Publicado en Archipiélago, Carpeta Pensar, narrar, enseñar la Historia”, núm. 47 (2001), págs. 21-30.

           

El historiador como educador

 

Justo Serna

 

1. Es bastante común que recordemos nuestra pubertad, que no hayamos olvidado las injurias que aquella edad nos infligió, los miedos que nos atenazaban, el reparo con que nos mirábamos al espejo, temerosos de descubrir a un ser sin atributos, a un adolescente sin cualidades. Es muy frecuente que esas evocaciones las retengamos mejor que hechos o avatares que nos son temporalmente más cercanos y que no tuvieron la gravedad figurada o verdadera, enfática y existencial, de otros que los precedieron. La adolescencia es esa etapa en que nos aventuramos en el mundo y escapamos de una familia que nos incomoda, de unos padres que siempre decepcionan; la pubertad es ese instante en que decretamos la fealdad de ese mundo, la torpe manufactura del mundo de los mayores, ese instante en que decidimos rehacer lo descompuesto o reparar lo roto, es decir, todo. Pero la adolescencia es también ese momento en que los adultos más parecen empecinarse en negarnos, en desmentirnos, en impedir la tarea salvífica, heroica o temeraria que nos hemos impuesto. Esos mayores, a los que vemos como unos fracasados que no supieron o no se molestaron en recrear el mundo, se empeñan, sin embargo, en contenernos; son un freno y un corsé y una horma que nos restringen, y sus palabras sólo son una cantinela, una perorata, un sermón con que nos sotanean.

En unas circunstancias tan desfavorables, en un momento en el que se manifiesta con insolencia e incluso con arrogancia la hostilidad generacional, ¿tiene algún valor la historia o la cultura histórica?  ¿Les sirve para algo a esos jóvenes que irrumpen contra el mundo feo y mal hecho de los adultos? Generalmente, esos mayores justifican la historia en términos de memoria colectiva. Recuerda lo que hicieron tus antepasados, evoca sus gestas, no olvides aquello que nos mancomuna a ellos y a nosotros. Has de saber de dónde venimos, has de retener cuál es la filiación y la progenie, has de conservar su legado. En otros casos, cuando el pasado es vergonzoso, cuando de él se derivan males o ejemplos a evitar, cuando ese pasado sólo nos devuelve violencias e iniquidades, entonces su evocación es aleccionadora: quien ignora lo que otros hicieron, quien olvida lo que sus predecesores malbarataron, está condenado a repetirlo, a equivocarse de nuevo, a infligir nuevos daños, igual de odiosos y de viejos con que se hostigaron las generaciones anteriores. Es decir, a la historia se la concibe habitualmente como una argamasa o como un reparador, como un cemento que da cohesión a lo que no la tiene o como una lección que endereza y de la que se seguirían modelos a imitar o ejemplos a evitar. Pero, además, a la historia se le atribuyen valores comunitarios, esto es, si volvemos sobre el pasado, si hacemos ejercicios de memoria es porque su evocación nos hace conscientes de nuestra pertenencia. Así como el recuerdo individual nos confirma la filiación y la progenie, la memoria colectiva nos ata a una comunidad, afirma los lazos primarios y nos hace ver, en efecto, que no nos pertenecemos del todo, que hay dependencias irrevocables y que nos asentamos en un territorio compartido, que hablamos una lengua que tomamos en préstamo y de la que sólo somos usuarios.

¿De verdad son éstas las virtudes de la historia? ¿Cabe predicar de la memoria colectiva ese valor cohesivo o reparador a que nos referíamos? Más que responder a estos interrogantes, habría que plantearlos de otro modo. ¿Aprecian los adolescentes la cualidad colectiva de la historia? ¿Confían en los efectos comunitarios, de irrigación, con que la pensamos habitualmente? Ensayemos dos respuestas posibles. En el primero de los casos, el adolescente aceptará esos valores y confirmará dicha lección colectiva, esa pertenencia que le da seguridad y continuidad; en el segundo, los negará, los repudiará y rechazará con hostilidad o con indiferencia a quien lo sermonee con esas pamemas. Frente a lo que es común, frente a la tesis de los valores colectivos de la memoria con que debaten historiadores y políticos y en los que deberían creer los jovencitos, frente al adolescente empeñoso que acepta la lección de sus mayores, tratemos de pensar la lógica de esa segunda respuesta. Le podemos aceptar de entrada que el colectivismo no le seduzca y que el suyo sea fundamentalmente un mundo individual, podemos aceptarle que se atrinchere en sí mismo, que se instala en el presente, que se afirme en su condición irrepetible sin reconocer obediencias ni pertenencias. ¿Podremos convencerle afirmando otros valores para la historia sin necesidad de recurrir a las enseñanzas comunitarias o a los efectos cohesivos que de ella se derivarían?

