Freud y la reina que hilaba hierbas de oro 
Justo Serna

                                                                                                                         

                                  Publicado en Claves de razón práctica, núm. 135 (2003), págs. 66-70

                                                                                                                

                                                                     Libro objeto de análisis:

                                    John Katzenbach, El psicoanalista. Barcelona, Ediciones B, 2003.  

 

 

 

El psicoanalista es una novela norteamericana, un best-seller de culto, que ha sido bien recibido y mejor considerado entre los lectores de aquel país. En dicha narración se describen la vida y, sobre todo, el abismo al que se ve arrojado un terapeuta. Un analista confortablemente instalado, con pacientes regulares y con una existencia acomodada, es acosado por un enigmático perseguidor. Nos hallamos, lógicamente, ante un relato de psicópata contado en tercera persona, un modo de narración muy apreciado hoy por los usuarios de la cultura de masas, y que en este caso cumple con los requisitos ya habituales de este género, en el que se mezclan la intriga psicológica, el terror y todo tipo de guiños cultos. Avancemos algunos de esos recursos. En primer lugar, contamos con un enemigo cruel, rencoroso, verdaderamente temible, dotado para todo tipo de refinamientos: es el protagonista oculto e insidioso de esta novela. En segundo término, seguimos las vicisitudes del terapeuta, ese personaje principal a quien creíamos víctima inocente, y al que luego, en el curso del relato, el narrador podrá reprocharle implícitamente su propio un pasado, un descuido culpable. En tercer lugar, asistimos a un despliegue de cultismos: es un auténtico duelo verbal, literario y simbólico de tipos educados y preparadísimos, neoyorquinos cultos que se comunican haciendo uso de referencias de la tradición. Es decir, nos hallamos ante un relato muy cinematográfico, como puede verse y como después insistiremos, con  resonancias previsibles de El silencio de los corderos, de Seven y de El sexto sentido, por ejemplo. Pero El psicoanalista es también una novela en que se detallan con pormenor y fidelidad unas técnicas terapéuticas, en que se precisan los modos de operar de la clínica freudiana y en que se ejemplifican en un ambiente neoyorquino y judío. Empecemos por esto último: podremos averiguar así cuáles han sido y son los modos de representación del psicoanálisis y del psicoanalista, que universalmente identificamos con esos estereotipos bien fijados: con Nueva York y con la cultura judía. Será entonces cuando estaremos en disposición de evaluar los logros de esta novela, de someterla a escrutinio como relato de psicópata.

El psicoanálisis de Sigmund Freud es un fenómeno del primer novecientos, un fenómeno hebreo y vienés. Su difusión universal es, sin embargo, mucho más reciente, principalmente posterior a la Segunda Guerra Mundial, y se debe sobre todo al empuje recibido de los Estados Unidos. Es de allí, de la cultura norteamericana, particularmente de la neoyorquina, de donde vienen su celebridad, su imagen más extendida, así como algunos de sus tópicos más arraigados. No hago historia del freudismo: únicamente subrayo las identificaciones que suele despertar entre los contemporáneos. Y, en ese caso, al margen de la extensión del psicoanálisis a otros países, al margen de la compleja historia del movimiento, lo cierto es que Norteamérica suele aparecer como el centro. Retengamos este hecho porque eso, la dimensión estadounidense del freudismo, la identificación de la terapia freudiana con Nueva York, no es baladí, sino que es un asunto central de nuestro tiempo, de nuestras vidas. Hay en la globalización un comercio de mercancías y de bienes materiales, pero hay también en la mundialización un tránsito de imágenes, de recursos inaprensibles, de clichés culturales.

Desde el principio, Freud se interrogó cómo extender a ciertos sectores sociales los beneficios de la terapia por él ideada, lenta, prolongada, costosa. También desde el inicio mostró especial preocupación por evitar la inmediata y exclusiva identificación del psicoanálisis como un producto de la Viena judía y, justamente, por eso se dotó de una red de corresponsales, seguidores y admiradores que le ayudaran a internacionalizar su hallazgo. Es común, en ese sentido, recordar los esfuerzos finalmente baldíos por hacer de Carl Jung el sucesor; como también es habitual destacar la temprana fundación de la Asociación Psicoanalítica Internacional. Pero no menos significativas resultan ser la prevención o incluso la animosidad que Freud manifestó siempre por los Estados Unidos, aunque supiera desde el principio que la suerte de su creación iba a depender de dicho país. Hay una anécdota en ocasión de su primer viaje a Norteamérica, en 1909, que es reveladora, sintomática, a este respecto. Advirtiendo lo que se avecinaba, Freud le comentó a Carl Jung y a Sandor Ferenczi, sus compañeros de viaje: los norteamericanos "no saben que les traemos la peste". Es evidente que la "peste" era el psicoanálisis, una pasión que llegó a extenderse a una parte importante de su sociedad y, sobre todo, de Nueva York, y ello a lo largo de más de cinco décadas.  Ese contagio, en efecto, sólo cobraría dimensiones de pandemia después de su muerte, ocurrida en 1939, coincidente con la emigración de psicoanalistas europeos. Es entonces cuando de verdad comienza la auténtica dimensión planetaria del freudismo, un éxito que es, en parte, una paradoja porque –insisto-- no es exactamente el futuro que vaticinaba el fundador o no es al menos el que él mismo deseaba.

