NOTA SOBRE LA MICROHISTORIA.
¿NO
HABRÁ LLEGADO EL MOMENTO DE PARAR?
Anaclet Pons y Justo Serna
Universitat de València
Publicado
en Pasado y memoria, núm. 3 (2004), págs. 255-263
1.
A principios de los años noventa, Peter Burke editaba un volumen titulado New
Perspectives on Historical Writing. Se trataba de un texto en el que
diversos autores trazaban el mapa de la historiografía entonces vigente, un
bosquejo hecho por académicos de gran
relieve. De ese modo, cada uno de los autores presentaba el significado de las
prácticas históricas que habían tenido mayor desarrollo. Se tradujo al
castellano bien pronto, en 1993, con el título de Formas de hacer historia.
Allí, como en la edición original, el lector español tenía la posibilidad de
hacerse una idea de lo que era la microhistoria gracias a la contribución de
uno de sus más celebrados representantes: Giovanni Levi. La obra ha gozado de
influencia y ha servido para dar a conocer algunos de los avances más notables
de la disciplina. Una década después, el libro se reeditaba con ligeras
variaciones.
Así, en el brevísimo prefacio que
Peter Burke incluye a esa segunda edición advierte que la principal novedad del
texto es el añadido de “algunos párrafos sobre la investigación reciente en
historia de la lectura, historia intelectual y microhistoria para actualizar
los capítulos de Robert Darnton, Richard Tuck y Giovanni Levi”. En relación con
este último autor, Peter Burke redacta un apartado específico, un apéndice
informativo titulado “El debate de la microhistoria”. En esa breve adición
reconoce que dicha perspectiva historiográfica “no ha dejado de florecer en el
sentido de que cada vez se publican más estudios sobre este género en diversos
idiomas”. Entre otros cita volúmenes de los años noventa debidos a Oswaldo
Raggio, Alain Corbin, Jaime Contreras y Hans Medick. A su parecer, todas estas
obras podrían clasificarse en tres tipos de microhistoria. Por un lado, las que
toman como objeto de análisis comunidades o pueblos, que siguen siendo las más
numerosas. Por otro, “abundan también los estudios sobre individuos olvidados”,
añade Burke. Y, en fin, quedaría una tercera variante de investigaciones
centradas principalmente en familias.
“Por
fascinante que sea”, sigue Burke, el lector estaría obligado en todo caso a
preguntarse si esta profusión de estudios microhistóricos no habrá provocado ya
cierto hartazgo, si no se habrá agotado ya el rendimiento intelectual que esta
perspectiva abrió en su momento. Montaillou, en 1975, y El queso y
los gusanos, en 1976 fueron textos pioneros y también lo fue La herencia
inmaterial, en 1985, textos muy atractivos que revelaban las posibilidades
de la microhistoria en las tres vertientes que Burke detalla: como estudio de
comunidad, de individuo y de familia. Así pues, el británico reconoce el
valor extraordinario de aquellas investigaciones pero no cree que esté
justificado repetirlas hasta la saciedad. “Después de los pioneros”, se
pregunta Burke, “¿no habrá llegado el momento de parar?”
La respuesta que nos da no es
tajante, pues cree que el valor de las obras que han venido después depende del
objetivo que se planteen. A su modo de ver existen dos riesgos fundamentales en
el cultivo de la microhistoria. Uno sería el de tomarla como una especie de
etiqueta que sirviera para rotular toda investigación basada en documentos
curiosos, raros o incluso excepcionales que tuvieran algún interés humano. Otro
peligro sería el de convertirla en un
fin en sí mismo, de modo que cualquier minucia, cualquier cosa insólita o
llamativa, mereciera ser tratada en una monografía. ¿De verdad son riesgos?
