Hermann Tertsch
Justo Serna
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Hermann Tertsch es un afamado periodista de El
País. Ha escrito varios libros valiéndose de sus experiencias como
corresponsal en la Europa central y en otras partes en conflicto (en los
Balcanes, por ejemplo). A comienzos de los noventa, sus vibrantes crónicas, tan
diferentes del estilo frío de El País, y su apreciable cultura (desde
luego su gran cultura para lo que muchos juzgan niveles ínfimos entre tantos
reporteros) hicieron de él una voz atendible, autorizada, influyente.
Al cabo de los años, Tertsch ya no ejerce de corresponsal
y sus lectores se bastan con seguirle las columnas de opinión que publica
periódicamente. Aparecen en la sección de Internacional, de El País, y
es allí, en ese espacio pequeño, zurdo y privilegiado, adonde debe dirigirse
quien quiera hacerse una idea global y moral del estado del mundo. ¿Moral? Digo
bien. La tarea de Tertsch no es la de suministrar datos, noticias o informaciones,
sino la de evaluar el trasfondo de los acontecimientos aplicándoles una lente
propiamente moral.
En principio, el lenguaje del reportero en activo tiende a ser
imparcial, neutro y límpido con el fin de describir sin connotar, con el propósito
de retratar con arrugas y todo, sin que sus simpatías o animadversión mejoren o
agraven el original. En la prosa del corresponsal Tertsch había una
implicación subjetiva que ha ido creciendo conforme su apellido cobraba
nombradía y conforme los juicios que iba aventurando le eran aplaudidos por
mayor número de lectores. Eran chispazos que el reportero se consentía,
valoraciones que los destinatarios le toleraban porque la caída del Muro de
Berlín y sus efectos no podían dejar al cronista como mero observador.
El ojo de Hermann Tertsch ha sido para muchos lectores y
durante más de un lustro, un lustro rápido y asombroso, una lente de aumento y,
sobre todo, una exégesis informada que traducía a los españoles la clave de una
Europa oriental de la que ignorábamos casi todo, hasta su localización exacta
en el mapa. Países insólitos, independencias sobrevenidas, matanzas
inexplicables y personajes salidos auténticamente de una película de espías o
de gángsteres, no sé, eran aclarados o iluminados o designados por alguien, Hermann
Tertsch, que por linaje parecía un compatriota avergonzado o lúcido de
aquellos a quienes nombraba.
Los conflictos de los Balcanes y la impotencia o el cinismo de
la Unión Europea radicalizaron y ensombrecieron la pluma de Tertsch y
sus crónicas fueron convirtiéndose en púlpitos o estrados desde los que
enjuiciar o procesar a quienes eran enemigos de la humanidad o sus secuaces o
sus adláteres. Las columnas que, de unos años a esta parte, publica en ‘El País’
son un destilado de ese procedimiento o, incluso, la condensación de su estilo
dolido.
Trate lo que trate siempre habrá motivo de agravio; aborde lo
que aborde siempre se pronunciará con algo de hinchazón, con contundencia
expresiva, con un exceso, quizá, de ira, de irritación. Razones no faltan,
desde luego, para enemistarse con el mundo, cuyo curso errático, imprevisible y
cínico requiere de todos nosotros criterios firmes y moral a prueba de bombas
(ay...). Los adversarios de Tertsch suelen ser antagonistas temibles de
la humanidad (que, a mí, sin duda, me atemorizan), pero esos rivales adquieren
en su prosa un perfil cada vez más abstracto y mayúsculo, con un énfasis
próximo al de Bush: el Nacionalismo criminal, el Terrorismo homicida, el
Fanatismo intolerante, claro. Se trata de grandes abstracciones, como la
Maldad, que él detecta, percibe e identifica en personajes reconociblemente
perversos o en tipos secundarios aparentemente inocuos.
Al convertir sus columnas en trincheras contra esos enemigos abstractos (que,
insisto, él se encarga de concretar), la palabra la emplea como proyectil, pero
sobre todo como banderín de enganche. Abrazó la causa de lo políticamente
incorrecto y, desde ese momento, se supo rodeado de envidiosos y enemigos,
muchos de los cuales estarían entre los colegas aparatosamente progres de su
propio periódico. Aprobó a Bush y celebró a Juan Pablo II frente
a quienes juzgaban al papa como un personaje portador de ideas ultramontanas.