Y así, desde la última posguerra, quedó fijada en la memoria de la gente la imagen del psicoanálisis como un fenómeno en principio neoyorquino, propiamente judío, una terapia a la que recurrirían exclusivamente los neuróticos adinerados. Pero quedó fijada también la entusiástica recepción que de sus ideas, de sus concepciones del alma humana, hicieron intelectuales y críticos americanos de los cuarenta y cincuenta tan influyentes como Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal. En qué se basa la creatividad y el genio, y qué relación tienen con la neurosis y con la sociedad eran preguntas de aquel tiempo y eran cuestiones que algunos autores del New Cristicism se planteaban. Al crítico neoyorquino autor de La imaginación liberal se debe la difusión de la primera gran biografía de Freud, la de Ernest Jones, que él y Steven Marcus abreviaron. Más aún, la Vida y obra de Sigmund Freud cuenta con un prólogo de Lionel Trilling realmente importante, entre admirativo y analítico, en el que venera con entusiasmo su contribución. ¿Cómo se forjó ese cliché que une Nueva York, Freud, la clínica psicoanalítica y la cultura crítica? Insisto: no tengo competencia ni puedo hacer la historia del freudismo ni indago en las causas precisas que contribuyeron a extenderlo, pero quisiera mencionar algunos ejemplos, entre otros posibles, que son factores que reforzaron esa imagen norteamericana.

En primer lugar, hemos de admitir que el conocimiento mundial de la obra freudiana no se debe al original escrito en alemán, sino a su versión inglesa aparecida en Estados Unidos. En efecto, la traducción, la llamada Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, realizada por James Strachey, contribuyó poderosamente a extender sus ideas, a hacer de ellas un producto universal, imprescindible y contemporáneo. Sobre eso se pronunciaba Peter Gay, el historiador  estadounidense nacido en Berlín, en el ensayo bibliográfico con que acababa su célebre biografía del maestro. Desde Estados Unidos y –por qué no— desde la temprana versión española auspiciada por Ortega en Biblioteca Nueva, su obra ha contado con lectores interesados en los procedimientos terapéuticos, pero también con destinatarios intrigados por la antropología precisa que en sus páginas se contiene. Al parecer, aquella versión norteamericana fue, en algunos aspectos, poco fiel al original alemán, más oscura, si cabe, repleta de latinajos, de cultismos y de términos propiamente médicos que no estaban en principio y que le daban un tono más mayestático y abstruso a la prosa. Por ejemplo, el ello, el yo y el superyó (como diríamos en correcta traducción del alemán) se convirtieron en inglés en el id, el ego y el superego. Así lo denunciaba  Bruno Bettelheim en Freud y el alma humana. Fue Bettelheim un autor con competencia para poder decir esto, tratándose como se trató de alguien nacido en Viena, luego un psicoanalista afamado y afincado en los Estados Unidos, país al que llegó en 1939 huyendo de una Europa doblegada por el nazismo. Peter Gay le censuraba esa actitud tan puntillosa por ser esos reproches translaticios los propios de un tiquismiquis intelectual. No nos interesa ahora ahondar en esta controversia entre polemistas cuya lengua materna fue el alemán. Nos interesa más admitir con Gay y admitir con el propio Bettelheim que la universalidad de Freud se debe a esta traducción defectuosa o no hecha en un país en el que tan poco confió el propio autor de La interpretación de los sueños.

