No sé si
ustedes leyeron Días de ruido y furia, del periodista navarro Alfredo
Urdaci. Era un volumen colérico: en alguna de sus memorables páginas, Edward
Gibbon cuenta que Roma conquistó el mundo, que Roma amplió el limes
del Imperio, sólo en defensa propia, para no sentir cercana la posible
emboscada de los antagonistas. Algo parecido hacía Urdaci en Días de
ruido y furia: solamente arremetía en defensa propia, embistiendo contra
quienes juzgaba sus enemigos. ¿De quién hablaba? De la izquierda, por
supuesto, de toda esa izquierda de recelosos, de botarates, de fanáticos que
se inspiran en trotskismo, añadía. ¡En el trotskismo! Pero hablaba también
del actual presidente del Gobierno, cegado por un sueño “mezquino”: el de
que tuviera que ser el propio periodista quien proclamara la victoria
socialista. Y hablaba, en fin, del odioso aliado de los socialistas: de las
Comisiones Obreras, singularmente. Etcétera.
He vuelto
sobre Días de ruido y furia y he visto que su autor lo escribió sin
dengues ni aspavientos. Como si estuviera en el infierno y hubiera decidido
satanizar a todos sus rivales. Meses después, Urdaci acaba de publicar otro
libro aún más estrafalario que el anterior: Cómo salir del infierno,
se titula precisamente. En la cubierta lo vemos con un aspecto entre reñidor
y descacharrante, entre jactancioso y cómico, como un calco del Napoleón
corso, pero ahora en versión navarra. Si aquellas páginas contenían unas
memorias agraviadas, el nuevo volumen está concebido como un manual de
autoayuda. Al modo de los triunfadores americanos que relatan su
experiencia, a la manera de quienes se han sobrepuesto a sus derrotas
personales, Urdaci escribe un libro de auxilio social. Pero es tan
extravagante y tan virulento (con páginas involuntariamente chistosas) que
el sarcasmo de que se vale indica más padecimiento que guasa, más encono que
ironía. Días de ruido y furia revelaba pedantería, una escritura
trabajosa, una vanidad lacerada, un dogmatismo perceptivo, una solemnidad
enfática, una concepción de la política basada en la elemental y grosera ley
de simetría. Por esas razones, era un libro difícil de leer. Estos defectos
campanudos y esta pompa redicha se agravan en Cómo salir del infierno:
valiéndose de una prosa aseverativa, apodíctica, liquida el psicoanálisis,
celebra a Pío Moa y juzga lo sucedido entre el 11 y el 14-M como un golpe de
estado urdido por socialistas y polanquistas, auténticos maleantes
que habrían incitado a una jauría. Quiere ser imaginativo y la imagen de que
su vida ha sido un infierno se expresa en términos literales, que no
metafóricos. Si ha estado en el Averno, entonces habrá tenido tratos con el
diablo. Y, en efecto, así es. Como si de un nuevo Fausto se tratara, Urdaci
muestra sus pactos con un inteligentísimo demonio, de nombre Eleuterio.
Habla de él, de su sensatez, de sus recomendaciones, de sus predicciones.
Con este recurso juega a hacer ficción, pero le salen unas páginas de triste
consuelo. Dada la celebridad morbosa que rodea al autor, es probable que la
venta de dicha obra justifique esos párrafos alimenticios que leemos.
Pero,
ahora que lo pienso, de todos los párrafos, hay uno que resume nuevamente su
talante empeñoso y dolido. Es aquel en el que vuelve a hablar de Fernando
Delgado. Ufano, dándose ínfulas, dice: “De los que amenazaron con querellas”
al aparecer el libro anterior, “ninguno cumplió. Sólo F. Delgado exigió una
rectificación. Le di satisfacción, porque cuando uno da un dato impreciso
debe corregir”. Etcétera. Fíjense en la maldad de esas líneas: Urdaci no le
dio satisfacción porque se lo exigiera F. Delgado (ay, este Urdaci, tan
proclive a abreviar al adversario); se vio forzado a hacerlo porque se lo
exigió un juez. Desde hace meses, el antiguo director de los Servicios
Informativos de Televisión Española vive retando, monologando en La Sexta,
hablando para sí, haciéndose el socarrón, haciendo broma de lo que él
considera objeto de chanza. ¿Por exigencia del juez? No, por Dios. Será,
estoy seguro, la penitencia catódica impuesta por Eleuterio, el diablo
zumbón. |