En el fondo, podríamos argumentar,
cuando el público potencial prefiere obras de esta naturaleza lo hace buscando
la rareza, lo inaudito, pero también lo cotidiano en el pasado; unos lectores que,
aturdidos por el presente extraño, frecuentemente incomprensible, que les toca
vivir, encuentran en este tipo de volúmenes satisfacciones diversas. Obtienen,
por ejemplo, evasión, una huida o escape del azaroso hoy que tanto preocupa,
pero también sorpresa, contraste con su mundo, un conocimiento a partir de lo
distante y lo diferente. Nada que objetar, puesto que el problema posible de la
microhistoria no está en la lectura y en el uso que hagan sus destinatarios,
sino en la concepción y elaboración que sus autores se planteen. En efecto, un
historiador pecaría de irrelevancia si la elección de su objeto sólo se debiera
al interés erudito o a la simple rareza del caso, si sólo tomara el documento
como un depósito de curiosidades. En cambio, cualquier objeto o cualquier
fuente histórica son susceptibles de un análisis complejo y significativo,
siempre y cuando aquello que se pregunta el historiador sobrepase el mero
detalle de lo puntilloso, ese dato en sí mismo llamativo, deslumbrante. Por
eso, Peter Burke señala que las técnicas son relevantes cuando se emplean como
método para formular problemas históricos perdurables o diferentes de los
actuales.
2. Desde nuestro punto de vista,
los reparos que pudieran hacerse a la microhistoria no tienen por qué ser
necesariamente distintos de los que se ponen a la disciplina en general. Para
precisarlo, permítasenos emplear una distinción conocida y útil, la que
diferencia entre información, conocimiento y saber. La información es el dato
bruto de la experiencia, ese conjunto de noticias sobre cualquier cosa
ocurrida, por ejemplo, en el pasado, y que aumenta nuestra erudición. Libros
que proporcionan este tipo de contenidos los hay de toda suerte, no sólo en la
microhistoria, y en cualquier caso el rédito que de ellos se obtiene es, como
mínimo, incrementar nuestro bagaje: en el peor de los casos, sólo la diversión
pasajera que nos da el repertorio de curiosidades. El conocimiento, por su
parte, lo hallamos en aquellos libros en que el autor somete los datos a una determinada
perspectiva que los sobrepasa. De lo que se trata es de rebasar la curiosidad o
el episodio o el acontecimiento para enmarcarlos en el contexto de las
discusiones académicas. Con ello, aumenta lo que se conoce acerca de
determinado objeto historiográfico: en el peor de los casos, se trata de
monografías muy especializadas que sólo interesarán a los previamente
interesados, es decir, a los expertos y agremiados. Pero lo relevante para la
disciplina no es necesariamente lo importante para la sociedad, enfrentada a
problemas que no suelen coincidir con las preocupaciones de los académicos. Por
su parte, el saber, como experiencia humana, es, en efecto, algo distinto, algo
que no debe confundirse ni con el aumento de la información bruta ni con la sofisticación
del conocimiento técnico, aunque ambas cosas sean una base para construirlo. En
realidad, ese saber es la capacidad de discernimiento, de juicio experimentado,
de sensatez, de frónesis, por decirlo al modo aristotélico, que nos
permite evaluar las consecuencias de nuestros actos y los efectos de la
información y del conocimiento. Frónesis es un vocablo griego que Heidegger devolvió
a la actualidad y sobre el que reflexión también Gadamer. En el seminario que
impartiera en 1923 sobre la Ética a Nicómaco, Heidegger identifica la phrónesis, la virtud de Aristóteles, con la conciencia moral que
nos obliga a volver a nosotros mismos. No es la antigua prudentia que, como virtud, la Iglesia ha incorporado
cristianizándolo, sino la decisión de aquel cuyo ser siempre se pone en juego,
la razón práctica que ilumina parcialmente a un ser que se halla en la
oscuridad. A ese saber es precisamente al que nos referimos para distinguirlo
de la información y del conocimiento técnico.
En este último caso, cuando un volumen aporta
verdaderamente saber, las preguntas que el autor se plantea suelen ir más allá
de la mera curiosidad y del campo del que es especialista. Es decir, las
cuestiones que formula son profundas y sobrepasan las fronteras de lo
académico. Por eso, las lecturas que hace y las herramientas que utiliza le
aproximan a aquellos otros colegas y rivales que también rebasan su propia
especialidad. Esa confluencia, por otra parte, parece ser un signo de nuestro
tiempo, en el que fluye no sólo la información o el conocimiento de las
respectivas disciplinas, sino que también se hace más explícito lo que a todos
nos afecta, aquel conjunto de problemas que nos acucian y que ninguna ciencia
por sí sola resolvería. Así, no es extraño hoy que las mejores o las más
avanzadas investigaciones de los campos respectivos se califiquen empleando
el adjetivo de la disciplina vecina o
incluso rival. Por eso no es raro hablar de sociología histórica o de historia
antropológica y tampoco lo es, por ejemplo, que el término historicismo reviva
para fines distintos a los que estábamos habituados y que sirva hoy para
rehabilitar cierta crítica literaria.
