La familia..., bien, gracias

                                                                                                                        Justo Serna

 

Levante-EMV, 2 de marzo de 2007

 

                De los viejos burgueses del siglo XIX prácticamente ya no nos queda rastro. De sus maneras de vivir y de sus modos de existir proceden, sin embargo, algunos de nuestros hábitos individuales y colectivos. La idea de intimidad, por ejemplo, es un legado que hemos recibido de aquellas clases distinguidas de la Europa del Ochocientos. Familias recatadas en las que se conciliaban el amor y el interés, familias que protegían su vivienda para evitar la irrupción del extraño: la idea de reserva, pues. Nos queda también un uso de lo material, una cierta forma de ver el mundo, un mundo contenido y hedonista a un tiempo, una manera de percibir la realidad: inclinaciones ostentosas y decoro, apetitos refinados, morigeración, gusto y consumo, sujeción y urbanidad. Sin embargo, ya no sentimos como propia aquella concepción victoriana de la moral y del matrimonio..., con mujeres dóciles, irritables, enfermas, aquejadas de un padecimiento impreciso, abatidas por postraciones inespecíficas, según leemos en las grandes novelas del siglo XIX. Nos separa la idea misma del matrimonio que el varón concibe y que la mujer padece, una mujer sumisa y sumida en dolencias incurables, con algún desarreglo nervioso, con alguna neurastenia, languidez o abatimiento, con una anatomía frágil, una mujer... tan frecuentemente adúltera.

Decía José Ortega y Gasset en una página de su inmensa obra que “tal vez las dos cosas originales del siglo XIX que merezcan admiración son su amor y su literatura”. Así como el Setecientos fue una centuria de creación política e intelectual, el Ochocientos sería el tiempo del romanticismo, de las emociones, de las pasiones desenvueltas o sofrenadas..., todo ello expresado en la novela familiar. Los burgueses son recatados, circunspectos, individuos que preservan lo doméstico frente a la intromisión de lo externo, y entre los enseres de lo doméstico está la esposa, el ángel del hogar, el ángel de los sentimientos al que hay que proteger. De esa intimidad protegida es difícil saber algo. Por eso, tal vez, la novela tuvo gran repercusión en el siglo XIX: era una manera de relatar, de conjeturar, de aventurar qué pasaba en la alcoba de los burgueses, las procacidades o no que se consentían, las fantasías qué pensaban las mujeres, con qué quimeras se consolaban, cómo vivían sus adulterios propio o ajenos, reales o fingidos. La comedia humana, de Honoré de Balzac, aspiraba a ser una taxonomía de las especies sociales del Ochocientos, la hecha por un naturalista. Balzac igualmente esperaba trazar una demografía copiosa, como si de una reescritura del Registro Civil se tratara. Pero su autor también la concibió como una radiografía del interior burgués, de esa era vida privada de las naciones de la que se desentendieron los historiadores, ocupados como estaban en relatar el pasado político de la colectividad. Y fue precisamente en ese hogar relatado en donde grandes novelistas descubrieron las tentaciones adúlteras de las esposas. Flaubert y Tolstoi, entre otros muchos, fantasearon con ese pecado, con esa trasgresión moral, y por eso, por sus alardes imaginativos, por su destreza narradora, Madame Bovary (1857) o Ana Karenina (1877) perduran como obras maestras. Es célebre el incipit de la novela rusa: “todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas, lo son cada una a su manera”. Los apellidos de Bovary, Karenina y Ordóñez están mancillados por esas tentaciones adúlteras que llevan a la desgracia a las mujeres. Los varones incurren en la indiferencia o en la infidelidad, y las esposas, asqueadas o insatisfechas o decepcionadas, inician una carrera de impudicia y oprobio que les reportará dolor, tristeza y muerte.

El gran escritor portugués José Maria Eça de Queiroz (1845-1900) admiró esa literatura burguesa y supo crear distintas novelas en las que la realidad o el fantasma del adulterio estaban bien presentes. Ahora, la editorial Rey Lear publica en castellano una de las piezas que el autor dejó inéditas y que su hijo halló en un célebre arcón, un baúl del que extrajo originales que iría entregando a los adeptos del escritor lusitano. Se trata de Alves & C.ª, un delicioso texto en el que con ironía y buenas intenciones achica el drama del adulterio femenino y del honor masculino. ¿Qué diferencia hay entre la traición perseverante de la infiel y el amorío ocasional? Si confundimos una cosa y la otra el resultado suele ser catastrófico, tan desastroso como el que padece Ana Karenina.

Godofredo da Conceiçâo Alves es un comerciante lisboeta que tiene su despacho en la Rua dos Douradores (la misma en la que trabajará décadas después el Bernardo Soares de Fernando Pessoa). Y es allí, en su oficina, en donde está el seductor, su colega Machado. Toda la novela es una reflexión de largo alcance: sobre la fidelidad, claro, pero también sobre el coste de las decisiones; sobre las apariencias (¿cómo ocultar la separación?); sobre la dificultad de definir las cosas (¿estamos ante un adulterio o ante un simple y pasajero amorío?); sobre la gravedad y el humor (¿qué es lo que debemos tomarnos en serio?); sobre la posesión (“...un hombre que le pasaba el brazo por la cintura”); sobre las antiguas formas de la honra (¿qué decidimos?, ¿suicidio o duelo?); sobre el interés y el escándalo (¿qué dirán...?); sobre la familia y el negocio; pero también, en fin, sobre la tragedia y el ridículo, sobre el cinismo y el sentido común, sobre las calaveradas y las fidelidades, sobre la vida corriente o el folletín. Esta obra, una nouvelle simpática y amable, es una ficción contraria a todo romanticismo, una reivindicación del amor solidario, una defensa de la familia que con entereza soporta las decepciones y las debilidades de cada uno. Una novela burguesa sin pretensiones y con ironía. Léanla, si quieren refinarse...