Publicado en Mancebo, María Fernanda
(ed.), Encuentros de historia y literatura. Max Aub y Manuel Tuñón de Lara.
Valencia, Biblioteca Valenciana, 2003, págs. 201-219.
Qué hacemos los historiadores cuando leemos novelas
Justo Serna
¿Hay alguna razón o razones para que
los historiadores deban leer ficciones novelescas? No se trata --claro-- de
preguntarnos sobre la legitimidad de la historia de la literatura, ni de juzgar
el peso que la propia historia o que las circunstancias tengan en la génesis de
la novela. Es, si quieren, algo más simple: se trata de evaluar cómo resuenan
en el interior del historiador las lecturas literarias que, conscientemente o no,
hace, las voces de los personajes ficticios que frecuenta. Me he permitido la
enunciación en primera persona, en una primera persona que he puesto
pudorosamente en plural en el título. Tal vez porque la declaración explícita
aún nos provoca un cierto reparo, porque el historiador suele cancelarse en sus
manifestaciones, y, por eso, prefiere en todo caso adoptar un tono de
científico, de emboscado, una modestia expositiva. Sin embargo, en ese plural
hay ya una declaración suficientemente comprometedora, una declaración en la
que alguien se va a comprometer con ciertas revelaciones personales,
revelaciones que tendrán algún valor general. Ya que estamos en un curso en el
que nos interrogamos sobre la relación entre historia y literatura, entre
historiadores y novelistas, nos podemos consentir este modo expositivo, sea en
primera o tercera persona. Del relato de una experiencia tal vez pueda
extraerse luz y enseñanza aprovechables para algunos de mis colegas, la mayoría
de los cuales aún contemplan con gran escepticismo e incluso con encono
aproximaciones como éstas. Esas actitudes son, sin embargo, erróneas. Desde
mediados de los ochenta, hablamos de egohistoria
y la concebimos como el relato del historiador que detalla su propio proceso de
formación, la relación estrecha que se daría entre el objeto de observación y
el observador. Es una suerte de autoanálisis, un modo de aclarar la posición
del investigador. Sería conveniente --nos dicen Bourdé y Martin-- que los
historiadores se preguntaran "si el hecho de lanzarse a hacer un trabajo
histórico no es para ellos una forma de escribir sus Souvenirs d'enfance et de jeneusse. Procediendo así, dedicando un
tiempo a la introspección", el historiador "reconstruye un itinerario
al mismo tiempo que expone los resultados provisionales. Esta práctica es
infinitamente más estimulante para los lectores que el discurso cerrado y autosuficiente de la historia que se
presenta como acabada y que se preocupa más de enmascarar sus debilidades que
de hacer una confesión sincera de sus lagunas". Pues bien, a eso es a lo
que aspiro con este texto que ahora les presento: a reflexionar acerca del
proceso de formación del historiador, de un historiador entregado a las
humanidades, lector habitual de ficciones, que espera integrar en su propio
trabajo e imaginación, a reflexionar acerca del acto de lectura. Por tanto,
será una interrogación y será un
proceso de descubrimiento, el proceso de descubrimiento de un joven, de cómo un
joven lector de novelas quiso hacer compatibles la ficción y la historia
académica.
Hace muchos años, justamente cuando fallecía el jefe del Estado, cuando España comenzaba a sacudirse un régimen político ya declinante, cuando comenzaba a orearse el aire remansado de la dictadura, un jovencito debía tomar una grave decisión: debía optar por cursar una carrera u otra, debía decidirse por emprender unos estudios u otros. Le interesaban las humanidades y un vago prestigio aureolaba el título de licenciado universitario, en especial el de Filosofía y Letras. Recuerda que, cuando veía la televisión, su familia siempre lanzaba una admiración ante cualquier muchacho con estudios que apareciera en pantalla, ejemplo de logro. Él y sus parientes creían que sí, que un libro ayudaba a triunfar, como se proclamaba en un anuncio rancio de entonces, que la universidad daba una provisión de futuro, bienestar material y una apostura mundana. Más aún, recuerda que en los concursos televisivos de entonces Filosofía y Letras parecía ser un aval para lograr el éxito, una garantía de desenvoltura, de saber y de dominio. ¿De qué cosa? De la cultura general. Para quienes procedían de familias obreras y era el suyo un linaje menesteroso de empleados y funcionarios, la cultura general era un bien muy apreciado, un recurso polivalente, un remedio contra las ofensas de la vida, un trampolín para auparse por encima del determinismo y de las carencias. Para empezar, si estudiaba, era fácil que lograra el respeto de sus vecinos, el reconocimiento de sus mayores, quienes a la vez podían sacudirse vicariamente las injurias de una larga posguerra. Si, además, concluía la licenciatura (y, la verdad, no se concebía, otro destino que el de acabar con éxito la carrera para quienes no gozaban de otro patrimonio que la herencia inmaterial de esa acreditación universitaria); si concluía la licenciatura --insiste--, el porvenir se le antojaba menos incierto. Lo que había que contar era con un título, con un diploma de estudios superiores que acreditara alguna competencia. Filosofía y Letras era lo más parecido a la cultura general: un poquito de historia, otro poquito de literatura, otro cachito de filosofía y, al final, una argamasa general de humanidades. En aquel tiempo, al término del bachillerato, la división entre Ciencias y Letras se consumaba con una carrera que confirmaba la elección hecha a los catorce años, por ejemplo. Cuando murió Franco, aquel jovencito estaba en COU y el preuniversitario que estudiaba era el característico de Letras, es decir, filosofía, historia contemporánea y