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La sociedad decente

                                                                                                                                                                                                                 Justo Serna

 

Levante-EMV, 23 de febrero de 2007

                

Perdonen que hoy me ponga moralista, pero la ilegalidad de las detenciones norteamericanas y la colaboración vergonzante de algunos Gobiernos europeos obligan. Pensando sobre ello, he recordado lo que leí meses atrás, algo que me horrorizó. Gracias a que el juez Del Olmo levantó el secreto sumarial sobre las pruebas materiales del proceso del 11-M, pudimos leer extractos de una carta de Abdennabi Kounjaa. No sé si recuerdan. Abdennabi Kounjaa era uno de los siete presuntos terroristas que se suicidaron en el piso de Leganés. El documento de que hablo era una misiva en la que se despedía de su mujer: en ella expresaba su deseo de que sus hijos llegasen a convertirse en muyahidines. "No soporto vivir esta vida como una persona débil y humillada bajo la mirada de los infieles y tiranos", dice, pues "esta vida es el camino hacia la muerte". No sólo eso. "Espero que sigáis las palabras, los hechos, la Jihad en el Islam, ya que es una religión completa... los tiranos y Occidente contra vosotros y convertirles en vuestros enemigos... Y que Dios maldiga a los tiranos", concluía. En suma, esperaba provocar al infiel para así desatar una guerra abierta, sin freno, sin contención, sin reglas, sin Derecho.

Aunque con otro vocabulario, henchido de exhortaciones religiosas, Abdennabi Kounjaa podría haber sostenido aquello que confesara el mortífero, el cínico, el provocador fanático que aparece por las páginas de El agente secreto, de Joseph Conrad: “Nuestro objetivo ha de ser romper la superstición y el culto de la legalidad. Nada me gustaría más que ver al inspector Heat y a sus pares asumiendo la tarea de limpiarnos a plena luz del día con la aprobación de la gente. Entonces habremos ganado la mitad de la batalla; la desintegración de la vieja moralidad se habrá asentado en su propio templo”.

Pues bien, romper la superstición y el culto de la legalidad es algo que ya se ha hecho y, al parecer, repetidamente. Las cárceles de Bush, repartidas aquí y allá, sin jurisdicciones visibles, sin reservas reconocidas, son una ignominia que todo buen liberal, todo constitucionalista, todo defensor del Estado de Derecho, no pueden aceptar. Imagino la soberbia religiosa, fanática, de los suicidas, su apetito destructivo, la fortaleza de sus creencias, los preparativos... Pero sobre todo imagino la fría racionalidad con que idean sus acciones. Sospecho su júbilo: esos fieros terroristas saben que la única posibilidad que les cabe para destruirnos, para acabar con la superioridad moral, es romper esa superstición y ese culto de la legalidad. De lo que se trata es de dejar un solar carbonizado, arrasar con las vidas de inocentes provocando la respuesta ilegal y brutal de los países dañados.

Los tipos destructivos --como Abdennabi Kounjaa-- están dispuestos a sacrificarse bajo las llamas humeantes de una fiesta destructiva. Se ven jóvenes y no les falta el sentimiento del júbilo, porque la hecatombe que provocan les fortalece. Al demoler lo que juzgan secundario, su enérgica amputación simplifica el mundo mal hecho. Están convencidos, en fin, de que dicho desastre devolverá a la sociedad su primitiva concordia. No se preguntan, no se interrogan  por las consecuencias: sólo se exaltan con el abismo y con la reacción que provocan. Hacen hueco, desatascan; hacen escombros de lo anterior recreándose con la visión de un presente calcinado. No les incomoda la conciencia: tampoco el razonamiento. Simplemente, destruyen de manera grandiosa y expresiva intentando doblegar los hábitos morales del enemigo.

El proceso de civilización que llega hasta nosotros, un proceso que no es exactamente acumulativo y que puede perderse cuando arruinamos la moralidad y la contención, ha exigido de nuestras sociedades una limitación de la violencia, de su uso. Antaño, muchos siglos atrás, buena parte de los conflictos se resolvían a guantazos o con las armas, con suplicios y sevicias. Hoy, sin embargo, el empleo de la violencia es muy limitado entre particulares, comparado con lo que fue; y su despliegue por el Estado está reducido a casos de defensa y estricta represión legal. El fundamento de esa represión basada en la Ley tiene un origen remoto y se asienta en la mejor tradición liberal, aquella que estableciera los derechos naturales de los individuos y que, por tanto, restringiera reglamentariamente la violencia ejercida por el Gobierno ¿Qué hacemos con el terrorista que golpea sin piedad y que, además, busca vulnerar nuestro sentido de la legalidad? ¿Le aplicamos los mismos principios? De la respuesta que demos a estos interrogantes dependerá nuestro concepto de lo que es una  sociedad decente.