Hermann Tertsch

                                                                                             Justo Serna

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1.El periodista Hermann Tertsch, 13 de julio de 2005  (Los archivos de Justo SernaPrimera etapa)


Hermann Tertsch es un afamado periodista de El País. Ha escrito varios libros valiéndose de sus experiencias como corresponsal en la Europa central y en otras partes en conflicto (en los Balcanes, por ejemplo). A comienzos de los noventa, sus vibrantes crónicas, tan diferentes del estilo frío de El País, y su apreciable cultura (desde luego su gran cultura para lo que muchos juzgan niveles ínfimos entre tantos reporteros) hicieron de él una voz atendible, autorizada, influyente.

 

Al cabo de los años, Tertsch ya no ejerce de corresponsal y sus lectores se bastan con seguirle las columnas de opinión que publica periódicamente. Aparecen en la sección de Internacional, de El País, y es allí, en ese espacio pequeño, zurdo y privilegiado, adonde debe dirigirse quien quiera hacerse una idea global y moral del estado del mundo. ¿Moral? Digo bien. La tarea de Tertsch no es la de suministrar datos, noticias o informaciones, sino la de evaluar el trasfondo de los acontecimientos aplicándoles una lente propiamente moral.

 

En principio, el lenguaje del reportero en activo tiende a ser imparcial, neutro y límpido con el fin de describir sin connotar, con el propósito de retratar con arrugas y todo, sin que sus simpatías o animadversión mejoren o agraven el original. En la prosa del corresponsal Tertsch había una implicación subjetiva que ha ido creciendo conforme su apellido cobraba nombradía y conforme los juicios que iba aventurando le eran aplaudidos por mayor número de lectores. Eran chispazos que el reportero se consentía, valoraciones que los destinatarios le toleraban porque la caída del Muro de Berlín y sus efectos no podían dejar al cronista como mero observador.

 

El ojo de Hermann Tertsch ha sido para muchos lectores y durante más de un lustro, un lustro rápido y asombroso, una lente de aumento y, sobre todo, una exégesis informada que traducía a los españoles la clave de una Europa oriental de la que ignorábamos casi todo, hasta su localización exacta en el mapa. Países insólitos, independencias sobrevenidas, matanzas inexplicables y personajes salidos auténticamente de una película de espías o de gángsteres, no sé, eran aclarados o iluminados o designados por alguien, Hermann Tertsch, que por linaje parecía un compatriota avergonzado o lúcido de aquellos a quienes nombraba.

 

Los conflictos de los Balcanes y la impotencia o el cinismo de la Unión Europea radicalizaron y ensombrecieron la pluma de Tertsch y sus crónicas fueron convirtiéndose en púlpitos o estrados desde los que enjuiciar o procesar a quienes eran enemigos de la humanidad o sus secuaces o sus adláteres. Las columnas que, de unos años a esta parte, publica en ‘El País’ son un destilado de ese procedimiento o, incluso, la condensación de su estilo dolido.

 

Trate lo que trate siempre habrá motivo de agravio; aborde lo que aborde siempre se pronunciará con algo de hinchazón, con contundencia expresiva, con un exceso, quizá, de ira, de irritación. Razones no faltan, desde luego, para enemistarse con el mundo, cuyo curso errático, imprevisible y cínico requiere de todos nosotros criterios firmes y moral a prueba de bombas (ay...). Los adversarios de Tertsch suelen ser antagonistas temibles de la humanidad (que, a mí, sin duda, me atemorizan), pero esos rivales adquieren en su prosa un perfil cada vez más abstracto y mayúsculo, con un énfasis próximo al de Bush: el Nacionalismo criminal, el Terrorismo homicida, el Fanatismo intolerante, claro. Se trata de grandes abstracciones, como la Maldad, que él detecta, percibe e identifica en personajes reconociblemente perversos o en tipos secundarios aparentemente inocuos.

Al convertir sus columnas en trincheras contra esos enemigos abstractos (que, insisto, él se encarga de concretar), la palabra la emplea como proyectil, pero sobre todo como banderín de enganche. Abrazó la causa de lo políticamente incorrecto y, desde ese momento, se supo rodeado de envidiosos y enemigos, muchos de los cuales estarían entre los colegas aparatosamente progres de su propio periódico. Aprobó a Bush y celebró a Juan Pablo II frente a quienes juzgaban al papa como un personaje portador de ideas ultramontanas. Se vio, pues, como cofrade de algún otro periodista de El País que, habiendo dado pasos semejantes en la misma dirección, también se desmarcaba con cierto estrépito del ideario progre del que procedía.

