La ciudad de los muertos
Justo Serna y Anaclet Pons (*)
Publicado en El País, Comunidad Valenciana, 1 de noviembre de 2004
Es
común honrar a los muertos y recordarlos, pero es en el mes de noviembre cuando
los deudos frecuentan el cementerio, en abigarrada confusión, coincidiendo con
la festividad de Todos los Santos (cuya víspera festejamos ahora con audacia
anglosajona y resonancias célticas llamándola ‘Halloween’, es decir, ‘all hallow's eve’). Para preparar la visita, los vivos asean esa morada, después
quizá de meses de abandono o incuria o mal estado, abrillantando los mármoles y
disponiendo las flores con las que mostrar respeto y homenaje. No siempre fue
así. Piensen, por ejemplo, en el
camposanto de Valencia. El cementerio extramuros de esta ciudad se ordenó
construir en 1807. Hasta entonces, sólo los enterramientos nobiliarios y
eclesiásticos se realizaban en lugar apropiado, en las criptas de los conventos
y en las iglesias. Era lógico, pues,
que en un siglo de ilustración y progreso como fue el Ochocientos, razones de
espacio y de salubridad aconsejaran a los munícipes de Valencia (y de otras
ciudades) dar por acabada esa práctica. Con dicho fin se habilitaron espacios
fuera de las murallas en los que inhumar a patricios y plebeyos
Sin
embargo, a lo largo de aquel siglo, el estado del camposanto no siempre fue
ejemplar: su abandono era la última injuria que los vivos infligían a los
muertos. De hecho, no era extraño que en la prensa se denunciara la inmoralidad
de muchos individuos que, olvidando todo principio de religión, convertían tan
respetable recinto en lugar para sus pasatiempos. Gacetilleros e informantes manifestaron reiteradamente su
perplejidad ante tal falta de decoro. Los niños, por ejemplo, utilizaban el
espacio sin ningún miramiento, correteando entre las tumbas, persiguiéndose con
el estrépito de sus juegos. Mayor pasmo
causaba la ferocidad de los perros, que se deleitaban disputándose y royendo
los huesos que asomaban en ese descuidado terreno. En fin, una imagen tétrica,
gótica diríamos, casi adecuada al estereotipo que nos hemos formado del
cementerio romántico, con los matojos, el abandono y la exhumación de los
muertos.
Todo
eso cambió en Valencia hacia 1845, justamente cuando fallecía el único hijo del
principal propietario de la ciudad, el
industrial Juan Bautista Romero. Idéntica pérdida sufrirían al poco tiempo el
fabricante Gaspar Dotres, el banquero José Campo o el comerciante Francisco de
Llano, todos ellos políticos de postín en una ciudad convulsa. El dolorido Juan
Bautista adquirió un espacioso terreno en el camposanto, contrató un
arquitecto, compró los mármoles más nobles, mandó redactar un epitafio e
incluso encargó al más afamado escultor de la localidad la ejecución de un
monumento funerario, uno que representara la juventud y la esperanza perdidas.
La muerte de los hijos de esos patricios, de Virginia Dotres, de Josefa Campo y
de Carolina de Llano, dieron inmediata continuidad a esa pompa doliente, a ese
lujo ostensible y a esa expresión de la desdicha familiar. Esos y sucesivos fallecimientos, los de
otros vecinos de campanillas, sirvieron para hacer del cementerio de Valencia
el recinto de las bellas artes, como entonces se llegó a decir. Si antes era un
lugar abandonado de esparcimientos escandalosos, en la segunda mitad del siglo
se convirtió en un parque con ‘salones’, un jardín apto para recatados paseos.
Sin
embargo, esa demanda creciente, esa presión sobre la superficie del camposanto,
tuvo dos consecuencias. Por un lado, los escasos tres mil metros cuadrados que
ocupaba inicialmente fueron pronto insuficientes para atender el alud de
peticiones de las buenas familias de la localidad. Por eso, en 1860 hubo de ser
reformado el perímetro original añadiéndose treinta mil más. Por otro lado, el
suelo del cementerio vino a reproducir la vida de la ciudad, el orden desigual
de la urbe y sus viviendas. Así, el espacio central estaba ocupado por
mausoleos y panteones constituyendo el área burguesa por excelencia, la calle
de los muertos distinguidos. Cualquier transeúnte puede hoy recuperar esa
memoria física, descubrir el lujo y el refinamiento de aquellos patricios y
puede ver también las primeras tramadas de nichos, que por entonces empezaron.
Éstos, frente a la variedad de aquellas suntuosas sepulturas, se caracterizaban
por la uniformidad y por estar situados en la periferia de aquella zona
privilegiada, es decir, como en la ciudad misma. Finalmente, se hallaba la fosa común, totalmente separada del
recinto funerario, que representaba el anonimato, la suerte fatal de aquellos
que no tenían nombre: así pues, el hacinamiento, la desdicha de quienes no
contaban con un lugar en el mundo.
En principio, pues, el cementerio
de Valencia, por ser de nueva planta, reproducía idealmente el orden urbano,
incluso mejor que la ciudad de los vivos. Ésta, la localidad histórica,
arrastraba un pasado de siglos y su piedra resumía el desorden social que los
burgueses del siglo XIX no consiguieron conjurar y que sólo los ensanches
posteriores encauzarían. En cambio, la ciudad de los muertos fue pensada para
separar claramente a los ricos de los pobres, para diferenciar entre aquellos
que iban al cementerio en vistosos carruajes y acompañados de un largo séquito
y aquellos otros que no podían costeárselos. En las buenas familias, lo
habitual era que a la muerte de un patricio se distribuyeran esquelas, se
rogara la asistencia de coches y se hicieran donativos a las instituciones
benéficas para que enviaran un acompañamiento adecuado. Pero hubo casos aún más
llamativos, en los que el óbito quedó registrado en la propia trama urbana.
Por ejemplo, tanto José Campo como
Juan Bautista Romero edificaron sendos centros asistenciales de niños y
huérfanos. Con ellos mandaban perpetuar la memoria de sus hijos
tempranamente fallecidos, acogían a los
descendientes de las ‘clases peligrosas y laboriosas’ que pordioseaban por la
ciudad y, por último, prolongaban su nombre como muestra de filantropía. De ese
modo, aquellos que contaban, aquellos que habían desempeñado cargos y empleos
políticos de la máxima dignidad, aquellos que se habían enriquecido con los
negocios urbanos, se presentaban a sí mismos devolviendo con réditos lo que la
ciudad les había dado. El Asilo de José
Campo, que aún se puede contemplar en su emplazamiento original de la Calle
Corona, o el de San Juan Bautista, que también se puede ver en el final de
Guillem de Castro, son vestigios de muertos eminentes y de su manera de
afrontar una pérdida sin reparación, el dolor inconsolable. Para ellos y para
los demás, sólo quedan el recuerdo o la visita a la ciudad de los muertos, una morada
perpetua en donde se albergan todas las almas, en una fecha que es, no lo
olvidemos, una celebración milenaria, el tránsito de una estación a otra, de un
estado a otro.
Justo Serna y Anaclet Pons son profesores
de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.