Se vio, pues, como cofrade de algún otro periodista de El País que, habiendo
dado pasos semejantes en la misma dirección, también se desmarcaba con cierto estrépito
del ideario progre del que procedía.
Al erigirse en portavoz de causas que la dirección de su
periódico no siempre aprueba, pero tolera, su tono se va haciendo cada vez más
agraviado, enfático, grandilocuente. Véase, por ejemplo, su artículo titulado “El
asalto a la ciudad” (El País, 12 de julio de 2005). En esa columna, el
autor hace aparentemente una defensa de las ciudades martirizadas por la
violencia, por los atentadso, y de paso hace un panegírico de la urbe como
espacio de libertad. Queda, la verdad, muy bien: vibrante en el tono y evidente
en su conclusión. ¿Quién, salvo algún rancio y despistado retrógrado, se va a
oponer a las ventajas de la ciudad? Es un discurso que despierta el aplauso y
la aquiescencia. Pero, la verdad, su dictamen no mejora lo que, por ejemplo,
dijera el ‘periodista’ José Ortega y Gasset sobre la plaza de la ciudad
como esfera de lo diferente, como recinto de lo heterogéneo: como ese lugar que
se edifica históricamente “limitando un trozo de campo mediante unos muros que
opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin”, leemos en La
rebelión de las masas.
Tertsch dice que las ciudades tienen enemigos que “las odian porque en
ellas surge hace miles de años la riqueza de la comunicación y la libertad y
dignidad del individuo, porque en ellas es tan difícil imponer verdades únicas
y la peor represión nunca puede evitar complicidades humanas entre gentes de
diversa procedencia, religión y etnia”. Dicho así, me parece una doctrina muy
insuficiente que plantea las cosas de manera esquemática. En la ciudad, en las
ciudades que acogen el anonimato, la discrepancia, el individuo y la
conservación del distinto, está también –y desde hace siglos-- el acoso, la
intolerancia, la atrocidad. Su retrato es, pues, en blanco y negro.
En realidad, Tertsch enuncia al final de su artículo el subtexto de esa
apología de la ciudad: su columna no es una defensa de la urbe, pretexto bello
que suscita la aprobación de todos pero, a la postre, meramente ornamental,
sino este pensamiento que, por obvio, resulta redundante: “Ninguna democracia
puede hoy permitirse ninguna paz que no pase por la derrota del terrorismo, su
enemigo mortal”. No hemos de creer que esta declaración sea pura evidencia: es
un aviso para navegantes, un aviso contra los terroristas, pero sobre todo para
quienes quieran, según sus palabras, una “rendición encubierta”. Es decir, para
quienes ideen toda política antiterrorista que no pase por la defensa de Bush,
de Blair y de Aznar, tan admirados por Tertsch. No me
parece mal: lo que me parece sobrante es la retórica que precede.
2. Hermann Tertsch y Dios,
7 de septiembre de 2005
Aupado a su columna,
Hermann Tertsch
se expresa como un crítico tonante, como un comentarista irascible, atronador y
quejoso. Aprovecha cualquier circunstancia periodística para defender a Dios
–sí, así como lo leen--, y para arremeter contra quienes lo niegan, sujetos que
abdican, sujetos dimisionarios que estarían aquejados de relativismo o de pereza
moral. Meses atrás se entregó con entusiasmo a la defensa de
Juan Pablo II
rechazando que el Papa tuviera algo que ver con ideologías ultramontanas,
afeando la conducta a quienes sustentaban tamaña insolencia.
Ahora, su combate contra el paganismo, la impiedad, el ateísmo y contra la vida
muelle de los occidentales cobra una nueva dimensión. El huracán Katrina –dice--
resulta incomprensible para muchos de nuestros conciudadanos, para nosotros
mismos: a la postre no seríamos sino tipo egoístas, comodones que habríamos
olvidado qué es la naturaleza, esa madrastra que nos daña si no le ponemos
diques, podríamos añadir por nuestra parte. Y en efecto: no le falta algo de
razón. De diques, precisamente, es de lo que debería haber hablado
Tertsch en
“Tragedia y política” (El País, 6 de septiembre de 2005), de los diques
inexistentes de Nueva Orleans. Pero no: aprovecha esta oportunidad –esta nueva
oportunidad-- para combatir con fiereza a quienes se oponen a
George W. Bush
(aunque cuidadosamente no lo nombre), a quienes se valen de un rencor que a él
le resulta incomprensible y que sólo cabría atribuir al antiamericanismo más
rancio. Aprovecha, en fin, la circunstancia para condenar a quienes en este
momento, según él, se felicitan en secreto por la catástrofe del Sur: una
ocasión magnífica para denostar al Presidente americano por su retraso o
inacción. Ese pensamiento me trae a la memoria aquel comentario tan desenvuelto,
tan audaz, que Aznar dijera de la izquierda española: que sus oficiantes estaban
esperando los primeros cadáveres de Irak para frotarse las manos.