 

2. Para empezar, en el mero rechazo de la historia hay error y hay inteligencia instintiva. Hay error, porque la ignorancia de la historia, el olvido de la historia al identificarla con pasado muerto nos sume en la angustia de un presente eterno, de un momento que siempre es peor, de una ansiedad que no tiene cura. Para adolescentes actuales, para aquellos que viven en un mundo lleno de seguridades, de acomodos materiales, de parapetos materiales que sus mayores les han legado, la historia es siempre peor, el relato tedioso de una batalla que no es la suya, la relación de penalidades que otros sufrieron y que ellos no padecen. Sin embargo, a poco sensible que sea ese joven, la adolescencia es una época de dolor, de malestar y de zozobra individuales, y con ella el púber se interroga sobre lo que le daña, sobre lo que le atemoriza, sobre qué hacer. Para algunos, los miedos se exorcizan con la violencia, con la brutalidad destructiva, con la arrogancia gregaria de la tribu que se manifiesta y que halla su hueco. No podemos dejar de ser algo gregarios y algunos lo son en gran medida: más aún, algunos no dejan de serlo nunca.

Paradójicamente, el colectivismo del adolescente es alternativo al colectivismo de sus mayores. Mientras el de los jóvenes es presentista y se reconoce en lo inmediato, en lo que nos identifica, el de los mayores se funda o al menos dice fundarse en el pasado, en la comunidad grande a la que se pertenece. Los colectivismos son antídotos contra la soledad, contra la evidencia dolorosa e insoportable de la propia muerte, contra el escándalo de la propia muerte, y contra la debilidad del yo, del individuo frente a las amenazas del entorno natural o social. Sin embargo, la exacerbación de los colectivismos conduce a la violencia. Es tal la fuerza que sentimos de consuno, es tal la confianza que depositamos en el grupo, que emprendemos acciones violentas, arriesgadas, temerarias, sólo porque contamos con las defensas de los nuestros o de los que creemos los nuestros. 

El colectivismo es propiamente humano, pero junto a ese atributo, tan peligroso en la adolescencia, tan destructivo, tan poco formativo, deberíamos cultivar el individualismo, que es el mejor modo de asumir responsabilidades y de crecer. Reconocerse individuo, admitir lo que nos convierte en diferentes e irrepetibles, lo que nos hace distintos a cada uno, lo que impide el solapamiento y la confusión, es madurar --crecer y madurar--, es apartarse aunque sólo sea en parte del grupo y de lo gregario, de lo que me hace igual o semejante. Cuando alcanzamos dicho logro, reconocerse individuo alboroza, justamente porque nos concebimos como obra nuestra, como expresión de un esfuerzo tenaz por distinguirnos. Pero, hasta ese momento, es y también y sobre todo un doloroso y solitario aprendizaje: la injuria a que mi yo individual se ve sometido. Por eso, hay tantos y tantos que se entregan a lo gregario, que se sienten confortablemente atados a lo colectivo, que no se interrogan sobre las pertenencias que les ahorman y a las que toman como irrevocables. Atan, cierto, pero sobre todo dan seguridad y nos permiten evitar la incomodidad de hacerse uno a sí mismo, como diría Fromm.

