lo comprenden. Del mismo modo que algunos seres humanos tienen la capacidad de ajustar sus juicios a la razón teórica, y así, por ejemplo, resuelven bien las ecuaciones (o, si se equivocan, reconocen sus errores cuando se los hacen notar y tratan de enmendarlos), también hay seres humanos que tienen la capacidad de ajustar sus actos a la razón práctica, y así, por ejemplo, no van por la calle matando a la gente, sino que obran bien (y si, por error, cometen una mala acción, lo reconocen cuando se les hace ver y hacen lo posible por enmendarla).

Volviendo al argumento del escéptico, lo que hemos de concederle es que no podemos considerar racional a un ser por el mero hecho de que sea un ser humano. De hecho, no hay ninguna relación: a priori, podría haber seres racionales que no fueran humanos (extraterrestres, ordenadores) y hay, sin duda, seres humanos que, en mayor o menor grado, no son racionales. Lo que distingue a un ser racional de uno irracional no es su código genético, sino sus afirmaciones (en el caso de la razón teórica) y sus actos (en el caso de la razón práctica). Es racional quien puede responder racionalmente de sus afirmaciones y de sus actos, y es irracional quien no puede.

Si alguien afirma que es malo "porque el mundo lo ha hecho así", y se niega a reconocerse responsable de sus actos, nos encontramos ante un escéptico práctico, y a esta actitud hemos de responder tres cosas:

  1. Es posible que, en su caso concreto sea cierto, es decir, que una persona concreta sea incapaz de actuar racionalmente igual que una persona concreta puede ser incapaz de entender el álgebra elemental. Más aún, si alguien afirma que ése es su caso, entonces su actitud le da automáticamente la razón, con lo cual se está equiparando a una cornisa, a una fiera o a un virus, en el sentido de que, al no reconocer más norma de conducta que las que la física impone al funcionamiento de su cerebro, se está reconociendo de hecho como un mero objeto físico, equiparable, por ejemplo, a un perro; no en el sentido de que merezca exactamente el mismo trato que un perro, pues un hombre nunca merecerá el mismo trato que un perro igual que un perro no merece el mismo trato que un insecto; pero lo cierto es que, con su actitud, hace imposible que los seres racionales se relacionen con él racionalmente, y no les deja más opción que hacerles decidir qué trato es el más adecuado para darle. Así, igual que el trato más adecuado para un perro agresivo es ponerle una correa y un bozal (es imposible convencer al perro de que no debe morder al primero que excite su instinto), el trato más adecuado para un ladrón es meterlo en la cárcel y tratar, en la medida de lo posible, de que comprenda que no puede ganarse la vida a costa del trabajo ajeno. Y si el ladrón no está de acuerdo con ir a la cárcel, da igual. Para llegar a un acuerdo de convivencia mutua que satisfaga a todas las partes es necesario que todas las partes sean racionales (en cuestiones prácticas). Llegar a un acuerdo con un ladrón que no tiene inconveniente en robar si encuentra la ocasión es tan absurdo como llegar a un acuerdo con un perro que no puede evitar su agresividad cuando se da la ocasión. Sólo se podrá llegar a un acuerdo con un ladrón a partir del momento en que haya dejado de ser un ladrón.
  2. Es posible que una persona en concreto sea incapaz, no ya de comportarse racionalmente, sino de llegar a conseguirlo mediante una educación adecuada, pero no podemos afirmar a priori que alguien que obra mal no tenga la capacidad de modificar su conducta para ajustarla a la razón práctica, del mismo modo que alguien que no sabe resolver bien una ecuación puede tener la capacidad de aprender. (Notemos que la analogía se da entre pensar bien y obrar bien, de modo que en el caso práctico no basta con reconocer que robar es malo pero seguir robando igualmente. Lo que decimos es que, al igual que uno puede aprender a resolver bien una ecuación, puede "aprender" a comportarse bien, o, al menos, no podemos descartar a priori que tenga dicha capacidad.)
  3. En cualquier caso, es absolutamente falso que una persona en concreto no pueda someter sus actos a la razón práctica por el hecho de estar innegablemente sometida a las leyes de la física. Más concretamente: yo soy un objeto físico completamente sometido a las leyes de la física, y no es menos innegable que tengo la voluntad de que todos mis pensamientos se ajusten a la razón teórica y todos mis actos se ajusten a la razón práctica. Esto no significa que yo sea perfecto y consiga no cometer jamás ningún error, teórico o práctico, pero sí que puedo afirmar que si cometo un error es siempre debido a que me ha pasado inadvertido o bien a que me he enfrentado a un problema que ha excedido mi capacidad de raciocinio, y que haré lo que pueda para rectificarlo y no volver a cometerlo siempre que llegue a detectarlo. En particular, jamás presentaré como excusa ante un acto mío que "yo soy como soy porque el mundo me ha hecho así y no hay nada que hacer". A lo sumo podré decir: "Yo soy racional (o tengo la vocación de serlo) porque el mundo me ha hecho así, y no tengo intención de dejar de serlo". Nada de esto contradice a lo primero que he dicho, a saber, que estoy completamente determinado por las leyes de la física. Consideraré mi semejante a cualquier ser capaz de suscribir estas palabras y consideraré un objeto al que procuraré tratar de la forma más adecuada según me dicte mi razón a todo ser que no sea capaz de suscribirlo, esto es, a todo ser que no sea capaz de comportarse racionalmente, sea una piedra, sea un perro, sea un ladrón.