Ahora bien, Hermann Tertsch
no se tapa los ojos. ¿Que “los responsables de proteger a la población por sus
cargos y autoridad” no protegen? Entonces, añade condescendiente, “hacen
dejación de su poder de intervención” y, a la postre, “se hunden en la
ignominia”. Una acusación genérica y poco comprometedora, ya ven. Pero no es de
esto de lo que quería hablarles. Quería subrayar la presencia de Dios en las
tribunas de Tertsch,
un dato que comienza a ser preocupante.
Para nuestro comentarista, la fortaleza de Occidente dependería del ‘creador’
(palabra que él emplea expresamente) que ungió esta civilización, palabra que
aprovecha para a la vez celebrar incongruentemente a ese ateo festivo que es
Fernando Savater.
El comunismo habría caído gracias al vicario de Dios en la tierra (y por
extensión por designio providencial, podríamos añadir). El temple moral
dependería de la condición trascendente –“siempre trascendente”-- (son términos
del periodista). El individuo –“hecho a imagen y semejanza del creador, con ese
rayo divino”— sería un producto nacido de la suma de las revoluciones modernas
(la francesa, la americana, la emancipación femenina) y del cristianismo. Si
todo lo anterior es cierto, entonces... cabría preguntarse para qué estas
sublevaciones humanas, para qué el combate contra el clericalismo, para qué la
Ilustración kantiana que exigió de nosotros mayoría de edad y, al fin, admisión
de la finitud y de la contingencia. Más aún: en qué hemos de creer los que no
creemos. ¿Somos unos tipos muelles y degenerados? Son palabras gruesas, ya lo
sé, pero la impostación de la voz a que se entrega
Hermann Tertsch
habitualmente exige este tratamiento.
Seguro que Tertsch
conoce el libro, pero se lo volveré a recomendar.
Hace unos años, en Italia apareció un libro en el que, entre otros, escribían
Umberto Eco
y Carlo Maria Martini,
entonces arzobispo de Milán, si no recuerdo mal. En su edición de Temas de Hoy,
aquel volumen se tituló ‘¿En qué creen los que no creen?’ La respuesta,
inmejorable, la daba Umberto Eco.
El intelectual italiano –que no profesa el catolicismo ni cualquier otra forma
de confesión cristiana— daba en la diana y reivindicaba una ética laica, incluso
atea. Más aún, corregía a Kant
y no subordinaba dicha moral a un absoluto categórico: rebajaba la
obligatoriedad del individuo frente a la humanidad. Eso sí, reafirmaba la
necesidad de reconocimiento de cada uno de los individuos en el par y en la
común, humanidad. Si no ando equivocado, esa ética como amor propio que se
reconoce en la piedad, que no en la penitencia, es precisamente lo que
Fernando Savater
ha reivindicado desde hace décadas. No sé: tal vez
Hermann Tertsch
ha leído mal o precipitadamente las obras de filósofo donostiarra. O tal vez no
y esto es una suposición culpable por la que deberé arrepentirme. Laus Deo.
3. Hermann Tertsch, el
Estatut y Europa, 30 de septiembre de 2005
Con gran énfasis, como suele ser habitual en sus columnas,
Hermann Tertsch se enardece en “Vientos del Hradshin” (El País, 28
de septiembre de 2005): al parecer le incomoda y le desgarra la poca talla, la
menguada estatura de los actuales representantes europeos, entre ellos “nuestros
políticos patrios”. No hay líderes, no hay una visión elevada. Allende las
fronteras, Jacques Chirac, por ejemplo, merece su varapalo. Da la
impresión de que aquello que le fastidia es la política de vuelo gallináceo de
que el francés y otros colegas únicamente serían capaces. Da la impresión,
además, de que no sólo desea y espera gente nueva y de más altas miras, sino de
que añora algún tiempo pasado en que a los representantes europeos les cabía el
continente en la cabeza. Da la impresión, en fin, de que Europa sólo merece ese
nombre cuando se basa en el refinamiento cultural y en la exigencia, cuando los
rectores de nuestros destinos políticos fundan proyectos basados en la
excelencia.