Quizá sea el antropólogo
norteamericano Clifford Geertz quien mejor ha leído esta intersección o cruce
de intereses, aunque en su caso sólo se trata de abordar la vecindad cada vez
mayor que existe entre etnólogos e historiadores. En sus Reflexiones antropólogicas sobre temas
filosóficos, Geertz destacaba estas fluidas relaciones,
estos préstamos y vínculos que se dan, hasta el punto de producirse una
interacción densa entre ambas disciplinas. La mayor parte de este intercambio,
decía el norteamericano, se compone de citas mutuas, de modo que los
historiadores que se dedican a la Italia renacentista mencionan a etnógrafos
que han trabajado sobre el África central, mientras que antropólogos dedicados
al sudeste asiático aluden a historiadores de la Francia moderna. Pero esto sólo es lo más visible, lo que a
simple vista se aprecia. Hay, sin embargo, una confluencia más profunda y precisamente
tiene que ver con la microhistoria. Como el propio Geertz ha destacado y
aplicado en sus obras, el estudio de un caso no es necesariamente algo sencillo
ni el interés que despierta se debe sólo a la mera curiosidad. Además, puede
ser un ejercicio de análisis que ayude a comprender otros casos distantes
espacial o temporalmente. En el fondo, de lo que hablamos es de la descripción
densa que formuló este antropólogo. Como se sabe, reducir la escala de
observación para estudiar la conducta social permite apreciar acciones y
significados que, de otro modo, son invisibles. Una vez agrandado el objeto,
intentamos captar el sentido de los actos humanos y eso no es irrelevante, no
es un asunto menor, puesto que el comportamiento de cada individuo o las vivencias
de una pequeña comunidad son importantes en sí y traducen en el caso particular
la brava lucha que cada uno de nosotros se plantea para vivir en una
circunstancia determinada. El antropólogo ve esa acción y procura darle un
significado a partir de su información o de los testimonios de que se vale, es
decir, hace del objeto una descripción densa.
¿Y para que serviría un conocimiento profundo de un caso así?
La respuesta más inmediata que
probablemente podríamos dar sería la de la representatividad: siempre que el
caso pueda generalizar o servir de ilustración de una tónica general, entonces
su pertinencia estaría fuera de toda duda. Y, sin embargo, Geertz nos previene
precisamente contra eso mismo: el conocimiento local no es averiguarlo todo de
la aldea para no trascenderla, de modo que el resultado sólo interese a los
lugareños; pero tampoco es tomarla como emblema, metáfora o espejo de una
totalidad, de manera que la conclusión sólo confirme el proceso previamente
conocido. En el fondo, el antropólogo
que obre al modo de Geertz averiguará muchas cosas sobre la conducta humana
cuando la estudie en los primitivos y ese saber le permitirá entender la
cercanía y la distancia que esa tribu tiene con respecto a su país de origen o
con respecto a la cultura de la que aquél procede. A la postre, cuando realiza
sus laboriosas investigaciones, el etnólogo no se está preguntando por la
representatividad de su objeto, por la generalización del caso, por la
extensión de los resultados. En realidad, su monografía le permite acopiar
saber y conocimiento que servirán para comparar y para establecer prudentes
analogías. Y, además, ese análisis incorpora un método, una forma de rescatar
el significado de dichas acciones y una manera de construir el objeto de estudio.
Que los resultados sean inmediatamente generalizables o no, que pueda
predicarse del caso su representatividad, es algo posterior. A un weberiano
como Geertz no le extrañaría, en efecto, que el análisis de la conducta
partiera de la acción: el acto concreto tiene un significado para quien lo
emprende y para sus espectadores y para ese observador distante que finalmente
lo estudia.
En el caso de la historia, al
tratar las acciones según una perspectiva diacrónica, la cuestión de la
representatividad y de las consecuencias generalizables de los actos es más
perentoria. De hecho, se suele descalificar a la microhistoria porque no serían
significativos o representativos. Así, se dice que las prédicas de Menocchio,
el molinero de Carlo Ginzburg, no tienen un impacto remotamente comparable al
de las ideas de Lutero; o que la literatura clandestina que estudia Robert
Darnton no puede situarse al mismo nivel que las páginas áureas de la Encyclopédie.