alguna cosa más. Cuando, pocos meses después, debió optar por una licenciatura, aquel joven inocente, tímido y algo atribulado eligió la carrera de Historia. En Valencia, ya no se podía cursar Filosofía y Letras que era a lo que el muchacho le concedía el máximo prestigio: la Universidad había hecho suya la especialización y la vieja Facultad acogía estudios diversos con titulaciones distintas. Escogió Historia (en realidad, Geografía e Historia, la vieja aleación que él mismo nunca entendió y que tanto le disgustaba, alérgico como era a la disciplina del espacio), pero la escogió como mal menor. En realidad, como él mismo se decía entonces, aquello que le seducía era la Filosofía, la recién descubierta Filosofía, la Filosofía académica que recibiera de manos de un jovencísimo profesor marxista que se deleitaba con Gramsci y con otros grandes del pensamiento. Pero si no cursó esta licenciatura --argumentó-- fue porque la sabía en crisis, porque sabía de su escaso porvenir. El mercado de trabajo no daba muchas oportunidades a los filósofos o, al menos, a los licenciados en Filosofía. Justamente por eso --concluía con candor--, debía estudiar Historia, la Historia que le revelara otro docente esforzado y preparado: al fin y a la postre, el bachillerato tenía varias asignaturas de esta materia y eso significaba --apostillaba con ceguera-- mayor salida laboral. Sin embargo, su genérico aprecio por las Letras, su resuelta oposición a estudiar una carrera de Ciencias, tenía otras dos vertientes en nuestro muchacho: la facilidad para el Latín y su condición de lector voraz de novelas y de ficciones varias. Él y otros que, como él, habían cursado el bachiller en severos colegios religiosos, tenían la lengua latina como un atributo personal, como una lengua cifrada, como un idiolecto particular, como un pequeño tesoro de que valerse y como una posibilidad de acceder a estudios superiores. Aquel jovencito recuerda justamente la invitación que le hiciera su profesor de filosofía del preuniversitario, la recomendación de irse a Barcelona a completar una carrera de Clásicas, ya que en Valencia no podía seguirse esa licenciatura. Pero su mansedumbre juvenil y un temor algo paleto le frenaron. Barcelona era al principio de la transición española la ciudad cosmopolita, la ciudad abierta y más europea, la ciudad más alejada de provincias, justamente. Y eso, qué le vamos a hacer, le atemorizaba, anonadaba a un muchacho apocado de quince años. Por otro lado, él mismo se daba buenas y justificadísimas razones para rechazar esa oferta: el mercado laboral no demandaba licenciados en Clásicas y aunque el Latín permaneciera en el bachillerato, la lengua griega ya estaba amenazada. Pero ese aprecio por las Letras tenía otra dimensión cultural y a la vez exclusivamente placentera, una vertiente de goce: la de la lectura de ficciones y, en particular, de novelas.
En ocasiones, aquel joven se preguntó entonces y después por qué no cursar Filología, si tanto le gustaban las invenciones literarias, si tanto se deleitaba con las narraciones. Por lo que cuenta y según él mismo admite, una intuición le guiaba o, mejor, le apartaba de esa opción: por lo que sabía --y para algo servía aquel curso de orientación universitaria en donde los adolescentes de entonces se jugaban su provenir--, la licenciatura de los filólogos era lo contrario del placer, era la antítesis de la lectura desprejuiciada y sin culpa a la que aspiraba. En alguna página dice Borges que la literatura es objeto de creación, de deleite y de elevación y que la historia de la literatura es, por el contrario, objeto de los profesores de literatura. En alguna otra página, Borges reclama a Quevedo como su contemporáneo, con el que puede, pues, dialogar, adherirse y enfrentarse. Un profesor de literatura no obraría así, no tomaría la creación como una interpelación personal, sino como un campo de análisis y de erudición. Para algunos, esa tarea necesaria sería, sin embargo, un expurgo, una evacuación, una amputación de la virtud creadora. ¿No era Nietzsche quien celebraba a Schopenhauer como educador y lamentaba la sequedad erudita de los científicos y de los filólogos clásicos? Es decir, nuestro joven universitario no quería aprender a hacer análisis lingüísticos (aunque no pudiera zafarse, puesto que se les enseñó a todos ellos antes de ingresar en la Universidad), ni tampoco le seducía la propia historia de la literatura, el establecimiento de filiaciones y de continuidades, de ecos entre autores y de influencias entre obras, escuelas y generaciones. Además, y no sabía si estaba en lo cierto, lo que le ahuyentaba de la Filología era el orden, la clasificación, la jerarquía, la sucesión de lecturas obligadas y canónicas. Sin racionalizar esta preferencia, sin argumentar esta predisposición, aquel joven se inclinaba por el azar, por la sorpresa, por el descubrimiento, por la intuición, por la libertad. Ahora que lo piensa y por lo que cuenta, ahora que se ve como lector voraz desde hace más de treinta años, en lo que no ha cambiado es precisamente en eso, en el aprecio que dispensa a la lectura inaudita, al hallazgo, al tesoro particular que le sirve para rehacerse. ¿No era Nietzsche quien hablaba de hacer de la vida una obra de arte? ¿No confirmaba el último Foucault idéntico propósito? Probablemente esa meta no la ha logrado nuestro universitario, a pesar de haber leído después a Nietzsche y a Foucault; probablemente, ese propósito excedía a sus posibilidades, él tan apocado y callado, tan tímido y recluido en sí mismo; pero, por lo que cree y cuenta, se ha esforzado en hacer de sí mismo algo distinto, en labrarse interiormente con el concurso de la lectura y de la literatura. ¿Es eso hacer de la propia vida una obra de arte?
