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                                              El totalitarismo

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 3 de septiembre de 2007

 

 

            A lo largo de este verano y por motivos diversos, una y otra vez hemos oído hablar de cierta perversión política. Que si España tiene una deriva totalitaria, que si el Gobierno nos amenaza con el totalitarismo, que si Educación para la Ciudadanía es una herramienta ideológica del futuro totalitario… La verdad es que ruboriza leer cosas así. Permítanme un esfuerzo didáctico para aclarar qué cosa sea.

 

            El sistema totalitario no es únicamente una dictadura, no es sólo una tiranía cruel. Es algo más: es la identificación completa del Estado con la sociedad civil, la conversión de ciertos seres humanos en tipos superfluos. No es que el totalitarismo persiga sañudamente a sus enemigos, que elimine a los adversarios, que suprima cualquier forma de disidencia o controversia o conflicto. Lo significativo del totalitarismo es que no se concibe nada sin el Estado: por eso, las instancias intermedias de la sociedad civil o son destruidas o son absolutamente controladas por los hombres del partido único.

 

            Lo definitivo del totalitarismo es que al individuo se le expropia su individualidad, su condición de ser moral: se piensa su existencia como sumisión, es decir, se le fuerza a prestar su apoyo para poder sobrevivir o malvivir. Por eso, quienes no se oponen devienen seres amorales. Aunque no se comentan crímenes, si se prospera bajo un régimen totalitario embotando la conciencia, entonces uno sobrevive, sí, pero acompañado de un asesino. No basta con pretextar que se es el engranaje sustituible de un sistema: uno siempre puede oponerse a la prosperidad o a los honores con que le tienta el régimen totalitario… Pongamos ejemplos.

 

            Thomas Mann y Hannah Arendt fueron dos alemanes que se exiliaron, que se expatriaron, para finalmente afincarse en los Estados Unidos. Con el pensamiento y con la palabra fueron combatientes tenaces del nazismo y ambos encarnaron algunas de las mejores tradiciones germanas. Lo que se preguntaron una y otra vez fue por la inacción de tantos compatriotas suyos que no hicieron nada por oponerse. Hitler, dijo Mann en un libro ahora traducido, no es un monstruo ajeno a Alemania. Es, por el contrario, “un hermano un poco desagradable y bochornoso. Lo saca a uno de quicio. Sin duda, un pariente bastante embarazoso. Aun sí, no quiero cerrar los ojos ante la realidad de su existencia, pues, lo repito, mejor, más honesto, más alegre y más productivo que el odio es el reconocerse a sí mismo, la predisposición a fundirse con lo aborrecible, por mucho que eso pueda conllevar el riesgo moral de olvidar el no”. Thomas Mann habla expresamente de “castración moral” de tanta gente corriente que pudo ver al dictador como un tipo nacido del pueblo aunque aparentemente dotado de virtudes que lo hacían carismático e irrepetible. Y es acerca de ese punto, acerca de la castración moral, sobre lo que Hannah Arendt dedicó páginas muy enérgicas en sus libros.

 

            Cuando definimos la moral en términos de costumbres y hábitos, incluso como las costumbres y hábitos respetables, no estamos inmunizados contra el mal. Quienes se aferraron al orden decoroso y respetable de la sociedad hitleriana sucumbieron fácilmente a la perversión: simplemente no tenían nada que preguntarse, pues lo correcto era seguir desempeñando las obligaciones de cada uno. Por el contrario, quienes no concibieron la moral como el orden imperante, quienes se preguntaron sobre lo que hacían, asumían la responsabilidad de sus actos y, por tanto, podían percibir en toda su cruel evidencia el efecto de la anestesia. Los grandes responsables del totalitarismo no son necesariamente unos tipos diabólicos, unos monstruos que padecen alguna forma de patología. Lo terrible del Estado totalitario es que puede sostenerse en criminales corrientes y en ciudadanos que se apresuran a dejar de serlo, que procuran no interrogarse sobre lo que hacen o sobre las consecuencias de lo que hacen. Después, el pretexto habitual para exculparnos es siempre el mismo: el de que… yo sólo era el engranaje prescindible, intercambiable, de un sistema que obligaba. Si no lo hubiera hecho (con grave riesgo de mi vida), otros como yo lo habrían hecho: por tanto resistir carecía de sentido. Como dice Arendt, quien arguye esto,  ¿se ha parado a pensar qué habría sucedido si muchos hubieran optado por no apoyar? No era obediencia, era apoyo. Había numerosas formas de no apuntalar (y por tanto de no obedecer), pero para ello no había que ser un héroe: bastaba con no prosperar en la sociedad totalitaria. Tomemos lección.