Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia

para la vida adolescente

 

                        Justo Serna

 

 

 

Publicado en X. M. Souto (comp.), La didáctica de la geografia i la història en un món globalitzat i divers. Valencia, Universitat de Valencia-L’Ullal, 2001, págs. 20-32.

 

Versión reducida publicada como “Utilidad y perjuicio de la historia para el adolescente",  Cuadernos de Pedagogía,  núm. 298 (2001), pp. 80-84.

 

 

 

“Era un niño público y adopté en público el mito de mi clase y de mi generación: debe aprovecharse el conocimiento adquirido y capitalizar la experiencia, el presente se enriquece con todo el pasado. Eso, en la soledad, distaba de satisfacerme. No podía admitir que recibiese uno el ser del exterior, que éste se conservara por inercia ni que los movimientos del alma fuesen efecto de movimientos anteriores. Nacido de una espera futura, yo saltaba, luminoso, total, y cada instante repetía la ceremonia de mi nacimiento: quería ver en los afectos de mi corazón un crepitar de chispas. ¿Por qué había de enriquecerme el pasado? No me había hecho él; por el contrario, era yo, renaciendo de mis cenizas, quien arrancaba de la nada mi memoria para una creación que se gestaba de continuo”.

                                                                                              Jean-Paul Sartre

 

 

 

1. No sé si a los demás les sucederá lo mismo, pero he de confesar que yo recuerdo muy bien mi adolescencia, incluso mejor que otras etapas más cercanas de mi propia vida. La pubertad es ese momento en que irrumpimos en el mundo, ese momento en que algo torpemente lo amenazamos con la novedad exultante e insobornable de nuestro ser, con una fantasía aún por domar, con una imaginación silvestre que quiere rehacer lo torcido y lo feo y lo engañoso. Pero la adolescencia es también aquella época en que ese mismo mundo nos cercena y nos ahorma, nos restringe, aquella época en la que el principio de realidad nos ahoga. Yo la recuerdo muy bien por la misma razón por la que tantos otros intentan olvidarla tenazmente: por la tristeza, por el estupor, por la desazón, por el acoso real o fantasmagórico que sentía, por el miedo. Aquél era un mundo en el que la tiranía indiscutible y patriarcal ya estaba en crisis sin que nuevos valores hubieran reemplazado a los anteriores.  Mis años mozos fueron los del tardofranquismo, los años de la incertidumbre colectiva y de la desestabilización institucional, los años de la primera crisis energética, cuando la guerra del Yom Kippur hizo subir desorbitadamente el precio de los carburantes, los años en que agonizaba el dictador, en que el régimen practicaba una tolerancia represiva y en que la democracia no acababa de llegar. Como comprenderán, mi desconcierto era notable: no sabía muy bien cómo situarme en un mundo que parecía carecer de rumbo. ¿O era yo mismo quien no adivinaba la dirección?

 

Los años de la adolescencia son los de la contestación a los padres, a la autoridad de los padres; los años del desagrado, del gran rechazo; los años en que uno descubre con claridad la imperfección de lo dado, el desarreglo de la progenie, de la filiación y del contexto. Mientras somos niños, al menos si tenemos una infancia normal, sin demasiados sobresaltos, confiamos en los padres porque de ellos nos vienen los cimientos. Sin embargo, cuando alcanzamos la pubertad, confirmamos una sospecha antigua ante la que habíamos querido estar ciegos: la de que tenemos unos padres muy imperfectos, nada modélicos, la de que nuestros padres carecen de omnipotencia. Frente a esta amarga revelación, todos hemos fantaseado alguna vez –y algunos crecen con esa engañosa convicción-- con la posibilidad de una identidad equivocada, con un error antiguo por el que nos habrían confiado a personas que no eran nuestros auténticos progenitores. Lo corriente es que esta ficción  o patología de la identidad –la novela familiar del neurótico, en palabras de Freud-- sea temporal o incluso excepcional y que pronto abandonemos esta insania; lo normal, en efecto, es que esta fantasía la descartemos de inmediato y, por tanto, que recobremos la cordura admitiendo que, para bien y para mal, ésos son nuestros padres.

 Es entonces cuando negaremos a nuestros progenitores de otro modo: rechazando, incluso rehaciendo su mundo, el mundo que los acogió, el mundo que nos legan y que lo vemos lleno de averías y de desarreglos. Es entonces cuando salimos al exterior y nos proponemos cambiar las cosas, cuando queremos situarnos, sí, pero también modificar todo o parte de lo que hemos recibido. La imperfección de nuestros padres es ahora la cobardía, la mansedumbre con que aceptaron una realidad deshecha o mal hecha. La reparación nos compete a nosotros. Ya que no podemos cambiar a nuestros padres, ya que no podemos modificar la filiación, salgamos a corregir el rumbo desorientado, torcido, del mundo. Pero, claro, inmediatamente descubrimos también que no es tan fácil, que nos faltan informaciones, que desconocemos tantas cosas, que tenemos tanto miedo, que el coraje, la temeridad o el arrojo no nos libran de las amenazas ciertas; descubrimos que son muchos los desarreglos del mundo, que no sabemos por dónde empezar y cuáles son los cosas urgentes que hay que modificar, que son intolerables; pero advertimos también –y éste es uno de los descubrimientos más angustiosos— que estamos solos y que nuestra vida se acabará.