Por supuesto, respondería cualquier historiador sensato. El padre del
protestantismo o la obra editada por Diderot y D’Alembert tuvieron unas
consecuencias que hoy calibramos y admitimos como de mayor alcance. Pero ¿quién
decide que lo que sucedió en otra escala o a individuos sin relevancia especial
es menos significativo? A cualquiera de nosotros no nos gustaría que el
historiador del mañana nos tomara como un dato prescindible de la experiencia,
puesto que cada una de nuestras acciones es relevante como ejemplo de la
epopeya humana. Lo que sí es cierto es
que, desde la perspectiva de una historia más tradicional, pueden causar cierta
sorpresa. Como ha señalado John Lewis Gaddis, “¿quién habría predicho que hoy
estudiaríamos la Inquisición a través de la mirada de un molinero italiano del
siglo XVI, la Francia prerrevolucionaria según la perspectiva de un obstinado
sirviente chino, o los primeros años de la independencia norteamericana a
partir de las experiencias de una comadrona inglesa?” Como Gaddis concluye, es
el historiador quien selecciona lo que es importante, y no en menor grado que
si se tratara de un relato sobre una célebre batalla o la vida de un conocido
monarca. Es decir, que el caso de Menocchio o los otros ejemplos que cita el
historiador los toma como perspectivas que de los grandes hechos o procesos tienen
testigos menores, cuya versión o cuyo relato acaban siendo muy significativos,
pues nos describen su posición en el tiempo y en el espacio y cómo vivieron y
experimentaron determinada circunstancia. Con ello se iluminan aspectos del
pasado que, de otro modo, quedarían oscurecidos.
3. Desde este punto de vista, pues, y en función de lo que
acabamos de decir, la microhistoria continuaría viva a pesar de la defunción
que sus practicantes italianos habían decretado a la altura de 1994. Fue
entonces cuando las disensiones en el grupo original y las diferencias de
perspectiva les llevaron a juzgar acabada dicha experiencia. Sin embargo, el
propio Carlo Ginzburg, tenido como el máximo referente de esta forma de hacer
historia, parece haber reconsiderado esa posición. Así se expresaba en 2003 en
el prefacio de un volumen mexicano en el que se recopilaba una parte de su
obra, titulado Tentativas. En ese texto, el autor italiano recuerda cuál
fue el origen de la microhistoria. A su entender, el impulso, el éxito,
derivaba de una profunda crisis de las ideologías, de una crisis de la razón y
de los metarrelatos, manifiesta ya a finales de los años setenta. Pues
bien, la vitalidad de la corriente se explicaría ahora por la persistencia de
la situación histórica que condujo a aquella crisis. De ahí que indagar sobre
el acontecimiento y sobre el individuo sean hoy, todavía, propuestas atractivas
y significativas para los problemas que nos acucian. En efecto, dice Ginzburg,
“después del 11 de septiembre de 2001, este problema está más abierto que
nunca”.
El atentado contra las Torres Gemelas, que resulta tan llamativo,
tan retransmitido, tan grave, es a la vez un ejemplo de la dificultad que
encierra el acontecimiento, lo singular, el caso para el observador. Para entenderlo
retomaremos una idea que expusimos anteriormente, al inicio de Cómo se
escribe la microhistoria. ¿Cómo pueden conocerse el todo y la parte?
Hay distintas maneras de emprender su
conocimiento: como nos proponía Omar Calabrese, una sería a partir del detalle,
otra tomaría como punto de partida el fragmento. Cuando, por ejemplo, nos
representamos una obra de arte, podemos concebirla como un todo, como un
conjunto o sistema compuesto de distintas partes o de diversos elementos. De
este modo, si partimos del conocimiento previo del todo, las porciones que lo forman se nos presentan como detalles del mismo; por el contrario,
cuando ese conjunto nos es desconocido, sus partes se nos presentan como
fragmentos. Por ejemplo, cuando de un óleo se nos se saca una fotografía
parcial, entonces se dice que es un detalle; en cambio, cuando sólo poseemos un
trozo de lo que en su momento suponemos que fue una vasija, entonces lo que
tenemos ante nosotros es sólo un fragmento. Un detalle es un corte hecho a un
entero conocido; un fragmento, cuya etimología nos remite al infinitivo latino frangere,
alude a algo que se ha fracturado: no es un corte artificial, deliberado, sino
que ha sido seccionado de manera accidental, fortuita, sin intervención del
observador actual. Si no contamos con todas sus fracciones, el entero está in
absentia, y si quisiéramos reconstruirlo procederíamos tentativamente,
añadiendo partes y completando vacíos. La meta es conocer el entero del que
forma parte y, por tanto, lo que haremos es relacionar esos restos entre sí.