Si predico el individualismo como esfuerzo de autocreación madura --en el sentido que le diera a esta expresión Fernando Savater--, si defiendo la soledad como recurso de enseñanza, es porque en esa circunstancia el adolescente se admite débil y sin nación, arrojado a un mundo que él no ha creado y en el que difícilmente se reconoce o que no reconoce como propio. Es decir, sostengo lo contrario del gregarismo a que se entregan los adolescentes inducidos por sus propios miedos, unos adolescentes que creen conjurar sus miedos mancomunadamente con el grupo numeroso y arrogante. Esto es, defiendo lo contrario de ese gregarismo a que empujan las modas y los modos de una sociedad que hace de lo colectivo, de las manifestaciones colectivas, la fiesta de los jóvenes, la reunión multitudinaria y tumultuosa que se expresa con una  sola voz, el rugido futbolístico de la hinchada que nos hace desaparecer, la violencia de la tribu tras la que me parapeto. No hay una sola voz: cada uno de los jóvenes, cada uno de ellos, debe encontrar su propia expresión, su entonación y su estilo, sus modos de vocalizar, de ejercitarla y de ejercer su vida. Hay que estimular en nuestros adolescentes el gusto por lo rabiosamente propio, el aprecio de lo que me distingue; hay que potenciar aquello que me separa y que no me hace ser uno más; hay, en efecto, que encontrar ese modelo propio de excelencia que me hace necesario, que me justifica y que me hace dolerme y enorgullecerme de mi diferencia, que me hace apreciar y sentir vértigo de lo que me constituye. Reconocerse individuo es a la vez gozoso y doloroso. 

Pero, claro, ese alborozo y ese lastre, esa labor y esa condena de la que no me exime ninguna pertenencia –como saberme nacido en una familia no me evita separarme de ella--, son tareas que hay que aprender y para las que contamos con la historia. En este caso, el saber histórico no es ni debe ser formación del espíritu nacional, no es ni puede ser el aprendizaje de lo que me anula, de lo que me hace epígono o producto de lo que me antecede, de lo que me niega y de lo que sólo soy epifenómeno o consecuencia previsible. Por eso, el adolescente que se niega a dejarse engatusar con prédicas colectivistas, con una historia colectiva de la que él es víctima o resultado, manifiesta inteligencia instintiva. Hace unos años, Gilles Lipovetsky publicó un texto lúcido y discutible, sabio y controvertido. Lo tituló El crepúsculo del deber. Constataba el cese paulatino de las prescripciones y de las prohibiciones modernas a que se han atenido los individuos; constataba hacia finales del siglo XX el triunfo de una moral indolora, de una axiología individualista, de un comportamiento propiamente individual con el que los sujetos rechazan imposiciones colectivas, invocaciones superiores, renuncias personales. Aquí –añadía Lipovetsky--, nadie parece estar dispuesto a dejarse matar, a entregarse al servicio de entelequias o quimeras, a entregarse en beneficio de la patria que reclama su cuota de sangre y de sacrificios.  La consecuencia inmediata de esta moral indolora sería el debilitamiento de los esfuerzos colectivos a los que desde antaño nos sumábamos, un egoísmo insolidario, se añade. De ser cierto, ese hecho tendría consecuencias negativas y positivas. Las negativas vendrían de la vida muelle, del confort, del consumo, del materialismo, de la irresponsabilidad ante lo colectivo. Las positivas vendrían de la duda que a todos suscita hoy el sacrificio guerrero, el rechazo creciente y sin paliativos del ardor bélico y belicista. Salvo excepciones, es cada vez menor el número de ciudadanos entregados y modosos que acepten de grado la renuncia al yo en beneficio de causas belicosas e ideas asesinas.

La historia nacional, aquella que se cultivó desde el ochocientos, hizo del mito historicista y colectivo, de la nación en armas, de la comunidad acotada y acosada, su objeto. La historia decimonónica se asociaba a los Estados-nación o, más adelante, a las réplicas que los negaban o aspiraban a suplantarlos o a recrearlos. Para jóvenes crecidos en el bienestar y en la permisividad reciente, para adolescentes bien nutridos y sin preocupaciones materiales graves, para muchachos que no hicieron ninguna guerra y que a toda costa las han evitado y para chicos que han evitado calzarse las botas o vestir un uniforme, la historia nacional de sus mayores, es la historia de un pasado que no le es propio, es una evocación heroica que nada les dice, es un arma a desactivar, un peligroso o aburrido instrumento de muerte o de justificación de la muerte. Para jóvenes que viven una experiencia de zozobra y de duda, de interrogación y de incertidumbre, de vivencia individual, que buscan la solidaridad de los cercanos, y que han crecido con mil y un relatos de vidas privadas, con mil y una películas de seres cercanos, la historia colectiva de los historiadores es una narración extraña, un saber arcano, con categorías que conceptúan caminos que no son propios, pasados en los que ni siquiera hay una buena historia que contar y en los que, otra vez, no se reconocen. Instintivamente se apartan de ese pretérito que no les pertenece y que los hace epígonos y se instalan en un presente ahistórico, en una actualidad contemporánea en la que sólo los coetáneos les son vecinos o parejos. ¿Hay alguna posibilidad de atraerlos? ¿Hay alguna posibilidad de hacerles ver el valor de una cultura histórica, de contarles la historia de otro modo?