Sin embargo, esas ideas (parte de las cuales yo suscribiría ahora mismo si las
precisáramos de otro modo) sólo son una parte del sermón: la excelencia, la
exigencia, el milagro europeo (por decirlo con Eric L. Jones) son, en
efecto, rasgos propios del Viejo Mundo y son metas dignísimas por las que merece
la pena batirse. De hecho, Tertsch cita a Havel, cita a Vargas
Llosa, por ejemplo, y los utiliza como parapetos, como detente bala o,
mejor, como autoridades indisputables cuya sola mención validaría las ideas del
columnista. Cita a George Steiner (a quien yo evocaba el mismo día), el
Steiner de La idea de Europa. Pero lo amputa, lo maquilla, lo hace
garante y portavoz de sus ampulosas invocaciones. ¿Y por qué digo que lo amputa?
Porque Steiner no calla la ignominia que ‘también’ está en la tradición y
en el corazón europeo. De hecho, para este pensador, el infierno terrenal es el
quinto rasgo que le sirve para definir su idea de Europa: en ese centro
continental están el odio étnico y el nacionalismo chovinista como rasgos
entreverados con lo mejor y lo peor de nosotros.
Pero, en el sermón de Tertsch, esos valores se completan con la
invocación a Dios o al Papa, garantes del humanismo (nada menos),
un humanismo suspicaz, receloso de la democracia, ese régimen en el que triunfa
la ley del número. Por eso, el columnista añade: “Este concepto de la identidad
y vocación europeas, culto a la libertad del individuo, está tan
irreconciliablemente enfrentado al nacionalismo y las ideologías redentoras del
siglo pasado, comunismo y fascismo, como al obsceno mercadeo con los principios
y mecanismos de la democracia representativa”.
Leamos otra vez la última frase: el “obsceno mercadeo con los principios y
mecanismos de la democracia representativa”. Aunque se invoque a Steiner
para decir esto (cosa que Steiner no aprobaría) hay algo de elitismo
trasnochado, de comienzos del Novecientos, de elitismo aristocratizante que
repudia los regímenes de masas (entre ellos el parlamentismo que aupaba a los
partidos obreros). Pero no sólo esto, pues los yerros de Tertsch no
acaban aquí. Después de un verbo inflamado, la conclusión a la que llega es la
de que los políticos que le incomodan no merecen ser llamados europeos, dado que
los auténticos sabrían de grandes ideas humanas, dice citando a Sammy Fischer.
“No hay europeos en este sentido con mando en Europa”. ¿Vaya y cuándo los hubo?,
me pregunto. ¿Todos a la vez y repartidos por los distintos país? Da la
impresión de que leyendo a Tertsch en efecto sólo se ganaría el linaje de
lo europeo lo que es más noble y digno del continente actual y pasado. El club
de los distinguidos y excelentes. Vaya, me apunto si me dejan. Me parece una
idea de Tertsch muy tramposa, ‘autoindulgente’, puesto que hemos de
suponer que si la formula así es porque ya sería miembro de ese círculo
excelente.
Europa también es el mal, bien que lo sabe quien estuvo por los Balcanes. Europa
es igualmente la limpieza étnica, la persecución religiosa, la ‘descivilización’
moral acompañada de sofisticación técnica. Tertsch lo sabe, vaya si lo
sabe, pero su idealismo, el misticismo creciente con que afronta la realidad y
un regeneracionismo apocalíptico y desgarrado le llevan a errar el juicio, la
valoración y el diagnóstico. Un lector precipitado de su columna podría inferir
que ahora, en Europa, moralmente hablando estamos peor que nunca. Un lector
podría pensar que Chirac es lo peor que cabía esperar:
“Espectáculos como los ofrecidos por Jacques Chirac antes y después del
referéndum”, dice nuestro columnista, “Gerhard Schröder durante toda su
legislatura y tras los comicios del 18 de septiembre, Silvio Berlusconi
siempre y nuestros políticos patrios durante el grotesco sainete estatutario,
son todos ellos antieuropeos en el sentido de que la búsqueda de la excelencia
de la que Steiner habla demanda como requisito previo algo menos de
autoestima y algo más de respeto a sí mismo por parte de aquellos dispuestos a
emprenderla”.
