Publicado
en Claves de razón práctica, núm. 120 (2002), págs. 58-62.
LA
TELEVISIÓN Y EL MAL
El caso de Pierre Bourdieu
Justo
Serna
Pierre Bourdieu, Sobre la televisión. Barcelona, Anagrama,
1997.
"La
sociología es una teoría que puede ofrecer el mayor número
de métodos y el menor número de resultados"
Henri Poincaré
"La letra impresa y la
imágenes eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse
est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de
nuestro singular concepto del mundo.
Jorge Luis Borges
La televisión y sus descontentos
Pierre Bourdieu es un distinguido
sociólogo, un célebre estudioso al que el
lector reconoce por la variedad y la calidad de sus ensayos. Bourdieu es
alguien cuyo prestigio internacional se debe en parte a la posición alcanzada,
a la posición parisina y académica que ha sellado una carrera profesional. En
principio, este hecho no es extraño y se repite entre los maîtres à penser que Francia exporta desde
antiguo. Ahora bien, ese dato es distintivo y relevante si tenemos en cuenta el
origen provinciano, excéntrico, en suma, de un joven que debió conquistar
París, que tenía un marcado acento rural, aldeano, y que se llamaba Pierre
Bourdieu. Tanto es así que ese éxito
podemos tomarlo como un especie de compensación por el maltrato que París le
infligió, por el maltrato que se le dispensó al acceder a la École Normale
Supérieure, según él mismo revela a Loïc J.D. Wacquant. Este suceso intelectual
ha sido tan grande que para muchos de sus lectores y seguidores, decir
sociología francesa y decir Bourdieu es una y la misma cosa. Para éstos, para
sus deudos intelectuales, una amplísima bibliografía lo respalda, una gran
variedad de objetos (la familia, el sistema educativo, el arte, etcétera) lo
confirma, un léxico característico, con
acepciones propias, que se extiende y que aplica a diversos dominios, lo
identifica, y, en fin, una contribución original, que atraviesa corrientes sin
que pueda tomarse la suya como exclusivamente deudora de una u otra, lo reafirma.
De él puede decirse que trata lo
fundamental, que aborda las cuestiones básicas de nuestro tiempo y que, en sus
textos más felices, llega a
concepciones perspicaces y convincentes. Por los temas que aborda, pero, sobre todo, por el lenguaje artificial
con que los enfrenta y por la índole académica de sus libros, los análisis que
emprende no suelen sobrepasar las barreras de un público culto o universitario.
Sin embargo, hay al menos una excepción:
la última de sus obras publicada en castellano ha roto ese límite y, de
hecho, en su versión francesa logró auparse hasta la lista de los best
sellers. Lleva por título Sobre la televisión. Tal vez el objeto o,
mejor, el tono crítico con que lo trata justifiquen ese éxito. Pero, mejor aún,
muy probablemente ese suceso comercial se deba al efecto multiplicador del
propio medio: al fin y al cabo, las páginas de esa obra fueron concebidas y
dictadas originariamente como una intervencion oral ante las cámaras de la
televisión; y eso, que siempre es un espléndida publicidad que predispone a su
favor, hace de este caso una mercadería autorreferencial. Pues bien, si nos
atenemos a su contenido y al producto finalmente resultante, ese libro es
enfático, fallido. Recientemente, y como respuesta a una pregunta hecha por una
revista mensual, Félix de Azúa sugería
el volumen de Bourdieu como el libro menos acertado de la temporada cultural.
No sé si yo mismo sostendría un juicio tan expeditivo, tan tajante, a la hora
de establecer el primer premio de un ránking de desatinos. Ahora bien, de lo
que sí estoy seguro es del profundo disgusto que Sobre la televisión me
ha provocado. En mi opinión, hay en él un tratamiento desenfocado del objeto;
hay, además, un lenguaje inadecuado; y, hay, en fin, unas intromisiones
autoriales muy fastidiosas, intromisiones hechas en nombre de propósitos
críticos y emancipatorios y que sólo parecen revelar arrogancia
académica.
