MIJAÍL BAKUNIN

ESTATISMO Y ANARQUÍA
(Fragmentos)

[...] Una alusión evidente a ese programa se encuentra en el primer Manifiesto de la Asociación Internacional, escrito por Marx en 1864, en las palabras siguientes:

El primer deber de la clase obrera consiste en la conquista del poder político, o, como se ha dicho en el Manifiesto comunista: el primer paso hacia la revolución de los trabajadores debe consistir en la elevación del proletariado al rango de clase dominante. El proletariado debe concentrar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado elevado al rango de clase dominante.

[...] Tuvimos ocasión varias veces de expresar nuestro disgusto profundo hacia las teorías de Lassalle y de Marx, que recomendaban a los trabajadores, si no como el ideal, al menos
como el objetivo principal más próximo, la fundación del Estado popular que, según ellos, no sería más que “el proletariado elevado al rango de clase dominante”. Si el proletariado, se pregunta, se convierte en clase dominante, ¿sobre quién dominaría? Quedará, pues, otro proletariado que será sometido a esa nueva dominación, a ese nuevo Estado. Ése es el caso, por ejemplo, de la masa campesina que, como se sabe, no disfruta de la benevolencia de los marxistas y que, encontrándose en un nivel inferior de cultura, será probablemente gobernada por el proletariado de las ciudades y de las fábricas; o, si consideramos la cuestión desde el punto de vista nacional, los esclavos caerán por esas mismas razones bajo un yugo servil en relación con el proletariado alemán vencedor, semejante al que sufre este último en relación con su burguesía. Donde existe el Estado existe inevitablemente la dominación, por consiguiente la esclavitud; el Estado sin la esclavitud –abierta o enmascarada– es imposible: es la razón por la cual somos enemigos del Estado.

¿Qué significa “el proletariado elevado al rango de clase dominante”? ¿Sería el proletariado entero el que se pondrá a la cabeza del gobierno? Hay aproximadamente unos 40 millones de alemanes. ¿Se imagina uno a todos esos 40 millones miembros del gobierno? El pueblo entero gobernará y no habrá gobernados. Pero entonces no habrá gobierno, no habría Estado; mientras que si hay Estado habrá gobernados, habrá esclavos. Este dilema se resuelve fácilmente en la teoría marxista. Entienden, por gobierno del pueblo, un gobierno de un pequeño número de representantes elegidos por el pueblo. El sufragio universal –el derecho de elección por todo el pueblo de los representantes del pueblo y de los gerentes del Estado–, tal es la última palabra de los marxistas lo mismo que de la minoría dominante, tanto más peligrosa cuanto que aparece como la expresión de la llamada voluntad del pueblo. Así, pues, desde cualquier parte que se examine esta cuestión, se llega siempre al mismo triste resultado, al gobierno de la inmensa mayoría de las masas del pueblo por la minoría privilegiada. Pero esa minoría, nos dicen los marxistas, será compuesta de trabajadores. Sí, de antiguos trabajadores, quizá, pero que en cuanto se conviertan en gobernantes o representantes del pueblo cesarán de ser trabajadores y considerarán el mundo trabajador desde su altura estatista; no representarán ya desde entonces al pueblo, sino a sí mismos y a sus pretensiones de querer gobernar al pueblo. El que quiera dudar de ello no sabe nada de la naturaleza humana. Pero esos elegidos serán convencidos ardientes y además socialistas científicos. Esta palabra “socialistas científicos”, que se encuentra incesantemente en las obras y discursos de los lassallianos y de los marxistas, prueban por sí mismas que el llamado Estado del pueblo no será más que una administración bastante despótica de las masas del pueblo por una aristocracia nueva y muy poco numerosa de los verdaderos y pseudosabios. El pueblo no es sabio, por tanto será enteramente eximido de las preocupaciones gubernamentales y será globalmente incluido en el rebaño administrado. ¡Hermosa liberación!

Los marxistas se dan cuenta de esa contradicción, y reconociendo que un gobierno de sabios –el más pesado, el más ultrajante y el más despreciable del mundo (*)– será, a pesar de todas las formas democráticas, una verdadera dictadura, se consuelan con el pensamiento que esa dictadura será provisoria y corta. Dicen que su sola preocupación y su solo objetivo será educar y elevar al pueblo, tanto desde el punto de vista económico como del político, a un nivel tal que todo gobierno se vuelva pronto superfluo, y el Estado, perdiendo todo su carácter político, es decir, de dominación, se transformará en una organización absolutamente libre de los intereses económicos de las comunas. Tenemos aquí una contradicción flagrante. Si el Estado fuera verdaderamente popular, ¿qué necesidad hay de abolirlo? Y si el gobierno del pueblo es indispensable para la emancipación real del pueblo, ¿cómo es que se atreven a llamarlo popular?

