Amarillismo
Justo Serna
Levante-EMV,
10 de noviembre de 2006
En el Viaje al centro de la tierra, Axel, el
sobrino del profesor Lidenbrock, tuvo que sobreponerse a sus aprensiones
subiendo la pavorosa escalera de un campanario de gran altura para poder tomar
lecciones de abismo, para poder asimilar los vértigos. Siempre he pensado que
los jóvenes que se inician en un campo del saber, necesitarían también tomar
lecciones de abismo, adentrarse en la zona de riesgo. Así por ejemplo, igual
que el sobrino de Lidenbrock tuvo que experimentar lo peor del vértigo, también
los jóvenes periodistas deberían leer sobre lo más odioso de su profesión,
aquello que puede empujarlos o lanzarlos precisamente a un abismo de abyección.
En ese sentido, lo mejor que podría recomendarles
ahora es la consulta obligada de un
libro de Pérez Galdós: El crimen de la calle de Fuencarral. Como se
sabe, este delito del Ochocientos fue un caso celebérrimo que excitó a las
masas, que entusiasmó a los reporters, que soliviantó los ánimos de una
sociedad en la que el anonimato emboscado de la gran ciudad facilitaba –o eso
se creía— la infracción, la falta, los latrocinios o los homicidios.
Dice Rafael Reig en el prólogo que ha hecho a la última
edición de estos escritos de Galdós que “la causa de su popularidad fue la
intervención de la prensa y la politización del juicio”, su conversión en
espectáculo público”. Desde hace meses, los españoles asistimos a la conversión
del 11-M en un espectáculo público por parte de cierta prensa. ¿Podemos
aprender algo de Galdós, de lo que dijo
del caso de Fuencarral, para entender lo que ahora nos pasa?
Contrariando los deseos del público y de la prensa, indica
Galdós, del sumario no se infiere que el crimen fuera rebuscado ni sofisticado.
Fue un delito ordinario cuyo móvil era la comisión de un crimen. O, como
apostilla Galdós: “con los elementos que hasta ahora aparecen, con la luz que
las declaraciones verdaderas o falsas arrojan sobre tanta oscuridad,
reconstruimos la realidad del crimen, y éste se nos aparece como uno de los más
vulgares”. ¿Decepcionante? En nuestro tiempo, y desde que se impusiera como
moda cinematográfica el género de espías y psicópatas, parece que todo delito
tiene que tener una autoría oscura, refinada, endiabladamente inteligente.
El público, nos viene a decir Galdós, es sugestionable y
muy frecuentemente se deja llevar por las fantasías más esotéricas o
quiméricas. Por eso, cierta “prensa busca, en primer lugar, emociones con que
saciar la voracidad de sus lectores; procura dar a éstos cada día noticias
estupendas”, inverosímiles. ¿Por qué razón? Porque hay una constante entre las
masas que es “la fascinación popular, ese fenómeno histórico que tanta parte
tiene en las creencias y en los movimientos de la plebe”. Exactísimo.
Alguna prensa suele incurrir en juicios paralelos, como
denuncia Galdós, cuando en realidad “lo que resulta de todo esto es que
conviene andar con mucho pulso en materias tan delicadas”. En efecto, “la
conciencia pública sufre lamentables extravíos”, y así “anticipar una sentencia
cuando carecemos de datos para formularla, y sólo tenemos presunciones vagas de
los hechos comprobados por el sumario es peligroso sistema que podría traer
deplorables consecuencias”. ¿Y cuál es la principal de ellas? “El error en
estas materias no es tan grave cuando se exculpa al criminal como cuando se
condena al inocente”. Hay ejemplos, numerosos ejemplos.
Acostumbrados como estamos a la literatura, incluso a la
baja literatura, corremos el peligro de interpretar lo real de acuerdo con
claves propias del folletín, añade Galdós. Es así que en casos como el del
crimen de la calle Fuencarral se hizo comparecer figuras novelescas, figuras
propias de narraciones “dignas de la fantasía de Ponson de Terrail o de
Montépin”. Es decir, el tipo del avaro con un dineral escondido, enterrado, y
el tipo principal, alguien oscuro e influyente que todo lo dirige con mano
misteriosa. ¿Conspiración?
En fin, podríamos seguir con esta miniatura galdosiana,
pero no les voy a hacer los deberes a los más jóvenes. Que lean a los clásicos
y que tomen de ellos lecciones de amarillismo: lo que no deberían hacer.