 Tenemos, sí, como decía aquel personaje de Julio Cortázar, una inmortalidad de cincuenta  o sesenta años por vivir y tenemos optimismo, un deseo de humor, de frivolidad; pero la adolescencia es asimismo la época en que más comúnmente se dan los pensamientos de muerte, la certidumbre escandalosa de nuestra propia muerte. Ésa es, entre otras, la razón por la que la adolescencia –afección individual, al fin y al cabo— suele ser tan gregaria y colectiva: es duro descubrirse arrojado al mundo, es duro, muy duro, saberse solo, sin justificación, sin motivo que dé necesidad a nuestra existencia. Los modelos en los que nos reconocíamos y los vínculos que nos ataban –la paternidad que nos creó— los impugnamos, al menos el mundo en el que se asientan, y a cambio buscamos nuevas formas de solidaridad tribal, nuevas formas de gregarismo que nos alivien de la irremediable soledad a la que nos han arrojado. Justamente por eso, el adolescente se vuelve tan arrogante, tan sarcástico, incluso brutal, y a la vez tan mimético, tan colectivista y tan necesitado de confirmación por sus iguales. Es nuestro modo, algo torpe, de desmentir a los padres y de no asumir la angustia de  lo aleatorio, de lo indeterminado.

 

2. En este contexto ¿tienen algún valor la historia y las humanidades? ¿Les sirve de algo a esos púberes y jóvenes que irrumpen con insolencia o con arrogancia contra el mundo de sus mayores? ¿No son el fardo del que ellos pretenden desembarazarse? Si la historia es pasado ya muerto, ¿para qué interesarse por algo antiguo o desaparecido cuando lo que hay delante es una inmortalidad de cincuenta o sesenta años por vivir?, ¿para qué perder el tiempo –nuestro tiempo urgente, precipitado y escaso— leyendo cosas viejas, ya caducas? Creo que hay suficientes y buenas razones para elevarse, para demorarse y no precipitarse, para aceptarse solo, para no sucumbir al mero gregarismo, para aventurarse en el pasado, para leer --un ejercicio individual, resignado y civil, como sostuviera Borges--; creo que hay suficientes y buenos motivos para multiplicar las lecturas de obras históricas, pero también las de los libros de ficción.

 Son varias las razones, pero son sobre todo las mismas para cada una de dichas tareas. La principal de ellas es que gracias a esa labor paciente e inteligente el joven podrá explorarse, indagarse y forjarse, buscar sus propios modelos de excelencia, desmentir las herencias odiosas, rebasar a los padres, aprender cuál fue su mejor y peor legado, el que ellos recibieron y el que él recibe de ellos. Si padres y profesores no sabemos transmitir esto desde que el niño comienza a gatear, a levantarse, temerosos como estamos de ejercer una autoridad que muchos confunden con autoritarismo patriarcal; si no sabemos dictar el camino para que ellos después emprendan el suyo con modelos propios pero ricos, exigentes; si no sabemos frenar el mero colectivismo adolescente, un mecanismo de defensa inmaduro; si no sabemos favorecer el desarrollo individual, solitario y exigente de nuestros jóvenes, los mantendremos ignorantes, irresponsables y los haremos recaer en el infantilismo, en la incultura de la queja.

En nuestra sociedad, el individualismo ha tenido siempre muy mala prensa. Hoy, cuando los obstáculos católicos han sido abatidos o están ya muy debilitados, las formas varias del viejo comunitarismo no han cedido. Así, el individualismo sigue teniendo escaso predicamento y es objeto de censura. Pues bien, pienso –contrariamente a lo que es uso frecuente— que el individualismo es una bendición, y sobre todo en la familia y en la escuela democráticas, aquellas que deben exigir de sus moradores la responsabilidad de arrostrar las consecuencias de sus actos, con penas y gratificaciones incluidas. Es ésa una enseñanza del medio académico, pero es también y sobre todo, una lección extracurricular, una lección de los padres. Gracias al credo individualista de la Ilustración, cada uno de nosotros exige ser tratado como un fin y no como un medio o instrumento, exige ser tratado como alguien libre, libre como Sartre a partir de las condiciones limitadas en las que actuamos; es decir, no consentimos que se nos discrimine en función de las pertenencias que nos han creado ni tampoco podemos invocar el fatalismo ni el contexto circunstancial como causalidad o casualidad de nuestros actos. Gracias al credo individualista enérgicamente transmitido desde niño, el muchacho no renunciará a su amor propio, a su orgullo de ser irrepetible, en beneficio del triste consuelo de abandonarse al dictado del grupo, al gregarismo más irresponsable, a la arrogancia y a la brutalidad de la tribu. Como nos han enseñado Giovanni Levi y otros historiadores que se han ocupado de la juventud, en todas las sociedades históricas que nos son próximas, los adolescentes han sido siempre colectivistas. Pero, como sabemos desde la antropología, esas mismas sociedades se han dado también mecanismos de corrección y de freno, de individualización, de madurez y de lucidez adulta: llegado un momento de su vida, el joven debe pasar por lo que Arnod van Gennep llamaba un rito de paso, un medio de incorporación a la responsabilidad individual.