El escéptico podrá añadir que una buena persona que se hubiera criado en el ambiente en que lo ha hecho un delincuente habría acabado posiblemente convertida en delincuente, y a eso no podemos responder sino que probablemente es cierto, del mismo modo que una calculadora que sufra un accidente durante el proceso de su fabricación puede mostrar el número 7 cuando se le pulsan las teclas 2 + 3 =. Del mismo modo que una misma "materia prima" puede acabar convertida en una calculadora o en una calculadora irracional, según el proceso de fabricación al que sea sometida, una misma "materia prima" puede acabar convertida en un ser humano racional o en un ser humano irracional. ¿Y qué? Observemos que ahora es el escéptico el que recurre a argumentos contrafácticos. Imaginemos que juntamos en un recipiente ciertas cantidades de agua, carbono, nitrógeno, etc. en las mismas proporciones en que aparecen en un ser humano. Podemos afirmar que si esos átomos hubieran seguido una trayectoria diferente en el universo, ahora podrían estar formando un ser humano, pero eso no es motivo para tratar a ese barullo de elementos químicos como si fuera un ser humano. Del mismo modo, el hecho de que un violador hubiera podido ser un ciudadano modélico si sus padres no lo hubieran tratado como a un gusano, o el hecho de que un ciudadano modélico hubiera podido acabar convertido en violador si hubiera tenido a los padres del violador, no son más que afirmaciones contrafácticas al borde del sinsentido que no pueden llevarnos a tratar a un violador sino de la forma más apropiada en que puede ser tratado un violador (lo que supone, como mínimo, mantenerlo entre rejas mientras sea peligroso) y a tratar a un ciudadano respetable de otro modo sino como cualquier ciudadano respetable merece ser tratado.

Ahora debería estar claro en qué sentido podemos decir que un ser racional tiene libre albedrío. Ciertamente, no en el sentido de que no esté determinado por las leyes de la física, sino en el sentido de que éstas no le impiden ser racional. La única libertad posible es la libertad que proporciona la razón. Todo ser dotado de voluntad, o bien actúa sin criterio alguno, en cuyo caso es esclavo del azar, o bien actúa con un criterio irracional, en cuyo caso es esclavo de la física, o bien actúa con un criterio parcialmente racional, pero dogmático, en cuyo caso es esclavo de sus dogmas, o bien actúa racionalmente, en cuyo caso es libre. No tiene sentido decir que alguien es esclavo de la razón.

Por ejemplo, imaginemos que ponemos a un alumno el problema siguiente: Si un reloj tarda 6 segundos en dar 6 campanadas, ¿cuanto tardará en dar 12 campanadas? El alumno piensa un rato y finalmente afirma que el reloj tardará 13 segundos y 2 décimas. La pregunta obligada entonces es ¿por qué?, y aquí se entiende que no le estamos preguntando qué proceso fisiológico ha tenido lugar en su cerebro para que finalmente haya dado esa respuesta, cosa que el alumno ni siquiera tiene por qué saber. La pregunta es ¿por qué razón es ésa la respuesta? El alumno podría responder algo así como:

Las 6 campanadas determinan 5 intervalos de tiempo, que hemos de suponer iguales. Si el reloj tarda 6 segundos en darlas, cada intervalo durará 6/5 de segundo. Las 12 campanadas las da en un intervalo de tiempo dividido en 11 de estos intervalos de 6/5 de segundo cada uno, luego el tiempo que tardará en dar las 12 campanadas será de 11 x 6/5 = 66/5 = 13'2 segundos.