 

Al erigirse en portavoz de causas que la dirección de su periódico no siempre aprueba, pero tolera, su tono se va haciendo cada vez más agraviado, enfático, grandilocuente. Véase, por ejemplo, su artículo titulado “El asalto a la ciudad” (El País, 12 de julio de 2005). En esa columna, el autor hace aparentemente una defensa de las ciudades martirizadas por la violencia, por los atentadso, y de paso hace un panegírico de la urbe como espacio de libertad. Queda, la verdad, muy bien: vibrante en el tono y evidente en su conclusión. ¿Quién, salvo algún rancio y despistado retrógrado, se va a oponer a las ventajas de la ciudad? Es un discurso que despierta el aplauso y la aquiescencia. Pero, la verdad, su dictamen no mejora lo que, por ejemplo, dijera el ‘periodista’ José Ortega y Gasset sobre la plaza de la ciudad como esfera de lo diferente, como recinto de lo heterogéneo: como ese lugar que se edifica históricamente “limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin”, leemos en La rebelión de las masas.

 

Tertsch dice que las ciudades tienen enemigos que “las odian porque en ellas surge hace miles de años la riqueza de la comunicación y la libertad y dignidad del individuo, porque en ellas es tan difícil imponer verdades únicas y la peor represión nunca puede evitar complicidades humanas entre gentes de diversa procedencia, religión y etnia”. Dicho así, me parece una doctrina muy insuficiente que plantea las cosas de manera esquemática. En la ciudad, en las ciudades que acogen el anonimato, la discrepancia, el individuo y la conservación del distinto, está también –y desde hace siglos-- el acoso, la intolerancia, la atrocidad. Su retrato es, pues, en blanco y negro.

En realidad, Tertsch enuncia al final de su artículo el subtexto de esa apología de la ciudad: su columna no es una defensa de la urbe, pretexto bello que suscita la aprobación de todos pero, a la postre, meramente ornamental, sino este pensamiento que, por obvio, resulta redundante: “Ninguna democracia puede hoy permitirse ninguna paz que no pase por la derrota del terrorismo, su enemigo mortal”. No hemos de creer que esta declaración sea pura evidencia: es un aviso para navegantes, un aviso contra los terroristas, pero sobre todo para quienes quieran, según sus palabras, una “rendición encubierta”. Es decir, para quienes ideen toda política antiterrorista que no pase por la defensa de Bush, de Blair y de Aznar, tan admirados por Tertsch. No me parece mal: lo que me parece sobrante es la retórica que precede.

 

2. Hermann Tertsch y Dios, 7 de septiembre de 2005

Aupado a su columna, Hermann Tertsch se expresa como un crítico tonante, como un comentarista irascible, atronador y quejoso. Aprovecha cualquier circunstancia periodística para defender a Dios –sí, así como lo leen--, y para arremeter contra quienes lo niegan, sujetos que abdican, sujetos dimisionarios que estarían aquejados de relativismo o de pereza moral. Meses atrás se entregó con entusiasmo a la defensa de Juan Pablo II rechazando que el Papa tuviera algo que ver con ideologías ultramontanas, afeando la conducta a quienes sustentaban tamaña insolencia.

Ahora, su combate contra el paganismo, la impiedad, el ateísmo y contra la vida muelle de los occidentales cobra una nueva dimensión. El huracán Katrina –dice-- resulta incomprensible para muchos de nuestros conciudadanos, para nosotros mismos: a la postre no seríamos sino tipo egoístas, comodones que habríamos olvidado qué es la naturaleza, esa madrastra que nos daña si no le ponemos diques, podríamos añadir por nuestra parte. Y en efecto: no le falta algo de razón. De diques, precisamente, es de lo que debería haber hablado
Tertsch en “Tragedia y política” (El País, 6 de septiembre de 2005), de los diques inexistentes de Nueva Orleans. Pero no: aprovecha esta oportunidad –esta nueva oportunidad-- para combatir con fiereza a quienes se oponen a George W. Bush (aunque cuidadosamente no lo nombre), a quienes se valen de un rencor que a él le resulta incomprensible y que sólo cabría atribuir al antiamericanismo más rancio. Aprovecha, en fin, la circunstancia para condenar a quienes en este momento, según él, se felicitan en secreto por la catástrofe del Sur: una ocasión magnífica para denostar al Presidente americano por su retraso o inacción. Ese pensamiento me trae a la memoria aquel comentario tan desenvuelto, tan audaz, que Aznar dijera de la izquierda española: que sus oficiantes estaban esperando los primeros cadáveres de Irak para frotarse las manos.

