Voltaire

DICCIONARIO FILOSÓFICO

Entrada sobre los jesuitas

JESUITAS U ORGULLO. Se ha hablado tanto de los jesuitas que, tras haber ocupado la atención de Europa durante dos siglos, han acabado por hartarla, bien por ser ellos los que escriben, bien porque se ha escrito tanto en pro o contra de esta comunidad singular, en la que justo es reconocer que han descollado y descuellan aún hombres de relevante mérito.

Se les ha reprochado en ingente cantidad de volúmenes la relajación de su moral, no más relajada que la de los capuchinos, y su doctrina relativa a la seguridad de la persona de los reyes, doctrina que, después de todo, está poco distante del puñal de Jacobo Clemente y de la hostia envenenada de que se sirvió el hermano Abel de Montepulciano para despachar al emperador Enrique VII.

No perdió a los jesuitas la gracia versátil, ni la quiebra fraudulenta del reverendo padre La Valette, prefecto de las misiones apostólicas. No se expulsa una orden de Francia, España y las Dos Sicilias porque haya en ella un individuo deshonesto. No perdieron a los jesuitas los desatinos mostrencos de Guyot-Desfontaines, Freron y el padre Marsy, ni las imitaciones griegas y latinas de Anacreonte y Horacio. ¿Qué les perdió, pues? El orgullo.

¿Tenían más orgullo los jesuitas que los demás religiosos? Sí. Estuvieron a punto de mandar una orden reservada de prisión contra un clérigo porque se atrevió a llamarlos frailes. El hermano Broust, el más energúmeno de la Compañía, casi agredió en mi presencia al hijo de Guyot porque le dijo que iría a visitarle en el convento. Es increíble el desprecio con que miraban las universidades donde no estaban ellos, los libros que no escribían y a los sacerdotes que no eran hombres notables, y esto lo he presenciado muchas veces. En su libelo Es hora de hablar se expresan de esta manera: «¿Qué hemos de decir a un magistrado que opina que los jesuitas son orgullosos y es preciso humillarlos?» Eran tan orgullosos que no querían consentir que reprobaran su orgullo.

El origen del pecado de su soberbia data del ahorcamiento del hermano Guignard. Esto es verdad al pie de la letra. Es de advertir que después de la ejecución de dicho jesuita, en la época de Enrique IV, y después de ser desterrados del reino, se les levantó el destierro a condición de que habría siempre en la corte un jesuita que fuera responsable de la conducta de los demás hermanos de su Orden. Coton sirvió de garantía en la corte de Enrique IV, y este buen rey, que no carecía de astucia, creyó ganar la voluntad del papa tomando en rehenes a su confesor.

Desde entonces, cada uno de los hermanos jesuitas se creyó ser solidariamente confesor del rey. Esta función del primer médico del alma de un monarca se tornó en un ministerio en el reinado de Luis XIII, y sobre todo en el de Luis XIV. El hermano Vadble, ayuda de cámara del padre La Chaise, concedía su protección a los obispos de Francia, y el padre Le Tellier gobernaba con mano de hierro a los que se dejaban gobernar. Era imposible que la mayoría de los jesuitas no se hinchasen del viento de esos dos hombres y no fueran tan insolentes como los lacayos del marqués de Louvois. Hubo entre ellos sabios, hombres elocuentes y genios que eran modestos; pero los mediocres, que constituían la gran masa, se contaminaron del orgullo inherente a la mediocridad y al espíritu de clase.

Desde la época del padre Garasse, casi todos sus libros de polémica rezumaban una altivez tan repelente que sublevó contra ellos a toda Europa. Esa altivez descendía con frecuencia hasta la bajeza del más enorme ridículo, y de esta manera encontraron el secreto de ser a la vez objeto de envidia y desprecio. Al ocuparse del célebre Pasquier, abogado general del Tribunal de Cuentas, se expresaban así:

«Pasquier es un estúpido, un pícaro de París, un galante bufón, vendedor de historietas, un bergante, un zafio que erupta y se pede, sospechoso de herejía o hereje, y lo que es peor, un rijoso y villano sátiro, un zoquete en sumo grado.» Más tarde, los jesuitas pulieron su estilo, pero su orgullo, no por menos grosero, fue menos irritante, y todo se perdona menos el orgullo. Por eso los parlamentos del reino, muchos de cuyos miembros habían sido discípulos suyos, aprovecharon la primera ocasión que se les presentó para hundirlos y todo el mundo se regocijó de su caída.