Me preguntaba tiempo atrás qué deberíamos hacer los ciudadanos europeos con
ciertos políticos que manipulan tan abiertamente la realidad, el pasado, la
historia o el presente. Me preguntaba qué deberíamos hacer con ellos. ¿Echarlos
de cualquier modo para tontear con el abismo venidero? En Estados Unidos, su
presidente ha podido idear guerras a partir de informaciones incorrectas o
simplemente embusteras y no parece que Tertsch proponga nada. En Europa
nos las vemos frecuentemente con políticos curtidos o desvergonzados que al
invocar ideas estimables las hunden antes de vocearlas. Probablemente merecen
peor suerte que el apoyo electoral que los ciudadanos les dan, pero, atención,
prefiero convivir con escépticos europeos a compartir la suerte con belicosos
vehementes. Por eso, George Steiner se dirigía al final de su librito a
quienes, aun siendo decepcionantes, son “los hijos de Atenas y de Jerusalén”:
los actuales europeos y no otros (que no existen), europeos “a menudo cansados,
divididos y confusos”.
En circunstancias de cambio, de
transformación acelerada, la violencia suele aparecer y desbordarse reventando
las costuras del tejido social para horror de todos nosotros. El escenario
institucional parece insuficiente o restrictivo o represivo y, en cambio, la
calle, la exaltación mancomunada y agresiva se vive como un ensanchamiento de lo
político. Para quienes, como yo, detestamos la aglomeración y la masa festiva,
la violencia colectiva sólo es el último paso de un error, de un horror. Al
parecer, la exaltación ebria y sublime del estallido emociona a muchos, les
atemoriza y les seduce con el abismo. Hay, sin embargo, evidentes riesgos en
ello, riesgos que los ciudadanos corrientes no queremos experimentar: la vida y
la hacienda de las personas peligran con la posibilidad de destruirse –como ya
sucede en Francia— por la acometida jubilosa de los brutos o, en este caso, de
los desarrapados. ¿De los desarrapados? En efecto, esa circunstancia excepcional
suele ser aprovechada por los desalmados o los levantiscos o los desesperados
para aplicar a sus adversarios la misma medicina que ellos reciben o creen
recibir...: o creen recibir, insisto.
He leído con interés dos artículos que aspiran a explicar qué pasa en París. Uno
es de Juan Manuel de Prada (“El malestar europeo”, ‘Abc’, 7 de noviembre
de 2005) y el otro es de Hermann Tertsch (“Constelación maldita”,
‘El País’, 8 de noviembre de 2005). Según el primero, la causa de estas
violencias está en la ‘descristianización’ de Europa, en esa falta de valores
católicos que tan bien encarnó Chateaubriand –a juicio de Prada--
y que ahora están en decadencia provocando el horror del continente. ¿Para
cuándo una vuelta al genio del cristianismo?, parece preguntarse el novelista.
¿Para cuándo la recristianización de Europa? “Podemos engañarnos pensando que
los desmanes que estos días se suceden en Francia son tan sólo la expresión
traumática de un fracaso político”, empieza Prada. En realidad, tras esta
violencia “se esconde ese malestar colectivo que ataca a las naciones cuando han
dejado de creer en su futuro y se entregan orgiásticamente a la decrepitud”,
concluye. Concluye Prada esperando que germine ese genio cristiano,
esperando, en fin, el destino escatológico con el que Chateaubriand cerraba sus
‘Memorias de ultratumba’.
Por su parte, Hermann Tertsch es un periodista que ha profesado en
repetidas ocasiones una admiración creciente por la Iglesia de Roma y que, por
tanto, no sentirá extrañeza ante el diagnóstico de Prada. En esta
ocasión, sin embargo, dice apoyarse en el laico Giovanni Sartori (en el
Sartori azote de islámicos) y busca la causa de estas violencias
desatadas en la expatriación de musulmanes. Se trata de inmigrantes de segunda
generación, ya franceses, que sienten repulsión por el país que les acoge, por
el país en donde ha nacido. “El desprecio de las minorías [islámicas] hacia ese
Estado que las prima se ha convertido en la principal amenaza para libertad y la
seguridad de los ciudadanos europeos y de su sociedad abierta”, añade Tertsch.
Para uno, para Prada, la etiología de este mal está en el descreimiento y su
solución pasa por la vuelta a los valores católicos; para otro, para Tertsch,
la causa está en el credencialismo musulmán que nos invade y su respuesta
residiría en el fortalecimiento institucional de la sociedad abierta.
