El laboratorio burgués

                                                                                                                                              Justo Serna

 

Levante-EMV, 15 de diciembre de 2006

 

¿Pueden imaginar el placer que se experimenta leyendo una gran novela del siglo XIX? Por supuesto que sí, pues sospecho que muchos de ustedes son lectores empedernidos, del placer del texto: largo, demorado, habitado por una demografía populosa en páginas que nos aturden y emocionan. Quizá sea la nuestra una época poco favorable para el desarrollo de la gran novela. ¿Por qué razón? Porque en parte hemos perdido la fuerza del relato oral, ese relato que nos remitía al origen o, al menos, a una época ya prescrita, cuando el escritor aún no vivía en la premura ni en el resabio. Muchos lectores vivimos aquejados de nostalgia por unas narraciones que creemos irrecuperables. Y, sin embargo, aún podemos regresar a ciertas obras en las que el autor se extiende copiosamente experimentando la impresión de una inocencia temprana, esa sugestión adolescente de cuando contábamos sin parar.  Las mejores creaciones de antaño siguen diciendo mucho y con muchas palabras, como antes, como siempre, con esa caudalosa expresión que está en el origen mismo del arte de narrar, de leer abundantemente, con riqueza.

Un ejemplo insigne es el de Émile Zola, el padre del naturalismo francés del Ochocientos, que ahora podemos volver a disfrutar en la refinada edición que nos proporciona Alba de Los Rougon-Macquart. Ese ciclo novelístico es inagotable: de su muestra vasta, la reedición nos ofrece las cuatro primeras piezas, un fresco familiar con personajes que trepan, con amores frustrados, con ambiciones irresueltas, con individuos odiosos, con gentes humildes que aspiran al éxito, con burgueses de provincia. Todo empieza en 1851 en Plassans, una trasposición de Aix-en-Provence...

Decía José Ortega y Gasset en una página de su obra que “tal vez las dos cosas originales del siglo XIX que merezcan admiración son su amor y su literatura”. Así como el Setecientos fue una época de creación política e intelectual, el Ochocientos habría sido el tiempo del romanticismo, de las emociones, de las pasiones desenvueltas o contenidas…, todo ello expresado en la novela familiar de los burgueses. Los burgueses son aparentemente recatados, circunspectos, individuos que preservan lo doméstico frente a la intromisión de lo externo, y entre los enseres de lo doméstico está la esposa, el ángel del hogar, el ángel de los sentimientos al que hay que proteger. De esa intimidad protegida es difícil saber algo. Por eso, tal vez, la novela tuvo gran repercusión en el siglo XIX: era una manera de relatar, de conjeturar, de aventurar qué pasaba en la alcoba de los burgueses, las procacidades o no que se consentían, las fantasías qué pensaban, con qué quimeras se consolaban, cómo vivían sus adulterios propios o ajenos, reales o fingidos, qué ambicionaban.

En La comedia humana, Honoré de Balzac dijo hacer una taxonomía de las especies sociales del Ochocientos, la propia de un entomólogo, de un naturalista. Balzac esperaba sumar una demografía nutrida, como si de una reescritura del Registro Civil se tratara. Pero su autor también esperaba radiografiar el interior burgués, esa vida privada de las naciones de la que se habían desentendido los historiadores, ocupados como estaban en relatar el pasado político de la colectividad. Pues bien, Émile Zola quiso emular a Balzac y, por ello, pensó que el realismo era la proeza de la novela: de lo que se trataba era de mostrar ambientes, los contextos de un mundo real convertido en palabras, un mundo interior y exterior que padecía las convulsiones del cambio político y de la modernidad. Zola fue uno de esos narradores capaces de verter un torrente de palabras, capaces de desbordarse, de manar, de anegar lo real con la ficción, una ficción en la que personajes derrotados o indignos forcejeaban y sobrevivían proponiéndose empresas ambiciosas, alucinadas, acometiendo iniciativas imposibles y hazañas frustradas, tipos que se hacían a sí mismos en la acción y cuyos avatares se relataban con transparencia.

En sus obras, en Los Rougon-Macquart, está el goce del relato puro, el placer estricto y exacto de una historia que se nos libra y que nos aturde y nos conmueve con una sucesión vertiginosa de peripecias y de individuos, de gestas y de desengaños. Zola es un narrador que describe y observa el mundo con arrebato, con la convicción firme de estar abarcando precisamente las dimensiones de lo real, la anchura exacta del mundo que revive con el artificio de su imaginación: una imaginación que él cree espejo. Pertenece a esa estirpe de novelistas que tuvieron por propósito dar a manos llenas, saciar: un linaje de autores que aspiraban a denunciar los vicios y a combatir el dolor de un mundo tan frecuentemente odioso. 

Aunque, bien mirado, Zola no se conformó con observar. Quiso experimentar. Influido por el positivismo, se propuso convertir la novela en un informe, en un diagnóstico, en un espacio en el que distinguir las reglas del comportamiento social. La naturaleza tiene normas que el físico descubre, el organismo vivo tiene leyes que el fisiólogo revela: también el novelista puede obrar como un estudioso. La ciencia en el siglo XIX gozó de un gran predicamento. Si orden de la naturaleza podía ser mostrado, si sus reglas podían ser enumeradas, ¿por qué no iba a poder hacerse lo mismo con el orden social? El novelista encarnado en Zola es una suerte de sociólogo que divisa y averigua cómo influyen la herencia y el medio ambiente. Por eso, a su estética narrativa la llamó naturalismo: “quiero explicar”, decía, “cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, en un primer vistazo, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros”.

Habla, en efecto, de individuos empeñosos y extremados, gentes que empezando como pequeños industriales o labriegos aspiran a dominar Plassans o París. Pero los apetitos desmesurados y la fatalidad de una familia desgraciada siempre acaban por aparecer hasta arruinarla en época de especulación y de lujos. Sus novelas son pinturas vastísimas, un plano general en el que se distingue el detalle menor de personajes característicos y arrebatados. Pero sus narraciones son sobre todo (o al menos eso ambicionó el autor) un experimento in vitro: la recreación de circunstancias por las que tantos burgueses pasaron en la Europa del Ochocientos. Zola quiso contemplar a sus personajes como un científico mira cuando ajusta la lente de su microscopio: agigantando los rasgos en ocasiones monstruosos de sus criaturas. No le preocupó la acusación de determinismo: se sabía el dueño de su propio mundo, un espacio al que aún podemos acceder. ¿Para qué? Para apreciar cuánto se parecen los monstruos de hoy a sus congéneres de antaño, para vislumbrar la infinita gama de vicios sociales.  Háganme caso: lean sus páginas con mucha inocencia y algo de ironía. Jamás las olvidarán.