Ahora bien,
Hermann Tertsch no se tapa los ojos. ¿Que “los responsables de proteger a la población por sus cargos y autoridad” no protegen? Entonces, añade condescendiente, “hacen dejación de su poder de intervención” y, a la postre, “se hunden en la ignominia”. Una acusación genérica y poco comprometedora, ya ven. Pero no es de esto de lo que quería hablarles. Quería subrayar la presencia de Dios en las tribunas de Tertsch, un dato que comienza a ser preocupante.

Para nuestro comentarista, la fortaleza de Occidente dependería del ‘creador’ (palabra que él emplea expresamente) que ungió esta civilización, palabra que aprovecha para a la vez celebrar incongruentemente a ese ateo festivo que es
Fernando Savater. El comunismo habría caído gracias al vicario de Dios en la tierra (y por extensión por designio providencial, podríamos añadir). El temple moral dependería de la condición trascendente –“siempre trascendente”-- (son términos del periodista). El individuo –“hecho a imagen y semejanza del creador, con ese rayo divino”— sería un producto nacido de la suma de las revoluciones modernas (la francesa, la americana, la emancipación femenina) y del cristianismo. Si todo lo anterior es cierto, entonces... cabría preguntarse para qué estas sublevaciones humanas, para qué el combate contra el clericalismo, para qué la Ilustración kantiana que exigió de nosotros mayoría de edad y, al fin, admisión de la finitud y de la contingencia. Más aún: en qué hemos de creer los que no creemos. ¿Somos unos tipos muelles y degenerados? Son palabras gruesas, ya lo sé, pero la impostación de la voz a que se entrega Hermann Tertsch habitualmente exige este tratamiento.

Seguro que
Tertsch conoce el libro, pero se lo volveré a recomendar. Hace unos años, en Italia apareció un libro en el que, entre otros, escribían Umberto Eco y Carlo Maria Martini, entonces arzobispo de Milán, si no recuerdo mal. En su edición de Temas de Hoy, aquel volumen se tituló ‘¿En qué creen los que no creen?’ La respuesta, inmejorable, la daba Umberto Eco. El intelectual italiano –que no profesa el catolicismo ni cualquier otra forma de confesión cristiana— daba en la diana y reivindicaba una ética laica, incluso atea. Más aún, corregía a Kant y no subordinaba dicha moral a un absoluto categórico: rebajaba la obligatoriedad del individuo frente a la humanidad. Eso sí, reafirmaba la necesidad de reconocimiento de cada uno de los individuos en el par y en la común, humanidad. Si no ando equivocado, esa ética como amor propio que se reconoce en la piedad, que no en la penitencia, es precisamente lo que Fernando Savater ha reivindicado desde hace décadas. No sé: tal vez Hermann Tertsch ha leído mal o precipitadamente las obras de filósofo donostiarra. O tal vez no y esto es una suposición culpable por la que deberé arrepentirme. Laus Deo.

 

3. Hermann Tertsch, el Estatut y Europa, 30 de septiembre de 2005

Con gran énfasis, como suele ser habitual en sus columnas, Hermann Tertsch se enardece en “Vientos del Hradshin” (El País, 28 de septiembre de 2005): al parecer le incomoda y le desgarra la poca talla, la menguada estatura de los actuales representantes europeos, entre ellos “nuestros políticos patrios”. No hay líderes, no hay una visión elevada. Allende las fronteras, Jacques Chirac, por ejemplo, merece su varapalo. Da la impresión de que aquello que le fastidia es la política de vuelo gallináceo de que el francés y otros colegas únicamente serían capaces. Da la impresión, además, de que no sólo desea y espera gente nueva y de más altas miras, sino de que añora algún tiempo pasado en que a los representantes europeos les cabía el continente en la cabeza. Da la impresión, en fin, de que Europa sólo merece ese nombre cuando se basa en el refinamiento cultural y en la exigencia, cuando los rectores de nuestros destinos políticos fundan proyectos basados en la excelencia.

