En el Cielo nos veremos

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 9 de febrero de 2007

 

                El grito mañanero imanta al oyente, que así se deja conducir por el cielo de las ondas. La expresión y la modulación, con altibajos sonoros, tienen ese fin: el de no dejar que el radioyente caiga, aletee o reaccione; el de aplacar su duda o su resistencia. Todo dicho con énfasis, pues --según admite Federico Jiménez Losantos en su último libro-- “hoy el comunicador en la radio se acerca más al showman que al reportero, al funambulista que al oficinista, al predicador que al agrimensor”. Por eso a los comunicadores también les llaman conductores. En La Mañana hay voces, latiguillos, anatemas, sarcasmos orales, motes, apelativos jocundos, sobrenombres que califican y tipifican, pronunciamientos afectados..., como hacía en sus mejores tiempos José María García cuando como un caza quería derribar a enemigos poderosos. También aquí, el timbre de las exclamaciones es una especie de proyectil que abate.

               Pero asimismo es espectáculo oral, charlismo: convierte en entretenimiento ideológico la forma bronca de la tertulia masculina, donde uno siempre se expresa a voces. Decía Harry G. Frankfurt en su librito On Bullshit que en la tertulia la gente hace declaraciones enfáticas, con gran estropicio, sin que le vaya la vida en ello. Se brama incluso, siendo el grito algo más escenográfico  que otra cosa. Pero esos rugidos persiguen otros fines: el de catequizar ideológicamente, el de reafirmar a los convencidos y el de enseñar a los oyentes indoctos para que aprendan el Sentido, España y la Libertad. Grandes palabras, sí.

                Como en los cuentos, como en los púlpitos de antaño, el predicador describe con afectación y fiereza el horror de los villanos, lo que implica sobrevivir bravamente en un mundo hostil. El aspaviento mañanero de Federico Jiménez Losantos está concebido  dramáticamente para eso. Según revela en su libro: “nos sumergimos en una atmósfera brumosa y sugerente, que se parece mucho a la vida real”, una vida en la que los oyentes desvalidos desean “el triunfo de los buenos, incomprendidos, solitarios y valientes y el castigo implacable de los malos, poderosos, viles y cobardes”. En efecto, en su programa, también Jiménez Losantos convierte lo real en un relato inacabable de bribones emboscados, de malvados que acechan, de princesas secuestradas y de héroes abnegados, secretos y públicos: como él mismo, el gran comunicador.

                “Tiene que haber personajes, a ser posible reales pero, ojo, con ciertas características de ficción”. Es decir, de lo que se trata es de largar un cuento en el que caracteres muy conocidos cumplan tareas previsibles. Y ello con el propósito declarado de presentar el bien frente al mal en términos maniqueos. ¿Es así? Pues sí, y es por eso por lo que en el último libro de Jiménez Losantos hay personajes radiofónicos muy tipificados: hermanos de sangre tempranamente muertos que fueron titanes y de los que el aventajado discípulo aprende y a los que redobla (Antonio Herrero); donantes o ayudantes que saben retirarse a tiempo (Luis Herrero) para dar la gran oportunidad al héroe; traidores que no supieron ser fieles aguardando hasta el final (José María García); villanos distantes pero extremadamente malvados que se infiltran (Jesús de Polanco);  y brujas (sí, alguna bruja). Son  páginas en las que se relata una batalla en la que se enfrentan las fuerzas del cielo y del infierno, una batalla cuya consumación trae una moraleja aleccionadora: la restauración de un orden previamente quebrado por los malvados fuertes y sus cofrades.

                Describiendo los éxitos en las ondas, el incremento de su audiencia, Jiménez Losantos tiene la festiva idea de calificar  esa hazaña en términos de milagro, pues un prodigio es precisamente lo que en su último libro se relata: “el mayor milagro radiofónico e incluso sociológico de la moderna historia de España”, concluye en la página 577. Nada nos dice, sin embargo, sobre el dichoso porvenir que se abre, pero... Pero la existencia real no es así. Sólo en las ficciones se dan el desenlace de los conflictos, la compensación a tantas estrecheces, el abracadabra de última hora. Por eso decía Josep Pla que, frente a los cuentos y las novelas naturalistas de antaño, “en la vida no hay nada que se acabe” felizmente, con prodigios. Un día, sin más, ya no estaremos por aquí: como mucho en el reino de los Cielos. Pero aquí abajo seremos olvidados. También Federico. Entonces es que habremos llegado al punto final. Pues eso: punto final.