Es de Norteamérica también de donde nos vienen las imágenes más repetidas de la terapia freudiana. El cine de Woody Allen, por ejemplo. Sus películas contienen numerosas citas del psicoanálisis y en ellas se hace homenaje y parodia del diván, un icono más del extenso repertorio de cultismos que es propio de un poeta doctus, como ha examinado Vittorio Hösle en Woody Allen. Filosofía del humor. Más aún, sus alusiones y sus bromas, que parecen inspirarse en la propia teoría freudiana del chiste, que se suman a la tragedia, a los clásicos rusos y a otros tributos que son frecuentes en sus películas, han reforzado y universalizado un tópico muy neoyorquino: el psicoanálisis como terapia prolongada y cara que seguirían los neuróticos ricos de la gran ciudad, de Nueva York, “la Atenas de la posmodernidad”, añade Hösle. Profesionales urgentes, acuciados por el estrés, angustiados por un pasado que no han asimilado, con vidas que no pueden gobernar correctamente aparecen en sus films tratados con ironía, con guasa, pero sobre todo acudiendo al psicoanalista, quejándose de sus honorarios o lamentando los años que llevan de terapia. Suelen ser judíos,  cultos, refinados, neoyorquinos y, al parecer, se sienten culpables. Como el propio Woody Allen le hace decir a uno de sus personajes, Danny Rose, “es importante sentirse culpable. De lo contrario, sabe usted, uno es capaz de hacer cosas terribles... Yo-yo me siento culpable todo el tiempo, y yo-yo nunca he hecho nada. ¿Sabe?”. Y cuando se le interroga si cree en Dios, Danny contesta: “No, no. Pero, eh, me siento culpable por eso”. Es admirable cómo en unas pocas palabras, en un chiste verbal tan explícito, pueden amalgamarse referencias a Dostoievski, a Nietzsche y a Freud.

Pero olvidemos ahora la dimensión estrictamente cultural del psicoanálisis. Abandonemos, pues, a esa intelectualidad judía neoyorquina que, desde Lionel Trilling hasta Woody Allen, han hecho del freudismo materia de reflexión y de representación, y centrémonos en la terapéutica, en su dimensión clínica. El psicoanálisis sería –permítaseme decirlo así-- una medicina del alma instituida por Freud, un procedimiento técnico que permite tratar ciertas dolencias y algunos malestares internos a los que llamamos neurosis. Cuando un individuo no cree posible gobernar su vida, cuando se ve impulsado elegir cosas que verdaderamente no desea o cuando las decisiones que adopta le hacen daño y se culpabiliza por ello, entonces interviene el terapeuta aplicando una ciencia del espíritu. Ahora que lo pienso, acabo de pronunciar tres palabras que en cierta medida son inadecuadas para hablar con precisión y con propiedad del psicoanálisis: las dos primeras, medicina y terapeuta, porque con ellas no se identifican necesariamente los freudianos; la tercera, ciencia, porque esa cualidad no se la reconocen al psicoanálisis muchos de sus adversarios.

En efecto, para su ejercicio profesional no se precisan conocimientos médicos: a pesar de haber sido él mismo un galeno, a pesar de haberse especializado en neurología, Freud no creyó que la medicina aportara nada especial para la práctica del psicoanálisis. Los médicos tratan el cuerpo y sus dolencias, y los psiquiatras suelen administrar fármacos para combatir los síntomas y erradicar el mal, cosas éstas que no hace un freudiano de estricta observancia. Por otra parte, si calificamos como terapeuta al psicoanalista damos de él una imagen que no le corresponde. De hacerlo así lo presentaríamos como un interlocutor que habla, que da consejos para rehacer una vida, como alguien que opera y emprende alguna cirugía real o metafórica, cosas éstas que tampoco realiza. En general, quien se expresa e interviene activamente es el paciente que reposa en el diván. Tumbado, en estado de relajación, es el neurótico quien habla y habla sin parar, en asociación libre, sin censuras explícitas, mientras el psicoanalista está fuera de su campo de visión, como un interlocutor generalmente mudo, silencioso, que no da consejos. Finalmente, el estatuto científico del psicoanálisis está en cuestión desde su mismo origen, desde ese 1900 inaugural en que apareció o, mejor, se hizo aparecer La interpretación de los sueños: que el alma o el espíritu (o la ética) puedan ser objeto de ciencia, ya es en sí discutible, como señalara Wittgenstein; y que además lo puedan ser con una teoría de la estructura psíquica cuyos enunciados no son inmediatamente falsables, según sostuvo Popper, es una auténtica temeridad: por eso, la calificó de pseudociencia.

Sin embargo, la vida real desmiente parte de las cosas que del psicoanálisis dicen sus oficiantes y sus adversarios. En Estados Unidos, y desde fecha bien temprana, se estableció el requisito de la titulación en medicina, para disgusto de Freud, que –insisto-- tenía en poco aprecio a los norteamericanos. Por otro lado, el analista no es sólo ese interlocutor mudo o benevolente que está detrás del diván y sobre el que se vierten los malestares verbales, esa figura silente que estimularía la terapia mediante la transferencia, sino que es alguien que interviene activamente diciendo cosas significativas, interpretando, estableciendo conexiones y relaciones, aventurando conjeturas o hipótesis, cosas, en fin, de efectos decisivos para la salud psíquica del paciente. La curación por la palabra no es sólo la que logra el analizado, sino también la verbalización clínica que como tal aventura el terapeuta. Finalmente, pese a que cueste admitir el freudismo como ciencia y sólo lo pensemos como una narrativa del espíritu cuyos enunciados no admiten la falsación, eso no implica que el alma no pueda ser objeto de conocimiento y que el psicoanálisis no arroje luz sobre algo que es en sí oscuro, ajeno, extraño y de imposible exhumación. Tal vez, por eso mismo que se le reprocha: por ser una narrativa del espíritu, como admitió Donald Spence. 