La sociedad de hoy ha prolongado al adolescente irresponsable. Como establecieron los sociólogos, se deja de ser joven, no cuando las arrugas roturan nuestra piel, sino cuando asumimos cuatro grandes obligaciones que nos expulsan definitivamente de la infancia: la laboral, la habitacional, la matrimonial y la parental. Por múltiples razones económicas, sociales y culturales, esas responsabilidades se demoran: hay jóvenes que no tienen trabajo, pero hay otros que teniéndolo no parecen estar dispuestos a asumir las otras obligaciones. Es por eso por lo que los modos de cumplir con el rito de paso que los lleva a la edad adulta se retrasa y, objetivamente, se retrasa también su maduración, entregándose a la queja del falsamente desvalido o la comodidad muelle del bien nutrido. No pido que expulsemos de casa a nuestros adolescentes, pero sí que pido a los padres –y me incluyo— una actitud coriácea, una enérgica y persistente presión, una firme decisión de obligar a sus hijos a que se enfrenten a su madurez; a que abandonen la inmadurez en la que están instalados. Y si los hijos –a lo que parece, poco dados a la frustración-- se obstinan en la felicidad infantil del gratis total, que sus progenitores acaben con la molicie confortable de casa, que les empujen –eso sí, desde niños— a que sigan su propio camino sin la tutela benevolente de papá. Y ese camino debe ser tanteado, explorado, averiguado a partir de numerosos modelos de conducta fuertes, claros, positivos, modelos que nos llegan de otro tiempo, que deben ser aprendidos desde la primaria y que no se reducen a los caracteres planos de las teleseries.

 Si conozco el pasado y los grandes modelos del pasado, si tengo cultura histórica, si averiguo quiénes fueron los que me precedieron y con quiénes se midieron realmente o con quienes fantasearon, sabré mejor qué clase de individuo soy o aspiro a ser en la sociedad que me toca vivir, qué clase de individuo no quiero ser si otros antes que yo lo fueron. Tener conocimiento del pretérito siempre imperfecto me obliga a asumir mi condición de arrojado al mundo, mi contingencia y mi finitud, mi condición de epígono y mi rebeldía contra la debilidad, la enfermedad y la muerte: me permite elevarme, aunque sea torpemente, del determinismo que me niega. Pero, a la postre, el saber histórico me faculta para no tomarme gravemente, para no ser fatuo ni innecesariamente trágico. Pues bien, de lo que se trata es de que aprenda a encontrar el justo equilibrio entre tolerarme y demandarme, entre la seriedad y el humor. Esa equidistancia se da cuando aprendemos a convivir con la frustración y cuando la ironía nos da fuerzas para aceptarnos. Y si de ironía hablamos, entonces no hay mejor modo de adiestrarse en ella que observando a otros que nos han precedido y que antes que nosotros se propusieron empresas grandiosas o infames, tareas nobles o innobles.

 Hay poderosas y justificadas razones para hacerse con una cultura histórica, que –como veremos— no es exactamente lo mismo que estudiar historia académica; pero estas razones no son tampoco coincidentes con las que normalmente se esgrimen cuando se plantea el debate de las humanidades.  En general, cuando se discute sobre este asunto los polemistas más autorizados suelen ser los políticos, los intelectuales y los historiadores, y aquello sobre lo que hay controversia es acerca del sentido colectivo que la historia puede dar, acerca de la memoria que a todos nos mancomuna, acerca de las pertenencias que me hacen epígono, acerca de las herencias que he recibido y, por tanto, acerca del modelo de doma al que como individuo debo someterme. Aun pareciéndome muy importante –y de este asunto da cuenta, por ejemplo el número 30 de la revista Ayer dedicado al debate de la humanidades con el título de “Historia y sistema educativo”--, no es de eso de lo que aquí hablo. Quiero, por el contrario, subrayar ese otro aspecto más modesto, más individual, menos enfático y menos nacional, pero tal vez más útil para la responsabilidad y para el adolescente, para el adolescente desorientado que fui y que aún recuerdo. Ojalá me entendieran esos jóvenes a los que me refiero. No trato de sermonearles con la identidad nacional y el pasado de la colectividad. Trato, por el contrario, de hacerles ver que la cultura histórica es un hecho que les interesa como individuos, si es que, de verdad, quieren abandonar la infancia, la irresponsabilidad y el descaro de la queja.