Por eso, Carlo Ginzburg ha
titulado ese libro mexicano con el acertado rótulo de Tentativas. Como
señala en la introducción, esa palabra deriva del latín temptare, cuyo
significado es el de tocar, palpar, es decir, rozar con levedad algo sin que se
identifique del todo, simplemente porque no lo divisamos por entero. Así,
“quien hace investigación es como una persona que se encuentra en una
habitación oscura. Se mueve a tientas, choca con un objeto, realiza conjeturas:
¿de qué cosa se trata?, ¿de la esquina de una mesa, de una silla, o de una
escultura abstracta?” Así pues, ¿en qué consiste el 11 de septiembre?, ¿qué
clase de acontecimiento es ése, cuál es el entero al que pertenece, merece ser
estudiado como tal suceso o es sólo un episodio de una historia general?
Por tanto, dado que el contexto en el que surgió la microhistoria se mantiene o, incluso, se muestra más evidente, parece lógico que dicha práctica (o “proyecto historiográfico” como ahora lo califica Ginzburg retrospectivamente) siga rindiendo frutos. No obstante, quienes la cultivan o quienes la observan con interés admiten el riesgo que una historiografía audaz puede entrañar. Por eso mismo, autores como Burke o el propio Ginzburg condicionan su aceptación al cumplimiento de determinados requisitos. Sólo si las investigaciones observan esas pautas, entonces se podrá llegar a conclusiones significativas. Por ejemplo, en esa reedición española de 2003 de Formas de hacer historia, el británico aceptaba la microhistoria, siempre y cuando los investigadores situaran sus objetos en lo macrosocial, es decir, cuando las experiencias se pusieran en relación con las estructuras, cuando las interacciones personales se captaran dentro el sistema social, o cuando lo local fuera contemplado como parte efectiva y significativa de lo global. La propuesta de Perter Burke es de todo punto sensata y razonable, incluso podría considerarse como una proclama clásica y a la postre poco novedosa por cuanto esas exigencias se hicieron explícitas en la ciencia social desde décadas atrás. En todo caso, esas afirmaciones deben entenderse desde los propios trabajos del historiador británico, desde su peculiar manera de hacer historia. Cualquiera que haya leído o frecuentado sus obras más celebradas, habrá advertido la clave que dirige sus análisis. De un lado, apreciaremos la extrañeza de los objetos que elige, la audacia con la que trata esos temas que aborda y la reducción de la escala con que los observa. De otro, lejos de resignarse al caso, Burke emprende una inmediata o posible generalización a partir de los datos acopiados, de lo que ya se sabe, de modo que manifiesta una clara voluntad de trascenderlos planteando su análisis dentro de los procesos más vastos y de las categorías que los nombran. De ahí que esas propuestas de control intenten evitar, a juicio del británico, que la microhistoria puede convertirse en una especie de escapismo, en el acatamiento de un mundo fragmentado en el que ya no habría explicación plausible.
Si
ésas son las palabras de Burke, los comentarios que en 2003 Carlo Ginzburg hace
en su libro Tentativas son bien distintos. A su entender, en la
auténtica microhistoria, la que él defiende y califica ahora como proyecto
historiográfico, identificaremos un
variado conjunto de elementos que son los que avalan su relevancia. En un libro
que se rotule como tal, hallaremos la reflexión sobre lo particular, sobre el
caso que examina; la conexión entre historia y morfología, es decir, el rastreo
y la comparación de las formas culturales en sus distintos contextos apreciando
sus semejanzas y parentescos; la
oscilación entre lo micro y lo macro, la alternancia, pues, entre lo observado
en primer plano y lo captado en otro general; la consciencia narrativa, esto
es, la deliberación de examinar narrando, de estudiar el caso relatando su
avatar; el rechazo del escepticismo posmoderno, vale decir, el reparo básico a
toda forma de relativismo
epistemológico; y, en fin, la obsesión,
añade Ginzburg literalmente, por la prueba, esto es, por el documento que
remite al pasado bajo determinadas condiciones. Pues bien, como en el caso de
Burke, esos rasgos o exigencias perfilan mejor su propia andadura o
requerimientos personales, que son al fin y al cabo los del microhistoriador
más afamado, que un programa general que todos puedan aceptar y practiquen. No
se trata tanto de discutir ahora la pertinencia de esos rasgos, sino de
apreciar a qué responden.
