Babas de caracol

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 26 de enero de 2007

 

 

Ustedes lo habrán visto en sus pantallas. Hay un spot en el que un joven esperanzado frota una lámpara maravillosa. Está en un paraje desértico y allí, muy cerca, tiene estacionado su vehículo. El prodigio se cumple y entre los humos preceptivos (o algo así) aparece un genio. No es el compañero de Aladino, no. Es un tipo de mediana edad, con un aspecto saludable, aseado,  y por supuesto no calza babuchas orientales. Se presenta como tal, como Genie, que es su condición y su nombre propio. La actitud que muestra es entre apática y displicente, como la de un profesional ya harto de obrar tantos portentos. ¿Cuál será el deseo que el joven le pida? En la secuencia siguiente vemos a ambos dentro del vehículo, un coche que ahora gobierna el genio. Grita como un poseso. Es un radical libre o algo así. Fantasmón, ebrio de velocidad y de placer, siente que es él, el genio, quien ha visto cumplido su deseo: pilotar ese minúsculo aunque potente y desenfadado auto. Punto y aparte.          

            En otro anuncio televisivo contemplamos un plano general de otro desierto. Por su solitaria carretera, un nuevo vehículo avanza a toda velocidad. Alguien conduce con aplomo, al parecer disfrutando. Como sonido ambiental, el telespectador puede oír una especie de cántico viril, incluso castrense, que se diría entonado por varones recios. No sabemos bien qué puede ser, como tampoco sabemos quién pilota el automóvil (quizá otro genio). Pero eso no importa: lo que de verdad atrae es el perfil del coche y los vozarrones de la banda sonora. De repente descubrimos que no es exactamente un cántico: son unos gritos acompasados que profieren unos mosquitos atléticos, tal vez con muchas isoflavonas, digo..., con mucha testosterona. Los insectos, a quienes imaginamos bronceados, se lo están pasando de muerte: surfean en el parabrisas del vehículo. Fíjense que no mueren aplastados, como ocurre en la vida real: cabalgan las olas, es decir, las corrientes eólicas.

Dentro de unos meses, cuando ambos spots dejen de emitirse, es probable que olvidemos las marcas de ambos autos, los modelos que anunciaban Genie y los mosquitos cantores. Un exceso de ingenio no es exactamente adecuado para la publicidad. Con frecuencia quedamos deslumbrados por sus imágenes aunque no siempre recordemos las mercancías a las que están asociadas. En ese caso, el marketing  sólo cumple a medias su meta: define nuestras percepciones, nuestras concepciones y, por supuesto, nuestras adquisiciones, aunque no siempre con el producto que paga al creativo.

Pero dejemos los vehículos. Si de los coches pasamos a otras carrocerías, en este caso al cuerpo humano, entonces esa confusión aumenta. En nuestro lenguaje cotidiano hemos adoptado vocablos abstrusos que asociamos a determinados ungüentos o alimentos, voces que empleamos con gran liberalidad, aunque no siempre podamos escribirlas correctamente o identificar a qué pertenecen. Una simple muestra bastará: biosferas, radicales libres, isoflavonas de soja, zincpiritione, bífidus activo, L-casei imunitass, Omega 3. Etcétera. Esas palabras --que, al parecer, corresponden a fermentos, a bacterias, a ácidos grasos poliinsaturados y a otras cosas siempre científicas y microscópicas-- tienen un gran prestigio entre los consumidores. Son el lenguaje del bienestar material y son el léxico de un sueño: demorar la decrepitud. La publicidad desde luego no es reflejo de lo realmente existente, pero sí es compendio de nuestras ambiciones, un indicador muy fiel de nuestros cambios de humor y expectativa. Al paso que vamos (a toda paleta, ya ven), nos gustará ser como los tipos de la lámpara o del parabrisas: sentir todo el placer de la velocidad, según le ocurre al genio saludable; o surfear de por vida divirtiéndonos hasta morir, según hacen los mosquitos atléticos. No sé: me encanta la publicidad, pero en ocasiones debo apartar la vista de la pantalla para regresar al mundo real, para abandonar esas tentaciones.

Y hablando de abandonar..., me perdonarán que ahora les deje. Debo averiguar cuáles son las propiedades de las babas de caracol, que he visto en la Teletienda. Dan un poco de grima, pero es cuestión de habituarse. A lo que me cuentan, las proteínas globulares de babas de caracol sirven para reparar la carrocería superferolítica de este molusco. Y yo, aunque no soy un gasterópodo, ya voy necesitando reparar mis estrías.