Ha sido y es un tipo contenido, poco nómada, nada aventurero, de horarios previsibles, de vida predecible, pero ha sido y es un lector azaroso, asilvestrado, indómito, incluso temerario, un lector poco fiel a autores y a temas, alguien que se deleita en la mezcla y en la aleación de contrarios, alguien que cuando concluye un libro no siempre sabe cuál será el siguiente, alguien que se deja llevar por la sorpresa, por el estado de ánimo, por sus intereses inmediatos. Así era aquel muchacho hace veinticinco años y --según añade-- así sigue siendo, en parte, mucho tiempo después, a pesar de la vida académica, a pesar de las coerciones de la vida académica. Para él, la lectura era y es un arte tentativo, propiamente un arte, puesto que con ese útil se moldeó, y no era ni es un mero cumplimiento de instrucciones. Por eso, para nuestro joven protagonista, el mejor modo de leer no era el establecimiento de un itinerario previsible de obras, no era la sucesión predecible de novelas para las próximas semanas o meses como si de balizas se tratara. El mejor modo de leer, el más placentero para este joven que ha dejado de serlo, es el del riesgo, la aventura de lo desconocido, el coraje de atreverse a acertar o equivocarse, la indisciplina, el andar errabundo, la intuición, la reconstrucción provisional de un camino, de los atajos y senderos. No tiene, pues, un plan. Por eso, ahora que lo piensa y lo cuenta, parece suscribir enteramente lo que dijera aquel gran autor parlanchín que acertó a comprometerse y que se hizo a sí mismo con las palabras, Jean Paul Sartre, cuando defendió antes y con tanto celo la figura del lector salvaje. “Es preciso –anotaba en ¿Qué es la literatura?— que volvamos a la modestia y al gusto del riesgo “; es preciso –añadía-- que el lector “renuncie a juzgar con seguridad y comparta la suerte de los autores. A fin de cuentas, una novela (...) es la azarosa empresa de un hombre solo. Para un contemporáneo del autor, envuelto en la misma subjetividad histórica, leer equivale a participar en los riesgos de la empresa. El libro –apostillaba— es nuevo, desconocido, sin importancia; hay que entrar en él sin guía (...). Tal vez encontremos en las últimas líneas de una página, negligentemente expuesta, una de esas ideas que aceleran los latidos del corazón y esclarecen una vida”. Pues bien, así leía nuestro joven, así lee hoy y así le gustaría seguir leyendo.
Pero, claro, esa libertad errabunda se compadece mal con unos estudios universitarios y con el ejercicio de una profesión que es sobre todo y principalmente disciplina, un modo de aherrojar la arbitrariedad y la imaginación. Más aún, ese modo errático de leer ficciones se agravaba si, como era el caso, el joven daba comienzo a una carrera que se había constituido modernamente haciendo de la verdad, de la realidad, de la fidelidad documental y de la escritura transitiva sus fundamentos. Esto es, por un lado, fuera de las aulas, la lectura le llevaba a mundos de ficción, a paraísos artificiales e inexistentes ideados por autores libres que prestaban su pluma a narradores igualmente inventados, dotados de voz y de conciencia; le llevaba a mundos que le procuraban el placer del descubrimiento y el deleite puro, inocente, sin culpa; por otro, los estudios formales le obligaban a frecuentar libros habitualmente fríos, neutros, distanciados, libros en los que el historiador se cancela, en los que el yo de la enunciación se omite o se desdibuja y en los que el tratamiento lo es de mundos irreconocibles o, incluso inverosímiles, mundos hechos con magnitudes, con cifras, con datos elaborados que los antepasados solían ignorar, con informaciones que les eran opacas o simplemente desconocidas. Dicho de otro modo, la literatura a la que erráticamente se entregaba le devolvía el relato, la narración de una historia, de un avatar personal, de las peripecias que le acaecían a alguien que, por lo común, ni siquiera había existido. Curiosamente, su yo sedentario y atribulado, su yo difuso de adolescente agraviado, hallaba más respuestas en las ficciones, es decir, en mentiras que fingen ser verdad, que en las reconstrucciones que invocando lo real se presentaban de tal manera que impedían la proyección, la identificación de aquel jovencito necesitado de guía, tutela, dirección y camaradería. Estudiaba historia, trataba con la realidad (o, al menos, eso creía), aprendía del pasado, le aleccionaban con procesos y con determinaciones, pero no hallaba placer estricto en las lecturas académicas y sólo vagamente aprendía algo para la vida --como reclamara Nietzsche--, para la vida adolescente que aún vivía. Reconocía la solidez de ciertas obras, admitía la calidad de ciertas reconstrucciones, admiraba la sofisticación de ciertos libros, pero goce, lo que se dice goce, no siempre lo había. La historia se había hecho moderna prescindiendo del relato, la historia había crecido renunciando a su vieja condición narrativa, la historia se había hecho más rigurosa, más científica, evitando lo episódico, lo accidental, lo individual, materiales propios del cuento, los materiales con que los individuos aprenden a situarse en el mundo, con planteamiento, nudo y desenlace, con conclusión aleccionadora.
Luego ha sabido que esa contradicción que él mismo vivía alejaba a los historiadores del gusto o del aprecio popular, de modo que la disciplina --hay que insistir: más rigurosa, más elaborada, menos recreativa-- oponía resistencia a la fácil transmisión. Como ha podido leer después en un diagnóstico que debe a Jacques Rancière, "con toda seguridad, el historiador de la era científica quiere tomar distancia de la visibilidad cómoda y superficial de los grandes acontecimientos y de los grandes personajes (que han sido los propios de la historia tradicional, la historia narrativa). Pero la ciencia más segura que él reivindica es también una historia más improbable, una historia que lleva al límite la indeterminación del referente y de la inferencia propios de toda historia". A este atolladero en que se metió la historia del novecientos, Rancière lo ha denominado la paradoja referencial e inferencial de la disciplina, una disciplina que, gracias a la sofisticación de sus métodos, es más rigurosa, incluso más "verdadera", pero a la vez una disciplina cuya escritura hace menos verosímil lo tratado, justamente porque lo tratado no siempre tiene encarnadura real, no siempre se expresa con individuos, con nombres y apellidos, con situaciones concretas, con avatares. Los estudios que cursó aquel joven le habituaron a sobrellevar esta contradicción personal, le forzaban a localizar el saber y el conocimiento en las aulas y en los libros académicos, y el placer y el deleite en las ficciones, en las novelas, incluso en las biografías que frecuentó.