Algunas de las cosas que planteo, desde el freudismo y sus métodos hasta la dimensión norteamericana de sus enseñanzas, cosas que he simplificado de manera quizá indebida, aparecen tratadas en la novela estadounidense que motiva estas palabras y que se titula precisamente El psicoanalista. Su autor es John Katzenbach.  A este escritor lo conocemos por ser suya la novela en la que se inspira una película protagonizada por Bruce Willis, La guerra de Hart, y de este escritor se dice que aprendió el oficio narrativo como reportero de sucesos, una escuela muy interesante para concebir intrigas policiales de ficción: tratar con el delito, contar casos criminales en las páginas de un periódico, por ejemplo, obliga a compendiar, a ordenar eficazmente las narraciones, a administrar la información de acuerdo con una trama con el fin de lograr y mantener el interés del público. El célebre historiador norteamericano Robert Darnton, el autor de La gran matanza de gatos, tuvo su primer empleo como reportero de sucesos en el New York Times y es de ahí, de esa experiencia, de donde extrajo algunos de sus mejores recursos que luego aplicaría brillantemente en la investigación del París policial del setecientos. ¿Lo consigue Katzenbach por su parte?

El psicoanalista no es una investigación ni histórica ni policial, sino una ficción concebida para el gran público. Publicada en España en una colección de best-sellers rotulada como “La trama”, aparece en una editorial de consumo masivo (Ediciones B). Es común entre los lectores refinados contemplar con prevención o menosprecio intelectual este tipo de relatos. Pensadas para muchos destinatarios, estas novelas tendrían un bajo nivel de exigencia, estarían escritas con una prosa simplemente accesible y su estructura narrativa sería sencilla. Lo oscuro, lo arcano, lo abstruso suelen tener un gran prestigio y por eso desconfiamos de un relato eficaz del que pueda obtenerse mero entretenimiento. Sin embargo, la literatura de ficción, además de las exigencias propiamente estéticas, además de los logros en el arte narrativo, un más allá que supera los hallazgos anteriores, es un lenitivo. O, mejor, una forma de dispensar sentido a la vida que millones de lectores en el mundo se administrarían. El filósofo norteamericano Arthur C. Danto decía adorar las novelas, no porque le elevasen el gusto, el juicio estético, sino porque veía tratadas situaciones y decisiones humanas semejantes a las nuestras. La literatura, incluso la baja literatura, dispensa esquemas narrativos y experiencias que después nos ayudan a manejarnos mejor en la vida, algo que el experimentalismo estético tal vez no proporcione. Los relatos populares de antaño, los romances de ciego, reunían y resumían un repertorio de experiencias y servían de ilustración y ejemplo, pero lo hacían dando intriga, contando casos concretos de los que extraer una lección moral. Salvando las distancias, que son efectivamente muchas, los best-sellers actuales pueden cumplir, entre otras, funciones semejantes. Vemos en ellos circunstancias por las que no hemos pasado ni probablemente pasaremos y nos sirven como espectáculo de la vida.  Si, además, están hechos con dignidad y solvencia, si están confeccionados con eficacia narrativa, si el relato tiene intriga y peligros que atrapan e inquietan, entonces al lector se le procuran placer y alguna enseñanza.

Pero esta enseñanza, que es la moraleja de los cuentos, puede arruinarse si es muy explícita, si la lección es expresa y si los personajes son encarnación simbólica de arquetipos y moldes previsibles. Somos ya lectores resabiados y hemos sido destinatarios de numerosas ficciones escritas o filmadas que nos hacen ser más exigentes. Ya no podemos ser oyentes de los romances de ciego y no aceptamos que nos aleccionen o nos sermoneen. Somos, en definitiva, más incrédulos o más exigentes, no sé. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque la primera función que exigimos al relato es su entretenimiento verosímil: un exceso de simbolismo le quita encarnadura a los personajes y una intriga enrevesada no la toleramos en la ficción. Sucesos reales nos parecen increíbles pero los aceptamos porque tenemos la constancia documental de que han sucedido, pero no consentiríamos su mero traslado a una novela, simplemente porque haría inverosímil lo narrado. En segundo lugar, toleramos mal que nos sotaneen con prédicas explícitas, con la moraleja de los cuentos, justamente porque las funciones clásicas del relato, de la ficción, ese aleccionamiento y esa ilustración toscamente encarnadas en ciertos personajes obvios, las cumplen ahora otros medios expresivos. Por tanto, la pregunta permanece. ¿Cómo lograr el encanto, literalmente el encantamiento, que produce una novela sacando provecho moral de lo narrado?