Sin embargo, esas ideas (parte de las cuales yo suscribiría ahora mismo si las precisáramos de otro modo) sólo son una parte del sermón: la excelencia, la exigencia, el milagro europeo (por decirlo con Eric L. Jones) son, en efecto, rasgos propios del Viejo Mundo y son metas dignísimas por las que merece la pena batirse. De hecho, Tertsch cita a Havel, cita a Vargas Llosa, por ejemplo, y los utiliza como parapetos, como detente bala o, mejor, como autoridades indisputables cuya sola mención validaría las ideas del columnista. Cita a George Steiner (a quien yo evocaba el mismo día), el Steiner de La idea de Europa. Pero lo amputa, lo maquilla, lo hace garante y portavoz de sus ampulosas invocaciones. ¿Y por qué digo que lo amputa? Porque Steiner no calla la ignominia que ‘también’ está en la tradición y en el corazón europeo. De hecho, para este pensador, el infierno terrenal es el quinto rasgo que le sirve para definir su idea de Europa: en ese centro continental están el odio étnico y el nacionalismo chovinista como rasgos entreverados con lo mejor y lo peor de nosotros.

Pero, en el sermón de Tertsch, esos valores se completan con la invocación a Dios o al Papa, garantes del humanismo (nada menos), un humanismo suspicaz, receloso de la democracia, ese régimen en el que triunfa la ley del número. Por eso, el columnista añade: “Este concepto de la identidad y vocación europeas, culto a la libertad del individuo, está tan irreconciliablemente enfrentado al nacionalismo y las ideologías redentoras del siglo pasado, comunismo y fascismo, como al obsceno mercadeo con los principios y mecanismos de la democracia representativa”.

Leamos otra vez la última frase: el “obsceno mercadeo con los principios y mecanismos de la democracia representativa”. Aunque se invoque a Steiner para decir esto (cosa que Steiner no aprobaría) hay algo de elitismo trasnochado, de comienzos del Novecientos, de elitismo aristocratizante que repudia los regímenes de masas (entre ellos el parlamentismo que aupaba a los partidos obreros). Pero no sólo esto, pues los yerros de Tertsch no acaban aquí. Después de un verbo inflamado, la conclusión a la que llega es la de que los políticos que le incomodan no merecen ser llamados europeos, dado que los auténticos sabrían de grandes ideas humanas, dice citando a Sammy Fischer. “No hay europeos en este sentido con mando en Europa”. ¿Vaya y cuándo los hubo?, me pregunto. ¿Todos a la vez y repartidos por los distintos país? Da la impresión de que leyendo a Tertsch en efecto sólo se ganaría el linaje de lo europeo lo que es más noble y digno del continente actual y pasado. El club de los distinguidos y excelentes. Vaya, me apunto si me dejan. Me parece una idea de Tertsch muy tramposa, ‘autoindulgente’, puesto que hemos de suponer que si la formula así es porque ya sería miembro de ese círculo excelente.

Europa también es el mal, bien que lo sabe quien estuvo por los Balcanes. Europa es igualmente la limpieza étnica, la persecución religiosa, la ‘descivilización’ moral acompañada de sofisticación técnica. Tertsch lo sabe, vaya si lo sabe, pero su idealismo, el misticismo creciente con que afronta la realidad y un regeneracionismo apocalíptico y desgarrado le llevan a errar el juicio, la valoración y el diagnóstico. Un lector precipitado de su columna podría inferir que ahora, en Europa, moralmente hablando estamos peor que nunca. Un lector podría pensar que Chirac es lo peor que cabía esperar:

“Espectáculos como los ofrecidos por Jacques Chirac antes y después del referéndum”, dice nuestro columnista, “Gerhard Schröder durante toda su legislatura y tras los comicios del 18 de septiembre, Silvio Berlusconi siempre y nuestros políticos patrios durante el grotesco sainete estatutario, son todos ellos antieuropeos en el sentido de que la búsqueda de la excelencia de la que Steiner habla demanda como requisito previo algo menos de autoestima y algo más de respeto a sí mismo por parte de aquellos dispuestos a emprenderla”.