¿Le habituaron? La verdad es que no, la verdad es que no se resignó tan fácilmente, la verdad es que no aceptó que esto tuviera que ser de esa manera y no de otro modo, aunque, eso sí, su empeño para que las cosas fueran de distinta forma no le ahorró un persistente sentimiento de culpa por lo que pensaba que era el descuido de lo académico. Él seguía leyendo novelas, ampliando los límites de un mundo que se le quedaba pequeño o que no se atrevía franquear realmente por miedo o por pereza o por soledad; leía menos libros de historia que ficciones o biografías, relatos personales en los que alguien debe enfrentarse a un destino que contrariar; y, al menos durante un tiempo, concibió la lectura como un juego de suma cero. Si dedicaba más horas a este o a aquel narrador, le restaba dedicación a este o a aquel historiador. Sin embargo, más allá de ese sentimiento, él sabía íntimamente que no era tan fácil separar relato e investigación; él intuía vagamente que belleza y rigor no tenían por qué ser antitéticos Poco a poco fue descubriendo que en los libros académicos, en ciertos libros académicos, podía hallar placer, el reconocimiento de la obra bien hecha, cuidada, la obra bien escrita, la obra en la que podía tratarse una aventura del pensamiento y de la gesta humana, y hacerlo, además, dándole estrategia e intriga a la interrogación y a la investigación. Y no se resignó, de otro lado, porque la ficción no era sólo relleno, escapismo o deleite incondicionado, sino que la novela o la literatura en general podía ser también saber, averiguación, investigación y forma, incluso experimentación entre géneros y modos expresivos. Le faltaban lecturas, claro, porque para cuando intuía esto, historiadores, pensadores y escritores de fuste lo tenían ya analizado, desarrollado, entre otros alguien que después le fue esencial, Jorge Luis Borges, precisamente un autor en el que se mezclan ficción, ensayo, relato erudición (real y apócrifa), historia y ciencia, o al menos, alardes de historia y ciencia.
No se trataba de que la literatura consintiera una investigación histórica como la que podía emprenderse en los estudios de Filología; se trataba de que la novela era una forma del conocimiento al margen del contexto, al margen del tiempo en que fue alumbrado, al margen de las filiaciones. Como supo después, la imagen que él se forjaba era similar a la que describiera E. M. Forster. Decía el autor de Pasaje a la India que en su recorrido por la historia de la literatura su principal enemigo era el tiempo. Por eso, por oposición a quienes optaban por la periodización o el contexto, prefería imaginar a todos los escritores como si estuviesen sentados en una especie de sala común, escribiendo su novela a la vez, planteándose los grandes interrogantes humanos, los interrogantes que no se responden satisfactoria y definitivamente. Ahora sospecha que esa sala común era el recinto caótico de sus lecturas en el que se reunían sus novelistas y sus ensayistas, el lugar abarrotado en donde se daban cita sus autores, unos autores que le decían cosas importantes sobre el ser humano, pero unos autores que no le interesaban por su filiación o por su progenie, por su procedencia o por su nación.
Cuando acababa la carrera, cuando concluía felizmente sus estudios, la lectura compulsiva aún le acompañaba, aún seguía dilatando su imaginación, poblándole el interior y procurándole un lenitivo contra la soledad, una orfandad que no era sólo de él, sino que es un sentimiento bastante común. La frecuentó tanto, en parte para suplantar a los amigos que en menguado número tenía, en parte para darse interlocutores que reemplazaran a otros más reales pero menos interesantes; la hizo tan propia, que personajes fantasmagóricos y situaciones inventadas, que espectros inexistentes, llegaron a cobrar mayor presencia y dimensión que muchos individuos históricos a cuyo conocimiento había accedido, en el presente o en el pasado que averiguaba. Como dijo Vargas Llosa en frase que nuestro joven hizo suya por expresar minuciosamente su estado de ánimo, muchos sujetos ficticios han tenido más importancia y ha sido más decisivos para un lector contumaz que tantos y tantos contemporáneos que nos dejan indiferentes y tantos y tantos hombres reales, remotos o recientes, a los que no profesamos sentimiento alguno. La orgía perpetua, del célebre narrador peruano, expresa exactamente esa afección del espíritu, esa adhesión a personajes imaginados, pero a los que conferimos más realidad que a otros ontológicamente existentes. Luego, en George Steiner ha vuelto a leer ese mismo argumento. La Inglaterra de Shakespeare no es la Inglaterra histórica, ni puede documentarse, aunque para sus lectores eso no sea un inconveniente, puesto que se sobrepone y reemplaza a la que puede rastrearse en las fuentes.
Pero el fin de aquellos estudios, que coincidía con el tiempo de las novelas, acentuó una vertiente en nuestro joven, una dimensión de su interior, que era una propensión antigua y que ahora afloraba. Él lo llama un poco pomposamente la tensión teórica. ¿A qué se refiere? Los estudios académicos le habían habituado a una historiografía renovada, principalmente a la historiografía de los Annales, a una historiografía que se proclamaba antinarrativa y que se expresaba, para mayor paradoja, con una prosa cuidada, elegante, frecuentemente literaria, una prosa que en algún caso pudo leer en traducción de Max Aub. En el seno de esta corriente era palabra de orden la vindicación del saber interdisciplinario, la proclamación de un conocimiento abierto, de modo que los historiadores harían propios los logros de las otras ciencias sociales, los hallazgos que se daban en la sociología, en la antropología, etcétera. En este interés había, pues, un estímulo exactamente académico, pero había también un viejo acicate político. El ingreso en la Universidad le había revelado un mundo convulso cuando sólo contaba diecisiete años. Vivía un proceso político que presumía histórico, y las transformaciones que comenzaban a operarse parecían exigir un instrumental cognoscitivo que diera respuesta a los enigmas que se presentaban. Frecuentar las ciencias sociales le había sido útil no sólo porque esa vecindad se predicara desde la nueva historiografía, sino también porque de aquellas disciplinas podía extraerse un caudal de saber, un repertorio de herramientas teóricas, como entonces se decía. Él y sus compañeros eran tan jóvenes que resultaba fácil componer el mundo entre sorbo y sorbo de cerveza sabiéndose dueños --como decía un personaje de Julio Cortázar-- de una inmortalidad de cincuenta o sesenta años por vivir; sabiéndose poseedores –como añadía con candor y arrogancia-- de un instrumental de análisis.
