La
demolición de las murallas
Anaclet Pons y
Justo Serna
Publicado en Antoni Furió (dir.), Historia
de Valencia. Valencia, Levante-emv, 1999, págs. 501-503
La asfixia en la que vivían los ciudadanos se
había hecho insoportable en los
últimos años. Aunque eran raros los vientos furiosos y ocasional el poniente,
la población se veía privada del levante benigno que soplaba casi constantemente.
Los periódicos azotes del cólera-morbo asiático, los temidos miasmas
suspendidos en el aire, la humedad invernal excedente del suelo y un ambiente
fuertemente caldeado durante el verano justificaban la magnitud de aquella
empresa. Eran razones de policía urbana las que lo aconsejaban, pero era
también el progreso material el que hacía insostenibles los argumentos de los
adversarios. El horror por el hacinamiento y una creciente sensibilidad por la
higiene avalaban la bondad del
proyecto, pero a ello se añadía el apego por las innovaciones que la ciudad
venía demostrando: había sido tan frenética la actividad desplegada durante las
últimas décadas en la mejora de la urbe que mantener aquella muralla, que
mantener aquella armadura que ahogaba a la población, sólo podía ser fruto de
la inercia oficial, de un temor infundado o de una ceguera acérrima hacia las
novedades del siglo. "Seguramente que nuestros hijos, pues no debemos
conceder más largo plazo --decía un anónimo redactor de un
periódico local--, se reirán de la encerrona en que permanecían sus
padres, cual si vivieran en un castillo o mejor aún en una cárcel". La
metáfora se repetía en los escritos de los publicistas. Si no bastaban razones
de otra índole, al menos esa imagen podía procurar el consenso de los lectores.
Habitar en una fortaleza o vivir aherrojado eran situaciones que el buen
sentido no aprobaba, justo cuando cualquier ciudadano cultivado sabía que el
espíritu del siglo pugnaba por la emancipación. Había, pues, suficientes avales
entre quienes defendían la destrucción de aquella cintura elíptica.
Cuando en la mañana del sábado 18 de febrero llegó por fin el despacho
telegráfico que autorizaba el inicio del derribo de las murallas, el gobernador
civil interino se mostró especialmente diligente en dar curso a aquel proyecto
tantas veces demorado. Alcalde y concejales, que fueron rápidamente informados
por la primera autoridad, saludaron con alborozo la buena nueva de que era
portador el correo de Madrid. "¡Viva la Reina!", exclamaron mientras
se aprestaban a conferenciar con el gobernador para dar fin inmediato a
aquellas vetustas y mezquinas tapias que atenazaban la ciudad. Antiguas inercias y viejos temores se abandonaron.
El resultado debía ser la apertura de una brecha entre la Ciudadela y la puerta
de San José. Que en unas pocas horas se diera inicio a la tarea fue un ejemplo
de celo. Que, además, el acto, organizado con toda solemnidad, pudiera
verificarse en la tarde del lunes siguiente era fruto de la previsión que había acompañado a la larga espera.
Que, al final, un inmenso gentío abarrotara los alrededores de la
puerta del Real dispuesto a contemplar festivamente el acontecimiento era sin
duda el resultado de una publicidad general. Porque, más allá de la simple
demolición, interesaba a las primeras autoridades hacer evidente el significado
de lo que en aquel momento se dirimía.
A las 16,30 horas del día 20, rodeado por el público que aguardaba el
solemne acto, llegó Cirilo Amorós, el gobernador. ¡Viva la Reina!", gritó
Amorós mientras con energía descargaba el primer golpe que iba a abatir la
muralla. La ciudadanía reunida estalló en exclamaciones de júbilo. Por fin se
liquidaba aquel ruinoso muro que encerraba a la población y que sólo un enojoso
litigio de jurisdicción había mantenido en los últimos años. A los presentes,
en efecto, no les debió de sorprender la ausencia de las autoridades militares.
Por lo menos, los más informados sabían que si aquella vieja aspiración se había
demorado era como consecuencia de la oposición de la Capitanía General, no por
constituir las murallas un bastión, sino por la pugna acerca de la propiedad de
los solares que debían resultar de su derribo. En la liza, el Ayuntamiento
había logrado que el gobierno de Su Majestad reconociera sus derechos, y con él
todas las autoridades civiles se felicitaban de la licencia real.
