Intelectuales

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

 

 

François Dosse, La marcha de las ideas, Valencia, PUV, 2007

Pascal Ory, Jean-François Sirinelli, Los intelectuales en Francia. Valencia, PUV, 2007     

 

Levante-EMV, Posdata, 22 de junio de 2007

                                         

                                                                                                         

Cada mañana, cuando nos levantamos, no reinventamos nuestro entorno. Disponemos de una experiencia previa que nos facilita la tarea de vivir, evitándonos así tener que probar o tantear. ¿Se imaginan ignorándolo todo, empezando cada vez? Sería un infierno cotidiano. Felizmente no es así y, por tanto, hay marcos de significado y hay rutinas que repetimos porque funcionan. Sabemos que rótulo tienen las cosas, cuál es su sentido, qué cabe esperar.

 

Cada cultura dispone de sus mecanismos de socialización, de instrucción, gracias a los cuales los individuos aprenden y ordenan sus expectativas. ¿Hablo de la familia o de la escuela? Por supuesto aludo a dichas instituciones, pero también me refiero a otros instrumentos. Los medios de comunicación nos hacen conocer el mundo al tratar asuntos que más o menos nos conciernen. El caso es que la prensa, la radio, el cine, la televisión o, ahora, Internet crean un espacio a través del cual fluyen las informaciones, cúmulos de datos y de imágenes con algún significado. Así, los destinatarios vamos incrementando nuestra erudición cierta, útil, errónea o apócrifa acerca de la realidad y, sobre todo, vamos aumentando el sentido que le atribuimos a las cosas.

 

Los periodistas tienen conocimientos generales y ejercen de mediadores entre los hechos y nosotros; los educadores  tienen saberes de experto e intermedian entre los aprendices y el mundo. En ambos casos, ese papel de ilustración es fundamental. En parte sobre los moldes del cronista y del maestro están hechos los intelectuales. Son figuras públicas que cumplen funciones semejantes y simultáneas a las del perito y el reportero: saben cosas que otros ignoran o tienen capacidades que otros no tienen; y hablan de asuntos más o menos generales que no necesariamente dominan con sus saberes de experto. El caso es que los intelectuales ejercen de mediadores e ilustran, y todo ello lo hacen interviniendo. Opinan sobre lo nuevo que cada día acaece en el mundo, aventurando un significado. Pero esos juicios no se los reservan para sí o para unos pocos, sino que, por el contrario, los publican en todos los medios que están a su alcance.

 

Esperan mejorar a sus destinatarios informándoles, instruyéndoles, enseñándoles el sentido de los hechos nuevos. Es decir, desempeñan una tarea doctrinal --en cierto modo reparadora--, pues tratan de quitar el velo que impide ver con claridad las cosas. ¿Y quién ha puesto ese lienzo sobre los ojos?, se preguntan los intelectuales. La rutina, esa de la que nos valemos para vivir ordinaria y mecánicamente; o el poder, ese que nos convierte en súbditos conformes y silenciosos. Por eso, los intelectuales --que importunan y se obstinan-- también se hacen en parte sobre el molde del predicador o del reformista. Hay algo de grandioso en esta tarea benefactora, y hay algo de arrogante en esta labor entrometida: los intelectuales se creen necesarios para extirpar prejuicios o para denunciar las arbitrariedades de las masas o los despotismos de los poderes. Pero los intelectuales también se equivocan o incluso incitan al odio justificando villanías totalitarias. Aunque muchos gusten de presentarse sin ataduras, no son almas bellas que vivan más allá del mundo y de sus inclinaciones.  

 

La historia de estas figuras no se remonta a muchos siglos atrás, pues para que de verdad pueda hablarse de ellas es preciso que haya medios de comunicación, un espacio público en el que intervenir, una sociedad en la que el liberalismo al menos se conciba como posible. En efecto, el intelectual es propiamente contemporáneo y la prensa es el primer medio sobre el que el experto interviene no para difundir su saber, sino para denunciar o para proclamar. Y este pasado es sobre todo una historia francesa. ¿Por qué razón? En primer lugar, porque la Francia contemporánea es un país estremecido por frecuentes revoluciones, unos tumultos que rompen el devenir ordinario o previsible de las cosas.  En esa circunstancia de permanente cambio, aclarar el significado de los hechos es perentorio.  En segundo lugar, porque desde la Ilustración, desde el Setecientos, la sociedad francesa presta mucha atención a sus pensadores, necesitada de gentes que iluminen el proceso de dichos cambios.  Desde luego, esa especie social, la de los intelectuales, la podemos hallar en otros muchos países: en todos aquellos en los que la modernidad y sus transformaciones alteran la rutina histórica. Pero es en Francia en donde su presencia ha cobrado dimensiones épicas: de Émile Zola a Jean-Paul Sartre, de Albert Camus a Michel Foucault.

 

Justamente por eso, es de celebrar que PUV haya decidido editar dos volúmenes imprescindibles: La marcha de las ideas, de François Dosse, y Los intelectuales en Francia, de Pascal Ory y Jean-François Sirinelli. Son libros complementarios aunque sus juicios no siempre sean coincidentes. El primero es sobre todo historiográfico y egohistórico: Dosse, que es autor de obras importantes sobre el estructuralismo o sobre los historiadores de Annales, se plantea cómo examinar el pasado de los intelectuales y cómo hacerlo desde la historia cultural, desde los presupuestos concretos que él mismo ha puesto en práctica. El segundo, que es más distante y objetivo, traza un recorrido debidamente cronológico, a veces muy sugerente, concebido también desde la historia cultural de Francia y desde la pasión política que ha sido su distintivo. ¿Se van a perder ambas obras?

 

Los intelectuales entendidos al modo clásico están en declive: han denunciado con tino los poderes avasalladores, pero han sido igualmente numerosas las equivocaciones e incluso las indignidades cometidas por ellos mismos en la época totalitaria,  según detallan Ory y Sirinelli. Aunque hay algo más y algo más reciente: la multiplicación exponencial de nuevos medios, la democratización de la opinión, la facilidad con que ahora todos manifestamos nuestros juicios en papel o en Internet debilitan y menoscaban los análisis, los vaticinios, las predicciones de los grandes intelectuales, muchos de ellos grafómanos. Ahora, por el contrario, son las figuras mediáticas y las digitales las que favorecen tendencias o crean opiniones, figuras a las que siguen o impugnan los públicos bulliciosos y las multitudes electrónicas. En eso estamos.