Este conjunto de saludables presiones externas le llevó, como no podía ser de otro modo, al marxismo, pero a un marxismo escolar, intuitivo, poco sólido, hecho con mixturas impías, hecho con el desorden de lecturas que, también en este ramo, nuestro joven se consintió. Ahora bien, ese materialismo histórico verdaderamente elemental no le impidió acercarse a la sociología, al menos a ciertos manuales y clásicos de la disciplina. Según confiesa, era ésta una ciencia social que contemplaba con cierta envidia por lo que presumía que era su compleja herencia conceptual y metodológica. En aquel momento, robándole tiempo a los libros de historia y a las novelas, acabando los últimos cursos de la carrera, fue para él toda una revelación descubrir lo que con inocente énfasis llamaba la capacidad teórica de los sociólogos. Años más tarde, algo más crecido y escéptico, aquel crédito que depositó en la ciencia social perdió consistencia. Tanto fue así que hoy no resultaría extraño oírle repetir con malicia la vieja sentencia de Henri Poincaré, aquella según la cual de la sociología habría que desconfiar sobre todo por ser una teoría que puede ofrecer el mayor número de métodos y el menor número de resultados. Ya no dispensa aquel crédito que le tenía, pero --por lo que cuenta-- aún concede la máxima importancia a eso con lo que se engalanaba la ciencia social, la teoría, una teoría de alcance medio, una teoría alejada de las grandes especulaciones filosóficas, a las que, por otra parte, tampoco les hace ascos. Un ejemplo bastará: Michel Foucault, ese autor al que antes citábamos por postular la vida como obra de arte, fue para él un deslumbramiento, un descubrimiento de cómo llevar a cabo la aleación entre historia y filosofía, entre literatura e investigación, entre forma y fondo. Tuvo una época foucaultiana, incluso febrilmente foucaultiana, coincidiendo con la tesis doctoral. Hoy, añade, ya no padece esa afección. Más aún: hay aspectos de aquel que le disgustan especialmente, entre otras cosas la indisciplina, el uso instrumental de la historia y del documento y la literofilosofía con que se evadía de las prescripciones de la investigación, la libertad con que hacía propias las normas de los historiadores. Pero, a pesar de todo, hay algo que no ha olvidado, dice: no ha olvidado que esa libertad imaginativa que se concedió Foucault era un exceso necesario, un modo de rebasar el cientifismo sedicente de algunos historiadores mediocres. Por eso, hoy, la teoría, las especulaciones, si a pesar de todo, nuestro universitario les profesa su atención es seguramente por lo que tienen de creaciones, incluso de ficciones en el sentido foucaultiano, de discurso hecho con palabras que aspira a explicar el mundo, a darle asiento y estabilidad, sentido actual.
Dice --y no se sabe qué hay de cierto en ello o qué de racionalización retrospectiva--, dice --insiste-- que en el año en que acabó la carrera es cuando comenzó a vislumbrar una respuesta diferente al enigma en que estaba sumido desde fecha bien temprana. La lectura desordenada de ficciones era tarea que llevaba a cabo fuera de las aulas; lo académico se resolvía en un saber reglamentado bastante alejado de la vida espectral que él mismo frecuentaba; las teorías más o menos abstrusas por las que sentía admiración eran complemento y corrección del conocimiento histórico y de los mundos de ficción. El año en que alcanzó la licenciatura aparecía un libro que, según admite con énfasis quizá excesivo, fue un trastorno en su vida intelectual, un libro que al principio asimiló torpemente y que, a modo de embrión, fue creciendo en su interior, según imagen que le gusta repetir; fue creciendo, insiste, hasta verse obligado a regresar, a volver a él para ajustar cuentas, para someterlo a un análisis que, dicho de otro modo, es una forma de autoanálisis. ¿A qué volumen se refiere? A El queso y los gusanos, del que es autor Carlo Ginzburg, y cuyo objeto --como se recordará-- era la revelación de la cosmogonía de un molinero del siglo XVI llamado Menocchio. Publicado en italiano en 1976, ese libro --dice enfáticamente-- cambió su vida, cambió su vida porque fue la primera vez que vio posible aunar, reunir y avecindar la investigación histórica, el relato y lo que sin mayor precisión insiste en llamar tensión teórica o audacia interpretativa. Si el volumen condensaba eso que él dice, si esa obra era una afortunada aleación de conocimiento, narración e interpretación, entonces habría que admitir que eso mismo podía apreciarse en otros libros clásicos que lo precedían o que le eran contemporáneos: en Los reyes taumaturgos, por ejemplo, leído después del volumen de Ginzburg y en el que pudo ver a un historiador que, al modo de lo que dijera Borges, se crea sus propios precursores.
Justamente un célebre artículo de Lawrence Stone de 1979 roturaba ese mismo espacio, ponía las señales, evaluaba esas coincidencias en varios autores, examinaba lo que él llamaba el regreso del relato, la vuelta al relato que se estaría dando entre los historiadores de la última generación, los historiadores más innovadores. Se puede contar una historia, puede vinculársela a la vida, hacerla significativa para la vida, como defendiera el Nietzsche juvenil, y puede hacerse con el tanteo y el empleo de procedimientos retóricos y teóricos, los procedimientos de quienes son sabedores del desarrollo de la ciencia social y de quienes son conscientes de los avances y cambios de la novela contemporánea, de las mudas de los recursos narrativos. Eran numerosos los historiadores que Stone mencionaba: desde E.P. Thompson hasta Carlo Ginzburg, pasando por Georges Duby, Emmanuel Le Roy Ladurie, Natalie Zemon Davis o Robert Darnton, pero en todos ellos se daba ese común aprecio por contar una historia, por relatar propiamente, esa predisposición a hacer uso consciente de la palabra para reedificar un mundo perdido, esa inclinación a servirse de intuiciones varias, de recursos retóricos y teóricos. No se trataba de levantar un cuadro plurisecular, ni de ahogar la peripecia personal en la vasta determinación de una colectividad sin rostro; no se trataba de separar la vida, las urgencias del presente, de la exhumación documental. Se trataba, por el contrario, y cada historiador lo habría resuelto a su manera, del relato de un avatar, de un relato con enigma, que es la forma clásica de provocar el interés, de un relato en que el historiador, a modo de un novelista hace uso de los elementos propios de un narrador, de un novelista. Pero se trataba también de hacer de esa historia una vía de conocimiento, de averiguación estricta, mediante explicaciones, digresiones, complementos informativos que detienen propiamente la narración y que ayudan a entender lo narrado.
