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                                           Francisco Camps

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

 

 

                                   

 

Levante-EMV, 18 de mayo de 2007

 

¿Cómo nos informamos los votantes? ¿Hacemos arqueo? En el primer espacio que Canal 9 ha dedicado a los candidatos electorales –espacio rígido, encorsetado-- les oí ofertas concretas, pero también declaraciones genéricas y bienintencionadas, esas proposiciones imprecisas que ningún mortal podría dejar de suscribir. ¿Qué hacer ante esos vocablos colosales? Cuando un candidato abomba el pecho, nos mira directamente a los ojos y vende su mercancía envuelta con lo abstracto, con lo incontrovertible…, entonces hay que desconfiar: es justo cuando no se compromete. Todos lo hacen, por supuesto, porque esas lindísimas palabras sirven para confundirnos, para embriagarnos con lo que queremos oír: el resultado que se persigue es que los electores no reparemos en las incongruencias del elegible. Insisto, todos se valen de esa treta, pero cuando quien lo hace es un político que aún tiene responsabilidades de Gobierno, entonces el desparpajo resulta indecoroso.

 

Al menos en una ocasión y hacia el final de su intervención, con gran énfasis, Francisco Camps pronunció la palabra felicidad y otras de semejante empaque. Felicidad: era el horizonte, el futuro que nos prometía, todo pronunciado con aspaviento verbal, en un estilo expresivo muy semejante –por cierto-- al de su antagonista Eduardo Zaplana. Algún día habrá que estudiar esta oratoria, de qué modo se expresan y discursean ambos y hasta qué punto aturden. Mientras tanto podemos valernos de un pequeño libro, un exitazo: es el librito de Harry G. Frankfurt cuyo título es On Bullshit, o sea, literalmente “caca de toro”. Con dicha expresión, los angloparlantes se refieren a la palabrería, a la charlatanería, a ese bla bla bla al que “cada uno de nosotros contribuye con su parte alícuota”, dice Frankfurt. Todos contribuimos, aunque algunos más que otros, desde luego.  El charlatán o el palabrero es alguien dotado para la expresión facunda, pero especialmente para la maraña verbal que adultera o nubla. En efecto, humo y excrementos son las dos expresiones que Frankfurt emplea para describir la esencia de la  charlatanería. Añade este autor que el charlatán es dado a largar paparruchas, a soltar lastre, material excedente, una ganga oral que confunde por exceso o por grandilocuencia. En realidad, más que mentir expresamente (lo cual también es posible), el palabrero habla y habla, vacío y enfático, sin preocuparse del valor descriptivo de sus enunciados.

 

Dice Frankfurt  que el mentiroso tiene un respeto grave por la verdad, la considera, y justamente por eso la evita (para salvarse, por ejemplo); el charlatán,  en cambio, no se preocupa por los hechos concretos, se desentiende de la correspondencia que su discurso tenga con el mundo.  “Por ello, la charlatanería es peor enemigo de la verdad que la mentira” --concluye Frankfurt--, pues el embustero sabe qué cosa es cierta y qué no y, por tanto, aunque sea indirectamente, rinde homenaje a la verdad. Por el contrario, el palabrero, embriagado por su torrente verbal, se desentiende produciendo una espesa maleza de enredos, de palabras prestigiosas.  Me parece un análisis brillante el que hace Frankfurt. Lo que ya no tengo tan claro es que, como dice, charlatanería y mentira puedan separarse tan fácilmente.  Hay casos en los que la ganga oral y el embuste salen de la misma boca y a la vez.

 

Hace dos años, a mitad de legislatura, Francisco Camps fue entrevistado en Canal 9 por varios periodistas. En aquel momento, yo no había leído el volumen de Frankfurt, pero eso no me impidió llegar a conclusiones semejantes. Duró hora y media y, más que los posibles embustes, me sorprendió la cháchara de sus pretextos, como, por ejemplo, cuando el president admitía: "todo tiene solución" o "las cosas se solucionan hablando y buscando lo mejor" o "si no hubiera problemas, no habría vida". Literal. Tuve entonces y tengo ahora la impresión de que, cuando Francisco Camps habla así, prometiéndonos la felicidad, padece el mal que diagnosticara Harry G. Frankfurt: el de quien se ciega confiando en la magia aturdidora de las palabras. Ahora Frankfurt ha vuelto sobre este asunto y acaba de publicar otro librito titulado Sobre la verdad, es decir, sobre la mentira. Para mi satisfacción, veo que coincido con él: “los grados mas altos de civilización dependen –dice-- de un respeto consciente por la importancia de la honestidad y la claridad a la hora de explicar los hechos, y de un persistente afán de precisión a la hora de determinar qué son los hechos”. No quiero exagerar pero, cuando lo leía, pensaba en Camps. O en su contrario…