Alfredo Urdaci

 

                                               JUSTO SERNA

 

                               Levante-Emv, 7 de junio de 2006

 

                                                        Opinión

 

 

No sé si ustedes leyeron Días de ruido y furia, del periodista navarro Alfredo Urdaci. Era un volumen colérico: en alguna de sus memorables páginas, Edward Gibbon cuenta que Roma conquistó el mundo, que Roma amplió el limes del Imperio, sólo en defensa propia, para no sentir cercana la posible emboscada de los antagonistas. Algo parecido hacía Urdaci en Días de ruido y furia: solamente arremetía en defensa propia, embistiendo contra quienes juzgaba sus enemigos. ¿De quién hablaba? De la izquierda, por supuesto, de toda esa izquierda de recelosos, de botarates, de fanáticos que se inspiran en trotskismo, añadía. ¡En el trotskismo! Pero hablaba también del actual presidente del Gobierno, cegado por un sueño “mezquino”: el de que tuviera que ser el propio periodista quien proclamara la victoria socialista. Y hablaba, en fin, del odioso aliado de los socialistas: de las Comisiones Obreras, singularmente. Etcétera.

He vuelto sobre Días de ruido y furia y he visto que su autor lo escribió sin dengues ni aspavientos. Como si estuviera en el infierno y hubiera decidido satanizar a todos sus rivales. Meses después, Urdaci acaba de publicar otro libro aún más estrafalario que el anterior: Cómo salir del infierno, se titula precisamente. En la cubierta lo vemos con un aspecto entre reñidor y descacharrante, entre jactancioso y cómico, como un calco del Napoleón corso, pero ahora en versión navarra. Si aquellas páginas contenían unas memorias agraviadas, el nuevo volumen está concebido como un manual de autoayuda. Al modo de los triunfadores americanos que relatan su experiencia, a la manera de quienes se han sobrepuesto  a sus derrotas personales, Urdaci escribe un libro de auxilio social. Pero es tan extravagante y tan virulento (con páginas involuntariamente chistosas) que el sarcasmo de que se vale indica más padecimiento que guasa, más encono que ironía. Días de ruido y furia revelaba pedantería, una escritura trabajosa, una vanidad lacerada, un dogmatismo perceptivo, una solemnidad enfática, una concepción de la política basada en la elemental y grosera ley de simetría. Por esas razones, era un libro difícil de leer. Estos defectos campanudos y esta pompa redicha se agravan en Cómo salir del infierno: valiéndose de una prosa aseverativa, apodíctica, liquida el psicoanálisis, celebra a Pío Moa y juzga lo sucedido entre el 11 y el 14-M como un golpe de estado urdido por socialistas y polanquistas, auténticos maleantes que habrían incitado a una jauría. Quiere ser imaginativo y la imagen de que su vida ha sido un infierno se expresa en términos literales, que no metafóricos. Si ha estado en el Averno, entonces habrá tenido tratos con el diablo. Y, en efecto, así es. Como si de un nuevo Fausto se tratara, Urdaci muestra sus pactos con un inteligentísimo demonio, de nombre Eleuterio. Habla de él, de su sensatez, de sus recomendaciones, de sus predicciones. Con este recurso juega a hacer ficción, pero le salen unas páginas de triste consuelo. Dada la celebridad morbosa que rodea al autor, es probable que la venta de dicha obra justifique esos párrafos alimenticios que leemos.

Pero, ahora que lo pienso, de todos los párrafos, hay uno que resume nuevamente su talante empeñoso y dolido. Es aquel en el que vuelve a hablar de Fernando Delgado. Ufano, dándose ínfulas, dice: “De los que amenazaron con querellas” al aparecer el  libro anterior, “ninguno cumplió. Sólo F. Delgado exigió una rectificación. Le di satisfacción, porque cuando uno da un dato impreciso debe corregir”. Etcétera. Fíjense en la maldad de esas líneas: Urdaci no le dio satisfacción porque se lo exigiera F. Delgado (ay, este Urdaci, tan proclive a abreviar al adversario); se vio forzado a hacerlo porque se lo exigió un juez. Desde hace meses, el antiguo director de los Servicios Informativos de Televisión Española vive retando, monologando en La Sexta, hablando para sí, haciéndose el socarrón, haciendo broma de lo que él considera objeto de chanza. ¿Por exigencia del juez? No, por Dios. Será, estoy seguro, la penitencia catódica impuesta por Eleuterio, el diablo zumbón.