Fernando Savater

                                                                                             Justo Serna

 Blog: Los archivos de Justo Serna  (Otros artículos)

1. La caza de Fernando Savater, 23 de mayo de 2005

 Justo Serna

 Lo que escribe Fernando Savater lo leo, lo sigo, lo apruebo y lo desapruebo desde 1975. Fue entonces, contando sólo dieciséis años, cuando me tropecé por primera vez con sus artículos en ‘Triunfo’. No es por dar coba, pero qué diferente me parecía de sus colegas de revista y de cátedra, qué agradable impresión era leer a alguien que mezclaba con iconoclasta y saludable libertad a Stevenson y a Spinoza o a Nietzsche, que entonces eran sus autores de referencia y que, como el primer amor (consiéntanme esta cursilada), aún perduran.

 

No creo exagerar si digo que he crecido intelectualmente con Savater, y si él ha publicado treinta, cuarenta o cincuenta libros, quizá yo haya leído treinta, cuarenta, cincuenta volúmenes suyos. Por eso me he deleité con su autobiografía: al acabarla tuve la impresión de que esa obra también me aludía, de que ese libro me decía exactamente a qué aventura yo mismo he aspirado; al finalizarla llegué a la convicción de que ese volumen me hablaba de situaciones, de personajes, de vivencias que sin ser exactamente mías, me las había apropiado a lo largo del tiempo, conforme seguía su dilatada biografía, perdón su extensa bibliografía.


Como antes decía, comencé a leer algunas cosas suyas hace casi treinta años, cuando publicaba en ‘Triunfo’  y en la primera época de ‘El viejo topo’. Recuerdo sus artículos al lado de otros firmados por autores de evidente inspiración althusseriana, maoísta y marxista, como era el caso de un insólito Gabriel Albiac. Y recuerdo también el aprecio que por Nietzsche declaraba Savater una y otra vez. Por un lado, yo le tenía una envidia manifiesta: alguien que era capaz de lidiar con la expresión nietzscheana y salir victorioso, alguien que era capaz, incluso, de aclarar su léxico en medio del oscurantismo estructuralista, merecía nuestra atención, mi atención. Savater el joven filósofo que me aupaba hasta París, el escritor que era capaz de hablar sin oscurecer las cosas, sin la mediocridad y la indigencia teóricas que había en el mundo académico de entonces, que era cuando yo ingresaba en la Universidad. Por otro lado, sin embargo, cada artículo suyo me incomodaba: admiraba su festividad expresiva, su alegría ácrata, pero la aureola nietzscheana con que se revestía me aturdía, me inquietaba: por mi propio desconocimiento, claro.

 

Años después, Savater ha seguido fiel a los preceptos mejores de Nietzsche, a su defensa del individualismo y de la vida sin objeciones colectivistas, sin metafísicas compensatorias, pero se ha distanciado del nietzscheanismo más tremebundo, como reconocía en su ‘Diccionario filosófico’ (1995), y que algunos aún cultivan como oposición esteticista contra el sistema. Años después, el Nietzsche que me aturdía ya no me incomoda y, en efecto, también yo, el lector de Nietzsche y Savater, los tomo a ambos como tónicos contra las abdicaciones antiindividualistas a que nos obliga una vida de renuncias. Años después, de un Savater maduro, defensor del amor propio, defensor de una ética eudemonista (‘Ética como amor propio’, 1988), pero compasivo a la vez, he aprendido sobre todo el valor de la democracia laica, incluso explícitamente atea, sin trascendencias clericales, el coraje que es preciso desplegar para no aceptarla por rutina o con condescendencia instrumental: ésta no es un medio sino un fin, y así son sus procedimientos y el respeto de la ciudadanía lo que constituye la única base de una vida decente. A esto ha dedicado muchos artículos y libros, textos valientes, hermosos y justificados, y nos ha dado páginas memorables, chispas de inteligencia, de humor y de coraje. Son muchos de ellos ‘livres de circonstances’, libros urgentes, perentorios, libros en los que se ensucia corajudamente las manos, a la manera de Sartre.