No hablo de ventas ni de excelencia estética, sino de encanto y de provecho moral: hay novelas millonarias que efectivamente se venden mucho y que sólo desde la ingenuidad lectora pueden soportarse; y hay admirables o audaces logros estéticos que no producen encanto alguno ni es posible extraer de ellos lección alguna. El reto actual (y permanente) de las novelas es doble: lograr que los destinatarios suspendan su incredulidad, rodeados como están de numerosas ficciones, habitantes de un mundo repleto de historias mendaces; y lograr que los receptores acepten vivir en el seno de un relato significativo y verosímil, literalmente encantados y aleccionados, un relato que construye un mundo virtual con personajes sobre los que los lectores hacen inversiones pasionales –como decía Umberto Eco— dejándose llevar por un torrente de palabras precisas. Es entonces cuando se da el placer de la narración vertiginosa en la que algo sucede y de ello aprendemos y con ello nos aturdimos.  En otros términos, los lectores pedimos novelas bien trabadas, eficaces, pero que no pequen de simbolismo explícito, ese simbolismo en el que se ve la metáfora en que se convierte la circunstancia; los lectores pedimos también intrigas, pero no intrigas enrevesadas en donde han de suceder muchas cosas. Pues bien, esos defectillos, en los que incurren tantos best-sellers, los vemos en El psicoanalista. Trataré de argumentar por qué.

Es El psicoanalista una novela de acción pensada para lectores cultos –como ya indiqué--, o al menos para los que su autor juzga como lectores cultos, una gruesa narración de cuatrocientas cincuenta y siete páginas en donde hay experiencias a las que probablemente no deberemos enfrentarnos, intrigas que no nos angustiarán, y de las que sería posible extraer alguna lección para la vida. Lo paradójico es que esas cosas que suceden le ocurren a Frederick Starks, un psicoanalista neoyorquino de cincuenta y tres años, el contraejemplo del hombre de acción: viudo, bien instalado, solitario, entregado a la rutina, distante de sus familiares, escaso de amistades. Ese mundo estable y previsible se romperá, se fracturará en pocos días, en sólo dos semanas, al recibir justamente al comienzo de las vacaciones estivales una carta amenazadora, la misiva de un psicópata, astuto, refinado, implacable, en la que le ordena su suicidio. De no inmolarse –se le advierte terminantemente--, otros familiares pagarán por él cargando así con una culpa irresistible. Pero ese fiero oponente es un jugador, un ominoso y retorcido jugador, y por eso le dejará un resquicio: si averigua quién es, si da con su nombre, podrá salvar la vida. Durante esos quince días de angustia se comunicarán con versos cifrados que habrán de publicarse en cierto periódico, dándose así instrucciones, pistas y revelaciones.

Como antes indicaba, la imagen que tenemos de un terapeuta es la de ese individuo sentado fuera del ángulo de visión, en estado de escucha, tomando nota de las palabras que el paciente vierte, que arroja en asociación libre, un individuo que aguarda los indicios, los síntomas de malestares que se expresan verbalmente. Por regla general, del psicoanalista poco se suele saber. Es así para facilitar la transferencia, su conversión en figura silente sobre la que volcar los humores y las proyecciones y los dolores antiguos del analizado. Es una efigie con misterio o vacía que se rellena con las palabras del paciente y sus pocas interpelaciones se hacen para favorecer la voz y la interrogación del neurótico. El terapeuta guarda no sólo un prudente y eficaz silencio en el encuadre analítico, sino que, además, es escrupuloso en la reserva profesional de los datos de sus pacientes. De ellos llega a saberlo todo o casi todo, mientras que de él nada o casi nada se sabe. Es difícil engañarlo, hurtarle informaciones o datos decisivos, reconstruir fantasiosamente una vida inexistente realizando la terapia de una impostura. ¿Se hace? ¿Se ha hecho? Quiero decir, ¿es posible por parte de un impostor idear una figura y una identidad inexistentes sin que lo advierta su terapeuta? El narrador de El Psicoanalista toma como motivo dicho asunto y es en ello, en la verosimilitud de ese caso, en donde radica la intriga del volumen, su posible logro o su posible fracaso.  ¿Por qué razón? Porque un relato que haga de la impostura del paciente su clave debe plantear a la vez cómo funciona la experiencia clínica del psicoanalista. Más aún, si tenemos en cuenta que los analizados suelen acudir a la terapia acuciados por angustias particulares, aquejados por algún cuadro neurótico que precisan revelar o cuyos efectos necesitan atemperar o aliviar. El paciente adinerado espera de él su consejo o su escucha, pero espera sobre todo que le ayude a controlar su vida desembarazándose de los temores ansiógenos que lo atenazan o que le impiden un correcto funcionamiento.

