Excesos
informativos
Justo Serna
Levante-EMV,
27 de octubre de 2006
¿Se
imaginan no olvidando nada, recordando hasta el más mínimo detalle de sus
vidas, pero también de los hechos sobre los que hoy nos informan los medios
audiovisuales, la prensa y la Red? ¿Se imaginan reviviendo lo antiguo en un
mundo abarrotado de datos, de acontecimientos abundantes y yuxtapuestos? Más
aún, ¿se imaginan acopiando huellas que sólo añaden noticias dispares,
inconexas? Sin duda, ese mundo sería lo más parecido al Infierno, a ese lugar
inhóspito y desolador del que no podríamos escapar.
Jorge
Luis Borges conjeturó algo así. En el cuento Funes el memorioso, el
narrador argentino trata precisamente de esto: de la sobreabundancia
informativa, del dato redundante, del exceso noticiero. Adoptando la forma de
una evocación, Borges escribe una remembranza particular de aquel individuo
excepcional y apócrifo que conoció, el tal Funes. “Me parece muy feliz el
proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él”, añade el
narrador. Pues bien, el cuento de Borges es la particular contribución de quien
frecuentó al prodigioso y uruguayo Funes, un sujeto excepcional para quien la
memoria era como un “vaciadero de basuras”: un depósito atropellado en el que
cabía todo, hasta el más mínimo detalle, detalle que le hacía “incapaz de ideas
generales, platónicas”. Más aún, “no sólo le costaba comprender que el símbolo
genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y
diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil)
tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”.
Tantos
perfiles, tantas horas, tantos perros...: en un mundo así, de vasta pluralidad,
los detalles lo son todo (los datos brutos de la experiencia), aunque a la vez
para conducirnos con esos trozos infinitesimales sea preciso olvidar buena
parte de ellos. Porque conducirnos es como manejar un vehículo: es preciso
tener sentido común e ignorar el funcionamiento concreto de la biela o de la
bujía, es preciso maniobrar con conocimiento operativo y abstracto, pero
también es necesario obtener un repertorio básico de criterios firmes que nos
permitan alcanzar nuestros destinos: vivir, hablar, pensar discriminando entre
el alud de datos con que nos obsequia la realidad --la carretera, por ejemplo.
“Había
aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho,
sin embargo, que no era muy capaz de pensar”, añadía el narrador para describir
la gran tragedia de Funes. ¿Por qué razón? Porque “pensar es olvidar diferencias,
es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino
detalles, casi inmediatos”. Hoy, la profecía de Borges parece haberse cumplido
y el exceso se impone. Ya no es un pobre infeliz dotado de grandes poderes
retentivos: somos todos, desventurados e informados sin fin, con una
discriminación cada vez más difícil, con una vertiginosa acumulación de
experiencias de segunda mano, con rumores que se propagan, con confidencias
engañosas, con comentarios y comentaristas (yo mismo) que se multiplican y que
añaden el dato y su sentido.
Hasta hace poco más de siglo, la vida no estaba explícitamente organizada con fines informativos, es decir, el caudal noticiero que circulaba era más bien escaso y su ámbito no solía sobrepasar la esfera local. Los individuos operaban con escasos datos y esas pocas noticias particulares les servían para desempeñarse con sentido común en un dominio de contornos definidos. En aquel proscenio humano, lo cercano o lo distante tenían una medida comprensible. Pese a que el relato de Borges no es abundante en descripciones, adivinamos que Funes vivía en ese mundo local, escaso, bien demarcado, con pocos desplazamientos y con un caudal de noticias todavía manejable. Aunque el narrador dice que Funes murió de una congestión pulmonar en 1889, los lectores sabemos que la verdadera etiología de su mal y de su fin fue el exceso, la sobreabundancia de datos, un héroe de la redundancia: nuestro predecesor. En su abarrotado y creciente mundo, un Infierno propiamente kafkiano o dantesco, la multiplicación de la vida y de la información era, sin más, el tránsito hacia el agotamiento, hacia la muerte. Eso nos pasa: estamos informados, precisamente.