El secretario municipal llevaba consigo un papel y la piqueta. Dispuesto
sobre el tablado levantado en la parte exterior del muro y observado por los
ciudadanos que lo rodeaban, dio comienzo al acto. Con toda ceremonia pero con
brevedad leyó la autorización concedida por la Reina para inmediatamente pasar
el zapapico a Antonino Sancho. Este, arquitecto municipal y autor del proyecto
de ensanche que ahora se inauguraba, se desprendió sin dilación de la piqueta
para entregársela al alcalde a fin de que asestara el primer golpe a aquellas
odiosas tapias. Tampoco el marqués de Casa‑Ramos se consideró digno de
iniciar los trabajos y sin mayor demora rogó al joven gobernador que presidía
el acto que fuera él quien descargara el zapapico para bien de la ciudad.
Cirilo Amorós, que dirigió unas palabras a la multitud expectante saludando la
"santidad de la empresa" que ahora comenzaba, así lo hizo. Los
vítores que siguieron se confundieron con el gozoso estruendo. Fue a partir de
aquel momento cuando una brigada de zapadores‑bomberos y un centenar de
trabajadores del arte de la seda continuaron las obras de demolición emprendidas.
"La piqueta del obrero del siglo XIX, no el hacha demoledora de las
revoluciones, sino el instrumento fecundo del trabajo y de la industria, ha
caído --indicaba un cronista emocionado en las páginas de La Opinión-- sobre las
almenas que simbolizaban otras épocas de fuerza y de hierro".
Comenzaba el año de 1865 y Valencia se sacudía el último lastre que le
faltaba para completar el progreso material, según confesaban los presentes.
Pero, bajo aquellos gritos de júbilo, la ciudad empezaba a vivir momentos de
incertidumbre y de agitación. La desocupación se cernía sobre una masa de
operarios textiles. Hacinados en mezquinas habitaciones de zonas insalubres,
muchos de ellos tendrían que empujar de nuevo en largas filas, junto a
pordioseros y vagabundos, para obtener un rancho miserable de la caridad. En los palacios y en las lujosas residencias
que se apiñaban en los barrios elegantes, también empezaba a cundir la desazón.
Las últimas noticias referían las pérdidas sufridas por las cotizaciones, y los
inversores, temerosos de una ruina segura, creían escuchar de nuevo los ecos de
la crisis bursátil de 1847. Mientras tanto, un nuevo azote del cólera y la
adversidad climatológica se unían para liquidar las esperanzas que el derribo
de las murallas abría. Los artículos de fondo de los periódicos locales
denunciaban repetidamente la amenaza que se abatía sobre la urbe. Un redactor
de Los Dos Reinos trazaba el 15 de
septiembre el perfil siniestro
de aquellos meses: "La falta de cosecha de seda, la inundación del mes de
noviembre último que mató en una noche tantas y tan legítimas esperanzas, la
paralización de las transacciones mercantiles y de la extracción de los
productos agrícolas, la falta de trabajo que se nota en todas las industrias y,
por complemento a tanto desastre, el cólera que ha invadido a casi todos los
pueblos de esta provincia, han venido a colocarla en la situación más
angustiosa y desesperada que pueda imaginarse. No hay pincel que pueda
pintarla".
Las gente fina de Valencia
contemplaba no sólo la miseria ajena, sino sus propias pérdidas. Algunas
fortunas se evaporarían, otras sufrirían mermas apreciables y las menos se
mantendrían incólumes. Sin embargo, aunque los valores se depreciaban y el
tráfico se reducía, la mayoría contaba con recursos suficientes para sortear
con éxito ese difícil trance que nos relatan los cronistas. No en vano, al
menos durante dos décadas, una bonanza económica les había permitido crecer y
acumular sin limitación. Gracias a sus bancos, a sus ferrocarriles, a las obras
del puerto y a sus negocios comerciales, habían conseguido atesorar muchos
miles de reales. En los palcos del teatro, en los bailes y en los paseos habían
lucido esas fortunas. En el Ayuntamiento y en las corporaciones ciudadanas
habían impuesto sus voluntades. Ahora, por fin, habían conseguido abrir la
ciudad y se imaginaban "transportados á las márgenes del Sena en París, ó
á las del Támesis en Londres, ó al Prado y Retiro en Madrid", como soñaba
Domingo Andrés Sinisterra al relatar el derribo de las murallas.