 

Con motivo de la publicación de su autobiografía, Félix de Azúa lo señaló muy bien: “¿Cómo ha conseguido este individuo mantener la moral en todo tiempo y lugar durante casi sesenta años? Es inexplicable. Para empezar, tuvo una infancia rotundamente feliz, lo cual es uno de los motivos de depresión más frecuentes entre los adultos”, admitía. “Como era feo y leía libros”, proseguía Félix de Azúa, “en el colegio le apedreaban y le perseguían. Le siguen persiguiendo, pero ya no por feo, sino por malo”. Meses atrás eran los nacionalistas vascos. Ahora también antiguos aliados: entre éstos ha comenzado la caza sectaria de Savater. Fíjense en el estrépito y en los comentarios que pueden leerse en algunos ‘blogs’ y verán cómo se las gastan algunos presuntos  “amigos” cuando dejas de ser el aliado que aprueba siempre la línea que aquellos juzgan correcta.

 

En la reseña que hice para ‘Ojos de Papel’ de ‘Mira por dónde’, celebraba la festividad del filósofo donostiarra y me felicitaba de los muchos lectores complacidos que su autobiografía iba a tener. Pero añadía tuteándole: “hay, como antes decía, otra clase de lectores, con los que no me identifico, y que te sermonearán por ciertos rasgos de carácter o por ciertas páginas que hay en tu libro. Estoy seguro, por ejemplo, de que esta autobiografía tuya escandalizará a quienes fácilmente te encasillan tipificándote entre los suyos, pongamos a los académicos que te ven como un catedrático del ramo o pongamos a esos ocasionales aliados del Partido Popular que se te suman en tus combates vascos, tan necesarios, tan justificados. No se puede sostener ante todos ellos, hieráticos profesores o políticos creyentes, esas defensas de la ebriedad filosófica, vital, esa exaltación del ateísmo, del vino, de las drogas, del aturdimiento maduro y contenido y de la borrachera con tiento: no deben de gustar mucho a quienes se erigen en severos garantes de lo correcto, de lo obligado, de lo profesional o de lo confesional. Como tampoco debe de agradar a los dengosos intelectuales, a tantos y tan finos creadores, tu antiguo, tu incorregible aprecio de la fantasía infantil”.

 

Ahora se ve con claridad. Mientras Savater es un aliado de una causa propia su figura se exalta, se engrandece. Cuando, por el contrario, pensando a su manera –equivocándose incluso— Savater desmiente a esos “ocasionales aliados” que el horror reúne, entonces se le desprecia, se le sataniza con la furia vesánica y sectaria que se ha impuesto en España desde hace unos pocos años. Yo no le atribuyo propósitos malévolos o segundas intenciones de perversidad manifiesta. Creo que el objetivo que el filósofo persigue es dignísimo: que de una vez acabe el horror de la violencia, para lo cual ha de triunfar el Estado constitucional, cuyos representantes obran bajo el precepto del interés general. Así lo supongo, insisto. Pero lo que yo conjeture no vale nada, pues también aquí, frente a Savater, triunfan los tribunos radifónicos, los publicistas tonantes que se creen oráculos y que enmiendan la gramática, los reyes confesionales del periodismo. Qué cruz.

 

 

 

2. Criticar a Fernando Savater, 24 de mayo de 2005

Justo Serna

Meses atrás, hace un año, leí ‘El gran fraude’, de Fernando Savater. Hice una reseña en ‘Ojos de Papel’. Hay allí asuntos que hoy cobran una nueva dimensión y que incluso se aclaran. Por eso, regreso a mi lectura, ya que creo que las cuestiones básicas siguen vigentes.

