Automedicación

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 24 de noviembre de 2006

                

                   

 

Cuando todo nos parece espantoso o cuando el éxito nos arrastra, cuando el ajetreo nos lleva o cuando la inercia tira de nosotros, conviene parar y administrarse un medicamento. ¿Prozac? ¿Más Platón y menos Prozac? No. Yo les sugiero que se automediquen con otro reconstituyente: el tónico de Emil M. Cioran. No es broma, no. Es un remedio para quienes se creen algo o para quienes siempre se ven contrariados: no es panacea, pero sí un  bálsamo frente al exceso. Les leo el prospecto de este preparado.

Cioran fue un filósofo apátrida afincado durante muchos años en París, un escritor que abandonó sus raíces, el rumano... Fue también un polemista que, pese al interés, al humor y al desgarro de sus ideas, sólo tuvo una escasa repercusión en los ambientes culturales de posguerra. Fue asimismo un estilista de la lengua: cultivó la expresión pasional y el retorcimiento elegante. Fue, en fin,  alguien que predicó el hastío de vivir, la derrota que significa abandonar lo potencial, el error que entraña el nacimiento, el vacío existencial, la nostalgia del Paraíso: ese tiempo primigenio en que las palabras y las cosas coincidían, justo cuando Adán y Eva correteaban inocentes y desnudos por aquel edén fresquito. Pero ese hastío de vivir no hizo de Cioran un existencialista angustiado, al modo de los que frecuentaron el París de posguerra, no le hizo predicar la náusea ni tampoco abandonarse a un lenguaje abstruso.

Practicó el sedentarismo residió en hoteles durante mucho tiempo, como un modo de hacer provisional la estancia que es vivir, como una manera de abreviar las raíces. A pesar del hastío metafísico, ensalzó el disfrute de las pequeñas cosas de la existencia sin darles la trascendencia grave y esencial de las que carecían y que otros por gravedad les confieren. No se tomó pomposamente, como un pensador definitivo, y se vio con sarcasmo, con la ternura y la guasa de quien se sabe desvalido. En ese sentido ha de entenderse que Cioran recomendara la visita frecuente al cementerio. La visita al camposanto –decía-- sirve para aplacar el dolor y el desgarro humanos, para restar importancia a las heridas ordinarias y, más aún, para alejar la soberbia, para evitar la jactancia arrogante del éxito de cada día.

Por lo que de él se dice, fue a la vez inmodesto, tortuoso e irreparablemente vitalista. El vitalismo no era incongruencia filosófica, sino una forma de tomar la vida, justamente por saber la posibilidad cierta del suicidio. Tuvo una juventud peligrosa, incluso fascista, explosiva, altanera, casi delirante..., y una madurez descreída, mostrándose cada vez más afín al budismo, a la templanza de quien se distancia del yo hinchado y evidente. Un personaje así merece la pena administrárselo. Cuando se cierne sobre nosotros la amenaza de morir de éxito o cuando el dolor se nos vuelve irreparable, cuando el narcisismo nos desequilibra o cuando el pesimismo nos ciega: en una palabra cuando la omnipotencia infantil regresa para dañarnos, hay que volver a Cioran.

Hay una anécdota de la Roma imperial, una anécdota que recuerdo haber leído a Javier Marías en su Literatura y fantasma, una leyenda, en fin, que resulta enteramente aplicable a Cioran para poder entender la clase de tónico con que el ex rumano nos abastecía. Durante la ceremonia romana en la que se coronaba al nuevo emperador que accedía al trono, la tradición antigua había instituido la costumbre de que el gobernante se hiciera acompañar por un individuo que, justo en el momento de máximo esplendor, tenía por única función repetirle al oído: “Recuerda que eres mortal”. Como ese Pepito Grillo, Cioran también sería para muchos el bufón necesario que precisa el ser humano: este ser engreído y rimbombante que unas veces se juzga rey y otras mendigo, que se ensoberbece o que se hunde al primer fracaso, ese ser insustancial que cree alejarse del sinsentido y de la muerte y que se piensa justificado, necesario. El hombre es mortal y Cioran cumplió con ese destino escandaloso hace más de diez años. Ahora cuando las noticias más trágicas nos aturden o cuando la banalidad nos amenaza, quizá sería bueno leerlo o releerlo. Posología: como escribió numerosos y sutiles aforismos, pueden administrárselo en pequeñas dosis. No se le conocen efectos adversos.