 

3 La experiencia de nuestra vida es corta y ese personaje que somos acaba por aburrirnos, por sernos previsible. Por eso es por lo que multiplicamos nuestras relaciones sociales más allá de lo que nos es necesario materialmente: no es que de los demás provengan nuestros medios de subsistencia, sino que es de los demás de quienes esperamos el relato de otras experiencias que alivien el tedio que nuestro personaje o nuestra vida nos provocan. Las historias que nos cuentan cuando somos niños alivian nuestro aburrimiento, nos dan seguridad y nos informan de experiencias vividas por otros. Empleando un esquema de personajes y de acciones que se repiten, los relatos populares son una narración de algo excepcional, de algo que rompe la normalidad previsible de las cosas, de algo que obliga a alguien a comportarse como un héroe para salvar a una princesa que está en peligro y cuya amenaza se vive como intolerable. El cuento de hadas –nos dijo Vladímir Propp— registra siempre la anécdota de un desorden, la violación de lo normal, de lo sabido. Ese relato es precisamente el de alguien que con incertidumbre, con inseguridad pero con coraje, tiene la gallardía de asumir incomodidades, de salir fuera de sí, de marcarse metas y de  aventurarse más allá de lo conocido. El cuento de hadas no es la narración de una rutina –para rutina ya tenemos la vida propia--, sino la evocación de una experiencia extraordinaria. Quien ha padecido todo tipo de penalidades, de amenazas, regresa más sabio, más maduro. Ha visto mundo, ha peleado, su corazón se ha encallecido y su pelo encanece. Tiene ya una piel roturada por las cicatrices de la vida, por los lances a los que ha debido hacer frente. En suma, ha vivido más que sus contemporáneos que decidieron quedarse en la aldea.

           Las ficciones que leemos de mayores o la historia por la que nos interesamos de adultos no tienen un mismo esquema narrativo, pero tengo para mí que suelen y deben cumplir una función similar. Nos proporcionan el relato de otras experiencias con las que contrastar la propia, con las que medir la propia, con las que conjeturar la propia. Si me informo acerca de otras existencias –y los novelistas y los historiadores así me lo permiten— es porque esas vidas imaginadas y reales me sirven para cerciorarme, para aliviar la incertidumbre que como adolescente me inquieta, para evaluar la justeza de mis decisiones, el acierto moral y personal de mis elecciones, y para restar gravedad a lo que me ocurre. Al proceder así, al imaginarme en otras vidas o al averiguar qué hay de nuevo o de viejo en las vidas de quienes me precedieron, evito la angustia más radical de quien no ha salido de su aldea y se ve amenazado por el mundo, pero evito también la melancolía triste y consoladora de quien se conforma sin saber nada. En un ensayo de 1915 titulado Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, Freud describía precisamente la finalidad del relato (de ficción o histórico) para nuestra maduración y crecimiento: ese relato –decía nuestro autor-- tiene la virtud de multiplicar las vidas, de proporcionarnos una "pluralidad de vidas", de darnos un modo de ensanchar nuestra existencia, de dilatarnos.

                       Crecemos y maduramos buscando seguridad, protegiéndonos de las asechanzas y del riesgo. La vida, dice Freud, está llena de renuncias, renuncias que nos permiten olvidar incluso la principal amenaza que nos aflige, y que no es otra que la de nuestra desaparición física, esa fatalidad que descubrimos en la adolescencia. Así, nos alejamos irresponsable y fantasiosamente de la evidencia de la muerte que a todos nos llega, de esa muerte propia que nos parece inimaginable. Pero tantas renuncias ‑‑tanta seguridad e itinerario fijo‑‑ nos empobrecen la existencia, añade Freud; nos convierten de un adolescente potencial, miedoso y corajudo, en un nimio y previsible personaje. Una vida así, una vida en la que hemos reducido o excluido las empresas más peligrosas, llega a limitarnos o, al menos, nos deja con la duda de cómo pudo ser una existencia con riesgo o con otras opciones. Lo bueno de la narración ficticia e histórica que leemos o que contemplamos en la pantalla es que nos presenta la muerte, el peligro, la pérdida, la rutina, lo que no fuimos y lo que no somos, de quienes nos precedieron o de quienes otros fantasearon, el paralelo de nuestro devenir, pero a la vez nos permite distanciarnos y sobrevivir a los personajes con quienes nos identificamos. De la ficción y del relato histórico solemos salir indemnes; de la muerte real, lamentablemente no.  Pero para que éste sea un auténtico acto de conocimiento, para que de verdad nos sea de utilidad y no de perjuicio, es preciso que esos personajes y sus vidas, esos caracteres, los perfiles con que están trazados y los hechos que les conciernen, sean complejos, no meros arquetipos o estereotipos como los de los cuentos de hadas. Tan complejos como somos cada uno de nosotros; tan complejos como cada uno de los adolescentes que luchan por entenderse, por averiguarse, por aclararse en el mundo que deploran, que aceptan o que niegan.