Por nuestra polémica contra ellos les hemos hecho confesar que la libertad o la anarquía, es decir, la organización libre de las masas laboriosas de abajo a arriba, es el objetivo final del desenvolvimiento social y que todo Estado, sin exceptuar su Estado popular, es un yugo que, por una parte, engendra el despotismo y, por la otra, la esclavitud. Dicen que tal dictadura-yugo estatista es un medio transitorio inevitable para poder alcanzar la emancipación integral del pueblo: anarquía o libertad, es el objetivo; Estado o dictadura, es el medio. Así, pues, con el fin de emancipar las masas laboriosas es preciso ante todo subyugarlas. Sobre esa contradicción se ha detenido por el momento nuestra polémica. Ellos afirman que sólo la dictadura –la suya, evidentemente– puede crear la voluntad del pueblo; respondemos que ninguna dictadura puede tener otro objeto que su propia perpetuación y que no es capaz de engendrar y desarrollar en el pueblo que la soporta más que la esclavitud; la libertad no puede ser creada más que por la libertad, es decir, por la rebelión del pueblo y por la organización libre de las masas laboriosas de abajo a arriba.

(*) Nota: Esta afirmación de Bakunin puede parecer chocante, pero Bakunin la había argumentado anteriormente en su ensayo:

Sin hablar de la metafísica en general, de la que no se ocuparon en la época de su boga más brillante sino muy pocas gentes, la ciencia en el sentido más amplio de la palabra, la ciencia seria y que merece tal nombre, no es accesible en la hora actual más que a una minoría insignificante. Así, por ejemplo, entre nosotros en Rusia ¿cuántos pueden contarse como sabios serios en una población de 80 millones? Se podría quizás hablar de un millar de personas que se ocupan de las ciencias, pero apenas se encuentran algunos centenares a quienes se podría considerar como hombres de ciencia serios. Pero si la ciencia debe prescribir las leyes de la vida, habría la gran mayoría de los millones de hombres que tendrán que ser regidos por un centenar o dos de sabios; en el fondo, sería por un número mucho menor, porque no son todas las ciencias las que hacen al hombre capaz de administrar la sociedad, sino más bien la ciencia de las ciencias, el coronamiento de todas las ciencias – la sociología– que presupone, en el caso del feliz sabio, conocimientos serios previos de todas las demás ciencias. ¿Existen muchos sabios de ese género no sólo en Rusia, sino en toda Europa? ¡Tal vez veinte o treinta en total! ¿Y esos veinte o treinta sabios deberán administrar todo un mundo? ¿Se puede imaginar uno un despotismo más absurdo y más abyecto? Es ante todo más que probable que esos treinta sabios se desgarrarán mutuamente y que si se unen, será e expensas de la humanidad entera. Por su esencia misma todo sabio está inclinado hacia toda suerte de perversidad intelectual y moral, y su principal vicio es la exageración de sus conocimientos, de su propio intelecto y el desprecio de todos los que no saben. Dadle la administración en sus manos y se convertirá en el tirano más insoportable, porque el orgullo del sabio es repugnante, ultrajante y es más opresivo que cualquier otro. Ser esclavos de pedantes, ¡qué destino para la humanidad! Dadles plena libertad y comenzarán a hacer sobre la humanidad las mismas experiencias que hacen actualmente en provecho de la ciencia sobre los conejos y los perros. Respetemos a los sabios según sus méritos, pero por la salvación de su inteligencia y de su moralidad, no les demos ningún privilegio social y no les reconozcamos ningún otro derecho que el derecho que todos poseen, el de la libertad de profesar sus convicciones, sus pensamientos y sus conocimientos. No hay que darles ni a ellos ni a nadie el poder, porque al que está investido de un poder se volverá, inevitablemente, por la ley social inmutable, un opresor y un explotador de la sociedad.

Pero se nos dirá: la ciencia no será siempre el patrimonio de un pequeño número; llegará el tiempo en que será accesible a todos. Y bien, estamos lejos de ello y antes de que suene esa hora tendrán que realizarse gran número de trastornos sociales. Y hasta entonces, ¿quién querrá poner su suerte en manos de los sabios, de los sacerdotes de la ciencia? ¿Por qué arrancarla entonces de manos de los sacerdotes cristianos? Nos parece que se engañan profundamente los que imaginan que todos serán igualmente sabios después de la revolución social. La ciencia como ciencia –mañana lo mismo que hoy– será una de las numerosas especialidades sociales con esta sola diferencia, que esa especialidad, accesible hoy a los individuos pertenecientes a las clases privilegiadas solamente, será luego, cuando desaparezcan las distinciones de clase para siempre, accesible a todos los que tengan vocación o deseo de estudiar, pero no a expensas del trabajo común manual que será obligatorio para todos. Un patrimonio común será sólo la instrucción científica general y sobre todo la enseñanza del método científico, el hábito de pensar, es decir, de generalizar los hechos y de deducir conclusiones más o menos correctas. Pero habrá siempre un pequeño número de cerebros enciclopédicos y por consiguiente de sabios sociólogos. ¡Ay de la humanidad si el pensamiento se convirtiese en la fuente y en el único director de la vida, si las ciencias y el estudio se pusieran a la cabeza de la administración social! La vida se desecaría y la sociedad humana se transformaría en un rebaño mudo y servil. La administración de la vida por la ciencia no tendría otro resultado que el embrutecimiento de la humanidad.