Me preguntaba tiempo atrás qué deberíamos hacer los ciudadanos europeos con ciertos políticos que manipulan tan abiertamente la realidad, el pasado, la historia o el presente. Me preguntaba qué deberíamos hacer con ellos. ¿Echarlos de cualquier modo para tontear con el abismo venidero? En Estados Unidos, su presidente ha podido idear guerras a partir de informaciones incorrectas o simplemente embusteras y no parece que Tertsch proponga nada. En Europa nos las vemos frecuentemente con políticos curtidos o desvergonzados que al invocar ideas estimables las hunden antes de vocearlas. Probablemente merecen peor suerte que el apoyo electoral que los ciudadanos les dan, pero, atención, prefiero convivir con escépticos europeos a compartir la suerte con belicosos vehementes. Por eso, George Steiner se dirigía al final de su librito a quienes, aun siendo decepcionantes, son “los hijos de Atenas y de Jerusalén”: los actuales europeos y no otros (que no existen), europeos “a menudo cansados, divididos y confusos”.

 

4. Prada, Tertsch y el genio del cristianismo, 9 de noviembre de 2005

En circunstancias de cambio, de transformación acelerada, la violencia suele aparecer y desbordarse reventando las costuras del tejido social para horror de todos nosotros. El escenario institucional parece insuficiente o restrictivo o represivo y, en cambio, la calle, la exaltación mancomunada y agresiva se vive como un ensanchamiento de lo político. Para quienes, como yo, detestamos la aglomeración y la masa festiva, la violencia colectiva sólo es el último paso de un error, de un horror. Al parecer, la exaltación ebria y sublime del estallido emociona a muchos, les atemoriza y les seduce con el abismo. Hay, sin embargo, evidentes riesgos en ello, riesgos que los ciudadanos corrientes no queremos experimentar: la vida y la hacienda de las personas peligran con la posibilidad de destruirse –como ya sucede en Francia— por la acometida jubilosa de los brutos o, en este caso, de los desarrapados. ¿De los desarrapados? En efecto, esa circunstancia excepcional suele ser aprovechada por los desalmados o los levantiscos o los desesperados para aplicar a sus adversarios la misma medicina que ellos reciben o creen recibir...: o creen recibir, insisto.

He leído con interés dos artículos que aspiran a explicar qué pasa en París. Uno es de Juan Manuel de Prada (“El malestar europeo”, ‘Abc’, 7 de noviembre de 2005) y el otro es de Hermann Tertsch  (“Constelación maldita”, ‘El País’, 8 de noviembre de 2005). Según el primero, la causa de estas violencias está en la ‘descristianización’ de Europa, en esa falta de valores católicos que tan bien encarnó Chateaubriand –a juicio de Prada-- y que ahora están en decadencia provocando el horror del continente. ¿Para cuándo una vuelta al genio del cristianismo?, parece preguntarse el novelista. ¿Para cuándo la recristianización de Europa? “Podemos engañarnos pensando que los desmanes que estos días se suceden en Francia son tan sólo la expresión traumática de un fracaso político”, empieza Prada. En realidad, tras esta violencia “se esconde ese malestar colectivo que ataca a las naciones cuando han dejado de creer en su futuro y se entregan orgiásticamente a la decrepitud”, concluye. Concluye Prada esperando que germine ese genio cristiano, esperando, en fin, el destino escatológico con el que Chateaubriand cerraba sus ‘Memorias de ultratumba’.

Por su parte, Hermann Tertsch es un periodista que ha profesado en repetidas ocasiones una admiración creciente por la Iglesia de Roma y que, por tanto, no sentirá extrañeza ante el diagnóstico de Prada. En esta ocasión, sin embargo, dice apoyarse en el laico Giovanni Sartori (en el Sartori azote de islámicos) y busca la causa de estas violencias desatadas en la expatriación de musulmanes. Se trata de inmigrantes de segunda generación, ya franceses, que sienten repulsión por el país que les acoge, por el país en donde ha nacido. “El desprecio de las minorías [islámicas] hacia ese Estado que las prima se ha convertido en la principal amenaza para libertad y la seguridad de los ciudadanos europeos y de su sociedad abierta”, añade Tertsch. Para uno, para Prada, la etiología de este mal está en el descreimiento y su solución pasa por la vuelta a los valores católicos; para otro, para Tertsch, la causa está en el credencialismo musulmán que nos invade y su respuesta residiría en el fortalecimiento institucional de la sociedad abierta.