           La hermenéutica, la estética de la recepción, la Reader Response Theory,  por ejemplo, nos han advertido acerca del relleno de espacios vacíos en que consiste la lectura, de cómo los destinatarios colman lo no dicho por el novelista, por el historiador, lo implícito, las elipsis. Pues bien, ese acto creador, reparador, no es sólo un acto de descodificación, es algo más: nos ayuda a crear nuestras vidas y no sólo a llenar la palabra no dicha por el relator. La vida es corta, está amenazada por la muerte y nuestras elecciones nos amputan. Gracias a las historias que leemos nos rellenamos con experiencias vicarias, pero también exploramos las esquinas de nuestra psique --los rincones que ignoramos y que se alumbran con el chorro de luz del relato--, nuestras zonas de sombra, y nos damos territorios que no hemos transitado pero que están potencialmente en nosotros.

           

            4. A partir de esos presupuestos, la lectura no es un mero acto de celebración monumental; no es tampoco simple expresión de actividad anticuaria; menos aún lo sería si se trata de una huida desde un presente que se aborrece. Las lecturas son, por el contrario, medios de vida, de autoanálisis que se añaden a otros instrumentos de conocimiento y de exploración; son instrumentos para la vida, para mejorar la propia vida, no para agostarla o para arruinarla con el peso de los muertos o de los antepasados. Decía Nietzsche que lo mejor del ser humano es la dicha, su vitalidad, su salud, su vigor espiritual. No debemos confundir esa virtud con la ciencia: es presente y es previo al saber, es disfrute sin condiciones y es deleite de los sentidos. Un exceso de historia ahoga, niega nuestra felicidad y nos hipoteca con el fardo de lo heredado. Esa es la consecuencia, por ejemplo, del abuso de  la historia monumental. Algunos de quienes la practican –en especial, los celosos guardianes de la nación, por ejemplo— están dispuestos a arruinar el disfrute del presente a partir de un pasado glorioso que se exhuma para amargar con pertenencias irrevocables nuestra individualidad incondicionada. Pero puede ser igualmente la consecuencia de una historia anticuaria tomada en exceso: esa historia propia de aquellos que veneran lo antiguo y lo habitual para restar novedad, angustia e importancia al hoy. Aunque ese efecto también podría llegar a ser la consecuencia nociva de la historia crítica, la historia de quien sólo se aventura en el pasado justamente porque el presente le oprime y aprovecha esa exploración para censurar, enjuiciar o condenar escapándose de sí mismo.

Necesitamos la historia monumental, la anticuaria y la crítica, decía Nietzsche; necesitamos la celebración de lo grande que nos precedió; necesitamos restar novedad a lo que ya se dio antes o era simplemente antiguo; y necesitamos también evaluar y contrastar a partir del presente. Pero, atención, lo que el adolescente parece requerir también –lo que yo como adolescente que fui parecía necesitar-- es que la historia no aplaste, que no anule la radical individualidad del púber, que no lo haga mero epígono, que no lo haga simple producto de su tiempo y sí alguien que supo luchar contra su tiempo, alguien que supo desmentir las previsiones que sobre él se volcaron a partir de un destino que otros quisieron definir. Frente al epigonismo y frente a la cultura decorativa –decía Nietzsche--, todo individuo consciente de tal –y el adolescente está en trance de poder tomarse a sí mismo en consideración— “ha de organizar el caos que lleva dentro de sí, para llegar a reflexionar sobre sus auténticas necesidades”.

Si ésa es la meta, la historia no será invocación del limo original; no será apelación a la pertenencia irrevocable; no será mansedumbre frente a los antepasados; no será aderezo que oculta lo que adorna; ni será tampoco un modo de sofocar la vida, la exploración, la aventura o el conocimiento. Si ésa es la meta, el conocimiento del pasado –de sus criaturas reales o ficticias-- podrá llegar a ser útil para uno mismo. Las tomaremos como realidades del pasado, cierto; las tomaremos como entes de su tiempo, de su contexto, como expresión de su época. Pero las tomaremos también como esas criaturas que reanudan en cada ocasión y en cada generación la batalla universal y particular de definirse a sí mismas, la batalla de luchar contra la heteronomía y contra el determinismo de su propio tiempo. Ahora precisamente es cuando podremos entender mejor el grito existencial de Sartre que reproducía al principio y que ahora repito: “nacido de una espera futura, yo saltaba, luminoso, total, y cada instante repetía la ceremonia de mi nacimiento: quería ver en los afectos de mi corazón un crepitar de chispas. ¿Por qué había de enriquecerme el pasado? No me había hecho él; por el contrario, era yo, renaciendo de mis cenizas, quien arrancaba de la nada mi memoria para una creación que se gestaba de continuo”. Son éstas palabras cabales e insumisas, las palabras de Sartre, el mismo Sartre que era tan sensible a la historia y al devenir, el mismo Sartre que desplegaba un confiado activismo y una angustia existencial propia de quien se sabe arrojado al mundo y derrotado por el escándalo de la muerte y de la contingencia. Ese Sartre, el mejor de todos ellos, aquel que con tanta porfía se equivocó y se involucró en empresas políticas tan desatinadas, era quien invocaba, sin más, el derecho que le asistía desde niño a organizar mejor el caos que llevaba dentro. 