Ginzburg
y Burke, pero también otros, constatan conscientemente un doble proceso. Por un
lado, la vitalidad que las últimas décadas ha tenido el estudio de caso, el
estudio de lo micro, que incluso se ha podido llevar hasta el extremo tomando
asuntos verdaderamente menores como objetos de análisis y como fines en sí
mismos. Por otro, han advertido los
riesgos que esa pulverización entrañaba, a la vista de esa miríada de temas y
de objetos que han proliferado entre tantos autores que se acogen al gusto por
la curiosidad y al prestigio de la microhistoria o de la historia cultural. De
ahí que Burke y Ginzburg hayan establecido esas precauciones antes enumeradas
para evitar la deriva en la irrelevancia, precauciones que son siempre una
traslación de sus experiencias personales. De ese modo, no importa tanto lo que
cada uno diga como el sentido que eso tiene. Y tampoco importa tanto el nombre
que se le dé a esa práctica. Ginzburg hablaba de microhistoria, el antropólogo
Clifford Geertz hablaba de miniaturas o
de historia etnografiada y, en fin, Robert Darnton hablaba de retratos
históricos, esas instantáneas que captan los movimientos de un individuo o
individuos dentro de un marco, dentro de un campo que es el contexto del que da
cuenta el investigador. En cualquier
caso, sean microhistorias, miniaturas o retratos, las obras deberán ser
relevantes por sus datos, por el conocimiento que proporcionan y por el saber
al que deben aspirar. Por tanto, la pregunta inicial sobre la microhistoria, la
de si no habrá llegado el momento de abandonarla, se responde recuperando lo
que en ella hay de valioso y cuestionando lo que consideramos fútil.
4. En conclusión, una
microhistoria mal entendida sería aquella que cultivara la anécdota, lo
pintoresco, lo periférico o lo extraño por sí mismos. El pintoresquismo lo que
hace es convertir los objetos en
incomparables de modo que sólo resultan de interés a quienes busquen evasión o
deseen saciar su curiosidad. El
localismo, por su parte, describe realidades que sólo inquietan o atraen a
quienes habitan en esa localidad y, por tanto, le amputa una dimensión general.
Cosa bien distinta es cuando el microhistoriador adopta un lenguaje y un
enfoque tales que presentan el objeto como una verdadera traducción, un
abandono de la perspectiva localista o pintoresca. Es decir, la meta no debería
ser sólo estudiar el caso, sino intentar analizar cómo los problemas generales
que nos ocupan se dan y se viven de manera peculiar en un lugar y en un tiempo
concretos. Ahora bien, eso no puede significar en modo alguno que lo particular
sea sólo una manera de confirmar lo general, puesto que no es un reflejo pasivo
de algo más vasto.
¿Qué es lo que hace interesante
a un personaje histórico? ¿Las características que lo identifican con su
comunidad o, por el contrario, una personalidad y unos actos peculiares que lo
distinguen más allá de lo que comparte con sus contemporáneos? Desde esa
perspectiva, un error posible en toda reconstrucción microhistórica es
presentar al personaje como un ser extraño, intraducible a las categorías del
conjunto. Pero también lo sería si lo hiciéramos depender por completo de su
tiempo, como si su existencia fuera un espejo en el que observar sin más la sociedad en la que vivió, como si sus
acciones no fueran distintas en nada de las que llevaron a cabo sus amigos, sus
parientes, sus cercanos. ¿Qué es, por ejemplo, lo que nos atrae del pseudoMartin Guerre, de Natalie Zemon Davis?
Desde luego, no el hecho de que fuera un campesino típico y, por tanto,
intercambiable por otros de su aldea, sino la forma en que vivió, el modo
en que interpretó personalmente ese
mundo que le rodeaba, la manera en que suplantó la personalidad del ausente y
se integró en la localidad con el fin de emboscarse. Cuando a un individuo lo
tomamos como muestra representativa nos arriesgamos a despersonalizarlo, a
arrancarle su peculiaridad que lo hace significativo considerando su ejemplo
sólo por lo que de más general encierre. Y ése no es el caso de las mejores
obras de microhistoria.
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Dellimore, J. et
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