¿Quién es su autor? ¿Cuál es el
objeto que aborda? ¿A qué género pertenece ese volumen? Pese a lo que pueda parecer, ninguna de las
respuestas posibles a esos interrogantes es evidente y esa falta de obviedad
frustra el resumen, dificulta el análisis o, mejor aún, nos incomoda justamente
hasta el punto de interpelarnos. Aventuremos, no obstante, una primera
respuesta general e inmediatamente aceptable, una respuesta que sería resultado
de la mera descripción: Pierre Bourdieu es uno de los sociólogos franceses más
afamados y de obra más extensa y reconocida; el libro que comentamos tendría
por tema la televisión, la influencia social de la televisión y la extensión de
su dominio; y, en fin, este volumen en concreto sería uno más de los estudios
sociológicos a los que nos tendría acostumbrados el analista académico. ¿Es
ciertamente así? Creo que no podemos darnos por satisfechos y, más aún, rotular
así la obra es engañoso, es liquidar expeditivamente su peculiaridad.
Conjeturemos, pues, otra descripción que explique mejor la índole del
volumen y que fundamente la razón por la cual no aceptamos esa primera
descripción de datos supuestamente evidentes.
¿Quién es el Pierre Bourdieu que
firma? ¿Es el sociólogo al que todos identificamos como autor de volúmenes
diversos? ¿Es el mismo o, por el contrario, hay algo de impostura en esa
inmediata identificación? La evidencia nos hace decir que sí, pero, en mi
opinión, esa respuesta es perezosa. Un autor al que llamamos Pierre Bourdieu es
sólo un nombre que sirve de rótulo a obras diversas. Hay, en efecto, numerosos
Pierres Bourdieus y sólo una "ilusión biográfica", por decirlo con
sus propias palabras (¿sus?, ¿de quién?) contenidas en Razones prácticas,
nos hace aceptar una misma identidad estable y coherente para productos que son
diferentes, con metas variadas y elaborados en épocas distintas. Por tanto, si
aceptamos aquello que alguna vez dijo uno de esos autores que adopta el nombre
de Pierre Bourdieu a propósito de la ilusión biográfica, deberíamos
preguntarnos quién es este Pierre Bourdieu autor de Sur la télévision.
Si aclaramos este punto, revelaremos la peculiaridad de este libro y la
incomodidad irritante a la que hacía alusión. Según puede leerse, aquel que es
el sujeto de la enunciación es alguien que imparte lecciones en el Collège de
France y que ahora (¿ahora?) rebasa "los límites de la audiencia normal de
un curso" de dicha institución, y los rebasa porque tales lecciones
son ahora (¿ahora?) dos conferencias
retransmitidas por televisión. Dicho en otros términos, el orador es alguien
que emplea un medio, la televisión, para hablar justamente de la misma. Y, en
efecto, es así, el libro impreso, al menos el libro español, que recoge ambas
lecciones seguidas por otros textos de complemento y de apoyo, tiene un evidente tono oral que incluye
frecuentes referencias espacio-temporales
reveladoras del acto mismo de la enunciación. Ahora bien, esas conferencias no
fueron dictadas de cualquier manera o de acuerdo con lo que parece ser la
práctica compositiva habitual del medio (intervenciones breves, muy breves, con
ilustraciones que acompañen y aligeren la exposición), sino que, por contra, se
pronunciaron de otro modo: particularmente, haciendo uso de un discurso
"argumentativo y demostrativo".
Si efectivamente fue ése el tono,
la exposición habría sido canónicamente
académica, es decir, habría reproducido para un medio distinto y en un soporte
diverso una enunciación inhabitual, habría sido probablemente la exposición de
un sociólogo dictando una lección al modo característico. Sin embargo, y según
admitía el propio conferenciante, el
discurso no dependía tanto o sólo del medio como del público al que se dirigía,
del destinatario que perseguía. Es por eso que tuvo que esforzarse para
expresarse "de forma que pudiera
ser entendido por todos", sacrificio que le obligó "en más de
un caso, a simplificaciones o a aproximaciones". Más aún, el discurso
dejaba de ser estrictamente una conferencia típica del Collège de France y se
convertía en "una intervención", esto es, se distanciaba del
modelo de lección que resume investigaciones propias o ajenas y que compendia
saberes. Una intervención, según lo
recogido por el diccionario, tiene dos acepciones principales: la primera alude
a la intromisión político-militar de un Estado en la esfera privativa de otro,
llegando incluso a la ocupación; la segunda se refiere, por contra, a la
operación quirúrgica, a la cirugía. Cuando se emplea metafóricamente la voz
intervención, y en particular éste es el caso, se hace con el fin de subrayar
la idea de participación ofensiva, de actuación práctica, pero sobre todo se
hace para justificar el acto mismo: es en virtud de una autoridad o de un saber
que se ocupa o se opera. Sin embargo,
una intervención de un autor (sociólogo) llamado Pierre Bourdieu en un medio al
que es ajeno (la televisión) para abordar un objeto que no le es común (la
televisión misma) es o puede ser visto como una forma de entrometerse.