 

5. Pero, claro, si de Sartre hablamos, en ese caso una palabra clave de su torrente de palabras es la noción de responsabilidad –la misma que antes yo invocaba-- y también aquellas otras que le van asociadas y que es urgente rehabilitar para el adolescente de hoy que, apoltronado y ahíto, corre el riesgo de saciarse con una moral del confort. Hay que rehabilitar el esfuerzo --la beca ganada con esfuerzo, por ejemplo--, el trabajo bien hecho, la excelencia, el buen ejemplo, el humor tranquilo, la ironía tolerante –que no el sarcasmo--, el cultivo de la racionalidad, la lectura como tarea, exaltación y goce, la escritura como autocreación, la libertad incondicionada para oponerse al mal, la conciencia sana que discrimina lo lícito de lo que no lo es.  

 Si ustedes me lo permiten, les diré que estas ideas tan deliciosamente antiguas –a las que antes me refería--  y que están tan presentes en Sartre y en otros moralistas contemporáneos, fueron, son y seguirán siendo fundamentales para la adolescencia. Si lo que los adultos proclaman una y otra vez es que los más jóvenes asuman sus obligaciones; si lo que los adolescentes más les reprochan a sus mayores es el trato aún infantil que se les dispensa, en ese caso la primera de ellas será la obligación que cada uno de nosotros tiene de aprender a tratarse precisamente como adulto. El niño carece de libertad, no puede asumir su responsabilidad porque ésta se aprende poco a poco. ¿Y qué es lo que aprende? Pues el mayor y mejor aprendizaje que se adquiere con los años es a tolerar la frustración, es el descubrimiento de que no hay omnipotencia propia ni de los padres, de que hay otro externo que me limita, que me niega, que me constriñe y que me desmiente. Dejar de ser niño es justamente no abandonarse a la queja que lamenta la desdicha de lo irrevocable, que reprocha a otros lo que a mí me sucede, sino elegir sabiendo que con ello me defino y que esa opción tiene consecuencias para mí y para otros. Eso es la madurez: experiencia, escepticismo, moderación y, al final, unas dosis suficientes de tolerancia, humor e ironía.

 Decía Sartre en El existencialismo es un humanismo que la elección es moral en tanto me crea a mí mismo y configura un horizonte posible bueno para otros. Por eso cuando aprendemos del pasado, de aquellos que efectivamente nos precedieron, lo hacemos evaluando su apuesta en un contexto informativo limitado, la justeza, la irresponsabilidad o la maldad de sus actos. Si averiguo quién fue Hitler, su inmundicia ideológica y lo que emprendió; si averiguo quiénes fueron sus acólitos silenciosos, sus verdugos voluntarios en palabras de Goldhagen; si averiguo qué perversidad trataron de llevar a la práctica con obstinación y meticulosidad, no es para acumular erudición o una cultura de aderezo; es, por el contrario, para evaluar la conducta social, moral y política que entonces como ahora hay implicada en su acción.

 Pero, también, cuando leemos una novela –y los jóvenes han de volver a leer novelas, puesto que es una medicina que debe administrarse principalmente en la adolescencia--; cuando leo una ficción, cuando aprendo de las peripecias de un personaje inventado, la evaluación no es menos urgente, porque de su ilustración hay consecuencias para la vida, modelos de excelencia o de bajeza, metas dignas o indignas. A la pregunta que le formulara Adriano Sofri acerca de qué le aconsejaría a un muchacho que quisiera dedicarse a la historia, Carlo Ginzburg respondió: “Leer novelas, muchísimas novelas. Porque la cosa fundamental en la historia es la imaginación moral, y en las novelas está la posibilidad de multiplicar las vidas, de ser el Príncipe Andrei, de La guerra y la paz, o el asesino de la vieja usurera de Crimen y castigo (...). La imaginación moral –apostillaba-- no tiene nada que ver con la fantasía, que prescinde del objeto y es narcisista (...). Esa imaginación quiere decir, por el contrario, sentir mucho más cerca de ese asesino de la usurera, o a Natacha, o a un ladrón, un sentimiento que es, justamente, lo contrario del narcisismo”.

 Obsérvese que lo que con gran sensatez nos recomienda es hacernos con una cultura histórica y con una imaginación moral. Obsérvese que no es ni la historia académica ni la novela histórica, no es la lectura de especialista ni la recreación fantasiosa. Lo que nos recomienda es evaluar al personaje en su contexto, un contexto siempre material e informativamente limitado, como es el nuestro; lo que nos recomienda es hacer de cada acto un acto de saber, de averiguación. Literalmente, la vida me va en lo que leo, en lo que veo, en lo que escucho, en lo que me cuentan y en lo que acepto. La ficción --como la historia-- no es materia inocua. No hay indiferencia moral en las acciones de aquellos personajes reales o inventados, sino que son interlocutores a los que interrogamos para contrastar qué hicieron ellos y qué podemos hacer nosotros. Esos protagonistas, aunque sean ficticios y fruto de la imaginación de un novelista, son también históricos y verdaderos y universales, al menos en el sentido de que nos sirven para definir un concepto de conducta, para plantearnos los interrogantes que nos inquietan a nosotros y a nuestros antepasados. Cuando aprendemos de ellos, descubrimos también los cursos de acción por los que optaron; averiguamos las consecuencias de sus actos, los aciertos de sus decisiones y los errores en los que incurrieron; y advertimos también la soledad y la escasez informativa con que adoptaron sus decisiones. Todo eso que descubrimos, todo eso que averiguamos, todo eso que advertimos, no tiene, sin embargo, un fácil e inmediato traslado. No podemos, en efecto, aplicar la experiencia de los antiguos sobre la nuestra para así hacernos creer que somos epígonos, consecuencia previsible de un pasado monumental; para así hacernos olvidar el ser que nos constituye y la soledad que nos rodea. No hay alivio en la historia para el joven porque la experiencia de los antepasados no es la experiencia de los contemporáneos.

