El ciudadano lector   

 

Justo Serna

 

                Publicado en catalán en El País, Quadern, 22/4/2004

 

Más allá del bullicio, es quehacer de todos conferir valor a las palabras moderadas, a las palabras razonadas, al debate ordenado, al respeto, a la cultura y al argumento como bases de la expresión pública y como sedimentos de la decisión. El ejercicio de la política no es la perorata, ni la arenga,  ni la proclama tumultuaria. Pero tampoco se limita a la resolución de problemas técnicos, reservados a expertos eficaces y discretos. Es compromiso de todos nosotros, de los ciudadanos, hablar con sostén, demandarse preparación y sensatez. Los expertos discriminan entre ciertos medios e instrumentos para alcanzar determinados fines haciendo cálculos e indicando la vía menos onerosa, el curso de acción más económico. Pero sobre el sentido último de esas metas no pueden pronunciarse: el perito no decide sobre lo bueno, lo anhelado, lo políticamente ventajoso, y no resuelve porque ésa es labor nuestra, tarea, demanda y requerimiento de ciudadanos competentes, bien constituidos, diestros en la discusión racional.

Aunque estemos ahora en mejor disposición que décadas atrás, la quiebra lejana de la Guerra Civil aún nos afecta y, a pesar de disfrutar hoy de un evidente bienestar, un menoscabo cultural y un talante bronco todavía nos diezman. Numerosos ciudadanos gozan de prosperidad y una riqueza material se aprecia entre ciertas capas de población, pero esa mejora no siempre guarda relación con nuestra preparación, con nuestra densidad, con nuestra formación, aquejados como estamos de antiguas carencias educativas y de un pronto demasiado vehemente, efusivo, arrebatado. Hay que cultivarse para poder batallar verbalmente, para poder expresarse con opiniones fundadas, documentadas, para poder proferir algo más que juicios triviales. Pero hay que cuidarse para poder guardar respeto al otro: dar respuestas pendencieras, adoptar un tono bravucón,  proferir argumentos de perdonavidas, deslegitimar a quien se te enfrenta, son malas maneras de polemista y dañan en principio a quien así se expresa.  Al final, es de ciudadanos exigentes y tolerantes de quienes dependen la solidez de la democracia y el vigor de los debates que se den en la esfera pública. 

Tal vez sea banal recordar cosas así, pero no está de más insistir ahora, cuando la fuerza y el protagonismo de la muchedumbre espontánea parecen imponerse en circunstancias extremas. Hay un libro reciente que ha dado carta de naturaleza a dicha entidad, la de la multitud. Me refiero a ‘Imperio’, de Michael Hardt y Antonio Negri. Los actos antiglobalización o las manifestaciones del 11-M serían ejemplo de esa pujanza. La multitud, nos advierten Hardt y Negri, es el nuevo sujeto político, el nuevo agente de transformación que sustituye a la clase obrera y que se manifiesta como una multiplicidad de singularidades. La multitud no es simplemente la masa, esa unidad indiferenciada de individuos sin atributos, ni tampoco el pueblo, aquella otra unidad artificial que precisa la legitimación del Estado-nación para constituirse: es, por el contrario, la singularidad en red, diseminada por las ciudades del Imperio, una singularidad nómada y mestiza de individuos que por azar o por circunstancias propiciatorias se reúnen en un espacio físico hasta el punto de constituir una potencia política, dicho en términos propios de Baruch Spinoza.

No sé, aunque me parece atendible, no me acaba de convencer el argumento a la vez optimista y apocalíptico de Hardt y Negri. Tal vez yo sea muy conservador o muy individualista y, frente a las muchedumbres alborotadas e indómitas, aún siga prefiriendo los nudos,  las singularidades de esa red que eventualmente se convierte en multitud: esos individuos que se forman, que se constituyen a sí mismos leyendo, deliberando, cultivándose como ciudadanos, esos ciudadanos que afirman su rebeldía contra la fatalidad exigiéndose y aventurándose en la letra impresa. Porque leer sirve para poder batallar verbalmente, como antes decíamos, para poder proferir algo más que juicios triviales; pero leer sirve también para prorrogarse, para darse experiencias que jamás se tendrán, para contener la finitud y el miedo. Quien lee  sobrepasa esa existencia breve que la casualidad nos da, dialoga con los muertos y con los vivos, conversa con los contemporáneos y con los antepasados, sin que la geografía le frene, sin que la historia le detenga, sin que la manipulación o la mentira le enreden.