Precisamente por eso, y consciente de los equívocos que ese acto
provocará, el interventor misma se
defiende de una posible acusación de hostilidad: su intervención no debe verse
como una andanada corporativa de un académico contra el medio y sus creadores,
sino que estos textos son "análisis" y no "``ataques´´ contra
los periodistas y contra la televisión". Esa declaración explícita tal vez
nos pueda servir ya para respondernos acerca de la autoría del texto.
El Pierre Bourdieu que aquí habla
es un conferenciante del Collège de France, un académico que resuelve hablar
ante las cámaras para fines didácticos, divulgativos y críticos; el Pierre
Bourdieu que aquí habla y del que se recoge la transcripción de sus
palabras es un sociólogo y un intelectual que analiza la televisión, pero sobre
todo es un sociólogo e intelectual que se pone literalmente entre paréntesis para
hablar de sí mismo, de su competencia y de su quehacer. En efecto, una de las cosas más llamativas
del volumen es cierto uso del paréntesis, un uso que es evidente sobre todo a
partir de la mitad del volumen, en la segunda conferencia, y que le confiere su
particularidad al propio libro. De hecho,
esas anotaciones marginales, esos paréntesis informativos, se solapan
con el objeto explícito del libro (la televisión) para revelar a la postre su
auténtica índole, su verdadera peculiaridad, en fin, su objeto implícito. Como se sabe, esta forma gráfica, el
paréntesis, se emplea entre otras cosas para desarrollar una digresión, para interrumpir un discurso
principal. ¿Cuál sería el discurso principal del libro? Obviamente, aquel que
enuncia su título: la televisión. Ahora bien, la reiteración del paréntesis
--la evidente frecuencia de su uso, en suma-- nos advierte de una intromisión
autorial. ¿Por qué autorial? Pues porque el objeto de esas digresiones es la
figura del sociólogo, la figura del sociólogo como académico y como
intelectual. Por un lado, se nos indica una y otra vez, la seriedad, el rigor
analítico y expositivo al que aquél está obligado, y, sobre todo, la tarea
iluminadora que le compete. El sociólogo Pierre Bourdieu sería así, si hemos de
creerle, alguien que no se atiene a las simplificaciones habituales de los medios de comunicación y, además, sería
alguien ocupado de revelar lo que el vulgo no ve, lo que el sentido común o la
estructura social ocultan. Por otro, el Pierre Bourdieu que de ese modo se expresa no sería, sin embargo, un cómodo y sedentario
académico, sino un intelectual que saldría de su "torre de marfil (según
el modelo inaugurado por Zola)" justamente para denunciar. Por tanto, el
Pierre Bourdieu que habla reuniría
competencia e intervención, saber y acción. Hay académicos, añade, que
se abstienen de los medios por el contagio que temen, temor que los vuelve
depositarios de un saber inútil, sin efectos prácticos; y hay intelectuales que
a fuerza de comparecer en los medios se banalizan y se eternizan en lo
irrelevante deviniendo fast thinkers. Pierre Bourdieu, por el contrario,
no sería el pensador que se adapta a
las tiránicas condiciones que impone la televisión, sino aquel que estando dotado de pensamiento y de palabra ahorma
el medio y lo somete a un discurso argumentativo. Ese discurso revelaría
sus reglas de funcionamiento,
destaparía y, en ese ejercicio de iluminación, serviría de instrumento
potencial de emancipación.