 

6. Hay una célebre novela, una de las grandes novelas del siglo, que resume muy bien esto último y que, no por casualidad, se titula Retrato del artista adolescente. En ella James Joyce nos habla de un personaje que irrumpe en la vida, que ha de hacer su vida y que, con gran esfuerzo, aspira a distanciarse de la infancia y del mundo que lo aprisiona. Me refiero, por supuesto, a su protagonista Stephen Dedalus. Como el personaje mitológico en el que, en parte, se inspiran su perfil y su destino, también Stephen debe aventurarse, debe huir del laberinto, debe remontar el vuelo con tino, con prudencia; debe, en fin, desprenderse del fardo o de la carga con que pretenden aherrojarlo. “No serviré por más tiempo –dice con orgullo luciferino—a  aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible”.

 Ustedes lo habrán olvidado quizá, pero a poco que hagan un esfuerzo recordarán que hubo un tiempo en que la historia se empleaba para elevar la moral de la tropa –idealmente, la nación en armas--: para dar forma, hondura y antigüedad al espíritu nacional.  No piensen sólo en el tiempo de la afirmación franquista: era también el recurso de las nacionalizaciones decimonónicas, el tóxico que envenenó a las masas en vísperas del 14, la solución que se daba una Europa guerrera que exaltaba el narcisismo de las pequeñas diferencias. La propia Irlanda de Joyce, esa vieja cerda que devora su propia lechigada --en palabras del autor--, exigía su cuota de sangre y de historia. Todas las naciones han demandado a sus súbditos la entrega sublime, el libramiento colectivo. Hoy, felizmente, son cada vez menos los que aún confían en las propiedades del opio comunitario; ya no confiamos en ese veneno, ya no aceptamos convertir la historia en ese veneno sublime.  Para algunos, esto es el síntoma de un desarme espiritual, el contagio de un individualismo rampante, el triunfo de una ética eudemonista.  Ojalá fuera así. Aunque esos aspectos tienen mala prensa –con toda probabilidad, por la índole arraigadamente católica y bélica de nuestra moral pública--, para mí tienen, por el contrario, una vertiente liberadora. Y la tienen para los individuos, a los que ya no se les exige que inmolen su vida breve en el altar de la nación y de la historia para reparar faltas colectivas, deudas pendientes, antiguas batallas perdidas.

 En sintonía con todo lo anterior --con lo que, por ejemplo, dijera Joyce o defendiera Nietzsche o afirmara Sartre--, aquello que hay que pedir a nuestros adolescentes son dos cosas. La primera es que se expresen tan libremente como les sea posible, que no se dejen hipotecar con historias, que no se dejen matar o intoxicar con munición patriótica, que no se sientan obligados a pagar con su propia vida y con su persona las deudas que real o fantasiosamente sus antepasados contrajeron, que salgan “a buscar por millonésima vez –según apostilla Stephen Dedalus-- la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza”. El conocimiento del pasado no puede ser, pues, ni un euforizante patriótico, como sostienen los acérrimos defensores de una historia principalmente monumental; no debe ser administrado como un lenitivo contra la vida, contra las zozobras de la vida joven, según defienden los nostálgicos de una historia anticuaria; pero tampoco puede tener por objeto el escape o la huida, la mera crítica o la legitimación.

 Pero la segunda cosa que hay que pedirles a nuestros adolescentes es que rebasen su natural tendencia al ensimismamiento, que se piensen, en fin, más allá de sí mismos, que salgan del presente y del yo. Simplemente para aceptarse y para saberse situados, en palabras de Sartre. En efecto, lo contrario de aquel uso espúreo del pasado que antes denunciábamos no es vivir en el presentismo ignorante, en la celebración analfabeta de lo que hay, en el arrogante rechazo de lo que nos precede, en la exaltación de la incultura ahistórica, como algunos despistados pretenden. Lo contrario de ese abuso de la historia es otra forma de conocimiento del pasado, aquella que nos permite medirnos, contrastarnos, averiguarnos a partir de lo que hicieron los personajes reales o imaginados que se tomaron en serio la propia vida, aquella que nos permite convertirlos en nuestros interlocutores. Lo contrario de la exaltación nacionalista del pasado y del abuso historicista no es abandonarse indolentemente al hoy: es estar en disposición de analizar bien mi yo, mi presente, ese yo que me inquieta, ese presente que me limita y me interpela, ese hoy que me niega o que me proyecta.

