Adiós a las Fallas

 

                                            JUSTO SERNA

 

                             Levante-Emv, 22 de marzo de 2006

 

                                                   Opinión

 

 

Si las veladas dominicales fueran prolongadas durante meses, ¿qué se haría de la humanidad, emancipada del sudor, libre del peso de la primera maldición?», se preguntaba el filósofo Emil Cioran en su Breviario de podredumbre. «La sensación de la inmensidad del tiempo haría de cada segundo un intolerable suplicio, un pelotón de ejecución capital. En los corazones más llenos de poesía se instalarían un canibalismo estragado y una tristeza de hiena; los patíbulos y los verdugos languidecerían; las iglesias y los burdeles estallarían de suspiros. El universo transformado en tarde de domingo... es la definición del hastío y el fin de universo». Creo que Cioran se equivocaba. La eternidad no es esa tarde dominical inacabable en la que ocio nos lleva a cavilaciones indeseadas: lo más parecido al hastío es una verbena popular interminable, el botellón adueñándose de la ciudad, un petardeo incesante y nocturno, el estrépito que se inició muchos días atrás y que se extiende hasta la madrugada.

Para el vecino pacífico, las Fallas sólo son una festividad repetitiva, una batahola que se vuelve a vivir cada año con el mismo contento, con el mismo esparcimiento expansivo. Como siempre, llegan puntualmente, con fatalidad estacional. Se pronuncia el mismo pregón de nuestra alcaldesa, ese encomio ronco y populista, esa adulación del gentío con que se inaugura la juerga del petardo, el sermón festivo con que nuestra enérgica representante zarandea al vecindario y convida a los forasteros. Se levantan los mismos pabellones atronadores que invaden el callejero sumiendo en la desesperación a abuelitos y a enfermos, las mismas carpas que ocupan la calzada como si fueran monumentales tiendas de campaña para así acantonarse a la luna de Valencia. Se instalan unos escuetos urinarios, unos retretes que no dan acogida suficiente para contener el agüita amarilla y, por eso, mear donde se puede es la práctica general.

Afloran aquí y allá los mismos tenderetes que ciegan las aceras impidiendo el tránsito de peatones. Se emplazan innumerables puestos de churros y buñuelos cuyos humos y aceites asfixian... dejando el paladar y el olfato embreados. Estallan los mismos cohetes, nos ensordece el mismo estruendo y jovencitos feroces e insaciables, con idéntica energía, acicateados por unos padres temerarios que por momentos parecen olvidar la cordura, nos estremecen. Se instalan unos monumentos falleros que creíamos ya incinerados, años atrás. Se adorna la vía pública con idénticas señeras y bombillas de colorines, con las mismas banderolas que con insistencia nos advierten, por si alguien lo había olvidado, que estamos en tierra de valencianos: las mismas perillas que anuncian con despilfarro, con disipación, el general regocijo, una vía en la que todo el mundo parece entregarse a una furiosa bulla de discomóvil. Se acumula la misma basura: los mismos botes estrujados de cerveza y las mismas botellas astilladas de whisky. Produce desagrado oler, como siempre, a ciudad amoniacal y mefítica, el vómito esparcido con que los más jaraneros o incontinentes se alivian rociando el asfalto y los adoquines. Es un vandalismo mediterráneo, claro, salpicado de orín y gentío. Perdonen mi acritud fallera, pero empecé con Cioran, tan amargo siempre, y he acabado con la destemplanza de los que ya no esperan nada, sólo dormir sin el estallido nocturno de proyectiles.