Se trata, como nos recordaba Elina Wechsler parafraseando a Freud en Psicoanálisis en la Tragedia, de superar la fatalidad neurótica, hecha de repetición; se trata de sobrellevar el drama universal, que no es otra cosa que el infortunio ordinario que nos inflige la vida. La tragedia es, en efecto, condena fatal, irreparable, dictada de antemano; el drama es, por el contrario, la miseria cotidiana, nueva, que nos llega sin compulsión.  Para lograrlo, nada mejor que la ayuda del terapeuta. El psicoanalista es una figura que auxilia incluso con su silencio o con su inacción y aplica una medicina inmaterial, sin fármacos, que se basa en la interpretación que lleva a cabo y en la administración de la función analizante, un aprendizaje que dura años y que al neurótico le permitirá acabar con el tratamiento. ¿Es ciencia o pseudociencia, un prodigio menor, un exorcismo laico, una reactualización de la confesión católica? Sus críticos subrayan que el tiempo todo lo cura, y que un tratamiento tan prolongado es la causa de la mejoría no la eficacia de sus procedimientos. Pero no es eso lo que ahora nos preocupa.

La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, es una de las primeras obras de ficción que hace del psicoanálisis motivo de relato. La confesión escrita de Zeno y sus dificultades para deja de fumar no son propiamente lo que de verdad sucede en un análisis convencional: es, por tanto, una estilización literaria que poco tiene que ver con una tratamiento real. En cualquier caso, hace del análisis asunto de revelación, de relato, y, además, Svevo la pone en relación con los cambios decisivos que experimenta la novela del novecientos. La confesión o monólogo interior, la fractura y la inestabilidad del yo, la evanescencia de la identidad, los perfiles borrosos de la persona y sus máscaras son, en efecto, asuntos capitales de la ficción de nuestro tiempo. En comparación con La conciencia de Zeno, El psicoanalista es una novela verdaderamente menor, claro, menos ambiciosa, pero probablemente más fiel a lo que sucede en el proceso analítico. Pero no es ésa la cuestión: lo decisivo de la novela norteamericana que comentamos ahora es que nos presenta el asunto del freudismo desde la óptica del terapeuta, de un terapeuta que se ve obligado a convertirse en un hombre de acción, que es acosado, amenazado y cuya muerte civil le obliga a duplicar su identidad.

En El psicoanalista le sucede al personaje principal, un especialista que auxilia a sus pacientes, todo aquello para lo que no está preparado y esa circunstancia externa está bien administrada por el narrador: la vida exterior irrumpe, el orden y lo previsible se desmoronan viéndose el protagonista obligado a actuar con decisión, a engañar, a hablar, a mentir, a amenazar, a desdoblarse, a cambiar su identidad. Dado que su existencia está bien documentada y resulta conocida para sus adversarios, sus intimidades son del dominio de un enemigo emboscado y ayudado por dos malignos donantes, por decirlo con la narratología. Pretenden hundirlo y lo hunden: su nombre desprestigiado, sus propiedades prácticamente desaparecidas. Al psicoanalista le sucede todo lo malo que a un paciente se le podría ocurrir en cualquiera de las fantasías hostiles que pudiera tener contra su terapeuta en una transferencia fallida u homicida que se hiciera real. Por eso hay en esta novela una eficaz descripción de cómo se arruina un mundo de seguridad, de hábito y de certidumbre, cómo se produce la conversión del terapeuta en individuo acosado. Pero demos algún detalle más.

Todo comenzó con una venganza demorada para hacer pagar a un terapeuta lo que no hizo o hizo mal, un médico que empezó su práctica profesional inspirado por las buenas intenciones que eran propias del radicalismo de los sesenta, pero que pronto se desencantó descuidando a quienes más lo necesitaban. El abandono de la clínica pública y la creación de su consulta privada le permitirán ocuparse del análisis de ricos neuróticos neoyorquinos, esos que consultan la Standard Edition freudiana o que habitan en las películas de Woody Allen. Con el tiempo pagará esta traición al progresismo humanista, primero siendo amenazado, a un paso del precipicio, y después obligándole a rehacer su vida como médico de pobres. ¿Quién le impulsó a hacer ese cambio? Justamente un psicópata: el mayor de tres hermanos, el primogénito de una madre soltera, maltratada, abandonada, una de aquellas personas que Starks desatendió para abrir su consulta privada en la que atender a neuróticos adinerados, un primogénito que nunca perdonará. La novela es eficaz y es posible que entretenga o cultive el narcisismo culto de cierto tipo de lectores. Pero que eso sea así no quiere decir que la narración sea consistente, lograda, memorable. Y no lo es por esos mismos reproches que antes detallaba: por el simbolismo explícito, manifiesto, enfático, y por la vida y las razones enrevesadas de ciertos personajes y la intriga que los rodea.