Quien hojeara la obra de Savater recordará el tono de aquel volumen: era un libro combativo, de principio a fin, y era un libro de circunstancias. Eso significa que se adhería al contexto que comentaba y que era deudor del momento que examinaba. Reunía un puñado de artículos publicados por el filósofo donostiarra en distintos periódicos, principalmente en ‘El País’, y podía leerse como una continuación de ‘Perdonen las molestias’, el volumen en el que Savater había compilado sus primeros textos de ‘¡Basta Ya!’ Era un libro en el que fustigaba las tesis nacionalistas, particularmente las que habían arraigado en su tierra. Pero era también una obra en la que combatía la dejación de una cierta izquierda española, que en opinión del autor habría abdicado de su sentido crítico, emancipador, universalista, al abrazar el credo opuesto: el de la diferencia y el particularismo.

Como apostillaba, por alguna razón, desde la muerte de Franco, los nacionalismos periféricos habrían tenido buena prensa. Había sido tan furiosa la campaña españolista y castiza del Régimen anterior que la nueva democracia habría incorporado todo lo que contrarió al dictador confundiéndose en un antifranquismo genérico. De estas mixturas y de estas indecisiones se habrían aprovechado los terroristas, invocando la independencia de Euskal Herria, pero se habrían beneficiado también sus compañeros de viaje, los nacionalistas moderados. Dados estos contenidos, ¿estaba justificado el título del volumen? Si nos atenemos a los argumentos que Savater empleaba, si le aceptamos el significado de las palabras, si convenimos en el sentido con que él juzgaba los actos que criticaba, entonces deberíamos admitir que no había contradicción entre el rótulo y la mercancía. Repasemos las acepciones convencionales de la palabra ‘fraude’ y comprobemos si se ajustaban.

La primera: el fraude como el acto contrario a la verdad y como el acto que perjudica a un tercero. En efecto, el anticonstitucionalismo, como promesa de una Euskadi libre y floreciente, sería una fantasía cuyos beneficios estarían por verse o incluso un embeleco deliberado y, además, dañaría a la parte de la que se arrancaría el nuevo país independiente: dañaría, en fin, a la España constitucional. La segunda acepción de fraude se refiere a toda acción que elude una disposición legal en perjuicio del Estado: el anticonstitucionalismo que aspira a convocar un referéndum o plebiscito en el territorio vasco vulneraría los cauces legales, el propio marco de quien plantea la secesión. ¿Por qué razón? Porque el Gobierno de Ibarretxe era, a la postre, parte de las instituciones del Estado y su fundamento procedía, por decirlo con Max Weber, de la legitimación legal-racional de la Constitución de 1978. Es decir, la acción era fraudulenta porque rebasaba lo permitido saltándose las vías que permitirían la reforma de la Carta Magna. La tercera acepción también parecía cumplirse. El anticonstitucionalismo sería un fraude porque quien debía encargarse de vigilar la ejecución de los pactos de la ciudadanía se confabulaba con los destructores de la ley y de la paz social. Es por eso que, de haberse verificado, se habría incurrido en una suerte de delito.

Si los anticonstitucionalistas eran los adversarios, entonces a Fernando Savater no le habría importado coincidir con quienes teniendo una ideología contraria a la suya se oponían y se oponen a los fraudulentos. O dicho en otros términos, el filósofo donostiarra, que se reconocía y se reconoce de izquierdas y próximo al partido socialista, no le habría molestado compartir mesa con los ‘populares’, pues éstos se habrían empeñado en una lucha sin cuartel contra los terroristas y sus afines. Hay que admitir que el combate contra Eta ha rendido frutos decisivos y, por lo que parece, los criminales lo tienen más difícil ahora para matar, para destruir o para provocar desórdenes callejeros. Esto se debería al Pp, pero se debería también al apoyo del Psoe, coaligados en la lucha gracias al Pacto Antiterrorista. Admitamos hasta aquí todo lo anterior, incluso aquello que convendría matizar, pero para lo que ahora no hay tiempo. Insisto: admitamos ese fraude que Fernando Savater denunciaba con coraje y obstinación, con riesgo de su vida, y que sería fruto no sólo del terror sino también de la indiferencia y del anticonstitucionalismo.