El espíritu del orgullo estaba tan arraigado en ellos que afloraba con ira descarada hasta cuando sabían que la justicia iba a dictar la sentencia de su expulsión. Para convencerse basta leer la citada obra Ya es hora de hablar, publicada en 1762 en Aviñón y que se supone impresa en Amberes. En ella maltratan al ilustre Monclar, fiscal general, que era el oráculo del Parlamento de Provenza y le hablan como el cátedro puede hacerlo a un estudiante perezoso e ignorante, llevando su audacia hasta el extremo de decir que Montclar blasfemó al dar cuenta del instituto de los jesuitas y con todavía más osadía en el Parlamento de Metz, usando un estilo grosero.

Conservan todavía la misma arrogancia después de la humillación que les hicieron sufrir Francia y España al expulsarles. La serpiente cortada a pedazos levantaba todavía cabeza desde el fondo de la ceniza que la cubría. Apareció un miserable apellidado Nonotte que se erigió en crítico de los maestros, y ese hombre nacido para predicar a la chusma hablaba a tontilocas de materias de las que no tenía la mínima noción. Otro insolente de la misma cuerda, apellidado Patouillet, insultaba en los mandamientos de los obispos a la ciudadanía y a los empleados de la casa real, cuyos lacayos no hubieran consentido que un jesuita como ése les hablara.

Una de sus principales vanidades consistía en ingeniárselas para introducirse en las casas de los grandes, cuando éstos estaban ya con un pie en la tumba, como embajadores de Dios que se presentaban para abrirles las puertas del cielo sin pasar por el purgatorio. En el reinado de Luis XIV era de mal tono morirse sin que en este último acto interviniera un jesuita, y el miserable iba en seguida a vanagloriarse entre sus congéneres de haber convertido a un linajudo que sin su protección se hubiera condenado. El moribundo podía decirle: «¿Con qué derecho, excremento de Compañía, te presentas en mi casa cuando me estoy muriendo? ¿Acaso te visité alguna vez en tu celda cuando tuviste la fístula o la gangrena? ¿Acaso Dios te concedió algún derecho sobre mí? ¿He de tener un preceptor a los setenta años? ¿Llevas quizás en tu cinto las llaves del paraíso? Puesto que te atreves a decir que eres embajador de Dios, enséñame tu credencial, y si no la tienes, déjame morir en paz. Ningún benedictino, ningún cartujo, viene a fastidiarme en mis últimos momentos y no erigen un trofeo a su orgullo en el lecho de ningún agonizante; se quedan en su celda. Quédate tú en la tuya, ¿qué tienes que ver conmigo?»

El jesuita inglés Routh sufrió un chasco morrocotudo al intentar apoderarse de los últimos instantes del célebre Montesquieu. Se presentó en casa de éste, según dijo, para restituir a la religión un alma virtuosa como si Montesquieu no conociera la religión mejor que Routh y no pensara con mayor elevación que éste. Le arrojaron del dormitorio del moribundo y a continuación propaló por todo París: «He convertido a ese hombre ilustre, he conseguido que arrojara al fuego sus Cartas persas y el Espíritu de las leyes». Más tarde, imprimió detalladamente la conversión de Montesquieu conseguida por el reverendo padre Routh, en el libro titulado Antifilosófico.

Otra vanidad de los jesuitas consistía en ir de misioneros a las ciudades, como si se tratara de la India o el Japón. Conseguían que, acompañándoles, les siguiera por las calles toda la magistratura. Llevaban una cruz delante de ellos, la plantaban en la plaza pública, desposeían al cura y acababan siendo los dueños de la ciudad. Un jesuita apellidado Aubert fue en misión a Colmar y obligó al fiscal general del consejo soberano a quemar ante él un ejemplar de la obra de Bayle, que le había costado cincuenta escudos; antes que quemar esa obra hubiera preferido quemar al hermano Aubert. Podéis comprender cómo se ensoberbecería ese jesuita, cómo se vanagloriaría luego ante sus compañeros y cómo escribiría al general de su Orden.