Por qué gusta Andreu Buenafuente (2005)

 

                                                                                                                        Justo Serna

 

Gusta porque es irónico, mordaz. Porque se burla de sí mismo, de sus defectos y limitaciones. Porque mezcla el catalán y el castellano sin pudor y sin rubor, más allá de las precisiones y de las objeciones de los gramáticos y demás valedores del idioma. Porque se carcajea del envaramiento y de la gravedad enfática, tan característica esta última de esos personajes irrisorios que pueblan el mundo de las estrellas. Porque imita bien, a los tontos y a los listos, sus tonos de voz, sus inflexiones, sus impostaciones incluso, con virtuosismo, como cuando remeda, por ejemplo, a ese Robert de Niro de mentirijillas, a ese Robert de Niro del doblaje español que nos ha quedado en la memoria auditiva. Porque es un catalán cáustico que se ríe de lo suyo, lejos del tópico cenizo que se atribuye a las gentes del Principado. Porque interpreta verosímilmente un papel que parece el suyo, el de un tipo corriente que no oculta sus carencias culturales (ay, ese inglés...), que no se pavonea de lo que sabe o de lo que cree saber y que cuando lo hace, cuando se jacta de manera ostentosa de sus logros o virtudes, siempre acabará burlándose de eso mismo, justamente porque encuentra y muestra una falta o una falla o una ignorancia que lo estropea. “Qué le vamos a hacer”, parece decirse y decirnos. “Miren: yo no soy malo, es que me hicieron así”, podría añadir parafraseando de otro modo a aquella Jessica Rabbit de agradable recuerdo.

 

Pero gusta sobre todo porque se arropa de un equipo eficaz, ‘El Terrat’, en el que hay guionistas, actores y propiamente productores, una factoría, en el mejor sentido de la expresión, en la que se manufacturan las ideas, se ponen en práctica las ocurrencias, las ‘collonades’, una forma de trabajar muy bien adaptada al universo multimedia: televisión, radio, Internet, libros. Pues eso: libros, por ejemplo, que reproducen y resumen lo que Buenafuente dice en sus programas, esos monólogos de sociología urgente, escritos por otros, esos ‘negros’ no ocultos, y esas ‘boutades’ de su propia cosecha que él mismo confiesa. Bien mirado, es el suyo un modo de hacer muy sacerdotal: como un capellán lee en el ‘telepronter’ –supongo-- la palabra... de otros y con ello nos sermonea y se burla de la prédica misma. Hacer explícito este hecho (que Buenafuente se preste como emisor de una voz colectiva y zumbona que denuncia lo que nos pasa) tiene, pues, otra parte chistosa: hasta el cómico que cuenta chistes es un farsante, un impostor y lo que dice son palabras de otros, pero esos otros tampoco son los dueños de esa cháchara pues compendia con guasa lo que mucha gente piensa o lamenta o deplora.

 

Tiempo atrás leí algún libro de Buenafuente (o mejor, firmado por él y por sus guionistas). Me dispongo a leer ahora el último editado por la factoría de ‘El Terrat’: el que lleva por título ‘Com va la vida. Buenafuente Greatest Hits’, una antología de los cinco volúmenes anteriores. Es allí en donde los prologuistas-guionistas (por cierto, guionistas fantasmagóricos e igualmente impostores que firman como “Ana Rosa Quintana” pregonando un plagio), es allí, digo, en donde se resumen los rasgos que definen el éxito de los monólogos: cuatro comparaciones, unas referencias a la actualidad, algo de costumbrismo, dos exageraciones, algún trasvase lingüístico, lo que él mismo improvisa rubricado con “éste es mío”... Y ya está, concluyen. ¿Algo más? Por supuesto: saber contar chistes. Para contarlos hay que establecer relaciones inesperadas entre hechos o contenidos alejados y distintos, desplazando un asunto esencial a otro insignificante mediante la analogía. Pero lo que de verdad se necesita es la reunión de tres personas: el que lo cuenta, el que se ríe y el tercero que es objeto del chiste. Justamente, en Buenafuente, el placer de sus chistes se produce por encarnar él mismo las tres personas, lo que produce un efecto irresistible y, con ello, sus espectadores o lectores, nosotros mismos, nos abandonamos a su comicidad, suspendemos nuestra gravedad, nos desinhibimos, nos aliviamos, nos descargamos, afirmándonos, en fin, por encima de la miseria cotidiana: son así como se cumplen las funciones del chiste que detallara Freud.

 

“Cada día se publican más libros”, decía Josep Pla en sus ‘Notas dispersas’: “Es fabuloso. Afortunadamente, los libros los publican en su mayor parte los escritores, y la gran mayoría, al ser puros ejercicios verbales, no aguantan nada y se olvidan. El día en que se obispos, jueces, abogados, médicos, políticos, ingenieros, procuradores, veterinarios, banqueros, industriales, etc., se pongan a escribir y a publicar libros de manera sistemática, como los escritores, la confusión será tan espantosa que ya no tendrá remedio. La gente se llevará las manos a la cabeza, como si estuviera ante un fenómeno de mal agüero, como si fuera presa de una enorme, personal y peligrosa perturbación”, concluía. No sé si han cumplido los pronósticos de Josep Pla o si nuestro tiempo los ha empeorado incluso. Ya no son los obispos, los jueces, los abogados, los médicos, los políticos, los ingenieros, los procuradores, los veterinarios, los banqueros, los industriales, quienes ahora escriben libros: son los bufones. Fantástico, admitiría Pla: que Buenafuente y los suyos sigan publicando libros para producir en todos nosotros general perturbación.