Lo que Bourdieu dice y no dice
¿Y qué es lo que averiguamos
después de la lección impartida? Que la televisión se extiende más allá de su
campo, que se solapa sobre otros campos y que, además, somete toda producción
cultural (principalmente) al despotismo de los índices de audiencia, despotismo
al que contribuirían la ceguera, la miopía o el cinismo de los periodistas y
del público en general. Si Bourdieu no peca de ese colaboracionismo indolente o
culpable --deberíamos concluir--, es porque se distancia del sentido común que
nos hace tomar por evidentes datos del mundo real que sólo son convenciones o
ilusiones; si Bourdieu no incurre en la pereza intelectual sería, sobre todo,
por cumplir fielmente el dictado deontológico del oficio de sociólogo que él
mismo aprendiera de la lección impartida por Émile Durkheim: el descubrimiento
de las reglas que marcan y delimitan los campos sociales en los que nos movemos
y la revelación del código práctico, del habitus, a partir del cual
actuamos, un código de restricciones, de tradiciones y de experiencias al que
nos atenemos para resolver nuestras necesidades eficazmente. Ahora bien, si Bourdieu no se muestra
cicatero con ese hallazgo, si pretende comunicarlo al mismo público televisivo
que no suele frecuentar sus lecciones en
el Collège de France, es porque asume un papel activo que corresponde al
intelectual, un papel activo que equivale a la conciencia explícita de una
colectividad. Dice nuestro autor que su investigación, hecha a la manera del
sociólogo, exhuma y extrae del
inconsciente aquello que la mayoría no ve,
rechaza o niega. A él, sin embargo, como intelectual le correspondería
salir de su cómodo academicismo para
hacer público un nuevo J'accuse. Quisiera someter a crítica esos
argumentos para relacionarlos con su análisis de la televisión o, mejor, con lo
que le falta a su análisis de la
televisión.
En efecto, he de admitir que
esta declaración de Pierre Bourdieu,
que se contiene en la introducción y en los paréntesis meta y
autorreferenciales, me es muy antipática,
al menos por dos razones. La primera, porque refleja una posición olímpica,
elitista y paradójicamente populista, intolerable, posición que es un rasgo
reiterado de cierto tipo de intelectual à la francesa. La segunda,
porque, al solaparse sobre el objeto, al adueñarse del asunto que trata, lo
arruina a pesar de contener ideas
acertadas y análisis adecuados. Pero, más aún que este cargo, el principal
reproche que cabe imputarle al volumen es aquello que parece descartar. Esto
es, no es que no contenga intuiciones y observaciones atinadas, es que deja
fuera una parte, el comportamiento del público, cuyo significado es crucial,
ahora sí, en el cultivo de la responsabilidad, en la autorrealización y en la
ilustración que Bourdieu profesa y a la
que se dedicaría la sociología, el saber. De hecho, el público como figura a la
que atender, o, mejor, los ciudadanos
operando como espectadores, sólo son objeto de alusión explícita al final, en
el posfacio que añade a la versión castellana. Si hay esta carencia tan
evidente en su libro es justamente por la índole misma de la sociología de
Bourdieu. Para él, la atención que como estudioso presta a los destinatarios de
los productos culturales sólo se da porque le permite confirmar el habitus
que mancomuna a un individuo con su grupo, con su época. Eso lo pudimos ver, por ejemplo, en una de
sus obras más célebres y ya antiguas: La
distinción. En aquel volumen, analizaba la esfera y las determinaciones
sociales del gusto, del juicio estético: los sujetos que constituían las clases carecían finalmente de encarnadura y
sólo eran interesantes y relevantes en la medida en que eran portadores de
atributos extraindividuales. Con ello, Bourdieu reitera datos comunes y
certidumbres aceptadas por cierta tradición sociológica francesa, en especial
aquella que al debelar el postulado antropocéntrico reúne a Durkheim, el
estructuralismo y, en su caso particular, un cierto marxismo. Por eso no debe
extrañarnos que los más feroces críticos de Bourdieu hayan sido Raymond Aron y
uno de sus discípulos más eximios, Jon Elster. Profesándose ambos seguidores
del individualismo metodológico, el primero se muestra verdaderamente acerbo en
las alusiones que le dedica en sus Memorias, mientras el segundo, que le
censurara el enfoque de La distinción, es objeto de un avinagrado
vilipendio por parte de Bourdieu: lo llama, sin más, "héroe
desgraciado" de "un paradima insostenible": la teoría de la
elección racional, último bastión del humanismo que Bourdieu abatiría siguiendo la lección antinarcisista
emprendida por Freud.