Aparte del mantenimiento del orden público, no niego que valores e
institucionalización puedan ser paliativos frente a estas desastrosas
violencias. Pero me sorprende la seguridad con que se expresan ambos
columnistas, dictaminando sin duda acerca de lo que acaece y poniendo reparos,
cómo no, a lo que Francia es o significa o hace. Me sorprende que se pueda
satanizar al país vecino –y lo de satanizar con tanto religioso de por medio no
es una licencia--, que se pueda volver a demoler verbalmente su Estado y su
modelo, que se pueda ridiculizar a su clase política. Me sorprende esta ligereza
antifrancesa, justamente cuando las causas de estas violencias no nos son
evidentes, cuando la sociología de los delincuentes y de los alborotadores no
está clara.
El periodismo es, en efecto, pensamiento urgente. Pero a veces tengo para mí que
es urgencia sin pensamiento. A los sociólogos y a los historiadores se nos exige
una batería de datos, aparato crítico, soporte documental y prudencia analítica,
sobre todo prudencia. En cambio, ciertos columnistas con prisa ya saben a qué se
debe esta violencia simplemente echando un vistazo a la televisión o leyendo los
despachos de las agencias de prensa. Y, sin embargo, no podemos pronunciarnos
aún sobre unos estallidos que se asemejan a otros que, meses atrás, se dieron en
Estados Unidos, unos saqueos y una brutalidad, unos rencores sedimentados que,
suponemos, se deberán a la marginación y a la exclusión.
La llegada a Occidente de extranjeros procedentes del Tercer Mundo, decía
Hans Magnus Enzensberger a comienzos de los noventa, provocaba y habría de
provocar reacciones defensivas por parte de europeos nativos que sentirían su
territorialidad amenazada. Enzensberger se sentía verdaderamente molesto
ante estas intransigencias y nos recordaba que los occidentales somos mestizos,
impuros, un producto de innumerables oleadas migratorias. Nos recordaba también
que el orden social hospitalario, ese al que aspiramos y que tanta sangre ha
costado en nuestro continente, nace al hacernos mutuamente accesibles, al
aceptar un marco común de convivencia y al asegurar al menos el mínimo de la
existencia material. El mínimo de la existencia material, insisto. El resultado
es la formación de una sociedad abierta, esa de la que habló Popper y que
ahora recuerda Sartori y con él su exegeta: Hermann Tertsch.
Pero, a la vez, Enzensberger ya nos advertía a comienzos de los noventa
contra la "retórica universalista" del asilo indiscriminado: ese que se basa en
las buenas intenciones y que no compensa con asistencia, con acogimiento y con
oportunidades, pues dicha dejación es el producto, apostillaba, del autoodio o
de la irresponsabilidad. Enzensberger no daba respuestas a esta tensión
entre apertura y cierre, entre comunicación y defensa de lo propio, pero, en
todo caso, alertaba contra la simplicidad. En 'Perspectivas de guerra civil',
Enzensberger emprendió un análisis sobre la violencia que ya se daba a
comienzos de la pasada década, una violencia ‘anómica’, la que viene después del
derrumbe ideológico, una violencia que hoy muchos llaman nihilista y que ya
entonces se detectaba: una exaltación de la destrucción, autista,
‘desinteresada’, la propia de la agresión salvaje que no precisa justificación
racional o política o moral y que no se basa en el principio de autoconservación,
es decir, que la practica quien carece de perspectivas, quien no tiene miedo a
morir, quien carece de vínculos que aten o den responsabilidades.
No sabemos cuál es la etiología compleja de estas violencias francesas, a las
que ya llaman ‘guerra civil’, aunque al parecer sus causas no tienen que ver con
la religión, sino con la irreligión, con la pérdida de valores en un contexto de
marginación. ¿Tendrá razón Juan Manuel de Prada cuando pide la
cristianización europea? ¿De quién? ¿De los inmigrantes de segunda generación,
excluidos y marginados, que, según dicen, se han sacudido el yugo islámico para
no creer finalmente en nada? O, por el contrario, ¿tendrá razónTertsch
cuando apoyándose en Sartori lamenta la presencia masiva de musulmanes,
de inmigrantes de cultura fideísta que tienen una difícil integración por ser
portadores de creencias que los hacen inasimilables? No sé. Estaremos atentos a
la pantalla...
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En 2005
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