Previsibles y poco conmovedoras son las reacciones de angustia y estupor 
    de intelectuales, políticos y observadores occidentales ante la furia del 
    mundo islámico por un comentario y una cita que el papa Benedicto XVI hizo 
    en referencia a la incuestionablemente arraigada vocación del islam de 
    imponerse por la fuerza. Nadie rebate al Papa, pero todos lo consideran 
    culpable del conflicto. En el mundo islámico tampoco hay mayor sorpresa. El 
    habitual celo de los moderados por dar la razón a los radicales se ve bien 
    combinado con los insultos y maldiciones al Papa y a Occidente por 
    favorecer, supuestamente a los radicales. Ni una voz surge con el coraje de 
    decirles a los suyos que su indignación es gratuita, inducida o hipócrita. 
    De la escuela coránica más fanática en Karachi a las mansiones de los 
    funcionarios de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI) con los 
    niños en internados en Suiza, todos dicen saber que la culpa de que el 
    islamismo genere sociedades fracasadas, jamás libres, y sea incapaz de 
    afrontar la modernidad, la tienen los demás, "los cruzados", ahora el 
    Papa.
En su discurso de Ratisbona, el pontífice se refería al rechazo que 
    cualquier adoración a Dios ha de tener a los intentos de sus fieles de 
    forzar su expansión por la violencia. Incluida la fe cristiana, que durante 
    tanto tiempo lo hizo. Había mucho de autocrítica de la Iglesia de Roma 
    cuando así se expresaba el Papa en su patria bávara, bastión de la 
    contrarreforma. Pero estas consideraciones carecen de sentido. Primero 
    porque los ofendidos no conciben la autocrítica. Y sobre todo porque no 
    estamos ante una reacción de genuina ofensa o buena fe traicionada sino ante 
    una nueva operación de la vanguardia radical del islamismo para reafirmar el 
    secuestro de la comunidad religiosa islámica mundial y elevar un grado más 
    la amenaza a las sociedades libres. Pagamos hoy también la muy indigna 
    reacción de la mayor parte del mundo occidental en la crisis de las viñetas 
    de Mahoma, cuando quedaron en evidencia las fisuras y dudas sobre nuestros 
    principios en Occidente. El ejército de caricaturistas, intelectuales y 
    políticos que se prodigan en guasear sobre un Cristo o el Papa se 
    abstuvieron de solidarizarse con los daneses y de paso los tacharon de 
    ultraderechistas. Las comunidades islámicas en Europa saben ya cómo callar 
    bocas.
    En todo caso sería ahora conveniente que nos diéramos cuenta de que 
    la reacción habida demuestra brutalmente la profunda verdad que ha expresado 
    el Papa. Y desvela la falacia de la teoría de que un cambio nuestro de 
    conducta puede llevar al islam a adecuarse y a renunciar a un Dios total en 
    la vida diaria y política de los individuos y los pueblos. Ese viejo dilema 
    entre lo de Dios y lo del César. Desde la buena o la mala fe, el islam ha de 
    saber que nuestro César es el Estado de derecho y las libertades, la de 
    expresión la primera, no negociable con Dios alguno.
    El islam que se dice moderado debería movilizarse para hacer frente a 
    quienes se atribuyen el monopolio de su fe. Y no podemos ayudarle. Sería muy 
    útil que se revolviera contra la manipulación, sacara a la gente a la calle 
    cada vez que desde televisiones como Al Yazira o Al Manar se utiliza a Alá 
    para llamar al crimen, a mutilar a mujeres, celebrar asesinatos, demandar la 
    reconquista de Andalucía, Sicilia o los Balcanes o aplaudir al presidente 
    iraní cuando promete exterminar a los judíos. En caso contrario, esos 
    ejercicios de moderación de reyes, ulemas, generales o intelectuales se 
    antojan un cálculo cínico o indiferente que compra seguridad al fanático a 
    cambio de manos libres para atacar a Occidente. Los sabios templados del 
    mundo islámico son hoy tan irrelevantes como la leyenda del idílico Al 
    Andalus, ese producto ideológico turístico sevillano. Es el islam el que 
    debe dejar de amenazar, quemar y matar por el hecho de que alguien hable, 
    escriba o dibuje. Muchos creen que el intelectual Benedicto XVI no era 
    consciente de los efectos posibles de su discurso. Puede que sí y pensara 
    que reprimir verdades urgentes sólo favorece a quienes se mecen en la 
    mentira o el miedo. Lamentar los dolores que la verdad produce no significa 
    pedir perdón por expresarla. Ratisbona se perfila ya como el primer gran 
    favor que Benedicto XVI nos hace desde su pontificado a todos, al islam y a 
    Occidente.