En efecto, el marcado  simbolismo que envuelve cada uno de los hechos que suceden hace inverosímil a los personajes, de nombres igualmente simbólicos. Frederick “Ricky” Starks sobrevivirá fingiendo un suicidio, cambiando de identidad y desdoblándose en Frederick Lazarus, el hombre duro de acción que resucita armado y amenazador y que resuelve eficazmente el enigma, y en Richard Lively, hombre amable y luego entregado a la vida, a una causa humanitaria. Aquellos que le acosan, la familia Thomas, esos huérfanos de aquella madre soltera, se dan a sí mismos nombres igualmente simbólicos, de resonancias cultas, un guiño quizá enfático para el psicoanalista refinado pero sobre todo una pista del autor puesta al servicio del lector que se deja llevar por estos detalles. La menor, por ejemplo, dice llamarse Virgil (“todos necesitamos un Virgilio que nos guíe hasta el infierno”) y es una actriz, con un probable trastorno narcisista de la personalidad, según el propio diagnóstico al que llega Starks. El mediano se presenta como Merlin (como el mago conocedor de todos lo saberes y hacedor de prodigios), y es abogado, un picapleitos sabelotodo, la especie más odiada de los norteamericanos: de quien hablamos es de un individuo, éste en particular, que resulta ser un  neurótico obsesivo-compulsivo. Y, finalmente, tenemos al mayor, al primogénito, que se hace llamar Rumplestiltskin (o Rumpelstikin, según idioma y versiones), como el célebre personaje del cuento de los hermanos Grimm, aquel hombrecillo que tenía poderes para hilar hierba seca y convertirla en oro, aquel que por ayudar a una muchacha campesina a obrar ese prodigio, enamorando así al rey, le arrancó la promesa de darle su primer hijo cuando fuera madre y soberana. Una vez que tal cosa sucedió, el hombrecillo le exigió la entrega del niño, amenaza que sólo le levantaría si lograba adivinar su nombre en el plazo de  tres días. Las pesquisas del mensajero mandado por la campesina-reina fueron infructuosas y sólo al final, al tercer día, en uno de los confines del reino y por pura casualidad logró adivinar su nombre y así se lo hizo saber a la soberana amenazada:

-“No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba: Hoy tomo vino y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán. Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstikin adivinarán”.

 

Gracias a ese hallazgo inesperado, la reina mendaz pudo salvar la vida de su hijo, no entregarlo a ese insidioso hombrecillo, quedando relevada de su engaño y de su compromiso. El diabólico psicópata de tendencias homicidas que idea el plan que arruina la vida apacible de Starks se hace llamar Rumplestiltskin y como el personaje de Grimm le concede un pequeño plazo para averiguar quién es. Vale decir, el analista es la campesina que prosperó indebidamente, el joven terapeuta lleno de promesas y de buenas intenciones que pronto olvidó, que se aupó hasta el rey con artimañas y con el auxilio de otros, justamente con quienes después ya no quiso aceptar compromisos. La reina se salvó de milagro dentro del plazo, pero fue suficiente para tener su merecido y para no volver a  repetir ese engaño que hizo creer al rey que era capaz hilar hierba convirtiéndola en oro. Salvar a los menesterosos neoyorquinos con una terapia breve y poco cuidadosa es como hilar hierba creyendo convertirla en oro. La reina tuvo una final feliz. ¿Lo tendrá el Doctor Starks?  Al modo de los cuentos de hadas, de los romances de ciego y de la literatura popular, las cosas y las personas son lo que son y, además, significan algo más y de ellas, de su nombre y de su significado, puede extraerse una moraleja. Porque esta novela tiene moraleja literal: la amenaza lleva a la desaparición, a una ascesis, a un renacimiento, y quien descuidó a los pobres propios y a los desheredados de Nueva York, una auténtica negligencia médica, acabará atendiendo en Puerto Príncipe, en Haití, a los más desfavorecidos. Ése será su futuro: la reparación de lo que hizo mal, algo en lo que tenía razón Rumplestiltskin.

Pero hay más. Quizá la vida y los seres humanos sean enrevesados, pero el relato, la intriga y los personajes de una ficción no están obligados a serlo, no están obligados a ser  copia o traslado mimético, si es que tal cosa es posible. Por eso, cosas que nos suceden y que, en efecto, parecen increíbles por numerosas e intrincadas no pueden transportarse impunemente a la novela. Exigen, desde luego, su puesta en orden, una trama que no es la vida, que no se corresponde a la historia. Pero exigen también su depuración narrativa, su transfiguración, su adelgazamiento. Pensemos, por ejemplo, en la figura de este psicópata y sus razones, en el huérfano aquejado de conducta delirante y en la venganza demorada y endemoniada que organiza con el auxilio de sus hermanos. No me refiero sólo a lo verosímil que pueda resultar que un impostor simule una identidad en el curso del tratamiento analítico; me refiero a los modos de ejecución de una venganza o de un crimen. En estos tiempos que corren, y desde que se impusieran como moda cinematográfica las películas de psicópatas, parece obligado idear ficciones con tipos oscuros, refinados, endiablados al modo de Hannibal Lecter. Tanto refinamiento verdaderamente satánico, tanta exquisita maldad –que aquí, en esta novela, también se da— cansa , la verdad, y acaba siendo inverosímil y hasta un latazo.