El hecho de que la respuesta esté expresada con estas palabras concretas, siguiendo exactamente esta línea argumental y no otra equivalente, sólo puede explicarse en términos de la psicología concreta del alumno, pero, más allá de estos hechos accidentales, podemos decir que la respuesta es racional y objetiva, en el sentido de que cualquier otro ser racional que oiga esta respuesta, independientemente de sus hábitos específicos de razonamiento, de su educación, de sus intereses, etc., reconocerá que la respuesta es correcta, así como que, aunque tal vez se hubiera podido razonar de otras formas, el resultado 13'2 segundos es el único racionalmente admisible para el problema. En este sentido, el alumno ha trascendido su ligazón a las leyes de la física, se ha liberado de ellas: sin dejar de obedecerlas, ha conseguido que su respuesta sea la que debía ser, sin que importen las características peculiares de su cerebro.

Pensemos ahora en otro alumno que responda que, obviamente, si el reloj tarda 6 segundos en dar 6 campanadas, tardará 12 segundos en dar 12 campanadas. En el caso anterior, la pregunta ¿por qué el alumno ha respondido 13'2? admitía dos interpretaciones, una psicológica y otra racional. En este último sentido, podíamos decir que el alumno ha respondido 13'2 porque la respuesta es 13'2; pero en el caso del segundo alumno, dado que su respuesta es irracional, ya no tiene sentido plantearse por qué razón ha respondido 12. No hay razón alguna. Salvando las distancias, es como si le planteara el problema a un perro y su respuesta fuera ¡guau! No tiene sentido preguntar por qué razón el perro ha dicho ¡guau! cuando yo le he planteado un problema sobre relojes. Lo que puedo preguntarme, tanto en el caso del alumno como en el del perro, es qué procesos psicológicos han hecho, respectivamente, que, al plantearles el problema, uno haya respondido 12 y el otro haya respondido ¡guau! Obviamente, hay diferencias sustanciales entre el alumno y el perro. La principal es que, si le damos la respuesta correcta al alumno, probablemente reconocerá su error y rectificará, cosa que el perro no puede hacer. Si, por el contrario, el alumno se negara a reconocer su error y se mantuviera en que la respuesta correcta es 12, entonces seguiría habiendo diferencias sustanciales entre él y el perro, pero menores.

Lo mismo es válido para la razón práctica. Pensemos en alguien que agreda a una mujer porque va por la calle sin tapar su cara con un velo, o que despida a un trabajador porque se ha enterado de que es homosexual, o que agreda a un negro por entrar en un bar al que van clientes blancos, etc. Todos éstos son casos prácticos análogos al caso teórico del estudiante que cree que el reloj tardará 12 segundos en dar doce campanadas. Podemos preguntarles por qué actúan así por la curiosidad de ver qué dicen, pero, desde el momento en que sus conductas no tienen justificación racional, en realidad no tiene sentido preguntarse por qué razón actúan como actúan. Lo máximo que podemos hacer es analizar el porqué de sus actos considerándolos, no como personas, sino como objetos físicos sometidos a la física. Así, tal vez la explicación de que un hombre agreda a una mujer por no llevar velo es que ha recibido una educación integrista islámica, mientras que el que despide al homosexual ha recibido una educación integrista católica, y el que agrede al negro simplemente no ha recibido nada que merezca el nombre de educación; pero todo esto no son razones en sentido ético, sino únicamente razones en sentido físico, análogas a la explicación de que si una cornisa ha caído y ha matado a un hombre ha sido en virtud de la gravedad. (Como un ser humano es mucho más complejo que una cornisa, las explicaciones físicas sobre su comportamiento involucran conceptos más sofisticados que las referentes a una cornisa, como "educación", etc., pero no por ello dejan de ser meras explicaciones científicas, físicas.)

Un argumento muy oído que pretende refutar que un ordenador pueda ser realmente inteligente es que un ordenador sólo puede hacer lo que le dicta su programa. Esto es cierto, pero no distingue a un ordenador de un ser humano. Precisamente por el mismo motivo que un ordenador que se limita a seguir unas instrucciones o unos criterios prefijados no es libre, un ser humano que rija su conducta por principios dogmáticos, sean los principios del catolicismo, del islam, o cualesquiera otros (no necesariamente integristas) no es libre, ya que ello lo convierte en un objeto físico (como un ordenador) que se limita a actuar de acuerdo con un programa prefijado. En cambio, si un ordenador es programado para que lleve a cabo los procesos que comúnmente se conocen como razonar, lo que le capacita sacar conclusiones racionales sin apoyarse en dogmas arbitrarios, conclusiones que serán, por tanto, aceptadas como legítimas por cualquier otro ser racional, sea un ordenador o un humano, entonces ese ordenador es libre, en el sentido en que ya hemos explicado, y, probablemente, un ordenador así sería más libre que la mayoría de los seres humanos, ya que éstos siempre están en riesgo de sucumbir ante sus instintos o ante los estratos irracionales de su cerebro.