Lo significativo de ese relato histórico es que el avatar contado cobra importancia porque en ese hecho se resuelve una cuestión humana, porque en ese personaje hallamos a un individuo enfrentándose a lo que sabe y a lo que ignora, a lo que cree y a lo que jamás verá, como cualquiera de nosotros, como cualquiera de ustedes. La vida de cada uno es irrepetible y de ella pueden extraerse lecciones singulares y generales, enseñanzas colectivas que resumen tradiciones y prácticas antiguas y recientes, propias y compartidas. La importancia de lo relatado no depende siempre de su multiplicación estadística, puesto que en el hecho diminuto, en el individuo o en la comunidad reducida, se libra cada vez la suerte de los seres humanos, los valores con que éstos invisten o justifican sus acciones, las audacias con que engalanaron sus actos o las derrotas que les infligieron. Un personaje o un acontecimiento no son necesariamente material prescindible, sino que compendian una multitud de hechos que los preceden y que pueden tener, además, un significado universal, como universal e irrepetible es la vida de cada uno de los seres humanos.
Nuestro joven historiador no se conformó con aceptar la verdad de estas aseveraciones para el conocimiento del pasado y, con audacia o temeridad, comenzó a pensar que había mucho de común entre la novela y la historia. Leyó desde entonces no sólo las ficciones que nunca le abandonaron, no sólo las obras de imaginación con que había rellenado su vida; leyó desde entonces un repertorio amplio, muy amplio, de las teorías en uso o en desuso sobre la novela, sobre todo con el fin de asentar y de afirmar la vecindad que sospechaba entre historia y novela. La filología --esa disciplina que explícitamente había evitado-- y la crítica literaria le ayudaron, pero, según confiesa también, le auxiliaron las reflexiones de valiosos historiadores y filósofos, como Michel Foucault, Paul Veyne o Hayden White, que con mayor o menor acierto, con razón o sin ella, postulaban la proximidad de géneros, incluso la identificación absoluta entre narración e historia, entre ficción y verdad histórica. La semiología de Roland Barthes o, mejor, la semiótica de Umberto Eco le socorrieron --dice--, así como la vieja historia de las mentalidades --que él aprendió primero a través de Tuñón de Lara-- y la propia historia cultural, añade. Esos instrumentos le proporcionaron recursos para estudiar la forma de enunciación de los diferentes géneros narrativos e históricos y le obligaron a retroceder hasta la retórica y la poética, porque intuía que allí, en la retórica y en la poética aristotélicas, estaba el origen y el fundamento de la historia y de sus convenciones, de la narración y sus instrucciones. Pero no le agradó enteramente esa tendencia contemporánea que llevaba a identificar pasado y ficción. Esa conclusión formalista, posestructuralista y, a la postre, posmoderna no le era satisfactoria, porque aun conteniendo aseveraciones asumibles, no le daban respuesta a lo que él verdaderamente se demandaba. Por un lado, dice con Vargas Llosa por ejemplo, porque confundir invención y pasado es un riesgo al implicar una validación indirecta de la mentira. Afirmar sin más que todo es ficción, como provocativamente decía Foucault; sostener sin más que todo es fruto de la imaginación y que la única horma es forma retórica que se adopta, como concluía White; defender que el pasado es una mera convención, que es un efecto de realidad fruto de un pacto de verdad establecido entre el historiador y su público, como alegó Barthes, son argumentos apreciables y discutibles, son argumentos a tener en cuenta porque le hacen al investigador ser consciente de su expresión y de sus estrategias, de lo que hace con las palabras. Sin embargo, con ser controvertidas esas afirmaciones, con ser desmitificadoras, en la medida en que exigen del oficiante de la historia consciencia de recursos y metaanálisis, le eran y le siguen siendo insatisfactorias o insuficientes. ¿Por qué razón?
Porque le dejan sin aclarar lo que verdaderamente le importa: el hechizo de las ficciones, el encanto de las narraciones, la milenaria seducción del relato, la capacidad para imponer imágenes perdurables, la virtud para moldear indeleblemente la imaginación, la posibilidad de rellenar o incluso de reparar la vida. No es tanto la verdad o la mentira lo que le preocupa, el reflejo o la distancia libérrima que el autor empírico se dé o se proponga; no es tanto la fidelidad referencial de una novela, el respeto a los materiales históricos o reales de los que se sirve, no es tanto el grado de libertad que el escritor se consienta en la invención. Lo que le preocupa es para qué sirven unas ficciones, además del mero entretenimiento; lo que le preocupa es qué ha aprendido él mismo con o de unas ficciones que le procuraron placer, cierto, pero de las que quiere esperar saber y averiguación y de las que ha obtenido un marco de interpretación y de evaluación del mundo externo y de sí mismo. Desde su punto de vista --y vuelve a singularizar en exceso en un autor que para él es importante pero que para otros no lo es tanto--, desde su punto de vista, insiste, quien mejor ha sabido expresar esa interrogación es otra vez Carlo Ginzburg. Hay que situarse tiempo atrás, hay que regresar a 1982, cuando nuestro joven ya había concluido sus estudios, y cuando se aventuraba con torpeza e ingenuidad en algunas de las reflexiones que aquí hemos detallado. En febrero de aquel año, cuando mayor era la celebridad de este historiador en Italia, cuando mayor era la repercusión de sus investigaciones y ensayos, un viejo amigo, Adriano Sofri, interrogaba a Carlo Ginzburg para Lotta Continua, una entrevista que entonces no leyó nuestro joven, pero a la que tiempo después pudo acceder.
