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                                         Contra el entusiasmo

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 16 de marzo de 2007

                

                   

 

Si ciertos políticos manipulan abiertamente la realidad, los hechos, me pregunto qué deberíamos hacer los ciudadanos. ¿Echarlos a puntapiés condenándolos por su escaso fuste? No, por favor: no flirteemos con el abismo. Acudamos simplemente a votar cuando se convoquen elecciones. Mientras tanto, atengámonos a las instituciones y documentémonos. Por eso, precisamente, releía días atrás una reflexión antigua y muy razonable de Ralf Dahrendorf: una intervención publicada a mediados de los noventa con el título de En defensa de los políticos. “Los políticos”, decía, “son los guardianes de las normas de la vida pública (aunque precisan la ayuda de abogados, incluso de jueces de instrucción en ocasiones), y también son los que marcan el tono de una comunidad (...). Si ya no se observan las normas, o se utiliza el tono equivocado, la sociedad entera sufre”, añadía.

Para cuando Dahrendorf escribía lo anterior aparecían en la escena pública personajes dudosos y populistas como, por ejemplo, Silvio Berlusconi. ¿Cuál era su tono, su modo de obrar? Imponerse invocando directamente al pueblo a la voz de Forza Italia: mostrarse, en fin, como un antipolítico. “Algunos de los antipolíticos se han convertido en políticos”, admitía un Dahrendorf esperanzado. ”Un buen político sabe lo que se puede hacer y lo que no. Puede intentar lo imposible y perder, pero si eso ocurre ha calculado el coste --y el beneficio-- de la derrota”. Sin embargo, un antipolítico que cree saber lo que está bien intentará cumplirlo sin concesión alguna, debilitando las instituciones si es preciso o volviéndose al Pueblo para pedirle ayuda. “Mientras atravesamos el valle de la antipolítica, algunos pueden verse tentados a abrazar los programas antidemocráticos que están en oferta”, aventuraba Dahrendorf. “Hay que esperar y desear que los que son tan críticos con la vieja --y democrática-- clase política no abandonen su escepticismo, y su oposición, cuando surjan los demagogos e intenten llevarnos a todos a un nuevo abismo de intolerancia”, concluía. Punto y aparte.

Regreso a la actualidad para, partiendo de Dahrendorf, preguntarme qué papel representó Mariano Rajoy en la Manifestación del pasado 10 de marzo; para interrogarme sobre el tono y el sentido de sus palabras. Pues bien, de todas las frases dichas en la Plaza de Colón hay unas pocas que sobrecogen especialmente por su retórica populista. A lo largo de su intervención, el Presidente del PP había ido rechazando la política antiterrorista del Gobierno, aquello que juzga torpezas, injusticias, falta de gallardía, errores: críticas a las que tiene perfecto derecho. Sin embargo, llegado a un punto de su alocución, Rajoy se aventuró por la senda del más estricto populismo: fue entonces cuando dirigiéndose directamente a la muchedumbre allí congregada pronunció unas palabras extrañas para esta Europa institucional, acomodada y muelle. “Volved a vuestras casas y contad a todo el mundo lo que ha pasado aquí, lo que habéis hecho, lo que habéis sentido. Que os vean en pie, con la cabeza alta y fuertes como yunques”, dijo. Al hacer esa invocación, el líder cumplía con lo que Roman Jakobson llamaba la función conativa del lenguaje: ésta se da cuando el comunicador pretende obtener una relación directa con el destinatario para así modificar su conducta. Es una interpelación directa, sin mediación. Pues bien, estremece el requerimiento conativo de Rajoy, que es antipolítico, antiguo y populista, un requerimiento que pretende influir en los receptores presentes guiándolos de vuelta a casa, como si no hubiera espectadores televisivos que observaran el espectáculo.

El populismo es una forma de hacer política en la que el líder apela al pueblo congregado, físicamente reunido, a esa entidad colectiva y multitudinaria que no es la suma de cada uno de los individuos, sino una voluntad común que los supera. “Somos una voluntad en marcha”, insistía un vehemente Rajoy, como un populista impetuoso, con unas palabras que reflejaban entusiasmo. Pero el arrebato político tiene mal encaje en las instituciones... “Sólo es posible mantener charlas enjundiosas con los entusiastas que han dejado de serlo”, dijo en cierta ocasión Cioran. Es con esos con quienes se puede hablar. “Serenados al fin, han dado, por gusto o por fuerza, el paso decisivo hacia el Conocimiento, esa versión de la decepción”. Pues eso: ex entusiastas es lo que queremos las personas de orden; no líderes arrebatados que entonan las  voces de la antipolítica.