Del mismo modo, si alguien comprende que una mujer sólo ha de cubrirse con un velo si quiere hacerlo, y que un homosexual tiene derecho a hacer cualquier trabajo que esté cualificado para hacer, y que un negro puede hacer cualquier cosa que pueda hacer un blanco, etc., y obra en consecuencia, podríamos preguntarnos qué proceso psicológico le ha llevado a pensar y obrar así, qué educación ha permitido que llegue a estas conclusiones, etc., pero todo esto tiene un interés secundario. Lo importante es que la razón por la que esta persona piensa y actúa así es porque así es como debe pensar y actuar, de acuerdo con la razón práctica, igual que la razón por la que el alumno responde 13'2 es que ésa es la respuesta correcta.

Observemos que sería falaz pretender presentar la situación como simétrica: quien piensa que los blancos son iguales que los negros lo piensa como efecto de la educación que ha recibido, y quien piensa lo contrario, también. Esto es cierto, y sería toda la verdad en el caso de que alguien hubiera aceptado irracionalmente la igualdad de las razas sin ser capaz de justificar por qué piensa así (como si un alumno dijera que el reloj tardará 13'2 segundos en dar las 12 campanadas porque un compañero le ha dicho la respuesta, aunque no entiende por qué es así), pero si nuestro hombre no se limita a reproducir unos principios asimilados dogmáticamente, sino que realmente entiende que es irracional discriminar a un hombre por su raza, entonces no estamos meramente ante la consecuencia de una educación frente a la consecuencia de otra educación alternativa. A nivel físico sí, pero a nivel racional no, ya que este hombre ha sido educado para razonar, y su postura es, por tanto, el fruto de su capacidad de razonar (que es objetiva) y no de su educación particular (subjetiva).

Los ejemplos que hemos puesto dan pie a muchas cuestiones que sólo pueden analizarse en el marco de una crítica de la razón práctica, pero conviene advertir que no es legítimo deducir de lo dicho aquí que una buena persona merezca menos respeto que otra, digamos, por el hecho de ser católica o musulmana. Hemos afirmado que, a causa de este hecho, tal persona no es libre (al menos en algunas facetas de su conducta), pero la relación entre esto y la dignidad (el derecho a ser respetado) es muy delicada y no es éste el lugar para analizarla. Digamos únicamente como ejemplo que existen solipsistas que piensan que todas las personas con las que tratan no existen (y negarle a alguien la existencia es "más grave" que negarle el libre albedrío) pero esto no es incompatible con que un solipsista considere su deber ético tratar con respeto a dichas personas que para él son ficticias.

Por último, vamos a destacar algo que está implícito en todo cuanto hemos dicho, pero que no está de más poner de relieve: libertad y predictibilidad no son términos contradictorios. Por ejemplo, si el Duendecillo Verde quiere derrotar a Spiderman, lo primero que ha de lograr es que se presente ante él, ya que desconoce que se trata de Peter Parker y, por lo tanto, no sabe dónde encontrarlo. Ahora bien, esto tiene una solución muy simple: sólo tiene que tomar a un puñado de neoyorquinos y amenazar públicamente con matarlos si Spiderman no aparece. Si Spiderman no fuera libre (es decir, si no fuera bueno, si no se rigiera por la razón práctica), no estaría claro que fuera a acudir, ya que podría optar tanto por esconderse cobardemente como por salvar a los neoyorquinos inocentes, para los cuales es la única esperanza. Y no podría saberse cuál sería su decisión final sin analizar a fondo el funcionamiento de su cerebro, tan a fondo que, hoy por hoy, con lo que sabemos del cerebro, sería imposible llevar a cabo tal análisis. Pero el Duendecillo Verde no duda de que Spiderman acudirá, porque sabe que es bueno, que es libre, que no va a dejarse condicionar por su miedo, sino que cumplirá con su deber, con los dictados de la razón práctica. En general, cuanto más buena es una persona, más predecible resulta. Esa bondad ideal, absoluta, que no poseen ni los santos, sino únicamente los superhéroes, esa libertad absoluta, los vuelve absolutamente predecibles, como saben muy bien todos los supervillanos del cine, que tratan de aprovecharse de ello, aunque en vano, ya que el bien siempre acaba triunfando sobre el mal.

Este último ejemplo muestra una vez más cómo la presunta superioridad intelectual del cine europeo frente al norteamericano es insostenible racionalmente. Esperamos que, como mínimo, estas páginas hayan convencido al lector de que el cine verdaderamente profundo, el que invita a reflexiones filosóficas de valía, se hace, salvo raras excepciones, en Hollywood.

La metafísica


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