La cultura histórica por la que abogo no es sólo la de la historia convencional y académica, la historia de lo que los historiadores y políticos entienden por tal. La cultura histórica por la que abogo está poblada por personajes reales y ficticios, por sujetos de carne y hueso que son de los nuestros, que son como nosotros, que encarnan conductas en las que nos reconocemos o valores que provocan adhesión o extrañeza, sorpresa, estupor. La cultura histórica por la que me inclino –y que no es la historia ni el pasado de los historiadores y que no es la memoria colectiva y nacional a que nos obliga nuestro grupo de pertenencia— es un depósito y un observatorio. Un depósito porque hay allí, en ella, un repertorio de individuos dispuestos a ser relatados, dispuestos a ser exhumados, individuos que lograron expresarse en su tiempo y que, como nosotros, no sabían cómo iban a andar los tiempos, no sabían qué les depararía el porvenir. Si leemos esas historias así, si las observamos, si tratamos de emprender esa inspección y esa comprobación, esa comparación y esa evaluación, las vidas de nuestros antepasados serán vidas paralelas a las nuestras, relatos de vidas en los que apreciar semejanzas, en los que podremos descubrir la tarea brava y heroica de definirse ante las inclemencias de la sociedad y de los poderes. Pero serán también vidas extrañas, conductas diferentes a las nuestras, conductas en las que no nos reconocemos y en las que se materializan comportamientos, prácticas y  recursos distintos de los nuestros.

No se trata de crear buenos ciudadanos, fieles defensores de un pasado nacional, respetuosos de los mitos que a todos nos igualan y mancomunan. No se trata tampoco de crear historiadores chiquititos o en potencia, investigadores apresurados y con la memoria abarrotada de conocimientos que mayoritariamente no cursarán esa licenciatura. Se trata, por el contrario, de ayudar a los jóvenes y de ayudarnos, en fin, a ordenar el caos que llevan y llevamos dentro, como indicaba Nietzsche, a partir de unos pocos cimientos de los que se exhuman unos fragmentos, vestigios del pasado, hechos y cosas, nombres y hombres en los que apreciar algo de nosotros mismos o algo que nos desmiente. Se trata de leer, del vicio y del placer de leer, de leer en voz alta, demorarse en esos párrafos y averiguar lo que nos transmiten; se trata de multiplicar las lecturas, tomando el pasado como ese depósito u observatorio de experiencias, de enseñanzas, de contrastes, de modelos y de casos.

No me propongo sugerir cómo organizar la enseñanza de la historia en la escuela; no me propongo indicar qué recursos y qué tecnología deberían emplearse; no hablo del saber académico ni del currículum que los decretos ministeriales establecen y a que se ven obligados profesores y estudiantes. Hablo de cosas más simples, del valor de las humanidades, de las humanidades tomadas como saber no instrumental, como saber formativo, fundado sobre la lectura y sobre los libros, un saber que permite completar el mundo estrecho en que vivimos, y que garantiza nuestro crecimiento y la maduración a la que aspiramos. Hablo de un entusiasmo y de un aprecio, de algo que va más allá del aula y de las prescripciones del aula, algo que tiene que ver con la vida, con las urgencias de la vida, algo para lo que los profesores son o han de ser justamente maestros de vida.