Por eso comparto por completo lo que apostillaba Rafael Reig en el prólogo a una obra de Galdós recientemente exhumada, recuperada, la de las crónicas periodísticas sobre El crimen de la calle de Fuencarral. Leemos en ese texto, titulado “¿Por qué nos interesan tanto los asesinos?”, un juicio sensatísimo que quiero reproducir. “Hoy en día --dice Reig--, cuando la literatura criminal parece haber descrito un círculo (probablemente vicioso), resulta refrescante esta miniatura galdosiana en la que Higinia mata por catorce mil duros, con un cuchillo de cocina y ayudada por su ‘compinche’. En estos tiempos de asesinos psicópatas (...) resulta bastante saludable reencontrarse con criminales que no oyen voces interiores ni pretenden el control absoluto del planeta, que no tienen un cociente intelectual extraordinario ni habilidades circenses y tecnologías vanguardistas: vecinos de enfrente, seres humanos como la Higinia de Galdós, que había vivido ‘maritalmente con un lisiado’, mataba por codicia rudimentaria y era ‘un monstruo de astucia y marrullería’ “. Justamente lo contrario, de ese monstruo exquisita e exageradamente endiablado que Katzenbach nos presenta.

Pero es posible que lo enrevesado del personaje, el detallismo minucioso que lo envuelve, no se deba sólo a la torturada psicología que hemos de suponerle al psicópata, sino que obedezca también a necesidades narrativas. En efecto, parece como si Katzenbach se dirigiera a un público Midcult, necesitado de toda clase de informaciones, de detalles, es como si el narrador se forzara a ser explícito y evidente en algunos de sus enunciados y descripciones, en símiles mil veces empleados y en fórmulas expresivas tópicas, en recursos culturales cuyo guiño sabrán apreciar los lectores satisfechos, los connaisseurs. Tal vez por eso, la novela se nos antoja innecesariamente larga, tediosamente minuciosa, con escasas elipsis. Siendo como es un relato de evidentes influencias cinematográficas, dado que hay situaciones que están presentadas como si de un secuencia se tratara; o, mejor, estando probablemente pensado para poder ser llevado al cine (como así ha sucedido con esa otra narración de Katzenbach que mencionábamos, La guerra de Hart), aún resulta más extraña esa falta de contención, de economía verbal. O tal vez no sorprenda tanto este verbalismo abundante y esta forma de expresarse sea algo así como una extensa acotación hecha para un posible script, todo un regalo para el futuro guionista y productor interesado en comprar los derechos. A pesar de reconocer sus valores, algo de esto decía David Pitt en The Mistery Reader cuando subrayaba el detalle minucioso y la intriga enrevesada, y lo decía pensando en su posible traslado al cine. “I’m not sure this story would work as a film, either, although it’s quite likely someone will eventually put it in the big screen (Hollywood likes to make movies out of Katzenbach’s novels, although they advertised Hart’s War so poorly that no one went to see it). In a movie –apostillaba--, the plot would seem too slick, too implausible” (“No estoy seguro de que esta historia pueda funcionar como película, aunque es absolutamente probable que a alguien se le ocurra llevarla a la pantalla grande (en Hollywood les gusta hacer películas a partir de las novelas de Katzenbach, aunque anunciaron tan mal La guerra de Hart que nadie fueron a verla). En una película, la intriga parecería demasiado sofisticada, demasiado inverosímil”). Pues de eso, de la intriga o, mejor, de la trama –según la colección española de Ediciones B— es de lo que está sobrada esta novela: demasiado refinamiento enrevesado finalmente inverosímil, el cargo más grave que cabe hacer a un relato policial, a una narración en la que el crimen y su ejecución y su revelación no precisan tanto, tantísimo artificio.

Habrá que esperar, pues, a que el psicoanalista, neoyorquino o no, tenga su gran relato, ya que éste no lo es; habrá que aguardar a que alguien escriba su novela eficaz y lograda, a que esa esfinge vacía destino de la transferencia, ese relleno sobre el que el paciente vuelca su humor, reciba su propio tratamiento. Tal vez entonces podamos averiguar el gran enigma del terapeuta, ese que se reserva, que difícilmente averigua el paciente y que los expertos llaman contratransferencia. Pero ahora que lo pienso, ahora que me doy cuenta, hemos agotado el tiempo y hemos llegado al final de nuestra sesión. Son cien dólares.

 

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