Hay algo
de cruelmente folletinesco en el terrorismo y en su lenguaje, con esos
héroes aclamados por su pueblo y con esos villanos que siempre vienen
de fuera, ajenos, auténticamente forasteros que pretenden usurpar lo
nuestro, lo propio, lo que siendo de la tierra es objeto de latrocinio. En
La estrategia de la ilusión, Umberto Eco mostró con minucia y reflexión
cuáles eran las toscas incongruencias, el delirante ejercicio, en que
incurrían las Brigate Rosse para justificar sus actos violentos forzando
la lógica y quebrantando cualquier sentido. Mostró también en qué se
basaban sus presuntuosos y burdos manifiestos, unos conceptos cuyo
significado original había sido expropiado hasta volver irreconocible su
semántica universal. Mostró, en fin, lo cercano que estaba el discurso de
los terroristas italianos a los códigos del folletín. Los brigadistas se
revestían de un lenguaje leninista, se dotaban de un léxico aparatosamente
marxista, salpimentado con vocablos modernos. Bien mirado, todo era muy
antiguo: sus declaraciones y sus justificaciones tenían la forma de un
cuento viejo y sangriento. Se asemejaban, concluía Eco, a un folletín de
justicieros venidos para reparar antiguas heridas, un romance malogrado y
mil veces leído del que podríamos carcajearnos si esa fábula no hubiese
sido escrita con tanto padecimiento, con tantas laceraciones.
Durante mucho tiempo, los etarras se han valido de un
lenguaje tercermundista y anticolonial, un léxico que mezclaba el
izquierdismo más extremado y un etnicismo arcádico, un vocabulario entre
delirante y juvenil. Durante mucho tiempo, nuestros bárbaros del
norte se supieron jóvenes y no les faltaba el sentimiento del júbilo porque
el cataclismo que provocaban les robustecía. Al destruir lo que juzgaban
secundario, su quirúrgica amputación simplificaba el mundo mal hecho, el
mundo que les tocaba vivir, ese por el que sentían un gran desengaño.
Estaban convencidos, en fin, de que dicho desastre devolvería a la sociedad
su primitiva o su oculta o su futura armonía. No se preguntaban sobre lo
que fuera a reemplazar lo destruido y se exaltaban con el goce del abismo,
con el vacío que producían. No se dolían ni se lamentaban ni se explicaban
verdaderamente, porque sabían que no les incomodaban ni la conciencia ni el
razonamiento: simplemente, practicaban la violencia, esa quirúrgica
amputación, de manera grandiosa y expresiva, dispuestos a sacrificarse bajo
las llamas humeantes de una fiesta destructiva.
Ahora, los terroristas decretan un
alto el fuego permanente. Nos perdonan la vida, vaya. Es nauseabunda esa
actitud, pero les pido que no se dejen llevar por el lógico repudio. Lean
el comunicado y observen el nuevo léxico. Junto a enunciados etnicistas,
tan característicos de la fase prepolítica de los movimientos
anticoloniales, hay un lenguaje político: democracia, justicia,
etcétera. Ya sé que pronunciados por estos gudaris, esos vocablos pierden
todo sentido recto. Pero que se valgan de un léxico institucional para
justificar su alto el fuego o, mejor, su derrota militar, es un avance
considerable. Nadie que se sienta fuerte y armado abandona la violencia.
Nadie que no esté moral, ideológica y políticamente derribado acepta
pronunciarse así. Las concesiones al etnicismo, los llamamientos a los
Estados español y francés, la petición de que cese la persecución policial,
son debilidades o faroles. Ojalá nuestros representantes, del Gobierno y de
la Oposición, sepan enfrentar la nueva situación y sepan administrar sus
recursos. Los ciudadanos lo exigimos.
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