Efectivamente, uno de los
latiguillos más reiterados de Bourdieu es el de ofrecerse él mismo como
solución a las antonomias clásicas de la sociología (estructura y acción,
etcétera). Para ello, añade, habría inaugurado una forma de
análisis en la que lo relevante del actor es su encuadramiento en campos de
fuerza en los que la estrategia no es exactamente una decisión, una elección,
sino el efecto inintencional de las estructuras objetivantes. Por eso, la
figura que puebla las páginas de La
distinción es anónima, sin identidad irreductible e
irrepetible. Por eso, la figura ausente de Sobre la televisión es la ciudadanía que ejerce de público, un
público al que suponemos inerme y manipulable. ¿Cómo es posible dicho olvido?
La clave de esa ausencia y, más en general, del propio volumen podemos hallarla
en otro texto. En efecto, si repasamos la bibliografía de Bourdieu
inmediatamente anterior, descubrimos que una de sus obras recientes y
capitales, pomposamente titulada Las reglas del arte y fechada en 1992,
contiene un post-scriptum que es la base estricta de la tesis sostenida en el
último libro. Leyéndolo se entiende
mejor la lógica de Sobre la televisión. Las conferencias dictadas en el
Collège de France no son propiamente un estudio del medio, sino una defensa
del intelectual (autónomo y con
autoridad en el espacio público-político) frente a la amenaza cierta a la que
lo sometería la televisión: su subordinación mediática o su expropiación
funcional. Así, las víctimas y adversarios del intelectual oracular, del
intelectual universal, serían los
periodistas y los fast thinkers: dictarían la agenda de la
representación pública estando
sometidos ellos mismos a la lógica infernal del campo televisivo.
En ese análisis quedaría abolido el espectador, o mejor el ciudadano concreto
ejerciendo de espectador, al que deberemos concebir, supongo, como autómata
maleable y sobre el que Bourdieu no se pronuncia. En Las reglas del arte
se estudiaba a los productores culturales (novelistas, pintores, etcétera), sus
relaciones y sus luchas dentro del campo estético renunciando a la idea
(¿humanista?) de la creatividad. Algo similar había emprendido, por ejemplo, en
La ontología política de Martin Heidegger, obra en la que la
especificidad del alemán quedaba reducida a la condición de gran
sublimador. Con uno y otro libro se
hacía mofa de la noción de genio creador y se desatendía de paso el análisis
pragmático de los lectores y de sus actualizaciones. Del mismo modo, en el
volumen dedicado a la televisión se estudiaría a sus productores, sus
determinaciones extrasubjetivas y el habitus del que serían portadores,
pero no a los espectadores, instancia irrelevante del medio. Por ser un
intelectual desprendido y comprometido, ejemplo de ese tipo de intelectual
seriamente amenazado, el distinguido sociólogo Pierre Bourdieu no atesoraría el
descubrimiento y lo haría público con énfasis. Quisiera, para acabar, mostrar
la debilidad de esa tesis.
En primer lugar, de ser cierto su
diagnóstico, de ser cierto el declive del intelectual oracular que denunciaba
en Las reglas del arte y en Sobre
la televisión, no sé francamente de qué deberíamos lamentarnos con tanto
aspaviento. Como nos recordaba hace poco Hans Magnus Enzensberger, muchos intelectuales del siglo XX han sido unos
celosos productores de odio y, como asimismo nos advertía, sus errores se
habrían mantenido con denuedo, con porfía.
Eso, por ejemplo, es lo que parece olvidar el propio Bourdieu cuando en Las
reglas arremete contra Sartre: éste no merece una crítica sería por sus
desatinos políticos, sino por ser la
última (¿la última?) encarnación del intelectual humanista hechizado por
el embeleco del genio creador. En segundo lugar, el espectador sobre el que no
se detiene Bourdieu no es alguien evidente sometido a la tutela anónima del
medio. El espectador no es sólo
espectador: es siempre alguien de vida compleja y de biografía inestable que se
dota de fuentes diversas y de actitudes cambiantes. ¿En qué página de este
libro hay una línea dedicada a la resistencia o a la descodificación aberrante,
a la ironía descreída del espectador? La resistencia, concluye enfáticamente
Bourdieu, no es el zapping. De acuerdo, podemos convenir, pero a
condición de que no olvidemos que el zapping lo hacemos porque
contamos con un telemando, y con el
telemando podemos apagar la televisión. Más aún, ¿por qué los
apocalípticos del medio olvidan con tanta frecuencia que contamos también con
otro instrumento o prótesis, como es el magnetoscopio?