 El tiempo, nos recordaba Norbert Elias, es un concepto de alto nivel de generalización y síntesis, un concepto-baliza, un medio de orientación frente a lo imprevisible.  Sin una noción depurada de su sucesión, los seres humanos  vivirían en un presente angustioso, en un caos de señales vagas e inestables. No nos basta con aprender la forma de su medición: además necesitamos algún modo de aligerar el peso del tiempo y el azar de lo imprevisible, y ese alivio se logra construyendo una cierta narración, elaborando un relato de sí mismo a partir de alguna forma de continuum. El presente sin cultura histórica es desorientación, despilfarro, gasto sin inversión, es el determinismo fatal de lo que se ofrece, angustia y compulsión sin fin, espera de lo dado; en cambio, el yo fundado en un pasado que tomo sin hipotecas, sin deudas antiguas que satisfacer, me sirve para elevarme, para auparme, y es riesgo, alborozo, humor, alivio, responsabilidad, autorrealización. No prometemos nada, sólo, nada más y nada menos, que el placer de la autocreación, el placer –como dijera Erich Fromm— del Man For Himself. Vuelvo a insistir: el placer de la autorrealización.

 Ésa es una meta positiva para los jóvenes, pero es también una tarea difícil que no se adquiere por arte de birlibirloque, sino que es fruto de una entrega común. Principalmente, la de los padres que no abdican, que se esfuerzan día a día, que se ocupan de sus vástagos con estímulo y con dirección, que no los abandonan a la autodeterminación cuando aún no están en disposición de autodeterminarse, los padres que hacen uso desde el principio de una autoridad exigente, enérgica, fuerte e inspirada en valores democráticos, en la buena educación, en la urbanidad y en el civismo. Estos artificios humanos no tienen nada de naturales, son, por el contrario, el resultado milagroso y sutil de un proceso de civilización, de una historia de las costumbres que también debemos conocer.  Estos artificios, en fin, son una brida necesaria, un modo necesario de distanciarnos de la naturaleza, formas culturales e históricas en las que se condensan miles de años, formas eficaces de tratarse y de tratarnos, de comunicarnos y hacernos mutuamente accesibles, maneras de obrar que son un refinamiento, paz social y autoexigencia.

 Esta meta positiva es también la entrega de los profesores, de aquellos profesores que son algo más que instructores, que además de adiestrar quieren inspirar ejemplo y persuasión, que se saben referentes de conducta, de pensamiento y de expresión, que se saben ciudadanos, que ejercen la inteligencia y que emplean la historia y la literatura y la filosofía, no porque lo dicte el currículum, no porque lo exijan los contenidos, no porque lo precisen para sus clases, no porque sea un abalorio con el que engalanarse, sino porque esas disciplinas les alimentan el espíritu, porque les forman integralmente, porque les aúpan y los hacen mejores. Es, en fin, tarea común de aquellos profesores que  no se abandonan a un fatalismo avinagrado, unos profesores de humanidades, por ejemplo, que combinando narración y análisis, buen humor, ironía y seriedad –que no gravedad enfática-, actualidad y pasado, se descubren también creadores de sí mismos, celosos guardianes de una cultura milenaria que va más allá de las obligaciones escolares y mediadores que persuaden, que convencen, que inspiran, que tutelan. La autoestima del docente no puede depender del trato que otros le dispensan (la Administración o la sociedad, los alumnos o sus progenitores), sino del caudal interior, de esa riqueza expresiva, de esa inteligencia analítica y de esa cultura atesorada que él ha cultivado.

 Pero es asimismo tarea especial de los adolescentes, de todos los adolescentes desorientados, que hay y que fuimos, esos púberes que van a dejar de serlo, que no pueden pretender el descubrimiento ignorante del mundo, que no pueden sacudirse arrogantemente el saber, que no pueden pretender el gratis total, que no pueden aspirar a la irresponsabilidad eterna, muelle y necia de aquel que se resiste a ser tratado como adulto, de aquel que se resiste a ser tratado como un ciudadano activo. El ciudadano activo es capaz de ejercer su autonomía, de presentarse en público siendo responsable de sus palabras –de sus pobres o innumerables palabras-- y de sus actos, haciendo valer sus cualidades privadas y sus virtudes cívicas, ejerciendo la morigeración necesaria que requiere la vida colectiva, aceptando el freno y el contrapeso a que nos obligan las libertades de cada uno. El ciudadano activo es aquel que se sabe miembro de una comunidad de disidentes, de individuos irrepetibles, nuevos, no replicantes, cuya custodia depende, sin embargo, de las condiciones del espacio público, de unas instituciones milenarias o centenarias. No digo nada original: actualizo sólo palabras que hago mías, palabras cabales y  republicanas que me vienen, entre otros, de Hanna Arendt; y las hago mías no como profesor de historia, sino como padre de jovencitos que irrumpen; me las apropio, en fin, como el ex adolescente que aún soy.

 

Principales referencias bibliográficas

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