El lenguaje de Eta

 

                                            JUSTO SERNA

 

                        Levante-Emv, 24 de marzo de 2006

 

 

 

Hay algo de cruelmente folletinesco en el terrorismo y en su lenguaje, con esos héroes aclamados por su pueblo y con esos villanos que siempre vienen de fuera, ajenos, auténticamente forasteros que pretenden usurpar lo nuestro, lo propio, lo que siendo de la tierra es objeto de latrocinio. En La estrategia de la ilusión, Umberto Eco mostró con minucia y reflexión cuáles eran las toscas incongruencias, el delirante ejercicio, en que incurrían las Brigate Rosse para justificar sus actos violentos forzando la lógica y quebrantando cualquier sentido. Mostró también en qué se basaban sus presuntuosos y burdos manifiestos, unos conceptos cuyo significado original había sido expropiado hasta volver irreconocible su semántica universal. Mostró, en fin, lo cercano que estaba el discurso de los terroristas italianos a los códigos del folletín. Los brigadistas se revestían de un lenguaje leninista, se dotaban de un léxico aparatosamente marxista, salpimentado con vocablos modernos. Bien mirado, todo era muy antiguo: sus declaraciones y sus justificaciones tenían la forma de un cuento viejo y sangriento. Se asemejaban, concluía Eco, a un folletín de justicieros venidos para reparar antiguas heridas, un romance malogrado y mil veces leído del que podríamos carcajearnos si esa fábula no hubiese sido escrita con tanto padecimiento, con tantas laceraciones.

 

Durante mucho tiempo, los etarras se han valido de un lenguaje tercermundista y anticolonial, un léxico que mezclaba el izquierdismo más extremado y un etnicismo arcádico, un vocabulario entre delirante y juvenil. Durante mucho tiempo, nuestros bárbaros del norte se supieron jóvenes y no les faltaba el sentimiento del júbilo porque el cataclismo que provocaban les robustecía. Al destruir lo que juzgaban secundario, su quirúrgica amputación simplificaba el mundo mal hecho, el mundo que les tocaba vivir, ese por el que sentían un gran desengaño. Estaban convencidos, en fin, de que dicho desastre devolvería a la sociedad su primitiva o su oculta o su futura armonía. No se preguntaban sobre lo que fuera a reemplazar lo destruido y se exaltaban con el goce del abismo, con el vacío que producían. No se dolían ni se lamentaban ni se explicaban verdaderamente, porque sabían que no les incomodaban ni la conciencia ni el razonamiento: simplemente, practicaban la violencia, esa quirúrgica amputación, de manera grandiosa y expresiva, dispuestos a sacrificarse bajo las llamas humeantes de una fiesta destructiva.

Ahora, los terroristas decretan un alto el fuego permanente. Nos perdonan la vida, vaya. Es nauseabunda esa actitud, pero les pido que no se dejen llevar por el lógico repudio. Lean el comunicado y observen el nuevo léxico. Junto a enunciados etnicistas, tan característicos de la fase prepolítica de los movimientos anticoloniales, hay un lenguaje político: democracia, justicia, etcétera. Ya sé que pronunciados por estos gudaris, esos vocablos pierden todo sentido recto. Pero que se valgan de un léxico institucional para justificar su alto el fuego o, mejor, su derrota militar, es un avance considerable. Nadie que se sienta fuerte y armado abandona la violencia. Nadie que no esté moral, ideológica y políticamente derribado acepta pronunciarse así. Las concesiones al etnicismo, los llamamientos a los Estados español y francés, la petición de que cese la persecución policial, son debilidades o faroles. Ojalá nuestros representantes, del Gobierno y de la Oposición, sepan enfrentar la nueva situación y sepan administrar sus recursos. Los ciudadanos lo exigimos.