En aquella entrevista, el amigo interrogaba al historiador y, entre otras cosas, le preguntaba: "¿Qué cosa aconsejarías a los muchachos que quieren dedicarse a la historia?" La respuesta de Ginzburg no ofrecía dudas. "Leer novelas, muchísimas novelas", una declaración tajante, incluso enfática y que, de haberla leído entonces, le hubiera deparado una gran sorpresa a nuestro joven licenciado. "Porque la cosa fundamental en la historia --añadía Ginzburg parafraseando implícitamente a Sigmund Freud-- es la imaginación moral, y en las novelas está la posibilidad de multiplicar las vidas, de ser el Príncipe Andrei, de La guerra y la paz, o el asesino de la vieja usurera de Crimen y castigo. En realidad, la imaginación moral encuentra más difícilmente fuentes desde las cuales poder alimentarse (...),. Muchos historiadores, por su parte, tienden a imaginar a los otros como si fueran iguales a ellos, es decir, personas aburridísimas. La imaginación moral no tiene nada que ver con la fantasía, que prescinde del objeto y es narcisista --aunque puede ser, obviamente, óptima--. Esa imaginación quiere decir, por el contrario, sentir mucho más de cerca a ese asesino de la usurera, o a Natacha, o a un ladrón, un sentimiento que es, justamente, lo contrario del narcisismo".
Lejos de contentarse con esa respuesta, el interlocutor de Ginzburg insistía y le acosaba con otra pregunta: "¿Y esto es posible sólo con los individuos?", es decir, ¿sólo podemos ensanchar nuestra imaginación moral averiguando cosas acaecidas a individuos? La respuesta de Ginzburg era nuevamente tajante. "De ninguna manera. En los estudios de Witold Kula sobre la sociedad feudal, o en los de Karl Polanyi sobre la economía antigua, no se trata de individuos y, sin embargo, la imaginación triunfa. El instrumento fundamental, aquí, es el extrañamiento, la capacidad de ver como incomprensibles cosas que parecen evidentes, y no al revés, como hacen en general los historiadores (...). Yo pienso, por el contrario, que es justamente a lo que es diferente, a lo que es disímil, a lo que necesitamos mirar". ¿Cuál es la lección que aquí daba Ginzburg? Sea cual fuere, la lección del italiano no la pudo leer a su debido tiempo nuestro joven historiador y a ella llegó sinuosamente, multiplicando lecturas, ejercitando su intuición, sorteando las barreras idiomáticas, esas barreras que tanta pereza le da franquear y que se escuda achacando a la pésima enseñanza de lenguas recibida bajo el franquismo.
Desde su punto de vista --como también desde la perspectiva de Ginzburg--, la novela es útil no porque nos informe de contextos o de un mundo referencial, como a veces la toman los historiadores al concebirla como fuente, como vía de acceso al pasado, o porque edifique un mundo reconocible, hecho con materiales externos. Es útil al margen del valor informativo que posea, es útil al margen del aporte documental que pueda dar, porque nos hace convivir con personajes dotados de psicología, de hondura y de relaciones externas, porque nos hace verlos --dice-- en situaciones singulares, irrepetibles, porque nos obliga a comprender y a situarnos en la piel de ángeles y demonios, de asesinos y de víctimas como nosotros, dice el historiador hoy en día, con palabras algo más maduras, con expresión que no es de entonces. La narración es una exploración del interior y del exterior de unos individuos que por el hecho de no haber existido no tienen menos consistencia, ya que están contados como si efectivamente hubieran vivido y por tanto su evocación ha de ser rigurosa, informada, estratégicamente presentada, verosímil. Lo fundamental en este punto no es que sea ficción, sino que es narración, que relata un avatar y lo relata de tal modo que debe ser creído por sus destinatarios contemporáneos o futuros. Pensemos, dice nuestro historiador, en los lectores: por regla general, son perezosos, es decir, no quieren hacer el esfuerzo de adentrarse en un relato que no les concierne y, además, son descreídos, desconfían de las novelerías con que los humanos envuelven sus actos. Lo primero que debe franquear el autor empírico que cuenta y al contar se da uno o varios narradores es ese desinterés y esa incredulidad. ¿Y cómo se logra? La novela ha de ser el relato de una experiencia que nos narran y que, pese a lo que pueda parecer, sí que nos concierne, nos interesa y nos conmueve, un relato que condensa preguntas e incertidumbres humanas, algunas locales o circunstanciales y otras eternas y nunca resueltas, preguntas e incertidumbres que se asemejan a las de cada cual, a las de una vasta comunidad de lectores presentes y futuros. Desde ese punto de vista, los autores empíricos, esos novelistas a los que tanto frecuentó y de los que aún se sirve nuestro historiador, operan como psicólogos, como sociólogos, etcétera, esto es, han de manejarse con una multitud de conocimientos que les permitan hacer ese mundo de palabras, que les permitan dar consistencia --insiste-- y verosimilitud a lo que no existe. Han de edificar un mundo posible, como se designa ahora el espacio textual en las teorías de la ficción a las que últimamente ha tenido acceso nuestro historiador: un mundo no realizado externamente, pero autosuficiente e internamente coherente, con sus materiales bien dispuestos, del que se dicen algunas cosas y otras no, pero en el que los espacios vacíos son o forman parte implícita de esa realidad y con los que se las verán los lectores rellenándolos con su experiencia, con su enciclopedia. Cuando se nos cuenta algo, no se relata todo. Quien narra deja cosas sin decir, o porque son evidentes o porque no se saben o porque no son pertinentes. Pero lo no dicho forma parte del mundo, como han insistido los teóricos de la recepción, precisamente para dar relieve al acto de lectura, para dar énfasis a la tarea supletoria y participativa del destinatario. Tomarse en serio una novela es aceptar que hay una realidad edificada con unos materiales que no precisan un conocimiento del referente en el que se inspiró el narrador.
