Juguetes Payá

 

                                            JUSTO SERNA

 

                             Levante-Emv, 16 de marzo de 2006

 

                                                   Opinión

 

 

Los niños de los años sesenta fuimos los primeros en gozar de una prosperidad raquítica, agropecuaria, pero prosperidad al fin: disfrutamos de ciertos beneficios materiales de los que habían carecido los mayores. Nuestras madres se esforzaron lo indecible para comprarnos los primeros yogures, que entonces quedaban reducidos básicamente a dos sabores, natural o de fresa, antes de que la copiosa variedad de hoy multiplicara hasta el vértigo el número de los lácteos. Fue aquélla, en efecto, una época en la que la incipiente bonanza material que traía el turismo nos permitió vivir sin grandes penalidades. Una ostentación menesterosa se adueñaba de nuestras casas: en los salones de las viviendas irrumpían unos aparatosos televisores que ocupaban un espacio ya abarrotado. La mayoría carecíamos de habitación de juegos y nuestros dormitorios, atestados por mesillas de noche, por roperos, por cómodas y por burós, no facilitaban la diversión. Esa circunstancia nos obligaba a corretear por la calle, a hacer vida de barrio. Y era allí, en las aceras breves o en las veredas amplias, adonde bajábamos nuestros utensilios, alguna pelota, las chapas o el último cochazo con que los Reyes Magos nos habían gratificado.

Uno de mis juguetes inolvidables fue un bólido que yo llegué a pilotar: un Ferrari. Era, más concretamente, un Campeón Ferrari Payá, un modelo de 1967 ó 1968 que fabricaba la casa de juguetes alicantina, un trasto que yo había visto anunciado en televisión y que, simplemente, me deslumbró. Era grande, era rojo como los vehículos del Cavallino Rampante y se accionaba con un mando a distancia dotado de un cable suficientemente largo. En las aceras, yo veía avanzar mi coche y me sentía muy ufano, incluso presuntuoso, dueño de un auto que suponía de gran cilindrada y enormes pistones: me sentía, en fin, con aplomo, como un piloto, como un potentado al que sus rumbosos, sus espléndidos padres habían obsequiado con ese lujazo mecánico. Pero mi dicha duró poco: algunos hechos la malograron. Un amigo, al que sus padres no habían podido regalarle un automóvil tan fastuoso y que tuvo que conformarse con un Seat 850 Coupé (existía algo así, imaginen), me batió siempre en todas las carreras con que nos retamos. ¿Un Seat rebasando a un Ferrari? Aquello fue una estafa emocional y, por supuesto, me entraron las dudas sobre Payá. Piensen: cualquier niño de mi barrio al que los Reyes Magos le hubieran obsequiado con un Renault Gordini podría humillarme también algún día con aquel simpático vehículo de 40 caballos. ¿Cuándo ocurriría tal cosa?

Ese día llegó en 2005 y, ahora, se ha vuelto a repetir: un Renault que ni siquiera era el más rápido del parque móvil, un Renault pilotado por un joven del barrio, como otro joven más, consiguió rebasar a todos, a los Ferrari y a los otros monoplazas, logrando el galardón más preciado del Campeonato del Mundo de Fórmula 1. Ese muchacho, Fernando Alonso, no es un descerebrado que acciona el acelerador sin juicio y con ostentación, como hacen algunos jóvenes sobrados que circulan petardeando, que se pasean con sus coches de grandes prestaciones y de potente cilindrada, que surcan las calles con sus máquinas, vanidosos e irreflexivos. Ese muchacho que ganó el campeonato es todo lo contrario: un tipo reflexivo que ha roto el maleficio al que España estaba condenada, el de no conquistar jamás un certamen de automovilismo. Cuando aún era niño, yo confié en Emilio de Villota, ustedes lo recordarán. Pero fue en vano. Probablemente le faltaban los recursos y los apoyos que Fernando Alonso ha tenido, pero es que, además, yo no lo veía como ese chico de barrio, sino como el hijo de un acaudalado empresario, alguien opulento que, por capricho, se dedicaba a una actividad que le rebasaba. No sé, tal vez me equivocaba, ya que después he sabido que Emilio de Villota fue uno de los primeros en avizorar la valía de aquel joven, como si de un ojeador se tratara. Viendo a Alonso frente a Michael Schumacher en la primera etapa del Mundial, he recordado mi infancia Payá, mi Ferrari, ese al que quizá podían alcanzar los Renault, y lejos de lamentar la injuria de aquel recuerdo me he contentado. Por fin, un muchacho del barrio tomó el testigo de Emilio de Villota. Por fin, y me felicito: a pesar de haber quedado segundo en el pódium...