Los niños de los años
sesenta fuimos los primeros en gozar de una prosperidad raquítica, agropecuaria,
pero prosperidad al fin: disfrutamos de ciertos beneficios materiales de los que
habían carecido los mayores. Nuestras madres se esforzaron lo indecible para
comprarnos los primeros yogures, que entonces quedaban reducidos básicamente a
dos sabores, natural o de fresa, antes de que la copiosa variedad de hoy
multiplicara hasta el vértigo el número de los lácteos. Fue aquélla, en efecto,
una época en la que la incipiente bonanza material que traía el turismo nos
permitió vivir sin grandes penalidades. Una ostentación menesterosa se adueñaba
de nuestras casas: en los salones de las viviendas irrumpían unos aparatosos
televisores que ocupaban un espacio ya abarrotado. La mayoría carecíamos de
habitación de juegos y nuestros dormitorios, atestados por mesillas de noche,
por roperos, por cómodas y por burós, no facilitaban la diversión. Esa
circunstancia nos obligaba a corretear por la calle, a hacer vida de barrio. Y
era allí, en las aceras breves o en las veredas amplias, adonde bajábamos
nuestros utensilios, alguna pelota, las chapas o el último cochazo con que los
Reyes Magos nos habían gratificado.
Uno de mis juguetes inolvidables fue un bólido que yo llegué a pilotar: un
Ferrari. Era, más concretamente, un Campeón Ferrari Payá, un modelo de 1967 ó
1968 que fabricaba la casa de juguetes alicantina, un trasto que yo había visto
anunciado en televisión y que, simplemente, me deslumbró. Era grande, era rojo
como los vehículos del Cavallino Rampante y se accionaba con un mando a
distancia dotado de un cable suficientemente largo. En las aceras, yo veía
avanzar mi coche y me sentía muy ufano, incluso presuntuoso, dueño de un auto
que suponía de gran cilindrada y enormes pistones: me sentía, en fin, con
aplomo, como un piloto, como un potentado al que sus rumbosos, sus espléndidos
padres habían obsequiado con ese lujazo mecánico. Pero mi dicha duró poco:
algunos hechos la malograron. Un amigo, al que sus padres no habían podido
regalarle un automóvil tan fastuoso y que tuvo que conformarse con un Seat 850
Coupé (existía algo así, imaginen), me batió siempre en todas las carreras con
que nos retamos. ¿Un Seat rebasando a un Ferrari? Aquello fue una estafa
emocional y, por supuesto, me entraron las dudas sobre Payá. Piensen: cualquier
niño de mi barrio al que los Reyes Magos le hubieran obsequiado con un Renault
Gordini podría humillarme también algún día con aquel simpático vehículo de 40
caballos. ¿Cuándo ocurriría tal cosa?
Ese día llegó en 2005 y, ahora, se ha vuelto a repetir: un Renault que ni
siquiera era el más rápido del parque móvil, un Renault pilotado por un joven
del barrio, como otro joven más, consiguió rebasar a todos, a los Ferrari y a
los otros monoplazas, logrando el galardón más preciado del Campeonato del Mundo
de Fórmula 1. Ese muchacho, Fernando Alonso, no es un descerebrado que acciona
el acelerador sin juicio y con ostentación, como hacen algunos jóvenes sobrados
que circulan petardeando, que se pasean con sus coches de grandes prestaciones y
de potente cilindrada, que surcan las calles con sus máquinas, vanidosos e
irreflexivos. Ese muchacho que ganó el campeonato es todo lo contrario: un tipo
reflexivo que ha roto el maleficio al que España estaba condenada, el de no
conquistar jamás un certamen de automovilismo. Cuando aún era niño, yo confié en
Emilio de Villota, ustedes lo recordarán. Pero fue en vano. Probablemente le
faltaban los recursos y los apoyos que Fernando Alonso ha tenido, pero es que,
además, yo no lo veía como ese chico de barrio, sino como el hijo de un
acaudalado empresario, alguien opulento que, por capricho, se dedicaba a una
actividad que le rebasaba. No sé, tal vez me equivocaba, ya que después he
sabido que Emilio de Villota fue uno de los primeros en avizorar la valía de
aquel joven, como si de un ojeador se tratara. Viendo a Alonso frente a Michael
Schumacher en la primera etapa del Mundial, he recordado mi infancia Payá, mi
Ferrari, ese al que quizá podían alcanzar los Renault, y lejos de lamentar la
injuria de aquel recuerdo me he contentado. Por fin, un muchacho del barrio tomó
el testigo de Emilio de Villota. Por fin, y me felicito: a pesar de haber
quedado segundo en el pódium... |