Si las veladas
dominicales fueran prolongadas durante meses, ¿qué se haría de la humanidad,
emancipada del sudor, libre del peso de la primera maldición?», se
preguntaba el filósofo Emil Cioran en su Breviario de podredumbre.
«La sensación de la inmensidad del tiempo haría de cada segundo un
intolerable suplicio, un pelotón de ejecución capital. En los corazones más
llenos de poesía se instalarían un canibalismo estragado y una tristeza de
hiena; los patíbulos y los verdugos languidecerían; las iglesias y los
burdeles estallarían de suspiros. El universo transformado en tarde de
domingo... es la definición del hastío y el fin de universo». Creo que
Cioran se equivocaba. La eternidad no es esa tarde dominical inacabable en
la que ocio nos lleva a cavilaciones indeseadas: lo más parecido al hastío
es una verbena popular interminable, el botellón adueñándose de la ciudad,
un petardeo incesante y nocturno, el estrépito que se inició muchos días
atrás y que se extiende hasta la madrugada.
Para el vecino pacífico, las Fallas sólo son una festividad repetitiva, una
batahola que se vuelve a vivir cada año con el mismo contento, con el mismo
esparcimiento expansivo. Como siempre, llegan puntualmente, con fatalidad
estacional. Se pronuncia el mismo pregón de nuestra alcaldesa, ese encomio
ronco y populista, esa adulación del gentío con que se inaugura la juerga
del petardo, el sermón festivo con que nuestra enérgica representante
zarandea al vecindario y convida a los forasteros. Se levantan los mismos
pabellones atronadores que invaden el callejero sumiendo en la desesperación
a abuelitos y a enfermos, las mismas carpas que ocupan la calzada como si
fueran monumentales tiendas de campaña para así acantonarse a la luna de
Valencia. Se instalan unos escuetos urinarios, unos retretes que no dan
acogida suficiente para contener el agüita amarilla y, por eso, mear donde
se puede es la práctica general.
Afloran aquí y allá los mismos tenderetes que ciegan las aceras impidiendo
el tránsito de peatones. Se emplazan innumerables puestos de churros y
buñuelos cuyos humos y aceites asfixian... dejando el paladar y el olfato
embreados. Estallan los mismos cohetes, nos ensordece el mismo estruendo y
jovencitos feroces e insaciables, con idéntica energía, acicateados por unos
padres temerarios que por momentos parecen olvidar la cordura, nos
estremecen. Se instalan unos monumentos falleros que creíamos ya
incinerados, años atrás. Se adorna la vía pública con idénticas señeras y
bombillas de colorines, con las mismas banderolas que con insistencia nos
advierten, por si alguien lo había olvidado, que estamos en tierra de
valencianos: las mismas perillas que anuncian con despilfarro, con
disipación, el general regocijo, una vía en la que todo el mundo parece
entregarse a una furiosa bulla de discomóvil. Se acumula la misma basura:
los mismos botes estrujados de cerveza y las mismas botellas astilladas de
whisky. Produce desagrado oler, como siempre, a ciudad amoniacal y mefítica,
el vómito esparcido con que los más jaraneros o incontinentes se alivian
rociando el asfalto y los adoquines. Es un vandalismo mediterráneo, claro,
salpicado de orín y gentío. Perdonen mi acritud fallera, pero empecé con
Cioran, tan amargo siempre, y he acabado con la destemplanza de los que ya
no esperan nada, sólo dormir sin el estallido nocturno de proyectiles.
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