Si de verdad aprendiéramos a ver
televisión, el vídeo sería el recurso principal: dictaríamos la agenda televisiva de acuerdo con nuestros
gustos infames o elevados, y éstos no los atribuiríamos a los programadores, al
Gran Programador. Ahora bien, admito que ese uso de la televisión nos empeña en
un costoso aprendizaje del gusto, de la libertad y de la soledad: como señalaba
Gabriel Tarde a propósito de la prensa de hace un siglo, nos entusiasma
sentirnos acompañados en soledad, nos entusiasma compartir al mismo tiempo una
misma agenda o un mismo medio, unos mismos contenidos. ¿De qué podríamos
hablar, si no, entre nosotros? Pero, si hacemos ese aprendizaje, la difusión de
lo infame no cabría imputarlo a esos
programadores dolosos, sino a nosotros mismos, a nuestras propias
inclinaciones. Si de lo que se trata, como parece insistir Bourdieu, es de
crear horizontes emancipatorios, ¿no
hubiera sido más razonable ilustrar e ilustrarnos para la autorrealización o,
mejor, para la responsabilidad? En vez de imputar al medio la mercantilización
y la manipulación, ¿no hubiera sido más razonable superar la parálisis de esa
jeremiada apocalíptica proponiéndonos ver televisión de otro modo o, mejor aún,
aprendiendo a apagarla? Pero si propongo apagar la televisión, no es porque sea
nociva, mala o manipuladora, porque la imagen anule el pensamiento o porque sus
productos sólo se conciban y se difundan según una lógica mercantil, sino por todo lo contrario, por la riqueza,
por la calidad y por la variedad que contiene. Mientras el espectador no pague
por la televisión que ve, mientras no le duela el dinero que cuesta, mientras
sigamos pensando en el medio como algo gratuito, el espectador se abandonará a
la irresponsabilidad de una programación dictada. Para evitar esa parálisis, y
hasta que las cosas cambien, hasta que los usos de la televisión cambien, tal
vez convendría contraprogramar con el magnetoscopio. No es el medio, sino su
uso aquello que dicta los contenidos de los que nos servimos.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
Las alusiones explícitas e
implícitas a Pierre Bourdieu son las de las siguientes obras: La distinción.
Madrid, Taurus, 1988; Cosas dichas. Buenos Aires, Gedisa, 1988; La noblesse
d'État. París, Minuit, 1989; La ontología política de Martin Heidegger.
Barcelona, Paidós, 1991; Razones
prácticas. Barcelona, Anagrama, 1997; Las reglas del arte.
Barcelona, Anagrama, 1997 (segunda edición); (Pierre Bordieu,) Jean Claude
Chamboredon y Jean Claude Passeron, El oficio de sociólogo. Madrid,
Siglo XXI, 1994 (décimosexta edición); (Pierre Bourdieu y) Loïc J.D. Wacquant, Per
un sociologia reflexiva. Barcelona, Herder, 1994.
La posición que adopto en torno a
los intelectuales debe mucho las lúcidas contribuciones de Fernando Savater,
frecuentes en varias de sus obras; y las referidas a la televisión son deudoras
sobre todo de las mantenidas por Umberto Eco, a quien debemos, en efecto,
reflexiones antiguas, constantes y estimulantes. Otros textos mencionados o
deliberadamente empleados son: Raymond Aron, Memorias. Madrid, Alianza,
1985; Émile Durkheim, Las reglas del método sociológico. Madrid, Morata,
1982; Jon Elster, "Marxismo, funcionalismo y teoría de juegos. Alegato en
favor del individualismo metodológico", Zona abierta, núm. 33
(1984), pp. 21-62; Hans Magnus Enzensberger, "Los intelectuales y el
odio", Letra internacional, núm. 53 (1997), pp. 14-18; José Enrique Rodríguez Ibáñez, "Un antiguo chico de provincias llamado
Pierre Bourdieu", Revista de Occidente, núm. 137 (1992), pp.
183-187; Gabriel Tarde, La opinión y la multitud. Madrid, Taurus, 1986.