 

3. El profesor de historia, el historiador como educador, no debería ser un mero transmisor de saberes ya establecidos, sino un guía que tutela con mano firme el autodescubrimiento de esos individuos que son los muchachos y el descubrimiento de esos sujetos con quienes se contrastan y se comparan. Los jóvenes deben aprender a hacerse y a hacer propios una serie de valores que a todos nos aúpan y que nos mejoran, los valores que a él lo hacen un individuo valioso en sí mismo, irrepetible, imprevisible, un individuo tomado como fin y no como medio, y que son los valores de la tolerancia, de la libertad incondicionada, de la democracia, en fin. Si ellos y nosotros estamos aquí, si hemos conseguido llegar hasta aquí,  es gracias a un marco normativo que nos permite a cada uno sobrevivir al margen de la axiología de cada cual, al margen de las concepciones y de las fantasías de cada cual. El adolescente no tiene nación y se distancia de la familia; el joven carece de comunidad de iguales; el muchacho se descubre o, al menos, deberíamos ayudarle a descubrirse como perteneciente a una comunidad de disidentes, de desiguales. Yo no soy uno más, soy perecedero y caducaré, pero, mientras tanto, soy irrepetible y estoy solo y a los otros los veo tan solos como yo. Si no me tomo yo mismo como individuo, como meta, como objetivo que me distingue, si me veo sólo como uno más de una nación que actúa de consuno o a la que estoy arracimado, no hay tarea de la que enorgullecerme, no hay labor que me justifique como sujeto.

Ese depósito de ejemplos y de modelos, de conductas y de prácticas,  está en la vida de personajes reales, pero está también en la vivencia de los personajes ficticios. Debemos estimular la lectura de obras históricas, pero también las de los libros de ficción. En los relatos hay lo concreto y lo universal, lo propio y lo general, la historia y el concepto. Durante mucho tiempo, los historiadores del siglo XX se conjuraron contra la narración. Conscientes y sabedores de los límites explicativos del relato tradicional, se obstinaron en hacer de su investigación una obra de ciencia, en hacer de su tarea una labor rigurosa, metódica, comunicable y no dependiente del arte individual. Por ejemplo, hace más de cien años, Gabriel Monod, el creador de la Revue Historique, decretaba el fin de un cierto tipo de historia. Según sostenía hacia 1876, en el prospecto fundacional de aquella publicación, creía que había llegado ya el tiempo de poner freno al historiador; creía que había llegado el momento de excluir las generalidades vagas e infundadas de los escritos históricos, las licencias fantasiosas, las irresoluciones documentales; creía que había llegado la hora en que el investigador se prohibiera los meros “développments oratoires”. Al historiador literario y estilista, al historiador cuyo objeto era contar un buen relato de hechos pasados, al modo torrencial e imaginativo, voraz y pasional de Michelet, debía sucederle el historiador científico, más atento a las reglas de investigación y a la comunicación controlada que al genio particular de quien la cultiva.

Desde entonces, un debate que ha ocupado a los historiadores ha sido si la suya era materia de ciencia o de narración, si era el suyo un saber riguroso, metódico, contenido o si, por el contrario, era tarea propiamente literaria, imaginativa, sin freno. ¿Qué nos prometían de ambos lados? En el primero de los casos, los investigadores rendirían tributo a la realidad y serían oficiantes de la verdad; en el segundo, perseguirían el misterio, el efecto estético, la conmoción, la persuasión y, por eso, serían practicantes del drama y de  la verosimilitud. Ante disyuntivas de este género, confieso sentirme muy incómodo y prefiero plantear la pregunta de otro modo. La historia puede ser rigurosa, explicativa, analítica y reveladora de lo universal y puede, a la vez, expresarse en forma de relato. La narración histórica no tiene por qué ser sinónimo de fantasía indocumentada ni tiene por qué sacrificar la búsqueda de la verdad al logro de la belleza, por hablar en términos deliciosamente antiguos. La historia es disciplina, como también hoy hablamos de la novela como la disciplina de la imaginación. La voz disciplina tiene la virtud semántica de su ambigüedad, la virtud de recoger todas las acepciones contradictorias que como sedimentos geológicos han llegado hasta nosotros y de las que no podemos desprendernos sin erosión. Significa  doctrina  o instrucción --especialmente moral-- pero también arte, facultad o ciencia; significa observancia de reglas de un instituto y, en especial, de un instituto armado, la milicia; pero alude también a aquel instrumento que sirve para infligir daño físico, que sirve para azotar y que suele estar hecho de cáñamo; significa, en fin y en especial, el conjunto de disposiciones canónicas de la Iglesia.