Habría, sin embargo, algunas  cuestiones básicas a considerar que para el filósofo donostiarra no eran fundamentales y que constituían serios peros a su análisis: yo se las planteaba entonces porque estos cargos subrayaban las partes débiles de su argumentación, asuntos a los que el intelectual vasco no atendía suficientemente en su libro.

Entre todas ellas estaba la idea de España con que se habían revestido el Gabinete de Aznar y sus adláteres: Savater admitía que había algo así como un españolismo de los ‘populares’, pero no concedía gran importancia a ese rearme nacionalista español. ¿Y por qué no lo valoraba ni lo temía? Porque no creía que fuera esencialista, como sí serían los nacionalismos periféricos, y lo juzgaba sólo un reforzamiento del españolismo constitucional: decir España era decir Constitución, no Atapuerca ni Viriato. Por tanto, Aznar no habría sido el furioso nacionalista o el acérrimo asimilista que sus adversarios veían.

 

Ojalá hubiera sido como Savater decía. Yo, por el contrario, creía y aún creo que hay, en efecto, un españolismo esencialista que ha rebrotado en los últimos años, expresado además con un tono arisco, un españolismo que parece ataviarse de constitucionalismo, que parece confundirse con el auténtico constitucionalismo, cuando en el fondo aspira a nacionalizarnos en el viejo sentido. Creo que no deberíamos confundir la contundencia expresiva de quienes defienden la Carta Magna con grave riesgo de sus vidas, contundencia a la que tienen derecho porque les va la vida en ello precisamente, con la intemperancia arisca de Aznar y de algunos de sus seguidores más empeñosos, que es de otra naturaleza.

 

El acoso terrorista que desde antiguo se padece ha sido de tal envergadura que el lenguaje se ha endurecido entre los actores del drama, entre los perseguidos y los amenazados. '¡Basta Ya!', por ejemplo, ha sido un frente de lucha por la transparencia moral y verbal, pero ha sido también una sociedad de apoyo mutuo en un país, Euskadi, en el que la indiferencia o la ceguera han sido tan habituales.

 En esa circunstancia había de entenderse ‘El gran fraude’ como un manifiesto, como un panfleto más contra la abulia. Pero, a la vez, al leerlo veíamos a un Fernando Savater que comenzaba a estar verdaderamente harto de tener que repetir lo mismo, de tener que sumar libro tras libro sin que mejorara la rectitud civil de ciertos representantes públicos, y de tener que hacerlo con gran dureza polémica. La alegría, el principio vital al que rinde tributo el donostiarra, se agriaba, claro, y se oscurecía como consecuencia del horror que no cesaba y de la persecución a la que él mismo estaba sometido.

 Por su parte, Aznar salió felizmente ileso de un atentado y por esa y por otras razones se propuso con sensatez no dar respiro a los terroristas. Pero su intemperancia no era resultado de ese malestar o de dicha amenaza, sino que es anterior: era un estilo de gobernar, de tratar a quienes no coinciden con él, entre despectivo y desdeñoso, sin que medie alegría, sin que parezca disfrutar de la vida contingente que nos ha sido dada. Es por eso que el españolismo de Aznar se avinagró y sus maneras, sus formas de enfrentarse a la oposición pudieron hacer odioso el constitucionalismo tomado como enseña, como gran enseña nacional, tan grande como ese pendón de la Plaza de Colón, en Madrid. 

Son estas cosas, pequeñas cosas, las que Fernando Savater no trataba en su libro, posiblemente porque son minucias si las comparamos con el horror al que han tenido que hacer frente las víctimas, posiblemente porque no convenía sembrar el desconcierto o el desánimo entre quienes son perseguidos o son aliados de una noble causa. Pero yo no juzgaba ni juzgo el valor moral de unos héroes, de unos ciudadanos amenazados: sólo examinaba unas páginas políticas de un publicista casi siempre pertinente, pugnaz y campechano, que se enfrentaba a la indiferencia o al desistimiento y que no en todo momento aborda lo que debiera tratar; sólo escrutaba lo que había de convincente en sus argumentos, pero también lo que había de menos plausible en sus razonamientos.

 

Otros textos sobre Fernando Savater...