Nosotros, revolucionarios-anarquistas, defensores de la educación del pueblo entero, de la emancipación y del desenvolvimiento más vasto de la vida social, y por consiguiente enemigos del Estado y de toda estatización, en oposición a todos los metafísicos, positivistas y a todos los adoradores sabios o profanos de la diosa Ciencia, afirmamos que la vida natural y social precede siempre al pensamiento que no es más que una de sus funciones, pero nunca su resultado; que se desarrolla de su propia profundidad inagotable por una serie de hechos diferentes y no de reflejos abstractos y que estos últimos, producidos siempre por ella, pero no lo contrario, indican sólo, como los postes kilométricos, su dirección y las diferentes fases de su desenvolvimiento propio e independiente.

De acuerdo con esa convicción nosotros no sólo no tenemos la intención o el menor deseo de imponer a nuestro pueblo o a cualquier otro pueblo tal o cual ideal de organización social, leído en los libros o inventado por nosotros mismos, sino que, convencidos de que las masas del pueblo llevan en sí mismas, en sus instintos más o menos desarrollados por la historia, en sus necesidades cotidianas y en sus aspiraciones conscientes o inconscientes, todos los elementos de su organización normal del porvenir, buscamos ese ideal en el seno mismo del pueblo; y como todo poder estatista, todo gobierno debe por su esencia misma y por su situación al margen del pueblo y sobre él, aspirar inevitablemente a subordinarlo a una organización y a fines que le son extraños, nos declaramos enemigos de todo poder gubernamental y estatista, enemigos de toda organización estatista en general y consideramos que el pueblo no podrá ser feliz y libre más que cuando, organizándose de abajo a arriba por medio de asociaciones independientes y absolutamente libres y al margen de toda tutela oficial, pero no al margen de las influencias diferentes e igualmente libres de hombres y de partidos, cree él mismo su propia vida.

Tales son las convicciones de los revolucionarios sociales y por eso se nos llama anarquistas. Nosotros no protestamos contra esa denominación, porque somos realmente enemigos de toda autoridad, porque sabemos que el poder corrompe tanto a los que están investidos de él como a los que están obligados a sometérsele. Bajo su influencia nefasta, los unos se convierten en tiranos vanidosos y codiciosos, en explotadores de la sociedad en provecho de sus propias personas o de su clase, los otros en esclavos. Los idealistas de todo matiz, los metafísicos, los positivistas, los defensores de la hegemonía de la ciencia sobre la vida, los revolucionarios doctrinarios, todos juntos soportan con el mismo ardor, bien que con argumentos diferentes, la idea del Estado y del poder estatista, viendo en ésta y según ellos del todo lógicamente, la única salvación de la sociedad. Del todo lógicamente, porque una vez adoptado el principio fundamental de que el pensamiento precede a la vida, principio absolutamente falso, según nosotros, que la teoría precede a la práctica social, y que por consiguiente la ciencia sociológica debe ser el punto de partida para reorganizaciones y revoluciones sociales, son forzados necesariamente a concluir que, puesto que el pensamiento, la teoría, la ciencia –al menos en la hora actual– constituyen el patrimonio de un pequeño número, y como ese pequeño número debe administrar la vida social, no sólo debe estimular, sino dirigir todos los movimientos nacionales, y al día siguiente de la revolución la nueva organización de la sociedad deberá ser creada, no por medio de la libre unión de abajo a arriba de las asociaciones del pueblo, de las comunas, de los cantones, de las provincias –de acuerdo con las necesidades e instintos del pueblo–, sino exclusivamente por el poder dictatorial de esa minoría sabia que pretende expresar la voluntad del pueblo.

Es sobre la ficción de esa pretendida representación del pueblo y sobre el hecho real de la administración de las masas populares por un puñado insignificante de privilegiados, elegidos o no elegidos por las muchedumbres reunidas en las elecciones y que no saben nunca por qué y por quién votan; sobre esa pretendida expresión abstracta que se imagina ser el pensamiento y la voluntad de todo un pueblo y de la cual el pueblo real y viviente no tiene la menor idea, sobre la que se basan igualmente la teoría estatista y la teoría de la llamada dictadura revolucionaria. La única diferencia que existe entre la dictadura revolucionaria y el estatismo no está más que en la forma exterior. En cuanto al fondo, representan ambos el mismo principio de la administración de la mayoría por la minoría en nombre de la pretendida estupidez de la primera y de la pretendida inteligencia de la última. Son por consiguiente igualmente reaccionarias, pues el resultado de una y de otra es la afirmación directa e infalible de los privilegios políticos y económicos de la minoría dirigente y de la esclavitud política y económica de las masas del pueblo.