Como puede verse, la voz disciplina parece reunir sentidos tan contradictorios que hacen difícil su uso. Y, sin embargo, esa variedad semántica registra muy bien lo que hoy es la historia y lo que también en fue en el pasado: sería así una disciplina de conocimiento en el sentido de que está sometida a reglas, a principios metódicos de contención que ahorman a sus oficiantes, a convenciones que hacen posible su realización y su comunicación. Pero es también un arte, una manera de hablar de lo universal tratando lo local, una manera de buscar en el individuo lo que son dilemas y preguntas universales: la historia es, en efecto, un modo especial y contenido, disciplinado y expresivo de tratar un asunto particular, de organizar los motivos de una trama para llegar mejor a un auditorio, de transmitir un efecto pedagógico o moral, de conmocionar. “Cuidémonos de quitar a nuestra ciencia su parte de poesía”, decía el gran historiador Marc Bloch.  No es que la historia sea ciencia o narración, saber o literatura; es que hoy las ciencias --la física o la matemática por ejemplo— son uno de los modos más eximios de hacer poesía, de convertir su objeto de conocimiento en materia intransitiva. Cuidémonos, pues, de quitar a los adolescentes la parte de poesía, de elevación y de encanto, de horror y tragedia, que hay en la historia.

 

4. Expresada así, tomada así, será posible, además, sortear las odiosas prescripciones ministeriales que hacen de la historia un saber nacional,  instrumental o gris. Expresada así, la historia comenzará a ser muy interesante para esos jovencitos. ¿Por qué razón? Porque gracias a esos descubrimientos, a esos ejemplos, a la lectura y a la guía tutelada y entusiasta del profesor, el muchacho podrá explorarse, indagarse y hacerse y rehacerse, buscar sus propios modelos de excelencia, desmentir o confirmar lo que de él se exige, asumir y relativizar las pertenencias que lo anulan o que lo apresan. Si conozco el pasado y los grandes modelos del pasado, los personajes grandes y pequeños, si tengo cultura histórica (y dentro de la cultura histórica caben todas las producciones y logros del pasado),  sabré mejor qué clase de individuo soy o aspiro a ser o no quiero ser si otros antes que yo lo fueron. Tener conocimiento del pasado me fuerza a asumir mi condición de arrojado al mundo, mi contingencia y mi finitud, mi lucha contra el valor infinitesimal que me define; me permite rebelarme contra la falta de necesidad, contra la determinación que me niega, contra la debilidad, la enfermedad y la muerte. 

La experiencia de mi vida es fugaz y ese personaje que creo ser, que creen que soy y al que acabo aceptando me es previsible. Es de los demás de quienes aguardamos el relato de otras vivencias que alivien el tedio que nuestro conducta nos provoca o el miedo que mi futuro me depara. Las historias que nos cuentan nos amplían el mundo, nos dan sus límites, su periferia y su centro y nos informan acerca de experiencias de otros, de las vidas de otros. Los relatos populares y las ficciones novelescas son generalmente la narración de algo excepcional, de algo que rompe la normalidad de las cosas, de algo que obliga a alguien a comportarse de un modo diferente del que cabría esperarse por su posición. Los relatos populares o las ficciones novelescas no son la narración de una rutina, sino la evocación de una experiencia nueva o incluso extraordinaria. La historia es un repertorio inagotable de experiencias similares, de conductas odiosas y de gestas pequeñas y heroicas, de imaginación moral. Esos libros nos proporcionan el relato de otras experiencias con las que contrastar y conjeturar la propia, su época y la mía. Si me informo acerca de esas otras existencias es porque las esa vidas me sirven para cerciorarme acerca de mí mismo, para aliviar la incertidumbre que como individuo me inquieta, para evaluar la moralidad de mis decisiones, el acierto personal de mis elecciones, y para restar novedad o gravedad a lo que me sucede. Las lecturas de esas obras son una forma indirecta de autoanálisis, son instrumentos para la vida, para averiguar los perfiles de la vida propia.  Lo que hace grande la lección que se extrae de esas lecturas no es el tamaño del héroe ni la gesta del personaje, sino la vivencia que vemos relatada, su condición irrepetible y la vertiente universal que encierra, unos atributos que están en el humilde tejedor de E. P. Thompson o en Menocchio, el molinero de Carlo Ginzburg.