Aparte del mantenimiento del orden público, no niego que valores e institucionalización puedan ser paliativos frente a estas desastrosas violencias. Pero me sorprende la seguridad con que se expresan ambos columnistas, dictaminando sin duda acerca de lo que acaece y poniendo reparos, cómo no, a lo que Francia es o significa o hace. Me sorprende que se pueda satanizar al país vecino –y lo de satanizar con tanto religioso de por medio no es una licencia--, que se pueda volver a demoler verbalmente su Estado y su modelo, que se pueda ridiculizar a su clase política. Me sorprende esta ligereza antifrancesa, justamente cuando las causas de estas violencias no nos son evidentes, cuando la sociología de los delincuentes y de los alborotadores no está clara.

El periodismo es, en efecto, pensamiento urgente. Pero a veces tengo para mí que es urgencia sin pensamiento. A los sociólogos y a los historiadores se nos exige una batería de datos, aparato crítico, soporte documental y prudencia analítica, sobre todo prudencia. En cambio, ciertos columnistas con prisa ya saben a qué se debe esta violencia simplemente echando un vistazo a la televisión o leyendo los despachos de las agencias de prensa. Y, sin embargo, no podemos pronunciarnos aún sobre unos estallidos que se asemejan a otros que, meses atrás, se dieron en Estados Unidos, unos saqueos y una brutalidad, unos rencores sedimentados que, suponemos, se deberán a la marginación y a la exclusión.

La llegada a Occidente de extranjeros procedentes del Tercer Mundo, decía Hans Magnus Enzensberger a comienzos de los noventa, provocaba y habría de provocar reacciones defensivas por parte de europeos nativos que sentirían su territorialidad amenazada. Enzensberger se sentía verdaderamente molesto ante estas intransigencias y nos recordaba que los occidentales somos mestizos, impuros, un producto de innumerables oleadas migratorias. Nos recordaba también que el orden social hospitalario, ese al que aspiramos y que tanta sangre ha costado en nuestro continente, nace al hacernos mutuamente accesibles, al aceptar un marco común de convivencia y al asegurar al menos el mínimo de la existencia material. El mínimo de la existencia material, insisto. El resultado es la formación de una sociedad abierta, esa de la que habló Popper y que ahora recuerda Sartori y con él su exegeta: Hermann Tertsch.

Pero, a la vez, Enzensberger ya nos advertía a comienzos de los noventa contra la "retórica universalista" del asilo indiscriminado: ese que se basa en las buenas intenciones y que no compensa con asistencia, con acogimiento y con oportunidades, pues dicha dejación es el producto, apostillaba, del autoodio o de la irresponsabilidad. Enzensberger no daba respuestas a esta tensión entre apertura y cierre, entre comunicación y defensa de lo propio, pero, en todo caso, alertaba contra la simplicidad. En 'Perspectivas de guerra civil', Enzensberger emprendió un análisis sobre la violencia que ya se daba a comienzos de la pasada década, una violencia ‘anómica’, la que viene después del derrumbe ideológico, una violencia que hoy muchos llaman nihilista y que ya entonces se detectaba: una exaltación de la destrucción, autista, ‘desinteresada’, la propia de la agresión salvaje que no precisa justificación racional o política o moral y que no se basa en el principio de autoconservación, es decir, que la practica quien carece de perspectivas, quien no tiene miedo a morir, quien carece de vínculos que aten o den responsabilidades.

No sabemos cuál es la etiología compleja de estas violencias francesas, a las que ya llaman ‘guerra civil’, aunque al parecer sus causas no tienen que ver con la religión, sino con la irreligión, con la pérdida de valores en un contexto de marginación. ¿Tendrá razón Juan Manuel de Prada cuando pide la cristianización europea? ¿De quién? ¿De los inmigrantes de segunda generación, excluidos y marginados, que, según dicen, se han sacudido el yugo islámico para no creer finalmente en nada? O, por el contrario, ¿tendrá razónTertsch cuando apoyándose en Sartori lamenta la presencia masiva de musulmanes, de inmigrantes de cultura fideísta que tienen una difícil integración por ser portadores de creencias que los hacen inasimilables? No sé. Estaremos atentos a la pantalla...

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