La historia, por su parte, en el sentido que le diera Ginzburg, también puede servir para despertar la imaginación moral, y no sólo porque adopte la forma narrativa que la aproxime a la novela. La historia --le agrada decir a ese joven historiador que van dejando de serlo-- multiplica la imaginación moral de cada uno cuando sirve para reconocer el abismo de sentido que nos separa de los tiempos remotos o cercanos, cuando sirve para acentuar las diferencias que nos distancian a los contemporáneos y a los antepasados. Al aceptar ese abismo impedimos la excesiva familiaridad, tan característica de la historia conmemorativa, la historia monumental y anticuaria que designara Nietzsche y que descartara también Foucault. Cuando se subraya ese extrañamiento antropológico, la investigación se revela entonces apasionante, se revela como la exploración de un enigma. Generalmente, los historiadores que se han planteado así las cosas son también los mejores autores, conscientes de la palabra, conscientes de la distancia que hay entre el pasado ya desaparecido, los vestigios que lo nombran, y la escritura final que le da forma, que lo restituye al emplear una imaginación documentada. La imaginación moral, que es como la llama Ginzburg, es la capacidad que tenemos para ponernos en el lugar de otro, pero no para pensar únicamente con sus categorías, sino para discernir los motivos de su elección y para dar cuenta de lo que aquel sujeto histórico no vio o no estaba en condiciones de ver. La imaginación moral es el tesoro que hace valer un observador lleno de experiencia y de sabiduría, de conocimientos, el tesoro de alguien que se sabe también ignorante, que se enfrenta sin arrogancia al pasado y a los individuos del pasado. Justamente como se lo proponía E. P. Thompson.
Ahora, muchos años después, nuestro historiador ya no es tan joven. El tiempo le ha infligido canas y las arrugas roturan su piel, el tiempo le ha dado experiencia y le ha quitado inocencia y un poco de entusiasmo. Pero, al menos en algo, ese historiador se admite igual a sí mismo, se quiere idéntico, tal vez profesando aún la superstición de la identidad estable. Hace veinticinco, treinta años, sólo era un lector, un jovencito que con contumacia, con voracidad, con compulsión, leía para ensanchar su vida sedentaria, para dilatar su imaginación, para darse unas experiencias que por timidez o por pereza no tenía. Y lo hacía justamente cuando la propia figura del destinatario cobraba un protagonismo inusitado en los estudios culturales, cuando se llegaba a la conclusión simple pero decisiva de que la consumación de la obra es incompleta mientras no se materialice el proceso de lectura. Él se hacía como lector justamente cuando a la lectura se le daban valores inauditos, los propios de la cooperación, de la intervención activa, de la descodificación, como luego aprendió de la teoría de la recepción alemana o como aprendió también en la semiótica de Umberto Eco. Él leía dentro de una comunidad de lectores diseminada, dentro de una tradición, como insiste Hans-Georg Gadamer desde la hermenéutica, un autor que entonces no conocía; pero él también leía vulnerando instrucciones, saltándose reglas y convenciones, como sostenía Umberto Eco y confirmaba el Menocchio de Ginzburg, precisamente por venir de donde venía, el medio menesteroso en el que se había educado, y precisamente por haber crecido en un país devastado por las acometidas de la dictadura: él debía hacerse con dolor y con incertidumbre sus propios itinerarios e inventarse un pasado, unos precursores, unos clásicos, unos contemporáneos, como después descubrió que también había hecho un novelista con el comparte generacionalmente la orfandad cultural, Antonio Muñoz Molina.
Hace muchos años, ser lector era el modo que los jóvenes hijos de obreros y empleados tenían para auparse, para rebasar la mediocridad que el franquismo les infligía. Hace muchos años, leer novelas y estudiar Filosofía y Letras eran el modo de doblegar las determinaciones y de contrariar lo que el destino les deparaba, eran el modo de darse una imaginación que la dictadura les negaba. Hace muchos años, cursar Historia era una vía de oponerse a la ruindad del franquismo, a la derrota y a la mezquindad de la España del Régimen. La leyenda, que no la lectura de Gerald Brenan, Hugh Thomas y Raymond Carr, lo auspiciaban, dice ahora nuestro historiador. Por su parte, el ejemplo de Tuñón de Lara le era próximo y a su figura de exiliado e investigador le dispensaba toda su admiración y simpatía. En 1974 y en 1975, justamente cuando nuestro estudiante se proponía cursar humanidades, de Pau le llegaban noticias, esperanzas y sobre todo las actas de aquellos coloquios dedicados a la literatura, al movimiento obrero, a la prensa, cuyos ejemplares aún conserva en su biblioteca, dice.
Si a este muchacho que dejó de serlo le pidiera hoy consejo un joven historiador, le respondería parafraseando a Sofri y a Ginzburg. Más aún, por lo que él mismo ha revelado, la mejor recomendación que podría dar a un estudiante que cursara historia es que leyera, que multiplicara las lecturas, que amalgamara los libros, que hiciera aleaciones inauditas, incluso indisciplinadas, que se arrojara a las obras más diversas, que frecuentara los géneros más distantes averiguando sus reglas y sus convenciones, incluso que apreciara los juegos y los préstamos genéricos a los que fue tan adicto Max Aub; que se enriqueciera, que se dilatara, que ensanchara su imaginación y su vida, que conviviera con espectros, que tratara con personajes reales y fantasmagóricos, que cultivara su lenguaje, que cuidara la forma y las formas, que leyera las obras de historia como productos de creación y que leyera las novelas como obras que contienen internamente un mundo histórico posible y documentado, autosuficiente. Sólo así estaría en disposición de hacer cosas con las palabras y consigo mismo, de hacerse a sí mismo; sólo así estaría en disposición de responder a la pregunta de qué hacemos los historiadores cuando leemos novelas.