 

Frente a los que postulan el valor instrumental, exclusivo y el excluyente de la historia general, de la historia nacional, hay que decir que casos como los descritos no son irrelevantes, sino que de ejemplos como los propuestos se derivan graves e importantes lecciones de historia y de guía moral, provechosas fuentes de reflexión para el adolescente. Sus personajes son o los tomamos como interlocutores a los que interrogamos para averiguar qué hicieron y qué podemos hacer nosotros. Cuando leemos las obras que los contienen o cuando un buen profesor guía a los jóvenes en la vida de esos personajes, se aprende de ellos –de los sujetos históricos y del maestro que los exhuma--, los cursos de acción por los que optaron, los errores en los que incurrieron, las consecuencias de sus actos, y descubrimos también la soledad y la poca información con que adoptaron sus decisiones. En otro lugar hemos emprendido el estudio exhaustivo de un ejemplo sobresaliente, de El queso y los gusanos. Un profesor minucioso y detallado, que ejerciese de lector en voz alta y de exégeta, un profesor que contagiara entusiasmo, ejemplo y persuasión, que se supiese referente de conducta, de pensamiento y de expresión, podría reconstruir con erudición y palabra a palabra la historia de los últimos cuatro siglos e incluso de una cultura milenaria, siguiendo al detalle y con minucia la obra de Carlo Ginzburg (o, en fin, la de cualquier otro gran historiador).

En ese libro están las clases subalternas y la elite, la lucha por el librepensamiento y por la tolerancia; están la religión y sus instituciones de control, la palabra como instrumento de poder y la voz como expresión de la libertad, de la temeridad heroica; están la lectura y la libre interpretación, las lecturas codificadas y aquellas otras inspiradas, saturadas, que rellenan con materiales extratextuales los libros; están el valor personal y la persecución, el materialismo y la Inquisición; están lo local y lo universal, lo campesino y lo urbano, la alta y la baja cultura. Pero hay en esa obra, sobre todo, una vida individual, brava y rota, una experiencia personal, heroica y fracasada, una vivencia irrepetible que adiestra con el ejemplo y que da lecciones de valentía. La vida vale la pena vivirla sin restricción y sin renuncias previas y no hay miedo ni freno ni pertenencias que rompan el hechizo y el vértigo que da vivir la propia vida, como aspiraba Nietzsche. Ése es un ejemplo moral y ésa es una lección historia, de sabiduría y de coraje, de caos interior y de creatividad, válida para hacerse una idea de lo que fue la experiencia de nuestros antepasados y válida para el presente, para ese presente en el que irrumpe con desconcierto, con esperanza y con dolor el joven que fuimos y del que aún quedan vestigios. Pero para que Menocchio haya llegado hasta nosotros hemos necesitado un historiador que, al modo de los clásicos, nos haya sabido contar una buena historia, que haya sabido crear intriga y atención por un personaje y por un avatar de los que no teníamos noticia ni interés. Hemos precisado de un investigador que, sin renunciar al relato, haya sabido organizar los motivos de una trama y al modo de los mejores narradores nos haya presentado el ejemplo irrepetible con su dimensión universal, tal y como señalaba Lukács. 

Pero para que ese acto milagroso se consume, para que en un libro inerte haya vida y de él se extraiga lo universal que encierra la vivencia particular, hacen falta profesores sabios y dotados, profesores que ejerzan la inteligencia y la tolerancia y que empleen la historia y la literatura y la filosofía, no porque lo dicte el currículum ministerial, no porque lo exijan los contenidos impuestos por las comunidades autónomas, sino porque esas disciplinas son sus nutrientes, porque les alimentan el espíritu, porque les forman integralmente y con su ejemplo de excelencia persuaden. Hacen falta adolescentes dispuestos a tomarse como individuos, dispuestos a hacerse hombres por sí mismos, como insistía Fromm. Hacen falta padres orgullosos de ser tal cosa, que les exijan a sus hijos con fuerza y con tolerancia, con energía y con ironía, que den ejemplo y que cuiden a la prole, que la atiendan sin apresuramientos y que lean y que les lean. Pero –insisto-- hacen falta también profesores de humanidades que ejerzan como educadores, que no se abandonen a un fatalismo avinagrado, que se descubran igualmente creadores de sí mismos más allá de las obligaciones escolares y de las prescripciones ministeriales, que inspiren con el caudal de ejemplos que aportan, que tutelen porque se saben, ellos y nosotros, arrojados al mundo.